Cuando vives lo suficiente y escribes lo suficiente, y pasan los años, hay un rincón del lugar de trabajo o de la biblioteca, un cajón, carpeta o archivador donde con el tiempo se van acumulando páginas escritas y nunca publicadas: novelas que empezaste y por diversas razones se quedaron a medio camino. Relatos que acabaron truncándose, historias inacabadas que a veces no pasaron de unas pocas páginas. Todos los novelistas veteranos, o muchos de ellos, tenemos ese cajón real o simbólico. Dentro del mío hay cuatro o cinco historias empezadas y nunca escritas del todo: amagos de novelas que cedieron paso a otras, integrándose a veces en ellas, y otras extinguiéndose para siempre.
Hace pocos días anduve revolviendo ese cajón. Buscaba una idea que recordaba apuntada, insinuada hace años en uno de esos textos que nunca llegué a rematar ni publicar. Fue un ejercicio singular y más bien triste. Un sentimiento gris de pena y pérdida, como el que podría experimentarse al repasar los recuerdos de amores breves, incompletos y casi olvidados. Tristeza ante lo que pudo ser y no fue. Casi todos aquellos folios condenados al silencio, algunos amarillentos y fechados hace treinta años, estaban escritos a máquina, con correcciones manuscritas de una letra en la que a veces, incluso, me costaba reconocer la mía.
Con esas páginas delante reflexioné sobre las causas que interrumpieron su escritura. Intenté recordar las circunstancias, los motivos. A veces fue simple prudencia: aquello no era bueno, estaba lejos de proporcionar esa grata sensación que tiene el novelista lúcido cuando avanza por el que considera buen camino. Otra fue el instinto; el «esto no va a funcionar» que cualquier escritor consciente tiene sentado en un hombro como el loro de un pirata. Como un Pepito Grillo convertido en asesor literario. En ocasiones, en mi caso y por la vida que llevé, la causa fue una nueva guerra, un viaje, una circunstancia imprevista o dramática que interrumpió el trabajo y modificó el punto de vista, el orden de prioridades bajo el que esa novela había empezado a escribirse. Y alguna vez ocurrió, simplemente, que la historia murió entre mis manos por causas naturales. A menudo, porque otra historia más poderosa, más potente, se cruzó en el camino.
Resulta un ejercicio agridulce, curioso, ese mirar atrás con el cajón de novelista abierto. Enfrentarse a páginas escritas por el hombre que en otro tiempo fuiste, y hacerlo con la mirada que el tiempo ha ido cambiando en ti. Con tu experiencia literaria y de vida. Con la posibilidad, debido a todo eso, de leerte de un modo más penetrante o más objetivo. Como si lo que lees no fuera tuyo. A veces sólo son veinte o treinta folios; en algún caso, un centenar. Y mientras pasas las páginas, en ocasiones reconoces ideas, situaciones, personajes que usaste para otras historias. Que se aferraron a ti, pese a la novela frustrada, y permanecieron contigo hasta ver la luz en textos por completo diferentes. O no tan diferentes, cuando se trata de escritores fieles a un mundo original y propio. A un mismo territorio.
Ha sido interesante, también, rastrear lo recuperado en novelas posteriores: esas cosas recicladas o utilizadas después, al fin, de forma más eficaz que en su frustrada o incompleta versión original. Incluso los títulos; porque hay dos, La piel del tambor y El pintor de batallas, que en principio encabezaban novelas distintas a las que acabaron siendo. Y otra de ellas, abandonada durante dos décadas, consistente en sólo quince folios mecanografiados, acabó siendo, hace ahora cuatro o cinco años, El tango de la Guardia Vieja. Demostrando así que el cajón de un novelista nunca es ataúd, sino depósito temporal donde algunas cosas mueren y otras regresan con el tiempo. Por eso nunca hay que tirar nada, por malo que parezca, sino guardarlo en el lugar adecuado y dejarlo reposar. Fermentar. Pues nunca se sabe.
Aun así, es inevitable que el ejercicio acabe dejándote un poso de tristeza. Releyendo esas páginas recuerdas el impulso que te llevó a ellas, la documentación de los momentos iniciales, la ilusión de aquellos primeros y apasionados teclazos. La certeza, sin la cual no hay novelista que valga la pena, de que lo que empiezas va a ser lo mejor que hayas escrito nunca: la novela definitiva, perfecta. Y ahora, sabiendo que ninguna de ellas lo fue de verdad, acaricias las páginas que en su momento significaron lo más importante de tu vida, la concentración de tu talento, tu esfuerzo y tu trabajo, y las devuelves al cajón de los mundos olvidados con una intensa melancolía.
5 de junio de 2016
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