domingo, 26 de septiembre de 2021

Una historia de Europa (XII)

Es muy posible que nunca haya habido en la historia de la Humanidad alguien tan inteligente como lo fueron los griegos del siglo V antes de Cristo, con la Atenas de la época como centro intelectual de todo. No me pregunten por qué, pero las cinco décadas que siguieron a la victoria de Salamina producen verdadero asombro. Porque lo que llamamos identidad europea, la base que generó el pensamiento, las ciencias, el arte, la literatura forjada en los dos mil quinientos años transcurridos hasta hoy, nació allí y fue cuajando en un largo proceso que tuvo aquel mundo fascinante como referencia. Europa y el llamado Occidente son lo que son (en su parte buena, por supuesto) precisamente porque aquella Grecia fue lo que fue. Nunca en la Historia, excepto tal vez en la Florencia del Renacimiento, el Madrid del Siglo de Oro y el París de la Ilustración, se dio un caso semejante de concentración de figuras ilustres y de talento en el pequeño espacio de una ciudad. Aquella Atenas, gobernada por un hombre ilustre llamado Pericles, se convirtió en una ciudad próspera y hermosa; una ciudad-estado que se regía por reglas democráticas con consultas populares, y que albergaba a grandes artistas, grandes escritores de teatro seguidos por las masas, grandes matemáticos y grandes filósofos: hombres sabios que se dedicaban a pensar y tenían maravillosas ideas. Se equivocaron muchas veces, claro. Ni ellos eran perfectos. Su ciencia tampoco era la nuestra, con hipótesis, pruebas y experimentación. Pero sus intuiciones y aciertos fueron infinitos. Esos extraordinarios fulanos consideraban la geometría como una guía para comprender el Universo (la geometría que se sigue enseñando hoy en los colegios es griega) y trabajaban sólo con la reflexión y con un sistema de inspiradas conjeturas, pero fueron tan lejos con todo eso que te dejan turulato. Ellos intuyeron, por ejemplo, veinticinco siglos antes de que se confirmara el asunto, que toda materia estaba formada por pequeñas partículas llamadas átomos (palabra griega que significa imposible de cortar, indivisible). Por supuesto, vista con ojos del siglo XXI, sobre todo por los demagogos baratos que hoy pretenden regir el mundo (demagogía, por cierto, es otra palabra griega), aquella sociedad distaba de la perfección. La vida, y hay que ser muy estúpido o muy sectario para no comprenderlo, funcionaba de otra manera. La democracia no alcanzaba a todos por igual, y cuando así era en sus momentos más radicales, o casi lo era, los propios atenienses se quejaban de ello, y más de uno y de dos admiraban la férrea disciplina de la vecina Esparta (paradójicamente, las obras de teatro de más éxito popular, como las de Aristófanes, abundan en críticas a los excesos del pueblo). En cuanto a la guerra, por supuesto, también era despiadada (Jenofonte nos lo cuenta con frío detalle), y tras recibirse la rendición incondicional de una ciudad enemiga (veinticuatro póleis fueron aniquiladas en esa época) se degollaba a los varones adultos, se vendía como esclavos a mujeres y niños, y a otra cosa, mariposa. Lo de la esclavitud, sin embargo, resultaba muy llevadero en Atenas en comparación con lo que luego fue en Roma, puestos a considerar. Si es cierto que había tres esclavos por cada ciudadano ateniense libre (y a veces los más crueles amos daban a sus siervos las suyas y las de un bombero), podían comprar su libertad y había leyes que los protegían. O sea que, comparativamente, pueden considerarse los esclavos mejor tratados de la Historia. Por otra parte, y en lo que a las mujeres se refiere, la situación de las atenienses resulta curiosa. Paradójicamente, las que más derechos ciudadanos tenían eran las prostitutas, pues allí su profesión se consideraba socialmente útil. Los griegos las llamaban etairas; palabra que (esto es interesante) podía significar lo mismo puta profesional que compañera, amante o amiga. Menos prejuicios, imposible. Los hombres, o al menos los que podían permitírselo, las contrataban por razones no solo sexuales, las llevaban a fiestas, al teatro y cosas así (lo que hoy llamaríamos escort de lujo, no siempre con derecho a consumar la faena). Y había de todo, claro: señoras de diverso nivel y actividad social, de baja estofa y de tiros largos, según la clientela. Pero la clase superior de las que hoy conocemos como hetairas (véase diccionario de la RAE) abundaba en mujeres educadas, independientes y que pagaban impuestos al Estado por los beneficios obtenidos. Ciudadanas ejemplares, o sea. Señoras, en fin, a menudo tan admiradas y respetables que incluso Pericles, el gran gobernante de Atenas bajo el que floreció aquella edad de oro griega, se casó con una de ellas. Aspasia, se llamaba la dama. Y cuentan los historiadores que era un trueno de señora. 
 
[Continuará]. 
 
26 de septiembre de 2021

domingo, 19 de septiembre de 2021

Fabricando misóginos

Me lo cuenta el padre, que es amigo mío. Y me lo cuenta preocupado. Escríbelo tú que puedes, dice. Porque para estar preocupado no le falta razón. Su hijo, al que llamaremos Pedro, o Pedrito, tiene doce años. Es un crío vivo y listo, rápido de cabeza, honrado, buen estudiante. De los que dicen buenos días, gracias y por favor. Además, le gusta leer libros y ver películas viejas con sus padres. Un chico, en fin, de ésos que vamos a necesitar mucho como adultos dentro de unos años: los que levantan la mano en clase, hacen sus propias preguntas y no se dejan comer el tarro, o no demasiado para los tiempos que corren, por el grupo ni la tendencia. Un niño como Dios manda. 
 
Todo iba bien hasta el curso pasado, dice el padre. Obediente, educado, buenas notas. Así era Pedrito. Todo iba de perlas hasta que se cruzó el azar, reforzado por la estupidez humana. Y lo hizo en forma de niña. El suyo es un colegio mixto, de una ciudad grande: Valencia, para ser exactos. Unos treinta críos en clase, entre ellos y ellas. Convivencia normal, respeto mutuo, etcétera. Todo según los cánones actuales. Formado en el respeto a las niñas y la igualdad, Pedrito era de los que no pasaban por alto un comentario supuestamente machista, una frase hecha, un lugar común. Valoraba al otro sexo porque había sido educado para ello por sus padres y profesores. En esa materia era puntilloso, implacable como un gendarme prusiano. Sin embargo, llegó el día fatal. El incidente. 
 
Ni siquiera fue en el colegio, señala amargo el padre. Fue en la calle, a la salida, cuando Pedrito y un grupo de niños y niñas charlaban esperando el autobús. Críos de doce años, repitámoslo. Surgió una discusión sobre los motivos de cada cual para ser delegado de clase, y en un momento determinado, sin que mediase acto previo ni provocación especial por parte de Pedrito, una niña –de carácter difícil, que ya había protagonizado otros incidentes en clase– le dio una bofetada. A ella la llamaremos Lucía. Al recibir el golpe, la reacción del chico fue automática: devolvió la bofetada. Todo acabó allí, al menos en esa fase del asunto. Llegó el autobús, fuéronse todos y no hubo más. Aparente final, de momento. 
 
Pero de final, nada. Sólo era el principio. Al día siguiente, en el colegio, consejo de guerra: vista disciplinaria sumarísima por parte de los profesores. Los padres de la niña se habían quejado; y el colegio, sin escuchar a nadie más, comunicó por teléfono a los de Pedrito que su hijo quedaba suspendido durante dos semanas por agredir a una compañera. Los padres del chico no se tragaron el asunto tal cual, le preguntaron a él, hicieron llamadas telefónicas, lo interrogaron, preguntaron a los otros niños, acudieron al colegio exigiendo igualdad de trato. De ese modo lograron que se escuchase a los demás testigos y también a Pedrito, que compareció al fin para dar su versión ante los profesores, con la calma de quien tiene la conciencia tranquila. No negó en absoluto el hecho, asumió su parte de responsabilidad, confesó que fue la reacción instintiva a un golpe dado por Lucía, y con la honrada convicción de quien todavía no ha sido estropeado por la mierda de sociedad en la que vive y va a vivir, dijo: «Me pegó y le pegué sin pensarlo, es verdad. Nada más. Castigadme si lo hice mal, pero también ella lo hizo, y además me pegó primero. Así que castigadla también a ella. ¿No decís que los chicos y las chicas somos iguales?». 
 
De nada, o de poco, sirvió el argumento. Reunido el consejo escolar, dictó sentencia final: Pedrito, suspendido una semana y nota negativa en su expediente. Lucía, absuelta de todo y tan tranquila, segura en adelante de su poder y su impunidad. Pero lo más grave, cuenta el padre, fue cuando el niño conoció la sentencia. Lo que dijo referido a sus profesores y también a sus padres: «Es injusto, me habéis estado engañando con eso de las chicas». No añadió nada más, y desde entonces no ha vuelto a comentar el asunto, como si quisiera borrarlo de su cabeza. Pero he notado algo, señala el padre. Y no me gusta. Ahora, cuando estamos viendo la televisión y hay una escena de reivindicación feminista, alguien defiende los derechos de la mujer o habla de igualdad o algo parecido, no falla: cada vez, Pedrito, impasible el rostro, cambia de canal si tiene el mando automático en las manos. Y si no, se levanta y sale de la habitación con el pretexto de beber un vaso de agua, hacer pipí, sacar al perro al jardín. Al cabo de un par de minutos regresa, mira de reojo la tele y se sienta de nuevo, imperturbable, silencioso. Y a su madre y a mí, dice el padre, nos llevan los diablos. 
 
19 de septiembre de 2021

domingo, 12 de septiembre de 2021

Una historia de Europa (XI)

Una historia de Europa (XI) Por esas paradojas raras de la Historia (que a menudo tiene ganas de broma), las dos grandes confederaciones griegas del siglo V antes de Cristo, la Esparta sobria y militarizada y la Atenas culta y democrática, iban a ser aliadas en una de las guerras más decisivas de la Antigüedad. A esta guerra, o guerras, se las llamó médicas porque los enemigos eran los persas, también conocidos por medos por la región de Asia de la que provenían, que en aquel momento eran un imperio de lo más potente (algo así como los Estados Unidos de entonces). Y fue el asunto que el rey de Persia, que se llamaba Darío y codiciaba el Mediterráneo, quiso hacerse con Grecia amenazando y tal, en plan chulito. Casi todas las ciudades de allí, acojonadas, intentaron quedarse al margen u ofrecieron a Darío el ojete para evitar problemas, excepto dos: los atenienses, que iban de conciencia intelectual griega y tal, y los brutos y duros espartanos, que cuando los persas les exigieron que entregaran sus armas respondieron algo así como molón labé, que significa ven a quitárnoslas si tienes huevos. Y Darío fue, o hizo ir a su ejército. Así que espartanos y atenienses prepararon las falanges de hoplitas, se despidieron de sus mujeres e hijos como Héctor de Andrómaca y se dispusieron a vender caro el pellejo. El primer intento persa se fastidió porque un temporal hundió la flota. El segundo les fue mejor, y desembarcaron. Como los espartanos no llegaban a tiempo, los atenienses decidieron enfrentarse solos a los invasores (lo hicieron en proporción de uno contra diez, todos los hombres disponibles menos los ancianos y los niños). Y asombrosamente, vencieron. Ocurrió en una llanura llamada Maratón, a 40 kilómetros de Atenas. Y como no había teléfono, automóviles ni internet, los vencedores mandaron a un atleta llamado Filípides para que comunicase la buena noticia. Recorrió éste 40 kilómetros corriendo, gritó «Hemos vencido» al llegar y cayó muerto por el esfuerzo (aunque muchos actuales deportistas no lo sepan, cada vez que corren una maratón están recordando a ese bravo chaval). Aquella batalla fue una de las más famosas de la Historia y timbre de orgullo para los atenienses, hasta el punto de que el autor trágico Esquilo, que combatió en ella (Los griegos no son esclavos ni vasallos de nadie, afirma en Los persas), prefirió que se la mencionara en su epitafio en lugar de sus muchas obras teatrales (algo parecido al autor del Quijote, nuestro querido Cervantes, para quien su mayor orgullo fue haber sido soldado en Lepanto). Sin embargo, no hay dos sin tres. Los persas, a los que ahora gobernaba Jerjes, hijo de Darío, tenían metida Grecia entre ceja y ceja; así que el año 483 a. C. cruzaron el Helesponto con un ejército que Heródoto describe como inmenso. Esta vez Esparta acudió a su cita con la Historia y fue fiel a su fama: 300 hoplitas espartanos y otros auxiliares griegos sucumbieron sin ceder un palmo de terreno, peleando con su rey Leónidas en el paso de las Termópilas en proporción (siempre según Heródoto) de uno contra mil. Después los persas avanzaron hasta Atenas y la incendiaron mientras sus habitantes se refugiaban en las islas de Egina y Salamina. Pero a los invasores les salió el cochino mal capado, porque gracias a un fulano llamado Temístocles habían construido antes de la guerra una buena flota de barcos (llamados trirremes porque tenían tres filas de remos a cada lado). Y como los griegos eran unos marinos estupendos, en la bahía de Salamina se les apareció la Virgen, o la diosa Hera, o quien se apareciese entonces, y le dieron a Jerjes una mano de hostias náuticas que lo hizo bicarbonato. Luego, crecidos por el éxito y para rematar la faena, al año siguiente, que fue el 479 a. C., se vinieron más arriba y también le dieron las del pulpo en la batalla de Platea. Abrió eso un período de prestigio y esplendor para Grecia que florecería en lo que iba a llamarse Edad de Oro (de ella hablaremos en un próximo episodio), que durante medio siglo convertiría a Atenas, vencedora moral de la guerra, en cuna de lo que hoy llamamos cultura europea, u occidental. Así, sobre las cenizas del derrotado ejército persa quedó definida la primera gran frontera geopolítica, tal vez aún simbólica pero significativa, entre el mundo de Oriente y el de Occidente. Entre sumisión al poder absoluto y libertad individual del ser humano (asunto actual, que supongo les suena a ustedes). Y veintiséis siglos después, pese a nuestras contradicciones, crímenes, olvidos y desastres, los europeos de hoy, en lo mejor que tuvimos y aún tenemos, lo sepamos o no, somos nietos históricos de aquellos griegos que lucharon heroicamente, defendiendo su mundo y su libertad (o sea, nuestro mundo y nuestra libertad) en Maratón, las Termópilas y Salamina. [Continuará]. 
 
12 de septiembre de 2021

domingo, 5 de septiembre de 2021

Llamando al lobo como idiotas

Salieron de la casa por la ventana, con una calma increíble. Serenos, sin prisa, primero uno y luego otro, alejándose luego a paso lento, incluso cuando empezaba a oírse en la distancia la sirena de un coche de la policía. El primero llevaba una bolsa con los objetos robados y el segundo tuvo cuajo para caminar despacio ante los vecinos que lo miraban con asombro e indignación, arrojar el cuchillo a un contenedor de basura y alejarse como si estuviera dando —y en realidad es lo que hacía, dárselo— un tranquilo paseo. Impotente, en la esquina misma, la dueña de la casa, que había escapado al verlos entrar, los miraba alejarse. 
 
Si teclean en Internet verán la escena, que tuvo lugar en Valencia hace un par de semanas. Desesperación de los vecinos e impunidad de los delincuentes, lo que no es novedad. Conscientes los primeros de que, si intervenían, además de llevarse una puñalada podían meterse en un lío cuando la absurda Justicia española pidiera cuentas de cualquier daño causado a los del cuchillo, argumentando que tal vez la actuación no era necesaria, actual ni proporcionada. Y conscientes por su parte, los malos, de que si la policía les echaba el guante, por muchos antecedentes que tuvieran, el asunto acabaría con un máximo de setenta y dos horas de calabozo y la citación de un comprensivo juez para que se presentaran en un juzgado dentro de un año, o nunca, o vaya usted a buscarme para entonces, señoría. 
 
Todo eso que acabo de contarles ocurre a diario en una España —la que hemos hecho entre todos, votando a quienes legislan— donde a un ciudadano honrado le embargan la cuenta bancaria por no pagar una multa o debe seguir costeando el agua y la luz si lo dejan sin casa los okupas. Donde lo que importa a los políticos y a los jueces es a qué hora abren o cierran las terrazas. Donde no se encarcela a quien lo merece porque las prisiones, dicen, están saturadas de delincuentes nacionales y extranjeros, pero no se deporta a nadie por peligroso que sea. Donde cuando se habla de castigar las peleas clandestinas de perros ninguna autoridad sabe ni contesta. Donde a un cabronazo de diecisiete años, malo, resabiado y grande como un castillo, los medios de comunicación y las redes sociales se refieren a él como un menor, un chaval, una desvalida criatura. Donde toda injusticia tiene fundamento legal y todo absurdo encuentra su aplauso. Un país, en fin, donde, por escribir este artículo, quienes hacen de la demagogia su negocio, o sea, numerosos sinvergüenzas y también innumerables idiotas, me llamarán simpatizante de la ultraderecha. Pero miren cómo me tiembla la tecla. 
 
Tengo cierta experiencia en eso de que te jodan los malos. Dos veces entraron en mi casa a robar, con una sangre fría que deja de pasta de boniato. Y las dos veces tuve que dejar que esos hijos de puta se fueran tan panchos, convencido de que si les soltaba un taponazo iba a comerme más talego que el conde de Montecristo. Una de las veces, gracias a las cámaras, identifiqué a dos fulanos con nombre, apellidos y domicilio. Seguro de que por vía judicial nada podía hacer, llegué a considerar la oferta que me hizo un amigo para hacerles una visita privada; pero al final no tuve huevos. Imaginaba los titulares, si la cosa trascendía. El fascista de Reverte se toma la justicia por su mano. Etcétera. 
 
Hay algo de lo que no sé si somos conscientes, y si lo somos me pregunto por qué nos importa un carajo. Desde hace siglos, la convivencia social se basa en que el ciudadano confía al Estado su protección y, llegado el caso, su satisfacción o justicia. Y también la venganza, impulso tan natural en el ser humano como el amor o la supervivencia. Pero esa palabra tiene mala fama; la sustituyen otras a cuya sombra se cobija mucha golfería y mucho disparate. Y el resultado es que el ciudadano se ve indefenso ante la maldad. Ante la impunidad y arrogancia de quien vulnera las leyes o se aprovecha de ellas porque perjudican al honrado y benefician a quien delinque. Cuando tal cosa ocurre, hartos, tendemos a volvernos hacia quien promete —prometer es fácil— garantizar la seguridad, la propiedad y la vida. La Historia demuestra que eso acaba alumbrando movimientos totalitarios, redentores siniestros, peligrosos salvapatrias que recortando libertades y derechos conducen a callejones oscuros, cuando no a cementerios. Por eso temo que la irresponsabilidad de tantos políticos demagogos, jueces que no se complican la vida, oportunistas sin escrúpulos y cantamañanas con una estúpida percepción del mundo y la vida, acabe deparándonos a los españoles gobiernos de ultraderecha para varias legislaturas. Tengo casi setenta tacos de almanaque y quizá no esté aquí para verlo, pero ustedes prepárense. Lo van a pasar de miedo. 
 
5 de septiembre de 2021