domingo, 28 de octubre de 2018

Los chicos de los tanques

Las imágenes me llevan atrás en el tiempo, primavera de 1974, cuando España miraba hacia Portugal retenido el aliento, con un escalofrío de admiración y esperanza. Os rapazes dos tanques, se titula el libro de fotografías: los chicos de los tanques. Fotos bellísimas, rostros de jóvenes capitanes, oficiales y soldados que ese 25 de abril, decididos y silenciosos («Quien quiera venir conmigo, vamos a Lisboa y acabemos con esto», dijo el capitán Fernando Salgueiro Maya) salieron de sus cuarteles para derrocar la dictadura y consiguieron, sin sangre, la rendición del gobierno de Marcelo Caetano. Ayer por la mañana compré el libro en el Chiado; y por la noche, cenando con Manuel Valente en un restaurante del Barrio Alto –Manuel, viejo amigo, fue mi primer editor en Portugal–, lo comenté con él. Qué formidable galería de imágenes, le dije, todos aquellos rostros casi de muchachos, lo que fueron y lo que hoy son. Qué lección de patriotismo, de orgullo y de coraje. Manuel estuvo de acuerdo, y me contó que precisamente fue él quien hace cuatro años editó ese libro. Después, mientras seguíamos cenando, comentamos con melancolía los resultados de aquella revolución de los claveles. Todas las esperanzas desatadas y cómo se fue diluyendo todo cuando los políticos entraron en escena, pusieron a un lado a los jóvenes que se la habían jugado y se hicieron dueños del nuevo paisaje, hasta el punto de que algunos de los capitanes de abril, como Otelo Saraiva de Carvalho, cerebro del golpe militar, terminaron en la cárcel. 

Esta mañana, dando otra vuelta por mis librerías habituales de la ciudad –siguen abiertas casi todas, lo que en estos tiempos es un milagro–, he vuelto a pensar en aquellos jóvenes de abril. En sus rostros, su juventud y su hazaña. En la canción Grándola vila morena sonando en la radio esa madrugada, como señal convenida para actuar, y en los soldados y sus vehículos abandonando sus cuarteles bajo la luz incierta del amanecer. En los blindados del capitán Salgueiro Maya rodeando el cuartel donde se refugió el gobierno, en las guarniciones de todo el país sumándose una tras otra a la revolución, en la gente que al llegar el día se echó a la calle para apoyar y aplaudir a aquellos muchachos encaramados en los tanques y apostados en las esquinas. En lo guapos y serenos que en las fotos se les ve a todos. En Celeste Caeiro, la camarera que volvía a su casa con un manojo de flores sobrantes de una cena y que, al no tener un cigarrillo que darle al soldado muerto de frío que se lo pedía desde un tanque, le dio un clavel. Y ese soldado, al ponerlo en el cañón del fusil y ser imitado por sus compañeros, corriéndose el gesto por toda la ciudad, creó sin pretenderlo el símbolo de lo que se llamaría Revolución de los Claveles. 

He pensado en todo eso, como digo, mientras paseaba por Lisboa. Y al observar las hordas de visitantes que en los últimos tiempos inundan esta ciudad puesta de moda por los operadores turísticos, caigo en la cuenta de que nada hay en las calles que recuerde a aquellos jóvenes soldados y cuanto hicieron posible. Aunque el nombre del 25 de Abril está muy presente en la ciudad, nada recuerda a sus verdaderos protagonistas. Que yo sepa, sólo hay una película –que me parece mediocre– de María de Medeiros, con el hermoso título Capitanes de abril, y un monumento levantado junto al cuartel de Santarem en memoria del capitán de caballería Salgueiro Maya, con una estatua de éste junto a un blindado de los que salieron de allí para empezar la jornada. Pero no tengo constancia de que en Lisboa haya nada espectacular que recuerde aquello. Ningún monumento, ningún espacio dedicado a ese día. Nada que mostrar al mundo con legítimo orgullo. Nada de nada. Y pensando en eso, y en el capitán Salgueiro Maya, que se negó a ocupar cargos políticos y murió de cáncer a los 47 años, valiente y honrado como había vivido, caigo en la cuenta de lo iguales que somos portugueses y españoles en lo de marginar héroes y darlo todo a la desidia y el olvido. Qué gran ocasión perdida, en esa Lisboa que ahora se remoza y embellece para acoger a millares de visitantes diarios, la ausencia de un Museo de la Revolución, o tan siquiera de una plaza dedicada a esos chicos que hoy son sexagenarios. Es como si aquellos muchachos incomodaran. Como si los políticos portugueses, incapaces de reconocer su deuda con ellos, necesitaran borrar el recuerdo. Imagino sus escalofríos al suponer a los turistas fotografiándose ante un monumento con un carro blindado M-47, sobre la inscripción También los tanques pueden traer la libertad

28 de octubre de 2018

domingo, 21 de octubre de 2018

La tierra de nadie

Ocurrió en 1938, en plena Guerra civil. El abuelete que me contó la historia murió hace once años. Digamos, por decir algo, que se llamaba Juan Arascués. Era bueno contando: breve, conciso, seco, sin adornos. Un hombre honrado con poca imaginación, pero que sabía mirar. Y recordar. Era uno de esos aragoneses pequeños y duros, de montaña y pueblo. Era de Sabiñánigo, o de un pueblo de allí cerca, donde el viento y el frío cortaban el resuello. Había trabajado desde los doce años en el campo, con sus hermanos, más tarde en una fábrica de Barcelona, y luego había vuelto al campo. Cuando estrechaba tu mano, te raspaba. Tenía las palmas tan encallecidas que podía tener en ellas, decía riéndose, un trozo de carbón encendido sin que le doliera. 

Yo preparaba una novela que luego no escribí, y charlé con él varias veces. Y un día, al hilo de no sé qué, salió el asunto: la Guerra Civil. La había hecho muy joven, con los nacionales; porque, dijo, fueron los primeros que llegaron a su pueblo. «Si no hubieran sido ésos –contaba–, habrían sido los otros, como le pasó a mi hermano mayor». El hermano, en efecto, estaba en Barbastro, o en Monzón, un sitio de por allí, y fue reclutado por los republicanos sin que se volviera a saber de él. A Juan le dieron un máuser y una manta y lo mandaron al frente. Primero combatió a lo largo de la línea de ferrocarril de Belchite y luego en un sitio llamado Leciñena, del que se acordaba muy bien porque su compañía perdió mucha gente y él se llevó un rebote de bala en un muslo que se le infectó y lo tuvo tres semanas viviendo como un cura –fueron sus palabras exactas– en la retaguardia. 

Acabó en las trincheras de Huesca, donde apenas llegado cumplió diecinueve años. El frente se había estabilizado por esa parte, la ciudad se mantenía en manos de los nacionales, y los fuertes ataques republicanos para intentar aislarla, muy duros al principio, fueron reduciéndose en intensidad. Juan recordaba un ataque de las brigadas internacionales; un duro combate tras el que se fusiló a varios prisioneros rojos «porque eran extranjeros y nadie les había dado vela en nuestro entierro». Después de eso, su sector se mantuvo estable hasta casi el final de la guerra. Era una guerra de posiciones, de trincheras, con el enemigo tan cerca que los contendientes podían hablarse. En los ratos de calma, que no eran pocos, se gritaban insultos, se leían los periódicos de uno y otro lado, y a veces, con altavoces, ponían música, cantaban jotas, coplas y cosas así. También intercambiaban noticias de sus respectivos pueblos, pues a cada lado había soldados que eran paisanos y hasta vecinos. Más de una vez, contaba Juan, dejaron, en un sitio determinado de la tierra de nadie, tabaco, librillos de papel de fumar y latas de conservas que se pasaban entre ellos. 

Una mañana, apoyado en los sacos terreros con la culata del fusil en la cara, Juan oyó preguntar desde el otro lado si había allí alguien de su pueblo. Gritó que sí y preguntaron el nombre. Lo dijo, hubo un silencio y al cabo una voz emocionada respondió: «Juanito, soy Pepe, tu hermano». Entre lágrimas, y también entre el silencio respetuoso de los compañeros, los dos cambiaron noticias de ellos y de la familia. Los soldados lo miraban incómodos, contaba. Como avergonzados de estar allí con fusiles. Al día siguiente, tras pensarlo toda la noche, Juan fue en compañía de un sargento a ver a su capitán y le pidió permiso para ver al hermano. Excepto algún paqueo de rutina, el frente estaba tranquilo. Ya se habían encontrado otras veces rojos y nacionales en la tierra de nadie. Sólo pedía diez minutos. «Júrame que no vas a pasarte», le dijo el jefe. Y Juan sacó la crucecita de plata que llevaba en el pecho y la besó. «Se lo juro por esto, mi capitán». 

Se vieron dos días más tarde, tras ponerse de acuerdo de trinchera a trinchera. Juan salió de la suya con los brazos en alto. Nadie disparó. Anduvo unos treinta metros y, junto al muro derruido de una casa, llorando a lágrima viva, se abrazó con su hermano. Hablaron durante diez minutos, fumaron juntos y volvieron a llorar al despedirse. Tardarían siete años en volver a verse. Y cuando Juan regresó a su trinchera, los compañeros sonreían y le daban palmaditas en la espalda. Aquel día, nadie disparó ni un solo tiro. «Era buena gente», me contaba Juan, entornados por el humo de un cigarrillo los ojos que se humedecían al recordar. «Los de uno y otro lado, hablo en serio. Estaban allí con sus fusiles en una y otra trinchera, brutos como ellos solos, sucios, egoístas, crueles como te hace la guerra… Pero de verdad eran buenos hombres». 

21 de octubre de 2018

domingo, 14 de octubre de 2018

Una conversación

Desde la ventana, más allá de palmeras y buganvillas, podía verse la bahía des Anges y la ciudad de Niza. Esos días me daban un premio imposible de rechazar, pues lo habían tenido Lawrence Durrell, Oriana Fallaci y Patrick Leigh Fermor. Así que me sentía satisfecho de estar allí, con algunos amigos que venían desde París. Los organizadores me alojaban en una hermosa residencia en la carretera de Villefranche. Esa noche había cena medio formal, y tras una mañana de entrevistas y conversaciones me había tumbado a dormir un rato. Ahora estaba despierto, y tras una ducha me puse una camisa blanca sin corbata, un traje gris oscuro y unos zapatos negros. Pasarían a buscarme en una hora, y anochecía. Decidí bajar a esperar en la terraza, que era muy agradable. Y al llegar al pie de las escaleras, la vi otra vez a ella. 

Era la sexagenaria –casi septuagenaria, creo– más guapa que he visto en mi vida. Imaginen a Romy Schneider más alta y elegante, habiendo sobrevivido razonablemente a los estragos de la vida. Tenía unos ojos claros que las minúsculas arrugas en torno embellecían, y llevaba el cabello recogido tras la nuca, descubriendo el cuello con un sencillo collar de perlas. Vestía de negro, bolero y pantalones holgados sobre zapatos de tacón alto. Era la encargada de gestionar la residencia, una especie de directora. La casa había pertenecido a su marido y ahora era de no sé qué entidad. Viuda desde hacía años, la habían puesto al frente. Se encargaba de que todo estuviera en orden y de recibir a los visitantes. 

El día anterior me había recibido a mí. Era el único huésped. Cuando llegué esperaba en la puerta, correcta y educadísima, y me había enseñado la residencia antes de ir a la escalera que conducía a mi habitación. Para los que fuimos criados en otro tiempo, hay dos maneras deliberadas de subir escaleras estrechas con una mujer. En Francia el hombre suele ir delante, por no tener a la vista lo que podría ser incorrecto tener. En España el hombre suele ir detrás, por si la señora tropieza en los peldaños. Por eso al llegar a la escalera me detuve instintivamente, y ella lo hizo también. Nos miramos indecisos; y entonces, con una sonrisa que habría fundido el hielo de todas las cocteleras de la Costa Azul, con toda la coquetería depurada en una larga vida de elegancia y belleza, subió delante de mí, permitiéndome admirar un espectáculo que, pese a su edad, seguía siendo fascinante. 

Cuando bajé era de noche y ella estaba al pie de la escalera, puntillosa y cortés. Dije que esperaría el automóvil en la terraza, y se ofreció a hacerme compañía mientras tanto. Vagamente incómodo le rogué que no se molestara por mí, que esperaría solo; pero se empeñó en sentarse a mi lado. Me intimidaba un poco, tan mayor y tan bella. Tan atractiva. Habló de la residencia, de su difunto marido, de su infancia cerca de allí, de Somerset Maugham, al que había conocido siendo jovencita. Tenía una voz educada y dulce, muy francesa, y eso daba un encanto especial a la penumbra de la terraza, con los grillos cantando en el jardín. Me ofreció un cigarrillo y fue la única vez que estuve a punto de fumar en veinte años. Poco a poco fuimos hablando de cosas más personales y complejas. Dejé de estar intimidado. 

En un momento determinado, al hilo de un comentario suyo, formulé la pregunta: «¿Qué pasa con la belleza?», quise saber. No me refería en concreto a su belleza, que seguía siendo extrema, sino a la belleza en general. Al patrimonio exclusivo de cierta edad ya remota, que seguía administrando con sabio esmero. Dije sólo eso, porque realmente me interesaba la respuesta y porque un novelista es un cazador de respuestas, y ella se quedó callada un instante y la brasa de su cigarrillo brilló dos veces antes de que respondiera. «Sólo hay una forma de soportar la demolición –dijo al fin–. Recordar lo que has sido y guardar las formas de acuerdo con tu memoria y con tu edad. No declararte nunca vencida ante el espejo, sino sonreírle, siempre desdeñosa. Siempre superior». Lo dijo y se quedó callada escuchando los sonidos de la noche. «Supongo –comenté al cabo de un momento– que para eso son necesarios valor, inteligencia y mucho aplomo». Ella siguió fumando en silencio. Mirábamos la luna sobre el mar, los reflejos de luces de Niza en la bahía. Y entonces, un poco después, como si hubiera recordado de pronto mi pregunta olvidada, dijo: «Se trata de no dejarse ir. De convertir las maneras en una regla moral». Y encendió otro cigarrillo, iluminada por los faros del automóvil que venía a buscarme haciendo crujir la gravilla frente a la terraza. 

14 de octubre de 2018

domingo, 7 de octubre de 2018

Malditos honderos baleares

Empieza a no quedar espacio libre en España para tanto fulano resuelto a sentenciar conflictos lejanos, que a menudo no conoce sino de oídas. Aburre tanta lanzada a moro muerto; tanta memoria histórica buena o mala según quién la maneje. Y así, desde hace rato, cualquier político con menos lecturas que el ciego del Lazarillo, cualquier tuitero ágrafo, cualquier oportunista en busca de sus treinta segundos sobre Tokio, trincan un personaje histórico y lo revisan por su cuenta, masacrándolo sin complejos. Aplicando todos los clichés políticamente correctos del confuso tiempo en que vivimos. 

Ahora le ha tocado al general Valeriano Weyler, capitán general de Cuba entre 1896 y 1897, durante la guerra de independencia de la isla. Y como Weyler era mallorquín, ha sido allí donde el parlamento local acaba de aprobar una moción poniéndolo de genocida para arriba por haber «llevado al exterminio a un tercio de la población cubana». Y bueno. Como sabe cualquier lector de historia, Weyler no era, estamos de acuerdo, un mantequitas blandas ni un moñas; era un militar de ideas liberales fiel a la legalidad e implacable en su oficio. Un disciplinado hijo de la gran puta. Un tipo duro que, para combatir al insurgente Maceo, creó zonas de concentración donde millares de campesinos murieron por enfermedad y hambre. Esa es la verdad; pero de ahí a decir que se cargó a más de 780.000 personas –en 1899 el censo en la isla era de 1.572.797 almas– hay un abismo. Y sobre todo, media más de un siglo; y media, también, una manera diferente a la nuestra, a la actual, de entender la guerra, la humanidad, la vida y la muerte. 

Asombra –aunque ya no tanto, o casi nada– la disposición de los españoles, o como nos llamemos ahora, a destrozar lo que se nos pone cerca. A darnos tiros en el pie. En cuanto hay una rendija, por ahí nos lanzamos con entusiasmo. La historia de cualquier país del mundo, desde los tiempos remotos, contiene miles de oportunidades; pero en ninguna parte, comprueba quien haya viajado o leído un poco, la demolición se lleva a cabo con el tesón que ponemos nosotros. Como escribí alguna vez, utilizar la mirada del presente para juzgar sólo desde aquí los hechos del pasado es un error que impide la comprensión y el conocimiento. Pero es lo que hay, lo que nos gusta. Si Hernán Cortés resucitase para dar una conferencia titulada, por ejemplo, Así lo hice, no lo dejaríamos hablar. Ni siquiera entrar en el recinto. Una manifestación se lo impediría llamándolo imperialista, genocida, xenófobo, misógino y fascista. Por lo que, naturalmente, nos quedaríamos sin saber cómo lo hizo. De qué modo él y unas pocas docenas de españoles ambiciosos, desesperados, crueles y valientes, sin más recursos que sus espadas, su hambre y sus agallas, cambiaron la historia del mundo. 

Y claro. Si nos ponemos a ello, calculen ustedes la Iteuve que puede hacérsele a la historia de España en particular y a la de la Humanidad en general, desde el Génesis hasta la fecha. La de mociones parlamentarias que pueden menearse mirando atrás y cuanto más lejos mejor. La de titulares de periódicos y noticias de telediario posibles. Lo bien que se lo pasarían nuestros políticos –y políticas– desempolvando genocidios, masacres y otras vorágines de antaño. A ver qué pasa con las guerras de Marruecos, por ejemplo. Con el saco de Roma. Con los almogávares despachando griegos en la otra punta. Con la inexplicable misoginia de la Reconquista, donde se invisibilizó a las numerosas mujeres guerreras de la época. Con los honderos baleares –esos también eran de Mallorca, como Weyler– que invadieron Italia con Aníbal, matando y violando a troche y moche. Con los violentos de género de Numancia, que liquidaron a sus mujeres y niños para que no cayeran en manos de los romanos. Etcétera. Y luego, cuando se agote la materia nacional para mociones de palpitante actualidad, siempre podemos continuar con la extranjera, que por ahí fuera la aprovechan poco: el genocidio italiano en Libia y Abisinia, el de Stalin en la URSS, el de Norteamérica contra los indios, el de los negros exterminados en el África alemana o en el Congo belga, el que liaron los turcos en Esmirna o incluso en Bizancio, el de los cruzados en Jerusalén, el de los aqueos en Troya, el de los primogénitos egipcios escabechados por Josué, el de los elegetebés churrasqueados en Sodoma y Gomorra… Asuntos no van a faltar, así que idiotas y oportunistas están de enhorabuena. Raro es el país y raro es el día, el año, el siglo, en que no se cumple el aniversario de alguna barbaridad. 

7 de octubre de 2018