Comentaba hace unas semanas mi vecino el rey de Redonda la pena que le da ver cómo escritores importantes caen en el olvido, o casi. El hecho de que su recuperación no dependa casi nunca de organismos oficiales ni suplementos culturales y revistas del ramo, sino, tristemente, de las adaptaciones para el cine o la tele; y se congratulaba de que, a veces, simples tecleadores de infantería como él o yo mismo podamos manifestar nuestra admiración por tal o cual viejo maestro, y eso ayude a ponerlo de nuevo en circulación para disfrute y felicidad de algunos lectores. Pero el camarada de páginas se dejó algo en el tintero. A la hora de reivindicar a los grandes maestros puede ocurrir algo peor que el semiolvido: su apropiación coyuntural, fraudulenta, por parte de los golfos apandadores de la cultura. Y a menudo me pregunto si no sería mejor dejar a Fulano o a Mengano en su estante polvoriento, como tesoro a conquistar por iniciados y corsarios autodidactas de la letra impresa, que verlos mancillados, desvirtuados, envilecidos, demagógicamente traídos y llevados por oportunistas del capricho, el interés o la moda. El monarca redondil, en el mismo artículo, apuntaba un ejemplo: su volumen-homenaje sobre Faulkner hizo que varios lectores se interesaran por ese gringo, olvidado en los últimos años. Lo que ya no decía mi primo, porque él es educado y olímpico en sus desprecios, es que hace cosa de década y media, cuando ambos empezábamos a publicar cosas -cada uno a su aire y con sus maestros-, todos cuantos manejaban el cotarro literario se pasaban el día con la boca llena de Faulkner; que era entonces, por lo visto, el único modelo del que la novela moderna podía sacar algo en limpio. Si en una entrevista no mencionabas al menos tres veces cuánto habían influido en tu obra el profundo sur americano y el mítico Yoknapatawpha, ni eras escritor ni eras nada. Después pasó la moda, claro. Y los mismos que juraban tener El ruido y la furia bajo la almohada desde su más tierna infancia, se pasaron a otros autores con el mismo íntimo conocimiento e idéntica devoción. Y al maestro de Mississipi le dieron dos duros. Cosa, por cierto, que me importa un carajo; porque a mí, la verdad, Faulkner ni fú ni fá. Lo cito más que nada por la bonita anécdota, y porque el perro inglés es mi hermano de armas. Y si él defiende a Faulkner, yo también. Y punto. Pero lo que son las cosas. Aquella pandilla, que entonces chupaba de la teta cultural sin otro riesgo que atragantarse, sigue ahí: en la tele, en los suplementos, en las tertulias de radio.
La literatura actual no tiene nada que ver con la que ellos imponían; pero siguen administrándola. Desmemoriadísimos. Alguno hasta escribe novelas de las que antes criticaba, con tramas policíacas, de espionaje y cosas así. Pero ojo. No para vender libros ni ganar pasta. Níet. Se trata de un simple divertimento intelectual. Un ejercicio de estilo. El caso es que hay hermosos recortes y páginas enteras en las hemerotecas que dan fe de sus antiguos dichos y hechos. Y lo gracioso es que de pronto, en un artículo, en un programa, uno los lee o los oye, atónito, elogiar como si conocieran, leyeran y admiraran de toda la vida, a viejos autores a quienes en otro tiempo no sólo ignoraban, sino que denostaban públicamente. Por supuesto, siempre coincide con un centenario, una biografía, un homenaje en el extranjero. Entonces se lo apropian sin más, se ponen al día con una rapidez pasmosa, y de la noche a la mañana se manifiestan extrañadísimos de que nadie lea ahora a Fulano, a Mengano, a Zutano y a otros grandes nombres de la literatura universal; a quienes ellos no sólo no leyeron en su puta vida, sino que encima ayudaron a enterrarlos, sosteniendo que lo que de verdad había que leer, Faulkner aparte, era Onán y yo somos así, señora (Anagrama), de Chindasvinto Petisuik, imprescindible minimalista Sildavo.
Llevo años viendo a esos tontos del culo recomendar con la fe del converso, como si acabaran de descubrirlos -y a veces es literalmente cierto- a Conrad, Stendhal, Schnitzler, Lampedusa, Heinrich Mann, Joseph Roth y Víctor Hugo, entre otros, a un público lector que a menudo los conoce mejor que ellos. El penúltimo imprescindible -cómo les gusta esa palabra- ha sido el pobre Stefan Zweig, que justo a partir de la reedición reciente de su autobiografía El mundo de ayer -que otros, humildemente, leímos y conocemos desde 1968- ha pasado, oh milagro, de segundón cuentahistorias a fino observador de la condición humana. Pero lo más descarado ocurrió hace mes y medio, coincidiendo con la actual reivindicación en Francia de Alejandro Dumas; cuando otro antaño pontificador exquisito, gloria de las letras y la cultura de ambas orillas, para quien hasta ayer la novela que contaba cosas siempre fue un deleznable subgénero, terminaba un artículo de suplemento literario con la urgente exhortación: «Es necesario leer a Dumas». Ahí va, me dije al verlo. Pues no había caído. Qué sería de nosotros, pobres lectores, si no tuviéramos para orientarnos a este insigne gilipollas.
29 de septiembre de 2002
La literatura actual no tiene nada que ver con la que ellos imponían; pero siguen administrándola. Desmemoriadísimos. Alguno hasta escribe novelas de las que antes criticaba, con tramas policíacas, de espionaje y cosas así. Pero ojo. No para vender libros ni ganar pasta. Níet. Se trata de un simple divertimento intelectual. Un ejercicio de estilo. El caso es que hay hermosos recortes y páginas enteras en las hemerotecas que dan fe de sus antiguos dichos y hechos. Y lo gracioso es que de pronto, en un artículo, en un programa, uno los lee o los oye, atónito, elogiar como si conocieran, leyeran y admiraran de toda la vida, a viejos autores a quienes en otro tiempo no sólo ignoraban, sino que denostaban públicamente. Por supuesto, siempre coincide con un centenario, una biografía, un homenaje en el extranjero. Entonces se lo apropian sin más, se ponen al día con una rapidez pasmosa, y de la noche a la mañana se manifiestan extrañadísimos de que nadie lea ahora a Fulano, a Mengano, a Zutano y a otros grandes nombres de la literatura universal; a quienes ellos no sólo no leyeron en su puta vida, sino que encima ayudaron a enterrarlos, sosteniendo que lo que de verdad había que leer, Faulkner aparte, era Onán y yo somos así, señora (Anagrama), de Chindasvinto Petisuik, imprescindible minimalista Sildavo.
Llevo años viendo a esos tontos del culo recomendar con la fe del converso, como si acabaran de descubrirlos -y a veces es literalmente cierto- a Conrad, Stendhal, Schnitzler, Lampedusa, Heinrich Mann, Joseph Roth y Víctor Hugo, entre otros, a un público lector que a menudo los conoce mejor que ellos. El penúltimo imprescindible -cómo les gusta esa palabra- ha sido el pobre Stefan Zweig, que justo a partir de la reedición reciente de su autobiografía El mundo de ayer -que otros, humildemente, leímos y conocemos desde 1968- ha pasado, oh milagro, de segundón cuentahistorias a fino observador de la condición humana. Pero lo más descarado ocurrió hace mes y medio, coincidiendo con la actual reivindicación en Francia de Alejandro Dumas; cuando otro antaño pontificador exquisito, gloria de las letras y la cultura de ambas orillas, para quien hasta ayer la novela que contaba cosas siempre fue un deleznable subgénero, terminaba un artículo de suplemento literario con la urgente exhortación: «Es necesario leer a Dumas». Ahí va, me dije al verlo. Pues no había caído. Qué sería de nosotros, pobres lectores, si no tuviéramos para orientarnos a este insigne gilipollas.
29 de septiembre de 2002