“Dios mío, no me ayudes pero tampoco me jodas". Así empezaba una página de Al sur de tu cintura, de mi amigo Roberto, el escritor maldito, de quien les hablé una vez. Roberto, contaba entonces, es un tipo flaco, chupaíllo, con ojeras, siempre con un Camel sin filtro en la boca, que me distingue con una de esas amistades que se vuelven condenas de cadena perpetua. Rey del best-seller para minorías, vendió ciento tres ejemplares de su opera prima, y consiguió que algunos de sus ciento tres lectores todavía anden buscándolo para partirle la cara. Aquello no lo sacó de pobre, y sigue tieso como la mojama; pero cada día de mi cumpleaños me regala un libro que se las ingenia para tomar prestado no sé dónde. Supongo que en el Corte Inglés.
Roberto tiene un morro que se lo pisa. Lleva años acosado por acreedores y matones, buscándose la vida sin más recursos que su ingenio y su talento. A su mujer, Clara, se la ligó el día que fue a la terraza donde ella curraba, y cuando dijo qué vas a tomar él pidió un vaso de agua. «No servimos agua sola», respondió ella. «Pues entonces pónmela con cubitos de hielo». Le trajo un whisky que pagó ella, y quedaron para luego. Y durante todo este tiempo, Clara ha estado trabajando para traer dinero mientras él, con empalmes clandestinos a la luz, y el teléfono cortado, y una manta por encima cuando hacía un frío de cojones, leía libros de dudosa procedencia, mezclando Poe con Faulkner y Cervantes con Dumas y Kafka, y escribía febril, dispuesto a parir la obra maestra que les permitiera de una vez comer caliente.
Ahora, Roberto ha terminado esa novela. Me lo dijo el otro día por uno de esos teléfonos móviles que usa hasta que se los anulan por falta de pago; por eso cambia de número a menudo, lo mismo que de vez en cuando cambia de identidad. Roberto del Sur, que en realidad se llama Roberto Montero, firma ahora como Montero Glez., así, con el segundo apellido en abreviatura —y como lo haga para despistar a sus acreedores, lo acabo de joder—. EI caso es que he terminado la novela y te la mando, me dijo, resumiendo así cuatro años de parto doloroso, trabajo continuo de limar, corregir, cortar, reescribir. Tormento chino de escritor de verdad, de pata negra. No uno de esos niñatos de diseño, de esos duros de pastel, de esos cagatintas que se toman tres cañas con los amigos en un bar y luego sale su primo diciendo: «muy bueno lo tuyo, colega. Muy vivido». Y el primo contesta «pues lo tuyo más». Nada de eso. Roberto se ha dejado las pestañas trabajando como un cabrón. Pero además, cuando escribe está contándonos su vida. Una vida bohemia de verdad, miseria y navajazo y bolsillo sin un duro, entre peña bajuna y peligrosa, de pistola fácil, de pinchazo en vena. Esa España en la que nunca se hará una foto el presidente Aznar, como tampoco se la hizo aquel otro sinvergüenza cuyo nombre no recuerdo.
La de Montero Glez. es una novela sombría, negra de narices, que se pasea por el filo del infierno porque él mismo se ha paseado allí durante toda su perra vida. Lo que cuenta no se lo ha contado nadie, y se nota. No en vano esa novela que acaba de salir a la calle se llama Sed de champán. Tenía quinientas páginas y se ha quedado en la mitad, y yo creo que mejora. En mi editorial no le hicieron ni puto caso, pero a Edhasa les cayó bien y decidieron jugársela. No me gusta el título, el formato ni la portada -unos cuernos de un toro y una luna- porque Roberto y lo que cuenta son mucho más negros e intensos que todo eso. Tampoco me gusta lo que dice la contraportada: cruce casi bastardo entre Martin Santos y Juan Marsé. Con todos los respetos para el querido Marsé, Roberto es un hijo bastardo de Valle Inclán, y también de Gálvez, y Buscarini, y Pedro de Répide, y de toda la siniestra y genial bohemia de la literatura española de principios de siglo, aderezada por Pynchon y por Bukowski, y proyectada sobre la más cutre y marginal España de ahora mismo.
El caso es que me gusta cómo escribe ese tío. Me encanta esa diferencia entre tanto pichafría, marginales de jujana con ropa de marca y foto en suplemento literario, y un tío del arroyo que tiene miseria en la memoria, tinta en las venas, y la sangre la utiliza para escribir. De cualquier modo, para que ustedes no se llamen a engaño si pretenden leerlo, y sepan en qué se meten, les adelanto la primera frase del libro, que es toda una selecta declaración filosófica: «El Charolito sólo se fiaba de su polla. Era la única que nunca le daría por el culo».
Y ahora vayan y léanselo, si tienen huevos.
26 de septiembre de 1999
Roberto tiene un morro que se lo pisa. Lleva años acosado por acreedores y matones, buscándose la vida sin más recursos que su ingenio y su talento. A su mujer, Clara, se la ligó el día que fue a la terraza donde ella curraba, y cuando dijo qué vas a tomar él pidió un vaso de agua. «No servimos agua sola», respondió ella. «Pues entonces pónmela con cubitos de hielo». Le trajo un whisky que pagó ella, y quedaron para luego. Y durante todo este tiempo, Clara ha estado trabajando para traer dinero mientras él, con empalmes clandestinos a la luz, y el teléfono cortado, y una manta por encima cuando hacía un frío de cojones, leía libros de dudosa procedencia, mezclando Poe con Faulkner y Cervantes con Dumas y Kafka, y escribía febril, dispuesto a parir la obra maestra que les permitiera de una vez comer caliente.
Ahora, Roberto ha terminado esa novela. Me lo dijo el otro día por uno de esos teléfonos móviles que usa hasta que se los anulan por falta de pago; por eso cambia de número a menudo, lo mismo que de vez en cuando cambia de identidad. Roberto del Sur, que en realidad se llama Roberto Montero, firma ahora como Montero Glez., así, con el segundo apellido en abreviatura —y como lo haga para despistar a sus acreedores, lo acabo de joder—. EI caso es que he terminado la novela y te la mando, me dijo, resumiendo así cuatro años de parto doloroso, trabajo continuo de limar, corregir, cortar, reescribir. Tormento chino de escritor de verdad, de pata negra. No uno de esos niñatos de diseño, de esos duros de pastel, de esos cagatintas que se toman tres cañas con los amigos en un bar y luego sale su primo diciendo: «muy bueno lo tuyo, colega. Muy vivido». Y el primo contesta «pues lo tuyo más». Nada de eso. Roberto se ha dejado las pestañas trabajando como un cabrón. Pero además, cuando escribe está contándonos su vida. Una vida bohemia de verdad, miseria y navajazo y bolsillo sin un duro, entre peña bajuna y peligrosa, de pistola fácil, de pinchazo en vena. Esa España en la que nunca se hará una foto el presidente Aznar, como tampoco se la hizo aquel otro sinvergüenza cuyo nombre no recuerdo.
La de Montero Glez. es una novela sombría, negra de narices, que se pasea por el filo del infierno porque él mismo se ha paseado allí durante toda su perra vida. Lo que cuenta no se lo ha contado nadie, y se nota. No en vano esa novela que acaba de salir a la calle se llama Sed de champán. Tenía quinientas páginas y se ha quedado en la mitad, y yo creo que mejora. En mi editorial no le hicieron ni puto caso, pero a Edhasa les cayó bien y decidieron jugársela. No me gusta el título, el formato ni la portada -unos cuernos de un toro y una luna- porque Roberto y lo que cuenta son mucho más negros e intensos que todo eso. Tampoco me gusta lo que dice la contraportada: cruce casi bastardo entre Martin Santos y Juan Marsé. Con todos los respetos para el querido Marsé, Roberto es un hijo bastardo de Valle Inclán, y también de Gálvez, y Buscarini, y Pedro de Répide, y de toda la siniestra y genial bohemia de la literatura española de principios de siglo, aderezada por Pynchon y por Bukowski, y proyectada sobre la más cutre y marginal España de ahora mismo.
El caso es que me gusta cómo escribe ese tío. Me encanta esa diferencia entre tanto pichafría, marginales de jujana con ropa de marca y foto en suplemento literario, y un tío del arroyo que tiene miseria en la memoria, tinta en las venas, y la sangre la utiliza para escribir. De cualquier modo, para que ustedes no se llamen a engaño si pretenden leerlo, y sepan en qué se meten, les adelanto la primera frase del libro, que es toda una selecta declaración filosófica: «El Charolito sólo se fiaba de su polla. Era la única que nunca le daría por el culo».
Y ahora vayan y léanselo, si tienen huevos.
26 de septiembre de 1999