domingo, 25 de diciembre de 2005

Herodes y sus muchachos

Por estas fechas, cuando amarro en ese puerto, suelo echarle un vistazo al belén. Está situado en la plaza mayor y es enorme, con figuras de un palmo, casitas, norias que se mueven y puentes. Ocupa media plaza y siempre se ve rodeado de niños, con altavoces que emiten villancicos y murga propia del asunto. Cada año mejora: ahora el herrero martillea sobre el yunque, sale humo por el horno de pan y la hilandera se inclina moviendo la rueca. También observo que, a tono con el lugar y los tiempos, hay más casas. A fin de cuentas se trata de un belén situado en un pueblo que en los últimos años llenó de cemento, ladrillos y grúas cada playa, cada rambla, cada parcela hasta donde alcanza la vista. En esta España del pelotazo urbanístico y lo que te rondaré morena, donde el año termina con 800.000 nuevas viviendas aprobadas por los colegios de arquitectos y donde sólo en Murcia y Almería se prevén otras 500.000 para el litoral virgen mediterráneo, hasta en un nacimiento navideño el terreno urbanizable es tentación irresistible. Hace poco, en el belén de la plaza sólo había, figuras aparte, el portal y el pueblecito, un molino y una posada. Ahora hay edificaciones por todas partes. El pueblecito es un pueblazo que ha triplicado su tamaño, la casa del panadero tiene dos pisos más de altura, el aprisco y las chozas de los pastores son ya una fila de adosados, y la posada ha crecido, rodeada de nuevas casas, hasta tener el aspecto de un hotel de cuatro estrellas, con luz en las ventanas y un lucero luminoso encima que le da aspecto de puticlub. 

Por supuesto, cada vez hay menos campo. En el prado donde pastaban figuritas de ovejas han puesto media docena de casas, los molinos de aspas giratorias se han decuplicado –gracias a las subvenciones de la Comunidad Europea, supongo–, y en la esquina donde otros años había un bosque por donde venían los reyes magos, a Herodes le han construido un palacio altísimo, enorme, con fachada neoclásica, frontón y columnas. Tiene mucha trastienda, por cierto, la actitud del fulano, allí en la puerta de su residencia, rodeado de cuatro figuras de cortesanos judíos y ocho guardias romanos. Uno de los acompañantes luce toda la pinta de un concejal de urbanismo: lleva en las manos un papel enrollado, sin duda los planos de un nuevo complejo a construir sobre terrenos del belén que, por feliz azar municipal, acaban de recalificarle a un cuñado suyo, que lo compró como suelo rústico dos semanas antes de las elecciones al Sanedrín. Es una pena que, en vez de villancicos, los altavoces no difundan la conversación de Herodes con los fulanos, aunque es fácil imaginársela. Tenemos cuatro fariseos a favor y un saduceo ecologista en contra, pero con trescientos denarios lo convertimos en tránsfuga y vota la recalificación de Cafarnaún tan seguro como que a Sodoma le dieron las suyas y las de un bombero. Etcétera. 

A todo esto, por el camino que ahora se ha llenado de casas, los tres reyes magos avanzan con sus camellos, mirando a uno y otro lado con cara de pensionistas guiris en busca de un apartamento en línea de playa. Pero aunque ellos son tres, cada uno con su criado, o sea seis, más los camellos, no me salen las cuentas. Para llenar tanta nueva casa, cuento las figuritas del belén y no cuadra la proporción: cuarenta y siete, sin sumar ovejas y gallinas, para unas doscientas cincuenta viviendas, calculo a ojo; y menos figuritas que van a quedar tras la matanza de los inocentes, que está al caer. Así que ya me contarán quién va a ocupar tanto ladrillo. Pues no tienen que venir reyes magos, ni romanos, ni cireneos, ni samaritanos mafiosos, ni nada. Y encima, cuando uno mira el riachuelillo de agua que mueve la noria, se pregunta de dónde saldrá la necesaria para beber y ducharse en tanta casa. De Lanjarón, imagino. Los reyes magos van a tener que usar agua de Lanjarón. 

En cuanto al portal, el ángel que sostiene el cartelito con el Gloria in excelsis Deo parece desplegar sin complejos –lo juro por mis muertos– el cartel de una inmobiliaria. Y los presuntos pastores que rondan el pesebre tienen un sospechoso aire de constructores, especuladores y ediles municipales esperando a que la sagrada familia se suba en la burra y se largue a Egipto de una vez, para recalificar el terreno. Sí. Me juego el palo de la zambomba a que, en vez de portal, el año que viene encuentro ahí un campo de golf. 

25 de diciembre de 2005 

domingo, 18 de diciembre de 2005

Hace treinta años, El Aaiún

Diario PUEBLO. El Aaiún, 22 diciembre. De nuestro enviado especial, Arturo Pérez-Reverte. 

Se acabó. «Sáhara mogrebía.» Sáhara marroquí, gritan esos chiquillos que, ante el Parador, agitan banderas rojas con la estrella de cinco puntas. El taxi se detiene con estrépito de chatarra. «Al aeropuerto.» El nativo, con expresión indiferente, mete dentro mi reducido equipaje. Nueve meses en el Sáhara: un saco de dormir, una vieja pistola inutilizada que alguien capturó en combate al Polisario, y algunos amigos. El Ejército marroquí es dueño de la ciudad, y se nota. El nuevo amo del Sáhara es el coronel Dlimi, de las Fuerzas Armadas Reales. «Los saharauis van a tener ahora el amo que merecen», ha dicho uno de los españoles notables que se marchan con la conciencia tranquila. 

Llueve mansamente sobre El Aaiún, convertido en una ciudad fantasma. Ya no se ven uniformes españoles: En cada esquina, en cada cruce, entre la luz gris, patrullan soldados marroquíes y gendarmes con el arma lista. Libre al fin de la necesidad de guardar las apariencias, Hassan II pacifica la ciudad. Se asegura que España ha entregado a Marruecos una relación con los polisarios fichados por la Policía. Al caer la noche, saharauis con los ojos vendados son conducidos a misteriosos puntos de destino, con un fusil apoyado en la espalda. Otros escapan por el desierto con sus familias, hacia el este. Los he visto salir de noche, amontonados sobre viejos Land Rover: ancianos, mujeres, niños, cabras. Pero rondan la aviación y las patrullas marroquíes. Muchos no llegarán nunca. 

Se acabó. «Sáhara mogrebía.» España se lava las manos. En el Zoco Viejo, donde nuestros soldados fueron siempre los mejores clientes, las tiendas están vacías. En los barrios musulmanes, los nativos pegan la oreja al receptor para escuchar Radio Sáhara libre. En el desierto, al este y al sur, la lucha continúa: los guerrilleros han atacado Bucraa con fuego de mortero esta mañana, causando dos heridos en el destacamento español de tropas nómadas que aún protege las instalaciones. Desde su cuartel general, el coronel Dlimi y su estado mayor se disponen a marroquizar el Sáhara. «No existe el Polisario –han declarado hoy–. Es una invención de los periodistas.» 

Última noche en el cuartel de la Policía territorial. La unidad está disuelta: la tropa peninsular, en Canarias; y muchos nativos, veteranos de nómadas y territoriales, tras verse desarmados por sus jefes, vagan por el desierto dispuestos a unirse a los polisarios a quienes combatían hasta hace poco. Aquí sólo quedan algunos oficiales españoles que ultiman su propia evacuación. En el bar, durante mucho tiempo refugio de reporteros desamparados, el teniente coronel López Huerta murmura: «Qué tristeza… Qué vergüenza». Los otros –Labajos, Sandino, Galindo– beben en silencio. «Si los polisarios nos hubieran ayudado, al menos…», se lamenta alguien. La placa de madera con los nombres de los muertos, españoles y nativos, ha desaparecido de la pared. Combates viejos que ya nadie recuerda, ni importan. 

La suciedad y los muebles rotos se acumulan en las aceras, frente a las casas, y algunas calles, cubiertas de papeles quemados y mojados, despiden un olor insoportable. De patios de cuarteles y oficinas aún se levantan al cielo humaredas de documentos que arden. Bajo la llovizna, innumerables perros abandonados por sus dueños durante la evacuación recorren las calles con el pelo mojado y la mirada lastimera. Todo es desolación. En el cabaret El Oasis, las chicas se han marchado: Silvia, La Franchute. Todas. Ahora sólo hay bingo. Aburridos oficiales y soldados marroquíes sustituyen a los legionarios. Pepe el Bolígrafo, el veterano gerente, me despide con un abrazo y suspira: «Así es la vida, compadre». En los muros de la capital del Sáhara, el sol y las recientes lluvias comienzan a borrar las inscripciones de: «Fuera Marruecos» y «Viva el Frente Polisario» que llenan la ciudad. Colgadas de hilos eléctricos, las banderas saharauis ya son sólo jirones sucios y descoloridos. El Aaiún es una ciudad silenciosamente estrangulada. 

Me expulsan de aquí. Soy persona non grata. Ahora mi periódico me envía a Argel y al desierto, por el otro lado. Ésta es mi última crónica desde el Sáhara marroquí. Hace frío. Dentro de tres días será Navidad. 

18 de diciembre de 2005 

domingo, 11 de diciembre de 2005

El viejo capitán

Mi tío fue el primer héroe de mi infancia. Cuando su barco tocaba en Cartagena, mis padres me llevaban al puerto, y junto a los tinglados del muelle contemplaba yo extasiado la maniobra de amarre, las gruesas estachas encapilladas en los norays, los marineros moviéndose por la cubierta y el último humo saliendo por la chimenea. A veces lo veía en la proa, como primer oficial, y más tarde, ya capitán, asomado al alerón del puente, arriba, inclinándose para comprobar la distancia con el muelle mientras daba las órdenes adecuadas. Después, inmovilizado el barco, yo subía corriendo por la escala, ansioso por pisar la cubierta vibrante por las máquinas, tocar la madera, el bronce y los mamparos de hierro, sentir el olor y el runrún peculiares del barco y llegar al puente, junto a la rueda del timón y la bitácora, donde estaba mi tío, que interrumpía un momento su trabajo para levantarme en brazos mientras yo admiraba las palas negras y doradas en las hombreras de su camisa blanca. Porque entonces los marinos mercantes llevaban gorra de visera con dos anclas cruzadas, palas en la camisa de verano y galones dorados en las bocamangas de hermosas chaquetas azules. En aquel tiempo, los marinos mercantes aún parecían marinos. 

He dicho que lo idolatraba. Al día siguiente de su atraque, muy temprano, iba a su casa y me metía en la cama entre él y mi tía, para que me contara aventuras del mar. Nunca me defraudaba. Mientras mi pobre tía, resignada, se levantaba a prepararnos el desayuno, yo contenía la respiración, y con los ojos muy abiertos escuchaba cómo el capitán había naufragado cuatro veces en aquel viaje, y de qué manera heroica, rodeado de tiburones hambrientos, se enfrentó a ellos con un cuchillo, pensando todo el tiempo en su sobrino favorito. Otras veces me contaba cómo los crueles piratas malayos habían intentado abordar su barco en el estrecho de Malaca, el temporal que capeó doblando Hornos o cuando tocó un iceberg estando al mando del Titanic, sin botes para todos los pasajeros. Y yo lo abrazaba, emocionado, y se me escapaban las lágrimas, sobre todo con el episodio de los tiburones, cuando me contaba cómo, uno tras otro, habían ido desapareciendo todos sus compañeros menos él. 

Luego crecí, y él envejeció, y tuvo hijos que a su vez lo esperaron en los puertos. En ocasiones, mi vida profesional llegó a juntarse con la suya y navegamos juntos, como cuando coincidimos, cosas de la vida, reportero y capitán, en la evacuación del Sáhara en el año 75, mandando él el último barco español –ya le había ocurrido en Guinea, era experto en últimos viajes– que salió de Villa Cisneros. Y al fin, un día, después de cuarenta años navegando, se jubiló y quedó varado en tierra; junto al mar pero tan lejos de él como si estuviese a quinientas millas de distancia. Y a pesar de lo que siempre creyó, con una mujer maravillosa y unos hijos adorables, no fue feliz en tierra. Iba a verlo –ahora era yo quien contaba aventuras entre tiburones– y allí, en su salita llena de libros y recuerdos acumulados como restos de un naufragio, fumábamos y bebíamos, recordando. Sólo se le iluminaban los ojos de verdad cuando recordaba, y yo procuraba animarlo a eso. Luego pasaba horas apoyado en la ventana, en silencio, mirando caer la lluvia, y yo sabía que añoraba otros cielos y mares azules. Pero el mar de verdad ya no le interesaba. Había llegado a odiarlo por hacer de él un apátrida, un fantasma varado en la tierra desconocida y hostil. Sus hijos tampoco lograron traspasar la barrera. El mayor compró un barquito que él apenas pisaba. Se volvió huraño, hipocondriaco. Cuando tuve mi primer velero, lo llevé conmigo mar adentro, esperando reconocer por un instante al ídolo de mi infancia. Pasó todo el día sentado, mirando el horizonte en silencio, dos dedos sobre el pulso de su mano derecha. Nunca volvimos a navegar juntos. Nunca volví a hablarle del mar. 

Murió hace un par de años. Esta mañana he estado mirando un viejo cenicero de cristal de la Trasmediterránea en forma de salvavidas que siempre admiré desde niño, y que poco antes de morir hizo que me entregaran. Fue al mar, y nunca volvió. Era un buen marino. Y, como ocurre con los mejores barcos, se deshizo al quedar varado en la costa. Pero jamás lo olvidaré cuchillo en mano, nadando entre tiburones. 

11 de diciembre de 2005

domingo, 4 de diciembre de 2005

Lobos, corderos y semáforos

Pues sí, chico. Ya ves. Toda la vida diciéndote tus viejos y tus profesores que hay que tener buen rollito, que la violencia es mala y que el diálogo resuelve todo problema. Y tú, creyéndotelo. Y resulta que el otro día, cuando ibas de marcha con tu novia y tus amigos sin meterte con nadie, un grupo de macarras se bajó de las motos y os infló a hostias por la cara, oye, sólo por pasar el rato, y al que más le dieron fue a ti, justo cuando hacías con los dedos la uve de paz, colegas, pis, pis, decías en inglés, que suena más globalizado y dialogante. Peace, colegas. Pero los colegas, que no debían de puchar el guiri, se pasaron la uve por el forro, y te pusieron guapo. Y date con un canto en los dientes –los pocos que aún tienes sanos– de que encima no le picaran el billete a tu churri. 

Y sorprende, claro. Con tu buena educación y todo eso. La violencia es mala, etcétera. Y claro, sí. En principio, lo es. Pero también resulta útil para la defensa, o la supervivencia. Si tus abuelos no hubieran peleado por cazar y sobrevivir, no existirías hoy. O recuerda Sarajevo, hace nada. Y así. Sin la capacidad de luchar cuando no hubo más remedio, tu estirpe se habría extinguido como otras –más débiles o pacíficas– se extinguieron. Ahora vives en una democracia donde eso parece innecesario. Aquí, la renuncia del ciudadano a liar pajarracas individuales se fundamenta en que el Estado asume el monopolio de la violencia para emplearla con sensatez cuando las circunstancias lo hagan inevitable. Dicho de otro modo: la gente no anda armada y dándose estiba porque es el Estado quien, mediante las fuerzas armadas y la policía, administra la violencia exterior e interior con métodos respaldados por las leyes, el Parlamento, etcétera. Ésa es la razón de que, un suponer, cuando alguien esgrime un baldeo y te dice afloja la viruta y el peluco, tú no saques una chata y le vueles los huevos al malandro, sino que estés obligado a mirar alrededor, paciente, en espera de que un policía se haga cargo del asunto, proteja tu propiedad privada y conduzca al agresor a un lugar donde quede neutralizado como peligro social. 

Pero eso es en teoría. Tu problema, chaval, es que te han educado para ser el corderito de Norit antes de que los lobos desaparezcan. O lo que es peor, cuando ya sabemos que no van a desaparecer. Dicho de otra manera, olvidaron enseñarte a pelear por si fallaban los besitos en la boca, los policías, los jueces, las oenegés y los soldados sin fronteras. Por eso en ciertos ambientes y circunstancias lo tienes crudo: un toro capado y sin cuernos sólo sobrevive entre bueyes. En lo que llamamos Occidente, gracias a una espléndida tradición grecolatina, humanista e ilustrada, los derechos y las libertades alcanzan hoy cotas admirables, merced a la confianza de los ciudadanos en mecanismos democráticos garantizados por leyes convenientes y justas. Dicho en fácil: hemos convenido, por ejemplo, que ante un semáforo en rojo los coches se detengan, porque eso mejora el tráfico y la convivencia. El problema surge cuando un hijo de puta –condición propia, siento comunicártelo, de la naturaleza humana– pasa de semáforos y circula a su bola. Entonces, quienes se detienen con la luz roja están en inferioridad de condiciones, desvalidos ante quien aprovecha para colarse, llegar antes y hacerse el amo de la calle. 

Y ése es tu problema: la indefensión de quien respeta el semáforo cuando otros no lo hacen. Unos por falta de costumbre, pues vienen de donde no hay señales de tráfico, o no funcionan. Otros, los de aquí, porque se nos fueron de las manos y no somos capaces de darles educación vial ni de la otra. Y claro: a veces algunos de ellos ceden a la tentación de utilizar el semáforo contra quienes, prisioneros de él, lo respetan. Contando, naturalmente, con la pasividad cómplice de aquellos a quienes corresponde el control del asunto, que suelen permanecer paralizados por el miedo a que los llamen autoritarios y poco enrollados, hasta que de pronto se acojonan y sacan los tanques a la calle, o preparan el camino para que otros matarifes los saquen. Contradicción, ésta, característica del espejismo en que vivimos: un mundo socialmente correcto, donde todo ejercicio de autoridad o violencia legítima, por razonable que sea, queda desacreditado gracias a tanto cantamañanas que vive de la milonga y el cuento chino. 

4 de diciembre de 2005 

domingo, 27 de noviembre de 2005

El muelle flojo de Umbral

Hace años tuve una polémica con Francisco Umbral que acabó cuando escribí un artículo titulado Sobre Borges y sobre gilipollas, donde el gilipollas no era Borges. Desde entonces, en lo que a mí se refiere, Umbral ha permanecido mudo; cosa que en un teclista con su logorrea –«escribe como mea», dijo de él Miguel Delibes– supone un prodigio de continencia. Pero el tiempo pasa, la edad termina aflojándole a uno el muelle, y ahora vuelve a meterme los dedos en la boca. El estilo, o sea. Al maestro de columnistas no le gusta mi estilo literario, y le sorprende que se lean mis novelas. También, de paso, le parece inexplicable que nadie lea las suyas, ni aquí ni en el extranjero. Que fuera de España no sepan quién es Francisco Umbral, eso dice tenerlo asumido: su prosa es tan perfecta, asegura, que resulta intraducible a otras lenguas cultas. Pero no vender aquí un libro lo lleva peor. No se lo explica, el maestro. Con su estilo. Así que voy a intentar explicárselo. Con el mío. 

Francisco Umbral tiene –y nos lo recuerda a cada instante– la mejor prosa de España. También cultiva una imagen, más social que literaria, inspirada en el malditismo narcisista y la soledad del escritor incomprendido y genial. Pero eso es cuanto tiene. Nunca pisó una universidad como alumno, ni leyó un clásico, ni tuvo una formación que trascendiera la cita, el plagio entreverado y el picoteo de lo ajeno. La lectura tranquila de sus libros y columnas sólo revela frivolidad superficial, incultura camuflada bajo la brillante escaramuza del estilo. En realidad, Umbral nunca tuvo nada que decir. La idea, el comentario o el libro citados en abundancia aquí y allá –a menudo de forma incorrecta, como ocurre con Borges y la Biblia, entre otros– casi nunca provienen de lecturas directas, sino que delatan la tercería de la revista, suplemento cultural, antología o texto ajeno donde fueron espigados. Sospecho, además, que Umbral anda muy flojo de lenguas, lo mismo vivas que muertas, aunque para el estilo le baste con la que tan bien maneja. Y en cuanto a la gran novela básica, la que forma los cimientos de todo novelista sólido, su ignorancia resulta asombrosa en un escritor de tales pretensiones. Por eso resulta esclarecedor que, en sus innumerables intentos frustrados de novelar, mencione siempre con desprecio a Cervantes, Galdós, Dickens, Tolstoi, Dostoievski o Baroja, y entre los contemporáneos, a Marsé, Mújica Lainez o Vargas Llosa; o que cometa la bajeza de situar al honrado José Luis Sampedro o al dignísimo e impecable Luis Mateo Díez a la misma altura que a Mañas, el chico del Kronen. En esa línea, las universidades sólo valen para algo cuando invitan a Umbral, y le pagan. Igual que los premios literarios, el Cervantes o la Real Academia: sólo tienen prestigio si él los consigue. 

Y es que Umbral no escribe literatura: él es la literatura –«Borges y yo», afirmaba sin complejos hace unos años–. Y si la gente no lo lee, es porque a la gente no le interesa la literatura; no porque no le interese Umbral, ni porque repugne, por ejemplo, el sexo turbio que impregna sus novelas; más turbio aún cuando imaginamos al propio Umbral practicándolo. Un personaje de quien Jimmy Giménez Arnau –que no se diría, en rigor, espejo de virtudes– ha escrito: «Padece cáncer de alma»

La cita no es casual, porque, además de ser un periodista que nunca dio una noticia, de que en sus novelas y columnas no haya una sola idea, y de alardear de una cultura que no tiene, lo que trufa toda la obra de Umbral, desde el principio, es su bajeza moral. La «infame avilantez» que, ya metidos en citas, le atribuyó la poetisa Blanca Andreu. Siempre estuvo dispuesto a despreciar a novelistas ancianos o fallecidos como Gironella, Aldecoa, o el Cela a cuya sombra en vida tanto medró –y a quien dedicó, caliente el cadáver, un librito oportunista e infame, escrito, eso sí, con estilo sublime–, o a insultar y señalar con el dedo a antiguas amantes y a mujeres que le negaron sus favores; aunque esto lo hace sólo cuando no pueden defenderse y sus maridos están muertos o en la cárcel. Tan miserable hábito no lo mencionaría aquí de limitarse a lo privado; pero es que Umbral tiene la bajunería de salpicar con él su literatura. Su bello estilo. A todo eso añade una proverbial cobardía física, que siempre le impidió sostener con hechos lo que desliza desde el cobijo de la tecla. Pero al detalle iremos otro día. Cuando me responda, si tiene huevos. A ver si esta vez no tarda otros cinco años. El maestro. 

27 de noviembre de 2005

domingo, 20 de noviembre de 2005

Esa manteca colorá

Acabo de calzarme en una tarde Manteca colorá, de Montero Glez, antes Roberto del Sur, de quien tengo el gusto de llamarme amigo aunque hace tiempo que no lo veo, o lo frecuento, porque se arrimó al moro, con su pava, y allí sigue, dándole a la tecla y comiéndose la vida a puñados, y a Madrid sube de uvas a peras. Se trata de una novela corta, obscena y muy salvaje, de interés teóricamente limitado, pues la acción transcurre en Conil de la Frontera, un lugar del Estrecho con viento y mar, allá muy debajo de lo más abajo, entre traficantes y chusma bajuna, y en tono adecuado a las circunstancias: jerga costumbrista y local, poco exportable y, por supuesto, imposible de traducir al guiri. Y la verdad es que, en cuanto a asunto, estructura y personajes, la cosa no es deslumbrante: un contrabandista de hachís, una hembra de bar, unos cuantos malos. Por ahí no deben ustedes esperar maravillas, a menos que sean aficionados al género, o a las escenas de sexo duro que Montero Glez, como de costumbre, borda con la artesanía perfecta y la mala leche de quien sabe bien de qué está hablando. «Y fue entonces que la Sole se aupó sobre él y que él sintió el calor nutritivo de la entrepierna y dijo que no, Sole, que no, que esta noche salgo a la mar. Y apretó los ojos hasta contener el desbordamiento y renunció a seguir, que no, Sole, que no, abandonándola al antojo de las tormentas.» Por ejemplo. 

Porque lo que de verdad importa en Manteca colorá, y a eso voy, es el lenguaje. El estilo literario, que dirían algunos críticos soplacirios. La manera de contar, o sea. El modo en que Montero Glez, al que la primera vez que le pones la vista encima, y lo oyes, y te tomas una caña con él, y concluyes que está muy para allá –equivocándote, pues en realidad el jambo está muchísimo más para acá de lo que parece–, narra las cosas, con esa forma de escribir que podríamos situar, sin pasarnos ningún pueblo, entre el Cela magistral y lamentablemente único, o casi, del Pascual Duarte y el Valle-Inclán del Ruedo Ibérico, aliñado todo con miles de horas de lectura humilde, sabia y bien aprovechada. Una vida lectora guiada por la fiebre de contar a su manera, por la certeza de la misión literaria personal, intransferible y fanática, que desde que tiene uso de razón –hay más libros robados que comprados en la biblioteca de su memoria– lleva a ese asendereado personaje, flaco, chupado, tierno a ratos, violento y bronca que te rilas, leal como un doberman y peligroso como un rotweiler majara, a través de la literatura como forma de vida, como aire para respirar, como angustia y como éxtasis. A ver, si no, cómo pueden tenerse los huevos de escribir aquellas líneas inmortales, el inicio glorioso de Sed de Champán, que ya cité en esta misma página hace tiempo: «El Charolito sólo se fiaba de su polla. Era la única que nunca le daría por culo»

Le envidio la prosa a ese hijo de puta. Lo juro. Lo dije alguna vez y lo repito. Soy académico de la Real y me gano bien la vida, pero lo cierto es que hay párrafos de Montero Glez que dejan sin aliento. Que me obligan a volver atrás despacio, casi cabreado, para estudiar palabra a palabra el mecanismo genial que las articula y dispone. Páginas contundentes como un puñetazo o un golpe de navaja en la entrepierna. Me ocurre eso desde hace muchos años, cuando nos conocimos en el quiosco de tabaco de Alfonso, en el Gijón, y leí unos folios que me pusieron la piel de gallina. Después se lo conté a Raquel, mi agente, y a Daniel Fernández, el editor de Edhasa, un buenazo que publicó Sed de Champán; pero la cosa terminó como el rosario de la Aurora porque Montero Glez, fiel a su estilo, les montó una serie de pajarracas, amenazas de posta lobera incluidas, que todos quedaron aliviadísimos cuando se largó con su contrato a otra parte. Eso me tuvo un tiempo sin dirigirle la palabra, me has dejado fatal, cabrón, etcétera. Pero las cosas pasan, y cada cual es cada cual, y me llama de vez en cuando, y esta vez publica con Mario Muchnik, y todo va como una malva, y en la dedicatoria manuscrita del último libro, el fulano ha tenido el detalle de poner: «Para A.P-R, que me indultó». Pero a ver cómo no indulta uno, díganmelo ustedes, a alguien capaz de escribir: «El Roque se conocía al dedillo el idioma de las porquerizas de la vida y bien sabía lo que para un cerdo con las hechuras del coronel significaban las noches de luna negra y viento de la mar: bellota»

20 de noviembre de 2005 

lunes, 14 de noviembre de 2005

El arte de pedir

Qué bonito. El otro día un concejal de no sé qué habló de mendigos y mendigas. Ya hasta la miseria real o presunta debe ser socialmente correcta. Y está bien ponerla al día, la verdad, porque últimamente todo cristo pide algo por la calle. Como antes, pero más. Estás parado en una esquina, sentado en la terraza de un bar, caminas por la acera, bajas las escaleras del metro, y siempre hay alguien que te pide una moneda. Los hay que abordan con tacto exquisito –«si es usted tan amable»–, que lo plantean como un favor puntual –«présteme para el autobús»–, los que se curran el registro del colegueo –«dame argo que ando tieso, pa mí y pal perro»– y diversos etcéteras más, incluidas las rumanas de los semáforos, que no te las quitas de encima ni atropellándolas, y esas Rosarios de rompe y rasga que, cuando rechazas la ramita de romero, te llenan de maldiciones y desean que te salga un cáncer en mal sitio, por malaje. También vuelve un tipo de mendigo que parecía extinguido: el que enseña los muñones como en tiempos de Quevedo, sólo que ahora suele tener acento eslavo o de por ahí. Aunque uno al que veo mucho en la puerta del Sol no sé qué acento tiene, porque va por la calle Preciados con los muñones de los dos brazos al aire y un vasito de máquina de café cogido con los dientes para que le pongan las monedas, soltando unos gemidos infrahumanos que hielan la sangre. 

De todos ellos, como creo haberles contado alguna vez, los que nunca me sacan un céntimo son los llorones: los que se ponen de rodillas gritando que tienen hambre, o sitúan un Cristo o una Virgen delante, los brazos en cruz y el rostro inclinado entre la supuesta oración y la supuesta vergüenza por tener que pedir para que coman sus hijos; como uno que no me extraña que tenga hambre, porque lleva diez años arrodillado con su estampita junto a un lujoso hotel de Madrid en vez de buscar trabajo en la obra más cercana, que está llena de inmigrantes con casco, ganarse el pan y comer algo. Tampoco me gustan los que piden con malos modos o mala sombra, por la cara. Si me van a sacar viruta, pienso, al menos que se la trajinen. No hace mucho, paseando una noche con Javier Marías, nos abordó un sujeto con malos modos y acento extranjero. Al decirle que no, el jambo se puso delante cortándonos el paso y nos soltó: «Maricones». Cuando me disponía a darle una patada en los huevos, Javier se interpuso, metió la mano en el bolsillo y aflojó un euro. «Por perspicaz», le dijo con mucho humor. Fuese el otro, y no hubo nada. Y es que el rey de Redonda es así: pacífico. Y lleva suelto. 

A otros, en cambio, si se lo curran, les das la camisa. Es cuestión de oportunidad y de concepto. De arte. El caso más espléndido me ocurrió hace poco en Cádiz. Salía con mi compadre Óscar Lobato de comer en El Faro, en el barrio de la Viña; y cerca de allí había en la acera, junto a un portal, un fulano sentado en un sillón de cretona con cabezal de ganchillo: un sillón casero de toda la vida, sacado afuera, supongo, para que su propietario tomara el fresco. Y el propietario en cuestión estaba a tono: chándal, zapatillas, treinta y tantos años largos, tatuaje carcelario en la mano, un pitillo en la boca. Imagínense la escena, el tipo sentado en el sillón, la ropa tendida, las marujas de charla en los balcones, las palomas picoteando restos de bollicao en el suelo. «Denme argo, caballeros», dijo el fulano cuando pasamos por delante, sin moverse y con mucha educación. Óscar, que es de la tierra, se detuvo ante él, lo miró con una cara muy seria y la guasa en sus ojos de zorro veterano, y comentó: «¿Hace calor dentro, verdad?». Y el del sillón dijo: «Jorrorozo». Óscar introdujo con parsimonia la mano en el bolsillo. «Tú eres de Cádiz, claro», apuntó. Y el otro, sosteniéndole la mirada imperturbable, respondió: «De Cai, zizeñó. Y a musha jonra». Mi compadre le dio un euro, yo otro, y cuando echamos de nuevo a andar, el pavo se puso en pie, fue caminando un trecho detrás, y al cabo lo vimos cruzar la calle y meterse tranquilamente en un bar, a invertir el capital: uno de esos sitios con barriles de cerveza en la puerta, mucho tío dentro, mostrador de cinc y fotos de equipos de fútbol en la pared. Nos lo quedamos mirando, y al fin Óscar, con un suspiro, murmuró: «Cádiz». Y luego, con una sonrisa: «Cómo no le vas a dar. A la criatura». 

13 de noviembre de 2005 

domingo, 6 de noviembre de 2005

Manitas de ministro

Me gustan las ventas de carretera españolas, las de toda la vida, tanto como detesto los autoservicios gigantescos o las vitrinas refrigeradas y el café en vaso de plástico de algunas gasolineras modernas. Ahora, con las autovías, muchas ventas han desaparecido o quedan lejos de las rutas rápidas habituales, pero sigo prefiriendo, cuando puedo, perder media hora para meterme por una carretera secundaria o una vía de servicio y recalar en alguna de las que siguen abiertas, ya saben, camiones aparcados delante, llaveros con el toro de Osborne, perdices disecadas, carteles de fútbol y fotos de toreros, cedés de Bambino y de la Niña de los Peines, botas de vino Las Tres Zetas y cosas así, con la sombra de Trocito y de Manolo Jarales Campos moviéndose por la mesa del rincón. Y también –o quizá sobre todo– me gusta la clientela que frecuenta esos lugares: camioneros despachando el menú del día, trabajadores del campo o la industria cercana, algún putón rutero tomando algo entre dos servicios, y la pareja de picoletos que dice buenas tardes y pide dos cafés con leche. Lo clásico. 

Es mediodía y acabo de entrar en uno de esos sitios. Venta murciana común: longanizas y morcillas colgadas del techo, y los currantes de la carretera y de los campos cercanos despachando, en mesas con manteles de papel, el menú del día. Una como aquella de la que les hablaba hace tiempo en esta página, cuando oí al dueño comentar con dos parroquianos: «Venga ya, hombre. A mí me va a decir el veterinario si el cochino está bueno o malo». Al cochino me dedico también esta vez, por cierto. Morcón, longaniza frita, dos dedos de vino con gaseosa. Con o sin veterinario, el gorrino está de muerte. Por eso nunca me haré musulmán, me digo. Muchas huríes y mucha murga, pero no hay cerdo en el Paraíso. 

El caso es que estoy despachando lo mío, y entre dos bocados miro alrededor. Las mesas y la barra las ocupan trabajadores reponiendo fuerzas. Me refiero a trabajadores de verdad: camioneros de manos endurecidas por miles de kilómetros de volante, cuadrillas de agricultores, operarios de maquinaria rural, albañiles de una obra próxima. Gente así. Llevan la cara sucia, el pelo polvoriento, las botas o las zapatillas gastadas, la ropa ajada. Entre ellos, hombro con hombro en las mesas, algún negro, algún indio, algún moro. Currantes, en una palabra. Comen inclinados sobre los platos, con las ganas de quien lleva muchas horas sin parar más que para echarse un pitillo. Y huelen bien. Como debe ser. Huelen a sudor masculino y honrado, a ropa de faena, a caretos en los que despunta la barba de quien se levantó temprano y lleva muchas horas de tajo. Huelen, en fin, a hombres decentes y hambrientos, embaulando con apetito, concentrados en el plato y la cuchara. De vez en cuando levantan los ojos para mirar el telediario, donde una panda de golfos con corbata, que no han trabajado de verdad en su puñetera vida, hacen declaraciones intentando convencer a toda España de que la realidad no está en la calle, sino en otra España virtual que ellos se inventan: el infame bebedero de patos que les justifica el sueldo y la mangancia. De nación, me parece que hablan hoy, discutiendo graves el asunto. Manda huevos. De nación, a estas alturas. Y yo miro alrededor y pienso: qué tendrá que ver una cosa con la otra. Qué tendrá que ver lo que se trajinan esos charlatanes, esos cantamañanas y esos hijos de la gran puta –las tres categorías más notorias de político nacional– con la realidad que tengo enfrente. Con esta gente que come su guiso antes de volver al tajo. Con sus sueños, sus esperanzas, sus necesidades reales. Con las familias a las que llevarán la paga a fin de mes. 

En ésas estoy, como digo, masticando longaniza, cuando escucho la respuesta. Viene de la mesa más próxima, donde el ventero, lápiz y libreta en mano, cuenta a cuatro hombres de aspecto rudo y mono azul lo que hay de segundo plato: filete a la plancha con patatas fritas, conejo al ajillo o manitas de cerdo estofadas. A elegir. Y uno de aquellos hombres mal afeitados, de manos toscas y uñas sucias de grasa, mientras rebaña con pan los restos de un guiso de habas, patatas y pescado, dice sin levantar la cabeza: «A mí ponme las manitas de ministro». Luego sigue comiendo muy serio. Y nadie se ríe. 

6 de noviembre 2005 

domingo, 30 de octubre de 2005

El culo de las señoras

Vade retro. Cuidado con esas alegrías y esos sobos. También está mal visto tocarles el culo a las señoras, incluida la propia. Hace unos días, las feministas galopantes se subieron por las paredes a causa de un anuncio publicado en la prensa –«La puerta de atrás del cine», decía el texto– donde una foto de espaldas de la pareja formada por un presentador y una actriz, posando frente a los fotógrafos, mostraba la mano de él situada sobre el trasero de ella. Pese a que la imagen –publicada en El País– fue elegida por un equipo de marketing compuesto por ocho mujeres y dos hombres, todos por debajo de los cuarenta años de edad, las furiosas críticas hablaron de atentado contra la dignidad de la mujer, de incitación a la violación, de «dar por supuesto que las mujeres están para satisfacción sexual de los varones», y de publicidad ilícita por utilizar el cuerpo femenino, o parte del mismo, «como mero objeto desvinculado del producto que se pretende promocionar». Tela. Cómo sería la cosa, que incluso la directora general del Instituto de la Mujer tomó cartas en el asunto, asegurando que la imagen de ese anuncio era «vejatoria para las mujeres», y las reducía «a un simple objeto sexual al servicio de los hombres, claramente ofensivo para las lectoras». Por supuesto, el apabullado diario en cuestión, por tecla de su defensor del lector, dio en el acto la razón a las feministas y pidió disculpas. No era nuestra intención. Cielo santo. No volverá a ocurrir, etcétera. Y las niñas de la matraca se apuntaron otra. Así van ellas de crecidas. Que se salen.

A ver si nos aclaramos. Una cosa es que las erizas, cabreadas con motivo y en legítimo ejercicio de autodefensa, marquen con claridad las reglas del juego: intolerancia absoluta frente a machismo y violencia sexual. Eso es lógico y deseable, y ningún varón decente puede oponerse a ello. Por lo menos, yo no puedo. Ni quiero. Pero otra cosa es que, jaleadas por demagogos oportunistas, acatadas sin rechistar sus exigencias por quienes no desean buscarse problemas, una peña de radicales enloquecidas mezclen de continuo las churras con las merinas, empeñadas en someternos a la dictadura de lo socialmente correcto, retorciendo el idioma para adaptarlo a sus atravesados puntos de vista, chantajeándonos con victimismo desaforado, acorralando el sentido común hasta el límite de la más flagrante gilipollez. Y al final conseguirán que retrocedamos en el tiempo, que no se distinga socialmente el acoso sexual del simple ligoteo de toda la vida, que un amante se convierta en violador y deba avergonzarse de sus gestos en público, y que todo cuanto tiene que ver con la belleza de los cuerpos y la deliberada, consentida, gratificante y necesaria relación física entre hombres y mujeres, produzca recelo y se rodee de un ambiente sórdido y clandestino. Esa panda de tontas de la pepitilla va a lograr que todo parezca malo y obsceno otra vez, y que a los críos se los eduque de nuevo en la hipocresía de hace cuarenta años, cuando en los cines se censuraban escotes, faldas cortas y escenas de besos, y los obispos de turno –también diciendo velar por la dignidad de la mujer– le ponían a todo la etiqueta del pecado.

Respecto a los culos de señoras en concreto, qué quieren que les diga. Que me fusilen las talibanes de género y génera, pero he puesto la mano en alguno, como todo el mundo. Y creo recordar que no sólo la mano. La verdad es que nunca se me quejó nadie. Incluso, puestos a echarnos flores, lo que también hicieron algunas señoras fue poner la mano en el mío, con perdón, sin que nadie las obligara. En el mío como en el de cualquier varón normalmente constituido que les apetezca, supongo, y con el que exista la intimidad adecuada para el caso. Porque afortunadamente –y que no decaiga, vive Dios– también ellas se las traen, cuando quieren traérselas. Además, no sé por qué diablos dan por supuesto las integristas de los huevos que todas las mujeres se sienten, como ellas, ofendidas cuando un hombre les pone la mano en el culo. Sobre todo si ese hombre lo hace seguro del terreno que pisa, y con consentimiento expreso o tácito del culo en cuestión. El sexo es una calle de doble sentido, y ahí precisamente radica la maravilla del asunto. En el toma y daca. A ver qué tiene que ver el culo con las témporas. Coño.

30 de octubre de 2005

domingo, 23 de octubre de 2005

El sable de Beresford

Lo bueno que tienen los bicentenarios es que van en ambas direcciones, como la Historia. Y todos tenemos motivos para descorchar botellas o agachar las orejas. Pensaba en eso con lo de Trafalgar, mientras a los súbditos de Su Graciosa les rebosaba la arrogancia y el chundarata con la espuma de cerveza. No creo, pensé observándolos, que celebren con ese entusiasmo y esa chulería el próximo aniversario que les toca, el año que viene, cuando se cumplan dos siglos desde el comienzo de las fracasadas invasiones inglesas en el Río de la Plata. Con tanto sobarse la gloria de la Invencible a Trafalgar y de ahí a las Malvinas, los futuros súbditos del Orejas siempre pasan de puntillas por encima de las estibas contundentes que, por ejemplo, les dieron Navarro en Tolon, Blas de Lezo en Cartagena de Indias, o los canarios al invicto Nelson –dejándolo manco– en Tenerife. Por eso dudo que monten parada naval o desfiles con fanfarria patriotera dentro de unos meses, cuando se cumplan doscientos años desde el comienzo de su maniobra para arrebatar a España las colonias en América del Sur. Y como sólo tienen memoria para lo que les interesa, conviene refrescársela. Incluyendo, por ejemplo, una cita del propio Times, que en su momento calificó la cosa –una vez fracasada, claro, y tras aplaudirla antes– como «una empresa sucia y sórdida, concebida y ejecutada con un espíritu de avaricia y pillaje sin paralelos». 

El asunto empezó cuando, crecida por lo de Trafalgar, Inglaterra invadió Buenos Aires, en junio de 1806, con mil seiscientos soldados bajo el mando del general Beresford. Como de costumbre, el motivo era altruista y filantrópico que te rilas: devolver la libertad a los pueblos oprimidos por la malvada España, y de paso –pequeño detalle sin importancia– conseguir materias primas y consolidar mercados para el comercio inglés donde hasta entonces sólo podía penetrar mediante el contrabando. Para facilitar esa angelical liberación de los oprimidos, lo primero que hicieron los británicos fue proclamar allí la libertad de comercio – sólo con Inglaterra, por supuesto–, enviar a Londres el tesoro local bonaerense –millón y pico de pesos en oro–, y establecerse militarmente en la zona sin hablar ya de independencia para el virreinato. Al contrario: ante el consejo de ministros, el rey Jorge III declaró «conquistada la ciudad de Buenos Aires». Pero el gorrino salió mal capado: bajo el mando de Santiago de Liniers, españoles y criollos recobraron la ciudad, dándoles a los rubios las suyas y las de un bombero. Con ciento cincuenta bajas, hecho polvo, Beresford tuvo que rendir sus tropas y constituirse prisionero –luego se fugó, faltando a su palabra–, y del episodio quedó un bonito cuadro, poco exhibido en Inglaterra, donde se le ve con la cabeza gacha, entregando el sable a los españoles. 

El segundo episodio empezó en enero de 1807. Con veinte barcos y 12.000 soldados, los generales Withelocke, Crawford y Gower volvieron a la carga, tomaron Montevideo –en el acto se establecieron allí enjambres de comerciantes británicos dispuestos a liberar a los oprimidos un poco más– y en junio los ingleses atacaron Buenos Aires por segunda vez. Ahora tampoco hablaban ya de dar libertad e independencia a nadie. Y echaron carne dura al asador: 8.000 soldados veteranos avanzaron por las calles de la ciudad; pero los frenó la gente, peleando casa por casa. «Todos eran enemigos –escribiría el coronel inglés Duff–, todos armados, desde el hijo de la vieja España al esclavo negro.» El ataque decisivo del 3 de julio se estrelló contra la resistencia urbana organizada por Liniers: las tres columnas inglesas que pretendían alcanzar el centro de Buenos Aires, pese a que avanzaron imperturbables dejando un rastro de muertos y heridos, tuvieron que retroceder y atrincherarse, acribilladas a tiros y pedradas desde las ventanas y azoteas de las casas. Resumiendo: recibieron las del pulpo. Luego los porteños, con ganas de cobrarse las molestias, contraatacaron a la bayoneta hasta que «por los caños corrió la sangre». Con casi tres mil fulanos muertos y heridos, los malos tuvieron que rendirse, evacuar Montevideo y regresar a Inglaterra con el rabo entre las piernas. «Jamás creí –escribiría después el general Gower– que los rioplatenses fueran tan implacablemente hostiles.» 

Así que ya ven. Este año tocó Trafalgar. Vale. Pero en el 2006 y el 2007 toca Buenos Aires. No se puede ganar siempre. 

23 de octubre de 2005 

domingo, 16 de octubre de 2005

¿Me da usted candela?

Soy de emociones secas. Quiero decir que se me saltan las lágrimas pocas veces. Los perros y poco más. Pero, con permiso de ustedes, acabo de soltar unas lagrimitas. Discretas, ojo. Tampoco es cosa de amariconarse a estas alturas. La culpa la tiene el libro Rapsodia española, de Antonio Burgos. Antología de la poesía popular, dice el subtítulo. Llegó a casa el otro día. Vaya por delante que la poesía no me pone mucho. La popular me interesa cuando linda con el tango, el corrido, el bolero o la copla. La fina, menos. Ahí, con perdón de algún compadre poeta que tengo –no siempre elige uno a sus amistades–, me sacan de Quevedo, Machado y Miguel Hernández, y tengo la misma sensibilidad que un bistec muy hecho. Pero bueno. Hojeo cada libro que me llega, faltaría más. Eso hice con éste. Y de pronto, leo: Deprisa, que no llegamos / Quiero la mantilla blanca. Glup. Eso me suena, pienso. Maldita sea. Vaya si me suena. O aquello de más adelante: Por la arena de la playa / va con un hombre la Lirio. Atiza. Más glup, glup. Trago saliva con dificultad, y me arrellano en el sillón pasando páginas, mientras fantasmas de hace cuarenta y tantos años empiezan a instalarse a mi alrededor, a darse con el codo y a mirar el libro por encima de mi hombro: ¡A chufla lo toma la gente! / ¡A mí me da pena / y me causa un respeto imponente! 

Y es que el libro es eso, claro: una antología popular. Un recorrido por los versos que varias generaciones de españoles, en otros tiempos de familia y mesa de camilla, cuando aún no existía la maldita tele, aprendimos de memoria en boca de nuestros padres o abuelos. Poesía a menudo impura, narrativa –alguna tiene hoy hasta barruntos raperos–, hecha para recitarse en voz alta, como esos versos que a veces oí recitar a mi padre mientras se afeitaba: ¿Rencores? ¿por qué rencores? / No le va a mi señorío / guardarle rencor a un río / que fue regando mis flores. Historias conmovedoras, auténticas novelas contadas, sin darles importancia, en treinta o cuarenta versos que pocas veces se conocieron impresos, pues eran aprendidos de memoria y repetidos generación tras generación cuando buena parte de la enseñanza aún se basaba en saber y recordar cosas, y no en tomaduras de pelo diseñadas por cantamañanas del liberalismo educativo, ideólogos de la vaciedad y ministros imbéciles. Hablo de versos inolvidables que eran repetidos por los mayores y que los niños recitábamos en bautizos, comuniones y otras fiestas familiares; poesía popular que fue felicidad y cultura de esas masas que ciertos poetas remilgados y críticos soplacirios tanto desprecian. Como aquel extraordinario Me lo contaron ayé / las lenguas de doble filo / que te casaste hase un mé / y me quedé tan tranquilo. 

Por eso solté el trapo, snif, mientras pasaba las páginas de la antología. De pronto, entre esta y aquella línea, me sentí de nuevo en una casa antigua, de pasillo largo, muebles oscuros y lamparilla bajo la urna de una virgen, sentado frente a mi abuela en el mirador, oyéndola recitar entre el chasquido de los bolillos, con su voz tranquila, educada, y la sonrisa melancólica de la jovencita que en otro tiempo había sido, El Tren expreso de Campoamor –a quien, por cierto, echo de menos en esta antología– o esos otros versos de León y Quintero que entonces yo, languideciente con los primeros amores junto a la verja de algún colegio de niñas, me aplicaba sin vacilar a mí mismo: ¿No te parece a ti extraño? / ¿No es una cosa muy rara / que un chaval de doce años / lleve tan triste la cara? 

Y claro. Por muchas conchas que cuaje la vida, nadie puede evitar que leyendo eso le suba el nudo de la garganta a los ojos. O que te llegue al lagrimal cuando pasas más páginas y lees: He sembrao er mundo entero / de pares de banderillas / para ponerle en enero / los reyes a mi chiquilla. Casi nada: el ¿Me da usted candela? completo: una de las poesías que más me conmovieron en mis tiempos de pardillo con pantalón corto, asomado a una vida aún por vivir. Una de esas historias oídas a tus mayores que, sin que apenas se note mientras ocurre, marcan para toda la vida: Y da la casualidá / que, desde que ella ha nasío / cuando tiene que firmá / firma con mis apellíos. Quienes oyeron alguna vez esos versos magníficos saben a qué me refiero: Y er duende con voz muy baja / se acerca y le dise ar tá / encárgate la mortaja / si vuervo a verla llorá. 

16 de octubre de 2005 

domingo, 9 de octubre de 2005

El viejo amigo Haddock

Siempre he dicho que, en un incendio, salvaría a Mordaunt, mi perro, y la colección completa de las aventuras de Tintín: todos los volúmenes en su antiguo formato, con tapa dura y lomos de tela. Alguno de los más viejos aún tiene pegada la etiqueta con su precio original: 60 pesetas. Caían en mis manos dos o tres veces al año –juntaba cien pesetas el día de mi santo y cincuenta cada cumpleaños–, cuando, sonándome las monedas en el bolsillo de los pantalones cortos, me paraba ante el mostrador de madera donde el librero, el señor Escarabajal, me mostraba los ejemplares para que eligiese uno, antes de salir a la calle con él en las manos, aspirando el olor maravilloso a buen papel y a tinta fresca que, desde aquellos primeros años –editorial Juventud, Mateu, Bruguera, Molino–, asocié siempre con el viaje y la aventura. Y viceversa: más tarde, cuando aterrizaba en lugares lejanos o desembarcaba en puertos exóticos, a menudo los vinculé con aquel olor a papel y aquellas páginas. No es extraño, después de todo, que para un reportero tintinófilo contumaz, el primer viaje profesional fuese al País del Oro Negro, y que la primera vez que puse pie en los Balcanes, el pensamiento inicial fuese que había llegado, por fin, a Syldavia. 

Aún los hojeo de vez en cuando, sobre todo mi favorito: Stock de coque. Me gusta mucho ese volumen porque lo considero el más equilibrado y perfecto, pero sobre todo porque su protagonista principal es el mar, y porque además de Piotr Pst –ametrallador con babero– y viejos amigos como el general Alcázar, Abdallah, Muller, el malvado Rastapopoulos y el comerciante Oliveira de Figueira, aparece todo el tiempo el capitán Haddock. Y les juro a ustedes que una de las razones por las que me eché una mochila a la espalda y puse un pie delante del otro, fue porque iba en busca de un amigo como ése. Porque quería conocer al Haddock que la vida podía tenerme destinado en alguna parte. 

Lo encontré, desde luego. Varias veces tuve ese privilegio. Unos se le parecieron mucho y otros menos. Unos siguen vivos y otros no. Unos le pegaban al Loch Lomond y otros manejaban con soltura los epítetos de sajú, vendedor de alfombras, paranoico e imbécil. Cada cual tuvo su registro. Pero en todos ellos, en cada compañero fiel que la vida me deparó en mi juventud, cada vez que alguien estuvo junto a mí, hombro con hombro, cuando un avión Mosquito del Jemed viraba sobre la popa de un sambuk para ametrallarnos en el mar Rojo –¡cuántas veces no me sentí dentro de esa viñeta inolvidable!–, pude reconocer al marino gruñón y barbudo que acompañó tantas horas felices y tantos sueños de mi infancia, desde el día decisivo y magnífico en que lo conocí a bordo del Karaboudjan, buscando luego el aerolito misterioso en el puente del navío polar Aurora, acompañándolo después –o quizá me acompañó él a mí– tras el rastro del Unicornio al mando del Sirius de su amigo el capitán Chester, esquivando en otra ocasión los torpedos del submarino pirata, marcha adelante y marcha atrás, con el telégrafo de órdenes del Ramona, o repeinado con raya en medio y uniforme de gala en la sala de marina del castillo de Moulinsart, allí donde Bianca Castafiore –el ruiseñor milanés– estuvo a pique de llevárselo al huerto, según reportaje de Paris Flash, con fotos de Walter Rizotto y texto de Jean-Loup de la Battelerie. 

El otro día ocurrió algo extraño. Recibí una carta de un joven lector, asegurando que a veces, en algunos de estos artículos, cuando despotrico sobre zuavos, bachibuzuks y coloquintos, le recuerdo al capitán Haddock. Con barba y todo, añadía el amigo. Y me dejó pensando. Después fui a la biblioteca, saqué Stock de coque y lo hojeé un rato. Dios mío, pensé de pronto. El capitán, al que siempre vi como un hombre mayor, viejo y curtido por el mar y la vida, ya es más joven que yo. Él sigue ahí, en los libros de Tintín, sin envejecer nunca, con su barba y su pelo negros, su gorra y su jersey de cuello vuelto con el ancla en el pecho; mientras que la imagen que me devuelve el espejo, la mía, tiene más arrugas, y canas en el pelo y en la barba. Canas que Archibald Haddock, capitán de la marina mercante, no tendrá jamás. Soy yo quien envejece, no él. Ya no soy Tintín, ni volveré a serlo nunca. Soy yo quien ha pasado, con el tiempo, al otro lado de las viñetas que acompañaban mi infancia. Y mientras devuelvo el álbum a su estantería, me sube a la garganta una risa desesperada y melancólica. Mil millones de mil naufragios. 

9 de octubre de 2005 

lunes, 3 de octubre de 2005

La venganza de Churruca

A veces el tiempo termina poniendo las cosas en su sitio, o casi. Estaba el otro día en un puerto mediterráneo, amarrado de proa al pantalán y leyendo en la camareta, cuando escuché el motor de una embarcación. Subí a cubierta mientras otro velero se acercaba por el lado opuesto, disponiéndose a amarrar enfrente. Suelo ayudar en la maniobra; pero como el marinero de guardia estaba allí, me quedé apoyado en el palo, mirando. Era un queche de quince metros, con un hombre al timón y una mujer en la proa. Banderita española en la cruceta de estribor y bandera roja a popa: un inglés. El patrón era cincuentón largo, con barriga cervecera. La mujer, negra, alta y bien dotada. Una señora estupenda, la verdad. Muy aparente. 

El marinero del puerto estaba en el punto de atraque, esperando. Era de esos españoletes chupaíllos, flaquísimo y tostado, con pantalón corto, gorra y un pendiente de oro en cada oreja. De los que te cruzas de noche y echas mano a la navaja antes de que la saque él. Aunque esto lo apunto sólo para que se hagan cargo de la pinta del jenares; yo lo conocía de tiempo atrás, y lo sabía buena gente. El caso es que imagínenselo allí, esperando a que la proa del velero inglés llegase al pantalán. En ésas, a un par de metros, la negra de la proa le suelta al marinero una pregunta en absoluto inglés, que para los de aquí suena algo así como: ¿chuldaius maylain oryur? Tal cual. Ni un previo amago de «buenos días», ni «hola», ni nada. Entonces el marinero, impasible, mientras aguanta la proa para que no toque el pantalán, responde, muy serio «Yene comprampá». La mujer lo mira desconcertada, repite la pregunta, el marinero repite «yene comprampá, señora», y como el barco ya está parado y el viento hace caer la popa a una banda, la pava le da sus amarras al marinero y se va corriendo a popa con la guía para trincar el muerto. 

En ésas, el patrón ha parado el motor y se acerca a la proa, mirado preocupado el costado herrumbroso de un viejo barco de hierro que está amarrado junto a él. Tampoco hace el menor esfuerzo introductorio en lengua aborigen. Itis tuniar, dice a palo seco. ¿Haventyu a beterpleis? Y en ese momento pienso yo: tiene huevos aquí, el almirante. Como buena parte de sus compatriotas, no hace el menor esfuerzo por hablar en español, y da por sentado que todo cristo tiene que trajinar el guiri. A buenas horas iba yo a amarrar en Falmouth con la parla de Cervantes. De cualquier modo, el marinero lo mira flemático, asiente con la cabeza y dice «ahá» cuando el otro termina de hablar, luego encoge los hombros, acaba de colocar las amarras en los norays, y mirándolo a los ojos, muy claro y vocalizando, le dice: «No te entiendo, tío. Aquí, espanis langüis». 

A todo esto, el viento ha hecho que la popa del barco se vaya a tomar por saco, y la negra las pasa moradas tirando del cabo del muerto para aguantarlo. «¡Aijeiv tumachwind!», grita. El marinero se la señala al inglés y le aconseja: «Vete a ver lo que dice, hombre». El inglés mira a la mujer –a la que con el esfuerzo se le ha salido medio fuera una teta espectacular–, mira alrededor, mira el costado oxidado del barco sobre el que caen y le hace gestos con las manos al marinero, acercando las palmas para indicar que están demasiado cerca. «Tuuniar», repite. «Tuuniar». El marinero se ha puesto en cuclillas, para mirar más descansado cómo el guiri se la pega. «Aquí es lo que hay», responde ecuánime. «¿Guat?», pregunta el otro. El marinero se rasca la entrepierna, sin prisa. «Si me pasas un esprín –sugiere– igual te lo sujeto.» El inglés, antes despectivo y ahora visiblemente angustiado, hace gestos de no entender y luego corre hacia popa a ayudar a la mujer a aguantar el barco, que a estas alturas está atravesado en el amarre que da pena verlo. «Plis», pregunta a gritos desde allí, desesperado y rojo por el esfuerzo de tirar del cabo. «¿Duyunotpikinglis?» Ahora, por fin, el marinero sí comprende lo que le dicen. «No», responde. «¿Y tú?... ¿Espikis espanis, italian, french, german?... ¿Nozing de nozing?» Luego, sin esperar respuesta, mete una mano en el bolsillo del pantalón, saca un paquete de tabaco, enciende con mucha parsimonia un pitillo y se vuelve hacia mí –que estoy dándoles mordiscos a los obenques para no caerme al agua de risa– y a los curiosos: un pescador, un guardia de seguridad y un mecánico de Volvo que se han ido congregando en el pantalán para mirar a la negra. «Pues no lo tiene chungo ni ná», comenta el marinero. «El colega.» 

2 de octubre de 2005 

domingo, 25 de septiembre de 2005

Picoletos sin Fronteras

Naturalmente, rediós. Estoy con quienes, tras la muerte de un joven camerunés durante un asalto nocturno masivo de subsaharianos a la frontera de Melilla, pusieron las cosas en su sitio. A quien más oí ponerlas fue a una tertuliana de radio, que tras explicarnos a los estúpidos radioyentes que la inmigración clandestina no se frena con fronteras, sino desarrollando África –brillante conclusión que nunca se me hubiera ocurrido a mí solo–, instaba al defensor del pueblo a intervenir en el asunto. También algunos políticos periféricos, sensibilizadísimos siempre con Camerún, exigieron que el Ministro del Interior compareciese en el Congreso para detallar en qué circunstancias extrañas e incomprensibles pudo recibir un inmigrante clandestino, en el barullo del asalto, un inexplicable y desproporcionado pelotazo de goma, golpe o algo así. Y para completar el paisaje, como el presidente de la autonomía melillense comentó la elemental obviedad de que la Guardia Civil no es un cuerpo de azafatas, ni tiene por qué serlo, otras voces se sumaron al clamor de ortodoxia humanitaria, casi llamándolo totalitario y racista, y exigiendo que los cuerpos y fuerzas actúen siempre de forma eficaz, sí, pero –matiz básico– no violenta. Ojito con eso. Que toda violencia es antidemocrática, y el picoleto que pega un pelotazo de goma o levanta una porra, como el soldado que va a una guerra con escopeta en vez de con biberones de leche Pascual, es un violento, un asesino y un fascista. Pero eso sí: tertulianos, políticos y analistas habituales, todos coincidían en que tampoco es cosa de quitar la verja y barra libre para todos. No. Tampoco es por ahí, hombre. Sería un problema. Hay que aplicar medidas bondadosas pero eficaces, apuntaban, lúcidos. Combinar con destreza la seda y el percal. Elemental, querido Watson. 

Así que me sumo. Suscribo el rechazo absoluto a la contundencia, a la violencia, y a la ruda contingencia. Y estimo urgente que, defensor del pueblo aparte, los ministros de Interior y Defensa comparezcan en el Congreso cada vez que se produzcan hechos similares –también cada vez que se hunda una patera; no sé si se le habrá ocurrido a alguien ya–, y que la Guardia Civil abandone su brutal táctica represiva fronteriza de una puta vez. Es preciso establecer finos protocolos operativos que no confundan la prevención firme, pero exquisita, con la represión policial a secas, que en la tele queda fea y le estropea la sonrisa a Zapatero. Si a España cabe la gloria pionera de haber inventado las fuerzas armadas desarmadas para la paz y la concordia marca Acme Un Hijo Tuyo, a ver por qué no podemos también asombrar al mundo inventando la oenegé Policías sin Fronteras –no sé si captan el astuto juego de palabras– donde a la contundencia policial, ese residuo franquista, la sustituyan el diálogo entre civilizaciones y el buen rollito macabeo. 

Lo de Melilla, por ejemplo, lo veo así: frente a cada asalto masivo de inmigrantes ilegales, y para evitar que el alambre de la verja los lesione salvajemente, efectivos de la Guardia Civil abrirán las puertas. Y cuando quinientos infelices negros desesperados se dispongan a irrumpir por ellas, los picolinos moverán la cabeza reprobadores, pero sin palabras que puedan ser interpretadas como coacción verbal. A los inmigrantes que rebasen este primer escalón táctico, guardios y guardias especialmente adiestrados y adiestradas les afearán la conducta con palabras mesuradas en inglés, francés, árabe y swahili, como por ejemplo: «le ruego a usted que no transgreda el umbral, señor subsahariano de color», o: «hágame el favor de retrotraerse a Marruecos si es usted tan amable, señor magrebí de etnia rifeña». Pese a estas medidas coercitivas, es probable que algunos emigrantes crucen la verja; para qué nos vamos a engañar. En tal caso, las fuerzas del orden pasarían al plan B: agarrarlos por los hombros sin violencia pero con firmeza democrática, besarlos en la boca de modo contundente, y luego indicarles la dirección de los autobuses que los trasladarán a los centros de acogida; o, puestos a ahorrarnos el paripé, al avión o al barco para la península. Todo, por supuesto, en presencia de una delegación de miembros de la comisión de derechos humanos del Congreso, que abrirá inmediatamente, si ha lugar, la investigación y comparencias ministeriales oportunas. 

Ya lo dije alguna vez: somos el pasmo de Europa. Y lo que la vamos a pasmar todavía. 

25 de septiembre de 2005 

lunes, 19 de septiembre de 2005

El niño del tren

Era un niño cualquiera. Subió al tren en Valencia, el otro día, acompañado por su madre. La señora dijo buenas tardes, lo dejó sentado en su asiento y le hizo algunas recomendaciones en voz baja. Después, antes de salir del vagón, nos dirigió una sonrisa a quienes estábamos sentados cerca: un señor en el asiento contiguo y yo al otro lado del pasillo. Una de esas sonrisas que no piden nada, pero que a cualquier persona decente la comprometen más que una recomendación o un ruego. Al quedarse solo, el niño sacó un tebeo de Mortadelo de la mochililla que llevaba, y se puso a leerlo. Con disimulo, eché un vistazo. El zagal debía de tener nueve o diez años. Sentado no tocaba el suelo del vagón con los pies. Era, como digo, un niño cualquiera, de infantería. La diferencia con la mayor parte de sus congéneres estaba en el aspecto e indumentaria: en vez de lucir la habitual camiseta desgarbada, los calzones, las chanclas y la gorra opcional de rapero enano, comunes entre los jenares de su edad y su especie -cosa lógica, por otra parte, cuando los padres visten así-, iba bien peinado, con su raya y todo, llevaba la cara lavada y vestía una camisa azul claro, un pantalón corto beige con cinturón y unas zapatillas deportivas limpias con calcetines blancos. Tenía, resumiendo, el aspecto de un niño aseado, correcto, normal. Un aspecto agradable para la vista. El que cualquier padre con el mínimo sentido común desearía para un hijo suyo. 

Al cabo, ya con el tren en marcha, llegó el revisor. El niño dijo buenos días, sacó su billete y le hizo algunas preguntas que, explicó, le había encargado su madre que hiciera. Algo sobre la comida del tren. Llamaba la atención la extrema corrección con la que el niño se dirigía al revisor, usando el por favor y el gracias con una frecuencia nada común en los tiempos que corren. No puede ser, concluí. Es demasiado perfecto. Demasiado educado para ser auténtico. Así que me puse a observar al enano con mucha atención, buscándole las vueltas. Cuando el revisor siguió camino -diré, en su honor, que respondió a los buenos modales del chico con afecto y exquisita cortesía- la criatura sacó un teléfono móvil de la mochila. Un móvil con música y colorines. Ya está, pensé, suspicaz. Ya me parecía a mí. Demasiado perfecto hasta ahora. Nos ha tocado murga telefónica para rato. 

Pero me equivocaba. Dejándome ante mí mismo como un imbécil, el niño marcó un número, habló con su madre, y sin elevar demasiado la voz le dijo que en la comida que iban a poner había pechuga, que no se preocupara, que comería. Luego guardó el teléfono y siguió hojeando el tebeo. Pasaron las azafatas con auriculares para la película, con las bandejas de comida, con las bebidas. El niño dijo gracias cada vez, pidió por favor esto y aquello, se bebió su refresco de naranja sin derramar una gota, sin tirar nada al suelo ni molestar a nadie. Luego se puso los auriculares y miró la pantalla. La película era Los increíbles, y le hacía mucha gracia. De vez en cuando reía en voz alta, con la risa fuerte y franca, sana, de niño que lo pasa en grande. A veces se volvía hacia los mayores que estábamos cerca, sonriéndonos cómplice, como para comprobar si disfrutábamos tanto como él. El señor que iba a su lado y yo nos mirábamos sin palabras, a uno y otro lado del pasillo. Aquel chaval era gloria bendita. 

Al fin llegamos a la estación de Atocha, el niño cogió su mochililla, se puso en pie, nos dirigió otra sonrisa, dijo buenas tardes y salió del vagón. Caminando detrás lo vi irse ligero por el andén, hacia la salida donde lo esperaban. Eso fue todo. Y nada más que eso, fíjense. Un niño normal, como dije. Un niño correcto, educado. Un niño de toda la vida, nada extraordinario para figurar en los anales de la infancia española. Pero cuando caiga el Diluvio, pensé, cuando llegue el apagón informático o lo que se tercie ahora, cuando llueva fuego del cielo y nos mande a todos a tomar por saco, como merecemos por infames, por groseros y por tontos del haba, espero de todo corazón que este chico se salve. Les doy mi palabra de que eso fue exactamente lo que pensé viendo al niño alejarse. Y con suerte, deseé, que se encuentre en alguna parte con aquella niña del pelo corto de la que les hablé hace unos meses: la que leía un libro, obstinada y solitaria, en el patio del recreo, mientras las otras niñas movían el culo jugando a ser ganadoras de Operación Triunfo. 

18 de septiembre de 2005 

lunes, 12 de septiembre de 2005

Autoridad y chalecos fosforitos

La verdad es que a veces somos para comernos a besos. No porque seamos mejores ni peores, sino porque salimos tan clavados a nuestro retrato, o a nuestra caricatura, que hasta el más áspero misántropo se enternece cuando observa a Pepe, a Paco o a Manolo en todo lo suyo, fieles a las esencias; por no hablar de doña Maruja o de Maripili, que también son finas. Eso para que luego digan algunos soplacirios que España no existe. Pues vaya si existe, colegas. Unas veces para lo bueno, y otras para lo malo. Según el humor con que lo pillan a uno las esencias ibéricas, unas veces te cabreas como una mona, y otras te sale la sonrisilla cómplice. Pasa como en esas películas viejas del oeste, cuando entra un pistolero en el saloon y el sheriff, acodado en la barra, va y le dice: yo de ti no lo haría, forastero; o cuando, en las telenovelas, Emilia María le suelta a Jorge Alfredo: el bebé que espero es hijo tuyo. De puro tópico, el espectador lo está esperando; así que disfruta una barbaridad, feliz por confirmar el género, dándole con el codo a la parienta al reconocer un clásico familiar de toda la vida. 

Pensé en eso el otro día, conduciendo por la autovía de Andalucía. Iba de una mala leche espantosa, pues España debe de ser el único país de Europa donde, si conduces respetando la limitación de velocidad y vuelves a la derecha cada vez que adelantas, la interminable fila de hijos de puta que pasa a ciento ochenta por el carril izquierdo te bloquea detrás de los camiones, y ya no sales en la vida. O con vida. El caso es que iba, como digo, al volante y a la defensiva, cuando, al llegar a un estrechamiento por obras, un operario –bajito, moreno– con chaleco reflectante me hizo señales de cambiar de carril. Obedecí despacio, vigilando que un Bemeuve o un Mercedes no se me metieran a toda leche por debajo del retrovisor izquierdo. Y esa lentitud en acatar las indicaciones me valió una bronca de órdago. El peón del chaleco fosforito, con gestos enérgicos, me amonestó severo, conminatorio, y al pasar a su altura lo vi increparme con mucha cólera. Como se me ocurra parar, pensé, es capaz de inflarme a hostias. 

Es el chaleco, comprendí de pronto, relacionando el asunto con otros episodios similares recientes. Es Manolo, o Paco, o como se llame, revestido de los símbolos correspondientes a la autoridad. Es la España de toda la vida. Ese amarillo o naranja reflectante equivale ahora a la gorra que en otro tiempo daba incuestionable poderío a cualquiera que la llevara en la cabeza: guarda de un parque, portero de cabaret, sereno, mozo de cuerda. Daba igual. Hasta hace poco, a un español le ponías una gorra y en el acto se sentía capitán general, como esos vigilantes espontáneos de aparcamientos, típicos de Andalucía, gorrillas sevillanos o varillas de La Línea de la Concepción, que te conminan a aparcar exactamente aquí o allí, y a rascarte el bolsillo con la autoridad torera e implacable de un sargento del Tercio, lleven gorra o no la lleven. Como aquel fulano chupaíllo y lleno de tatuajes que, en Triana, nos palmeó la espalda a mi compadre Juan Eslava y a mí, diciéndonos, superior y rumboso: «Si no lleváis suelto, tampoco pasa ná»

Quiero decir con esto que, si la clásica gorra ha caído en desuso, el chaleco reflectante hace ahora las mismas funciones. Uno lo ve de lejos y lo identifica instintivamente con la Guardia Civil, con la Policía, con la autoridad. Con la norma que te acecha personalmente en alguna parte del reglamento. Y del mismo modo, quien se lo enfunda llega a sentirse, de cierta manera, partícipe de esa autoridad. Depositario de ella: está dentro de la ley, bajo su amparo; y los otros, fuera. Observen, si no, el comportamiento de los simples ciudadanos que por alguna razón deben ponerse el chaleco, el aplomo maravilloso con el que actúan, el poderío incuestionable con que te conminan, y su indignación cuando no obedeces en el acto. Hace poco, junto a un coche detenido en la carretera, vi a un jovencito de catorce o quince años con el chaleco reflectante puesto mientras su padre reparaba una rueda pinchada, y recuerdo la impresionante autoridad con la que el chico, de pie en el arcén, desviaba el tráfico hacia la izquierda, con un firmeza y una decisión que para sí habrían querido muchos guardias civiles. Excuso decir que todos los conductores obedecíamos en el acto, acojonados. 

11 de septiembre de 2005 

lunes, 5 de septiembre de 2005

La Historia, la sangría y el jabugo

Hay que ver. En cuanto se toma dos vasos de sangría en los cursos de verano, cierto historiador inglés se pone a cantar por bulerías sin sentido del ridículo. Me refiero a mister Kamen, don Henry, quien cree que vivir en Cataluña, como vive, y que allí algunos le aplaudan las gracias mientras trinca una pasta de subvenciones, cursos y conferencias, lo convierte en árbitro del putiferio hispano. Así que, tras contar nuestra Historia a su manera, ahora critica cómo la cuentan otros, lamentando que España –a excepción de Cataluña, donde, insisto, mora y nunca escupe– no tenga tan buenos historiadores como él. 

Uno, que modestamente tiene sus lecturas, le sigue la pista a mister Kamen y está familiarizado con sus dogmas hechos de frases despectivas sobre este o aquel punto de la historia de España; con sus afirmaciones sin más fundamento que el ambiguo terreno de las notas a pie de página; con su acumulación de citas ajenas; con sus habituales «fuentes manuscritas completamente nuevas» descubiertas en archivos nunca visitados por español alguno, que tanto recuerdan las falsas exclusivas de los diarios sensacionalistas ingleses. Etcétera. En su último libro, Imperio, donde las palabras «nación española» aparecen entre comillas, dedica setecientas once páginas a afirmar que eso de que España conquistó el mundo es un cuento chino, que quienes hicieron el trabajo fueron subcontratas de italianos, belgas, holandeses, alemanes, negros e indios, y que los españoles –«los castellanos», matiza– se limitaron a poner el cazo. En materia cultural, quienes animaron América fueron los holandeses, y a la literatura del Siglo de Oro, cerrada e indolente, no la afectó para nada el humanismo italiano. También afirma que es dudoso que el español fuese la primera lengua de todo el imperio, que Nordlingen la ganaron los alemanes, San Quintín los valones, Lepanto los genoveses, y Tenochtitlán y Otumba los tlaxcaltecas. De postre, las relaciones históricas de los siglos XV, XVI y XVII son propaganda escrita por castellanos a sueldo, Nebrija compuso su gramática española para hacerle la pelota a Isabel la Católica, y Quevedo era, como todo el mundo sabe, un ultranacionalista y un facha. 

La última del caballero me honra personalmente. En un reciente artículo de prensa, sostiene que en España nadie, excepto un novelista llamado Benito Pérez Galdós y otro llamado Pérez-Reverte, ha escrito nada sobre la batalla de Trafalgar. Sólo esas dos novelas, dice Kamen, y ningún libro de Historia. «Habrá este año un buen libro académico sobre Trafalgar –dice–, pero se publicará fuera de España». Debería consultar el hispanista los clásicos de Ferrer de Couto, Marliani, Pelayo Alcalá Galiano, Conte Lacave y Lon Romero, por ejemplo. Y si los encuentra desfasados, puede completarlos con el Trafalgar de Cayuela y Pozuelo, Trafalgar y el mundo atlántico de Guimerá, Ramos y Butrón, Trafalgar de Víctor San Juan, Trafalgar de Agustín Rodríguez González, Los navíos de Trafalgar de Mejías Tavero, o la obra monumental, definitiva, La campaña de Trafalgar, del almirante González-Aller. Aparecidos todos antes de la publicación del artículo de Kamen. Mas lo que caiga. 

Para el notorio hispanista anglosajón, todo eso no existe. Y además le parece mal que unos aficionados como Pérez Galdós y el arriba firmante –marcando humildemente las distancias con don Benito, matizo yo– hayamos tocado el asunto. Trafalgar es cosa de historiadores, dice, y no de novelistas. De novelistas españoles, ojo. Pues no pone pegas a novelistas anglosajones como O’Brian, Forester, Alexander Kent o Dudley Pope, que –ellos sí–, rigurosos, veraces, pueden escribir cuanto quieran sobre heroicos marinos ingleses que luchan por su nación –esa la escribe Kamen sin comillas– y por la libertad del mundo frente a españoles cobardes, sucios y crueles a los que, encima, durante los abordajes, siempre les huele el aliento a ajo. A diferencia de las inglesas, tan objetivas siempre, Kamen apunta que en las novelas españolas «los buenos son españoles y malos todos los demás», lo que prueba que no se ha enterado de nada, ni con Galdós ni conmigo. De Cabo Trafalgar critica además «el insólito lenguaje», pero eso es lógico: hasta para un hispanista de campanillas, traducir «inglezehihoslagranputa» tiene su intríngulis. 

Así que una sugerencia: siga trincando, disfrute de la sangría y el jabugo, y no me toque los cojones. Don Henry. 

4 de septiembre de 2005 

domingo, 28 de agosto de 2005

Cemento, sol y chusma

Vaya por Dios. Los hoteles, los ayuntamientos, las consejerías correspondientes y los ministerios se preocupan porque el turismo popular de playa anda flojo. Como hay sobreoferta de plazas y la cosa está chunga, acaban de aprobar una aportación pública de muchos millones de mortadelos para darle cuartel al asunto mientras se buscan nuevos mercados en China y en India; que por lo visto son los únicos turistas que aún no han honrado nuestro litoral. Resumiendo: languidece el chollo. Pese a nuestros denodados esfuerzos, los españoles no logramos mantener el liderazgo del turismo chusma. Y es que la chusma es muy veleta, se cansa enseguida, busca sitios más baratos todavía, y es relevada por la infrachusma que, como el sabio, pasa recogiendo las hierbas que la otra arrojó. Pero al final, ni con eso. Ahora resulta que nuestra parafernalia turística se va poquito a poco a tomar por saco, pues quienes llegan a España de vacaciones tienen menos viruta que hace ocho o diez años. Que ya es poco tener. Los únicos turistas forrados que siguen viniendo en masa, por lo visto, son los de las mafias rusas, albanokosovares y de por ahí. Pero ni siquiera en el este de Europa hay gánsters suficientes para ocupar tanto piso playero y chalet adosado. 

Y es que la cosa tiene su mandanga. Después de destrozar la costa mediterránea y hacer con ella una pesadilla de cemento –enriqueciendo a mucho especulador, a mucho sinvergüenza y a mucho ayuntamiento–, después de construir miles de urbanizaciones y hoteles casi regalados para guiris con pocos céntimos en el bolsillo, después de reconvertirlo todo –ministros o consejeros autonómicos dirían apostar– para que el turismo popular, tiñalpa, bajuno, nutrido con botella de agua y hamburguesa, se sienta a sus anchas y traiga a sus parientes, amigos y conocidos a disfrutar del veraneo bonito y barato, resulta que ese turismo cutre, en el que estaban cifradas las esperanzas económicas nacionales, se siente tentado por otros destinos que ofrecen la misma cutrez a precios más irrisorios todavía. Quién lo hubiera sospechado. 

Y es que los turistas son unos ingratos, unos desconsiderados y unos marditos roedores. Para eso, se lamentan ayuntamientos, empresarios y agencias turísticas, hemos hecho tanto sacrificio, construido tanta urbanización que chupa luz del mismo enchufe, bebe agua del mismo grifo, defeca en el mismo colector frente a la misma playa. Para eso nos hemos cargado la ecología, el paisaje, la salubridad y la vergüenza. Así agradecen esos guiris que hayamos democratizado el turismo litoral, y que España sea el non plus ultra en materia de paradisiacas vacaciones populares a bajo precio. Que hayamos reconvertido, sin complejos, cada restaurante en merendero de sangría y paella infame, cada tienda en chiringuito callejero de bocatas y agua embotellada, a cada individuo en camarero o tendero que traga lo que le echen, a cada guindilla municipal en asesor de turismo con bicicleta, chichonera y calzón corto. Así agradecen el esfuerzo cultural de las fiestas de espuma, los pases de modelos topless, la música pumba-pumba en la calle hasta las tantas de la madrugada. Así devuelven la gentileza de que a cualquiera se le permita entrar sin camiseta, en chanclas y calzoncillos, donde le salga de los cojones, o que se pueda orinar y vomitar cerveza en cualquier esquina con la mayor impunidad del mundo. Así agradecen que, exprimidas las vacas andaluza y levantina, con adosados hasta en los cuernos, le hayamos echado ahora el ojo al cabo de Gata y a la costa murciana desde Águilas al cabo de Palos, donde constructores y políticos –cogiditos de la mano– se relamen de gusto, pues el Estado federal verbenero que nos ocupa tiende a inhibirse y liberalizar la cosa, y los espacios naturales protegidos lo son cada vez menos; en aras, por supuesto, de la España descentralizada, el bien común y el desarrollo del cebollo. 

Pero ya ven. Todo ese esfuerzo desinteresado y ese buen rollito nos lo agradecen los guiris yéndose ahora, por dos duros, al Caribe o a Croacia con su mochila. Hay que ser malaje. Menos mal que guardamos una carta en la manga; una baza infalible para atraer, ahora sí, el turismo de élite, el de verdad. El millonetis. Me refiero a los ciento sesenta campos de golf abiertos en los últimos cinco años y a los ciento cincuenta que esperan turno, y que caerán tan seguro como yo me quedé sin abuela. Ahora que nos sobra el agua. 

28 de agosto de 2005