Pues no me da la gana. Siento comunicar a quien corresponda que, por mucho beneplácito oficial y mucha agua bendita que medie en el asunto, pienso seguir escribiendo La Coruña como me salga de los cojones. O sea, La Coruña con el artículo determinado la, que es como se escriben los artículos determinados femeninos de singular en castellano, o español, que es la lengua en la que habitualmente me expreso y escribo. Y eso, se pongan en la postura que se pongan, activa o pasiva, los reales palanganeros de la Academia, a quienes no sé cómo no se les cae la ilustrísima cara de vergüenza. Por supuesto, al escribir La Coruña lo haré con el máximo respeto a quien habla y escribe otras lenguas -posiblemente más hermosas, pero que me son menos familiares-, y cuando hable en gallego diré sin reparo alguno A Coruña, del mismo modo que cuando hablo en italiano digo Milano, y no Milán, y cuando hablo en flamenco -que eso, la verdad, lo hablo más bien poco- digo Antwerpen y no digo Amberes.
A veces me pregunto si en este país somos conscientes de la cantidad de gilipolleces con que perdemos el tiempo cada día, y de lo estúpido que resulta ese afán, por parte de unos, de afirmar lo obvio sin miedo a caer en el esperpento y el ridículo, y de otros por no ser considerados, bajo ningún concepto, social o políticamente incorrectos, o sea, menos liberales, menos demócratas, menos tolerantes, menos tal y cual que el vecino. Y de ese modo, la alianza del se van a enterar, por una parte, con el no vayan a creer que yo, por la otra, nos tiene a todos metidos hasta el cuello en un continuo más difícil todavía que deja por los suelos el sentido común y la decencia.
Hemos llegado a un punto en el que, por ejemplo, pocos periodistas de parla castellana se atreven a conectar con un corresponsal periférico sin matizar: «Y ahora vamos a ver qué tiempo hace en Euzkadi, egunon, Fulanito» por si las palabras País Vasco y Buenos Días suenan poco correctas y alguien lo acusa de españolista e intolerante (a lo que Fulanito, desde el otro lado del hilo, responde «egunon» o lo añade espontáneamente, por la cuenta que le trae). En las vigentes normas de estilo del periodismo y la política, San Sebastián debe ser siempre Donosti, a Lérida no podemos referimos sino como Lleida, y si uno pronuncia o escribe Gerona en lugar de Girona o prescinde de los títulos «president» o «lehendakari» en vez de sus naturales equivalentes en lengua castellana, va literalmente de culo. Y no me vengan con que el asunto surge de forma espontánea y así, dicharachera y campechana, porque todavía recuerdo bien cuando, hace ya diez o doce años, en los telediarios recibíamos órdenes expresas para decir siempre «Generalitat» y «Barcelona, bona nit», a fin de que en Cataluña vieran que TVE también era más demócrata que la hostia.
Así que me niego a sumarme a esa banda de capullos. Tómenlo como quieran, y quien no lo comprenda que se vaya a hacer puñetas. Esto no supone desprecio a otras lenguas, sino respeto a la mía, con la que además, tecla a tecla, me gano la vida. Y cuando un imbécil, hablando en castellano, dice «ahora conectamos con Torino», o con Alacant, o acepta la alteración de la L en un artículo determinado -sin creer en ello, que es lo más grave, sino sólo por demagogia barata y por qué no vayan a pensar que no es tolerante y no es san Apapucio bendito-, esa lengua castellana, o española, que es mi medio de expresión y de comunicación, mi vehículo de cultura y mi orgullo histórico, se ve tan agredida como antaño —que ahora ya no- lo estuvieron otras lenguas minoritarias, tan respetables por cierto como ella. Así que lo siento, pero no lo trago. Bastante hay ya con la contaminación del inglés, la jerga informática y la pobreza expresiva a que nos están condenando ya no una, sino varias generaciones de políticos desaprensivos y analfabetos, de académicos pichafrías y de mangantes aficionados a subirse a los trenes baratos.
Hubo un guiri nacido en Flandes, un tal Carlos Quinto, emperador de España y de Alemania, que hallándose una vez en Roma ante el papa, y recriminado por un embajador al oírlo dirigirse al pontífice en español -aunque hablaba el latín, el italiano, el alemán y el flamenco respondió: «No espere de mi otras palabras que de mi lengua española, que es tan noble que merece ser sabida y entendida de toda la gente cristiana».
Pues eso.
27 de julio de 1997
A veces me pregunto si en este país somos conscientes de la cantidad de gilipolleces con que perdemos el tiempo cada día, y de lo estúpido que resulta ese afán, por parte de unos, de afirmar lo obvio sin miedo a caer en el esperpento y el ridículo, y de otros por no ser considerados, bajo ningún concepto, social o políticamente incorrectos, o sea, menos liberales, menos demócratas, menos tolerantes, menos tal y cual que el vecino. Y de ese modo, la alianza del se van a enterar, por una parte, con el no vayan a creer que yo, por la otra, nos tiene a todos metidos hasta el cuello en un continuo más difícil todavía que deja por los suelos el sentido común y la decencia.
Hemos llegado a un punto en el que, por ejemplo, pocos periodistas de parla castellana se atreven a conectar con un corresponsal periférico sin matizar: «Y ahora vamos a ver qué tiempo hace en Euzkadi, egunon, Fulanito» por si las palabras País Vasco y Buenos Días suenan poco correctas y alguien lo acusa de españolista e intolerante (a lo que Fulanito, desde el otro lado del hilo, responde «egunon» o lo añade espontáneamente, por la cuenta que le trae). En las vigentes normas de estilo del periodismo y la política, San Sebastián debe ser siempre Donosti, a Lérida no podemos referimos sino como Lleida, y si uno pronuncia o escribe Gerona en lugar de Girona o prescinde de los títulos «president» o «lehendakari» en vez de sus naturales equivalentes en lengua castellana, va literalmente de culo. Y no me vengan con que el asunto surge de forma espontánea y así, dicharachera y campechana, porque todavía recuerdo bien cuando, hace ya diez o doce años, en los telediarios recibíamos órdenes expresas para decir siempre «Generalitat» y «Barcelona, bona nit», a fin de que en Cataluña vieran que TVE también era más demócrata que la hostia.
Así que me niego a sumarme a esa banda de capullos. Tómenlo como quieran, y quien no lo comprenda que se vaya a hacer puñetas. Esto no supone desprecio a otras lenguas, sino respeto a la mía, con la que además, tecla a tecla, me gano la vida. Y cuando un imbécil, hablando en castellano, dice «ahora conectamos con Torino», o con Alacant, o acepta la alteración de la L en un artículo determinado -sin creer en ello, que es lo más grave, sino sólo por demagogia barata y por qué no vayan a pensar que no es tolerante y no es san Apapucio bendito-, esa lengua castellana, o española, que es mi medio de expresión y de comunicación, mi vehículo de cultura y mi orgullo histórico, se ve tan agredida como antaño —que ahora ya no- lo estuvieron otras lenguas minoritarias, tan respetables por cierto como ella. Así que lo siento, pero no lo trago. Bastante hay ya con la contaminación del inglés, la jerga informática y la pobreza expresiva a que nos están condenando ya no una, sino varias generaciones de políticos desaprensivos y analfabetos, de académicos pichafrías y de mangantes aficionados a subirse a los trenes baratos.
Hubo un guiri nacido en Flandes, un tal Carlos Quinto, emperador de España y de Alemania, que hallándose una vez en Roma ante el papa, y recriminado por un embajador al oírlo dirigirse al pontífice en español -aunque hablaba el latín, el italiano, el alemán y el flamenco respondió: «No espere de mi otras palabras que de mi lengua española, que es tan noble que merece ser sabida y entendida de toda la gente cristiana».
Pues eso.
27 de julio de 1997