Lo bueno que tienen los bicentenarios es que van en ambas direcciones, como la Historia. Y todos tenemos motivos para descorchar botellas o agachar las orejas. Pensaba en eso con lo de Trafalgar, mientras a los súbditos de Su Graciosa les rebosaba la arrogancia y el chundarata con la espuma de cerveza. No creo, pensé observándolos, que celebren con ese entusiasmo y esa chulería el próximo aniversario que les toca, el año que viene, cuando se cumplan dos siglos desde el comienzo de las fracasadas invasiones inglesas en el Río de la Plata. Con tanto sobarse la gloria de la Invencible a Trafalgar y de ahí a las Malvinas, los futuros súbditos del Orejas siempre pasan de puntillas por encima de las estibas contundentes que, por ejemplo, les dieron Navarro en Tolon, Blas de Lezo en Cartagena de Indias, o los canarios al invicto Nelson –dejándolo manco– en Tenerife. Por eso dudo que monten parada naval o desfiles con fanfarria patriotera dentro de unos meses, cuando se cumplan doscientos años desde el comienzo de su maniobra para arrebatar a España las colonias en América del Sur. Y como sólo tienen memoria para lo que les interesa, conviene refrescársela. Incluyendo, por ejemplo, una cita del propio Times, que en su momento calificó la cosa –una vez fracasada, claro, y tras aplaudirla antes– como «una empresa sucia y sórdida, concebida y ejecutada con un espíritu de avaricia y pillaje sin paralelos».
El asunto empezó cuando, crecida por lo de Trafalgar, Inglaterra invadió Buenos Aires, en junio de 1806, con mil seiscientos soldados bajo el mando del general Beresford. Como de costumbre, el motivo era altruista y filantrópico que te rilas: devolver la libertad a los pueblos oprimidos por la malvada España, y de paso –pequeño detalle sin importancia– conseguir materias primas y consolidar mercados para el comercio inglés donde hasta entonces sólo podía penetrar mediante el contrabando. Para facilitar esa angelical liberación de los oprimidos, lo primero que hicieron los británicos fue proclamar allí la libertad de comercio – sólo con Inglaterra, por supuesto–, enviar a Londres el tesoro local bonaerense –millón y pico de pesos en oro–, y establecerse militarmente en la zona sin hablar ya de independencia para el virreinato. Al contrario: ante el consejo de ministros, el rey Jorge III declaró «conquistada la ciudad de Buenos Aires». Pero el gorrino salió mal capado: bajo el mando de Santiago de Liniers, españoles y criollos recobraron la ciudad, dándoles a los rubios las suyas y las de un bombero. Con ciento cincuenta bajas, hecho polvo, Beresford tuvo que rendir sus tropas y constituirse prisionero –luego se fugó, faltando a su palabra–, y del episodio quedó un bonito cuadro, poco exhibido en Inglaterra, donde se le ve con la cabeza gacha, entregando el sable a los españoles.
El segundo episodio empezó en enero de 1807. Con veinte barcos y 12.000 soldados, los generales Withelocke, Crawford y Gower volvieron a la carga, tomaron Montevideo –en el acto se establecieron allí enjambres de comerciantes británicos dispuestos a liberar a los oprimidos un poco más– y en junio los ingleses atacaron Buenos Aires por segunda vez. Ahora tampoco hablaban ya de dar libertad e independencia a nadie. Y echaron carne dura al asador: 8.000 soldados veteranos avanzaron por las calles de la ciudad; pero los frenó la gente, peleando casa por casa. «Todos eran enemigos –escribiría el coronel inglés Duff–, todos armados, desde el hijo de la vieja España al esclavo negro.» El ataque decisivo del 3 de julio se estrelló contra la resistencia urbana organizada por Liniers: las tres columnas inglesas que pretendían alcanzar el centro de Buenos Aires, pese a que avanzaron imperturbables dejando un rastro de muertos y heridos, tuvieron que retroceder y atrincherarse, acribilladas a tiros y pedradas desde las ventanas y azoteas de las casas. Resumiendo: recibieron las del pulpo. Luego los porteños, con ganas de cobrarse las molestias, contraatacaron a la bayoneta hasta que «por los caños corrió la sangre». Con casi tres mil fulanos muertos y heridos, los malos tuvieron que rendirse, evacuar Montevideo y regresar a Inglaterra con el rabo entre las piernas. «Jamás creí –escribiría después el general Gower– que los rioplatenses fueran tan implacablemente hostiles.»
Así que ya ven. Este año tocó Trafalgar. Vale. Pero en el 2006 y el 2007 toca Buenos Aires. No se puede ganar siempre.
23 de octubre de 2005
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