Hay cosas que no termina uno de tragarle a los franceses. Los camiones de fruta quemados en las carreteras, por ejemplo. Los Cien Mil Hijos de San Luis, la fuga de Villeneuve en Trafalgar, la política proserbia en Yugoslavia o esa forma que tienen de enarcar los labios, así, para pronunciar las oes con acento circunflejo. Sin embargo, París lo reconcilia a uno con todo eso. Basta darse una vuelta por los buquinistas de la orilla izquierda, sentarse a tomar algo en Les Deux Magots, leer a Stendhal, calentar un cuchillo y cortarse una rebanada de foie gras regado con Cháteau Margaux, para que todos los prejuicios se diluyan en el aire e incluso ese retrato de Francisco I que hay en el Louvre, de perfil, le caiga a uno simpático. Que ya es caer.
Uno está en ello y se pasea por la plaza de los Vosgos mirando los escaparates de los anticuarios, cuando de pronto va y descubre una bandera francesa que ondea en un edificio, al fondo. Se acerca con la cautela de quien conoce la desmedida afición de los franchutes a ponerle una tricolor a todo lo que no se mueve, y descubre que se trata de la casa donde, según reza la correspondiente placa conmemorativa, vivió Víctor Hugo, patriarca de las letras galas y autor, entre otras cosas, de Los miserables y de Nuestra Señora de París. La visita se vuelve obligada -los niños no pagan- y el visitante deambula con absoluta libertad por estancias llenas de recuerdos, grabados, muebles y fotografías que guardan la memoria del gran hombre. Todo conservado con devoción perfecta, con respeto minucioso que incluye hasta unas flores secas cogidas por Hugo en el campo de batalla de Waterloo, durante la visita que realizó a Bélgica para escribir los dos capítulos sobre esa batalla en Los miserables. Después, en la calle, uno se apoya en cualquier pared, junto a cualquiera de las 85.000 lápidas conmemorativas de franceses que lucharon por la liberación de la Patria existentes en la ciudad -no comprendo cómo tardaron tanto en irse los alemanes, con toda Francia en la Resistencia-, enciende un cigarrillo si es que fuma, y mueve la cabeza reflexionando. Son muy suyos desde luego. Chauvinistas y todo lo que ustedes quieran, con el corazón en la izquierda y la cartera a la derecha. Pero convierten la casa donde vivió Víctor Hugo en monumento nacional con bandera incluida. Y el taller de Delacroix, por ejemplo. O la tumba de Chateaubriand en su isla, frente a Saint-Malo. Y llevan a los niños de los colegios para que lo vean. Y les enseñan, desde pequeñitos y con la letra de La marsellesa, que eso también es Francia. Su orgullo y su memoria.
La segunda parte de la reflexión es descorazonadora porque uno se pregunta, acto seguido, dónde estarían la casa y los recuerdos de Víctor Hugo si en vez de ser hijo de un general de Napoleón hubiera nacido en España. Un país el nuestro donde el que suscribe, por ejemplo, ignora en qué lugares vivieron Lope de Vega, Calderón, Bécquer o Pío Baroja, y aunque lo supiese iba a dar lo mismo. Un país donde creo recordar vagamente que un tal Quevedo estuvo preso escribiendo sonetos en lo que hoy es un hotel de lujo, de acceso restringido a los que pueden pagarlo. Un país donde aquel viejo y buen soldado Miguel de Cervantes, Saavedra por parte de madre, está enterrado detrás de una siniestra y anónima pared de ladrillo en un convento olvidado de Madrid, con una placa de mala muerte apenas visible en un callejón oscuro. Donde la casa donde se imprimió el Quijote no es más que eso, una casa donde algunos pocos saben que se imprimió el Quijote. Donde lo que encuentran los que viajan por La Mancha son, molinos aparte, tascas de carretera anunciando vinos y quesos bautizados como personajes de Cervantes, y -sutil concesión poética- durante mucho tiempo, en forma de enorme cartel a la entrada de Las Pedroñeras, los siguientes versos inmortales:
En un lugar de la Mancha
don Quijote una mea echó
y salieron unos ajos gordos.
Por eso, andes arriba o abajo
de Pedroñeras son los ajos.
Es mejor no imaginar siquiera qué habrían hecho los franceses, chauvinistas y patrioteros como son, si en vez de nacer en España Cervantes hubiera aterrizado al norte de los Pirineos. A estas alturas tendríamos Cervantes hasta en la sopa, aborrecido de tanto restregárnoslo nuestros vecinos por las narices: casa natal, casa mortuoria, cárceles diversas, imprenta y posadas varias serían, sin la menor duda, santuarios inviolables y de peregrinación obligatoria, con muchas mayúsculas en cualquier guía Hachette o Michelin. Con el dineral que cuesta mantener todo eso, tanta bandera y tanta lápida. Además, ¿imaginan a los turistas japoneses con la efigie del Divino Manco en sus camisetas, visitando Pigalle...? Sudores fríos dan, Sólo de pensarlo.
Claro que, a lo mejor, por mucha casa y mucho museo que le consagrasen, un Cervantes francés tampoco habría escrito el Quijote, cuyo protagonista tan acertadamente refleja la esencia del alma española -Jesús Gil, Ruiz Mateos, Hormaechea, Rappel-Igual hubiera escrito A la recherche du temps perdu. Que como todo el mundo sabe, es una perfecta mariconada.
25 de julio de 1993
Uno está en ello y se pasea por la plaza de los Vosgos mirando los escaparates de los anticuarios, cuando de pronto va y descubre una bandera francesa que ondea en un edificio, al fondo. Se acerca con la cautela de quien conoce la desmedida afición de los franchutes a ponerle una tricolor a todo lo que no se mueve, y descubre que se trata de la casa donde, según reza la correspondiente placa conmemorativa, vivió Víctor Hugo, patriarca de las letras galas y autor, entre otras cosas, de Los miserables y de Nuestra Señora de París. La visita se vuelve obligada -los niños no pagan- y el visitante deambula con absoluta libertad por estancias llenas de recuerdos, grabados, muebles y fotografías que guardan la memoria del gran hombre. Todo conservado con devoción perfecta, con respeto minucioso que incluye hasta unas flores secas cogidas por Hugo en el campo de batalla de Waterloo, durante la visita que realizó a Bélgica para escribir los dos capítulos sobre esa batalla en Los miserables. Después, en la calle, uno se apoya en cualquier pared, junto a cualquiera de las 85.000 lápidas conmemorativas de franceses que lucharon por la liberación de la Patria existentes en la ciudad -no comprendo cómo tardaron tanto en irse los alemanes, con toda Francia en la Resistencia-, enciende un cigarrillo si es que fuma, y mueve la cabeza reflexionando. Son muy suyos desde luego. Chauvinistas y todo lo que ustedes quieran, con el corazón en la izquierda y la cartera a la derecha. Pero convierten la casa donde vivió Víctor Hugo en monumento nacional con bandera incluida. Y el taller de Delacroix, por ejemplo. O la tumba de Chateaubriand en su isla, frente a Saint-Malo. Y llevan a los niños de los colegios para que lo vean. Y les enseñan, desde pequeñitos y con la letra de La marsellesa, que eso también es Francia. Su orgullo y su memoria.
La segunda parte de la reflexión es descorazonadora porque uno se pregunta, acto seguido, dónde estarían la casa y los recuerdos de Víctor Hugo si en vez de ser hijo de un general de Napoleón hubiera nacido en España. Un país el nuestro donde el que suscribe, por ejemplo, ignora en qué lugares vivieron Lope de Vega, Calderón, Bécquer o Pío Baroja, y aunque lo supiese iba a dar lo mismo. Un país donde creo recordar vagamente que un tal Quevedo estuvo preso escribiendo sonetos en lo que hoy es un hotel de lujo, de acceso restringido a los que pueden pagarlo. Un país donde aquel viejo y buen soldado Miguel de Cervantes, Saavedra por parte de madre, está enterrado detrás de una siniestra y anónima pared de ladrillo en un convento olvidado de Madrid, con una placa de mala muerte apenas visible en un callejón oscuro. Donde la casa donde se imprimió el Quijote no es más que eso, una casa donde algunos pocos saben que se imprimió el Quijote. Donde lo que encuentran los que viajan por La Mancha son, molinos aparte, tascas de carretera anunciando vinos y quesos bautizados como personajes de Cervantes, y -sutil concesión poética- durante mucho tiempo, en forma de enorme cartel a la entrada de Las Pedroñeras, los siguientes versos inmortales:
En un lugar de la Mancha
don Quijote una mea echó
y salieron unos ajos gordos.
Por eso, andes arriba o abajo
de Pedroñeras son los ajos.
Es mejor no imaginar siquiera qué habrían hecho los franceses, chauvinistas y patrioteros como son, si en vez de nacer en España Cervantes hubiera aterrizado al norte de los Pirineos. A estas alturas tendríamos Cervantes hasta en la sopa, aborrecido de tanto restregárnoslo nuestros vecinos por las narices: casa natal, casa mortuoria, cárceles diversas, imprenta y posadas varias serían, sin la menor duda, santuarios inviolables y de peregrinación obligatoria, con muchas mayúsculas en cualquier guía Hachette o Michelin. Con el dineral que cuesta mantener todo eso, tanta bandera y tanta lápida. Además, ¿imaginan a los turistas japoneses con la efigie del Divino Manco en sus camisetas, visitando Pigalle...? Sudores fríos dan, Sólo de pensarlo.
Claro que, a lo mejor, por mucha casa y mucho museo que le consagrasen, un Cervantes francés tampoco habría escrito el Quijote, cuyo protagonista tan acertadamente refleja la esencia del alma española -Jesús Gil, Ruiz Mateos, Hormaechea, Rappel-Igual hubiera escrito A la recherche du temps perdu. Que como todo el mundo sabe, es una perfecta mariconada.
25 de julio de 1993