Hay quien se va a un monasterio del Tíbet o se apunta a un curso de recuperación del Yo con un psicólogo argentino. La terapia del que suscribe consiste, de vez en cuando, en encerrarse en casa un fin de semana con el vídeo y buena provisión de películas españolas de mediados de siglo, o sea, los años cincuenta hasta el sesenta y pocos, más o menos. La frontera suele trazarla la aparición del color en el cine de la época, pues la España que busco encaja más con el sobrio blanco y negro. Hace un par de días me administré un tratamiento intensivo: Historias de la radio, Plácido, Los económicamente débiles y El tigre de Chamberí.
Aquel cine, salvo raras excepciones -Plácido y algunas otras-, no era del todo real. Se inventaba una España inexistente y mojigata donde triunfaban las virtudes del trabajo, la sumisión a la autoridad, la familia, el municipio y el sindicato; donde los ladrones se volvían honrados, los novios se casaban por la iglesia, los huerfanitos encontraban una monja buena y los pecadores iban al cielo en el último minuto, como el Tenorio. Aquellas películas mentían igual que siempre mienten el cine, la sonrisa de los políticos y la letra de los boleros. Y ocultaban, bajo sus historias con final feliz, una realidad más oscura: la España de los sinvergüenzas y los mercachifles triunfando sobre la otra de alpargata y pobreza: la de los eternos vencidos con o sin guerras civiles. La España de quienes cada mañana se levantaban a partirse el lomo para llegar a fin de mes y ponerles por Reyes unos juguetes a los críos; dispuestos a encajar, resignados, una nueva humillación y una nueva derrota, en esta tierra ingrata en la que Dios, como dijo aquél, nos dejó el hambre y se llevó el pan.
Sin embargo, aunque esa España de celuloide rancio fuese ficticia, sus protagonistas no lo eran. Aquellos españolitos peinados hacia atrás y vistiendo camisa blanca demasiado ancha, el cura o el boxeador encarnados por José Luis Ozores, el golfo chuleta Tony Leblanc, el pobre repartidor Cassen, los vividores José Luis López Vázquez o Manolo Gómez Bur, la dulce Gracita Morales, sí eran reales; existían de verdad. Cierto es que la censura encorsetaba las historias, pero no pudo hacer lo mismo con los personajes. Su picaresca, sus sueños, vocabulario y talante sí eran auténticos, como lo eran la amistad, la ternura, el humor o la tristeza, la desesperanza del pobre diablo que intentaba salir adelante, sobrevivir.
Eran simples y entrañables aquellos españoles de a pie, trabajadores de sol a sol siempre acogotados por la autoridad competente; desgraciados buscándose la vida, endomingados para el fútbol o los toros, soñando con el billete de veinte duros que les permitiera deslumbrar a la novia, pagar una letra, comprar una muñeca de cartón o una bicicleta.
Aquel cine ocultó y manipuló muchas cosas, pero tengo la sospecha de que en alguna forma nos hacía mejores como individuos. Alentaba en sus personajes, hasta en los más golfos, un fondo de honradez y bondad. Había curas paternales, comisarios honestos, guardias civiles comprensivos, vecinos solidarios, usureros que descubrían tener buen corazón. Había más piedad hacia los semejantes, solidaridad en el dolor o la desgracia; y eso no siempre era fruto del guión, sino que estaba en los actores, en los personajes, porque también estaba en la calle. Aquellos infelices ingenuos que hoy, al verlos en el vídeo, nos arrancan una sonrisa de desdén o ternura, eran quizá mucho mejores de lo que somos ahora nosotros. Porque tenían corazón y tenían alma.
También el público era mejor, porque en realidad estaba compuesto por los mismos personajes que desfilaban por la pantalla, y en ellos se reconocía. O lo que es más importante, deseaba reconocerse. Ese público lloraba la desgracia y reía con las risas, y aplaudía el triunfo de la bondad y el fracaso del mal. Algo que en este tiempo de adultos lúcidos, de gente mayor de vuelta de todo, ya ni siquiera hacen esos monstruos resabiados que en España disfrazamos de yanquis de telecomedia y seguimos llamando niños.
Ésa es mi deuda con aquellos viejos actores que encarnaron, a menudo sin proponérselo, la vida cotidiana, los sueños y las esperanzas de la generación de mis padres y mis abuelos. Gracias a ellos puedo percibir todavía lo más entrañable que hubo en ellos y en aquel mundo suyo que, con lo bueno y lo malo, desapareció para siempre. Llevándose con él una España sombría, en blanco y negro; pero también hermosas palabras que hoy nadie pronuncia porque carecen de sentido.
27 de febrero de 1994
Aquel cine, salvo raras excepciones -Plácido y algunas otras-, no era del todo real. Se inventaba una España inexistente y mojigata donde triunfaban las virtudes del trabajo, la sumisión a la autoridad, la familia, el municipio y el sindicato; donde los ladrones se volvían honrados, los novios se casaban por la iglesia, los huerfanitos encontraban una monja buena y los pecadores iban al cielo en el último minuto, como el Tenorio. Aquellas películas mentían igual que siempre mienten el cine, la sonrisa de los políticos y la letra de los boleros. Y ocultaban, bajo sus historias con final feliz, una realidad más oscura: la España de los sinvergüenzas y los mercachifles triunfando sobre la otra de alpargata y pobreza: la de los eternos vencidos con o sin guerras civiles. La España de quienes cada mañana se levantaban a partirse el lomo para llegar a fin de mes y ponerles por Reyes unos juguetes a los críos; dispuestos a encajar, resignados, una nueva humillación y una nueva derrota, en esta tierra ingrata en la que Dios, como dijo aquél, nos dejó el hambre y se llevó el pan.
Sin embargo, aunque esa España de celuloide rancio fuese ficticia, sus protagonistas no lo eran. Aquellos españolitos peinados hacia atrás y vistiendo camisa blanca demasiado ancha, el cura o el boxeador encarnados por José Luis Ozores, el golfo chuleta Tony Leblanc, el pobre repartidor Cassen, los vividores José Luis López Vázquez o Manolo Gómez Bur, la dulce Gracita Morales, sí eran reales; existían de verdad. Cierto es que la censura encorsetaba las historias, pero no pudo hacer lo mismo con los personajes. Su picaresca, sus sueños, vocabulario y talante sí eran auténticos, como lo eran la amistad, la ternura, el humor o la tristeza, la desesperanza del pobre diablo que intentaba salir adelante, sobrevivir.
Eran simples y entrañables aquellos españoles de a pie, trabajadores de sol a sol siempre acogotados por la autoridad competente; desgraciados buscándose la vida, endomingados para el fútbol o los toros, soñando con el billete de veinte duros que les permitiera deslumbrar a la novia, pagar una letra, comprar una muñeca de cartón o una bicicleta.
Aquel cine ocultó y manipuló muchas cosas, pero tengo la sospecha de que en alguna forma nos hacía mejores como individuos. Alentaba en sus personajes, hasta en los más golfos, un fondo de honradez y bondad. Había curas paternales, comisarios honestos, guardias civiles comprensivos, vecinos solidarios, usureros que descubrían tener buen corazón. Había más piedad hacia los semejantes, solidaridad en el dolor o la desgracia; y eso no siempre era fruto del guión, sino que estaba en los actores, en los personajes, porque también estaba en la calle. Aquellos infelices ingenuos que hoy, al verlos en el vídeo, nos arrancan una sonrisa de desdén o ternura, eran quizá mucho mejores de lo que somos ahora nosotros. Porque tenían corazón y tenían alma.
También el público era mejor, porque en realidad estaba compuesto por los mismos personajes que desfilaban por la pantalla, y en ellos se reconocía. O lo que es más importante, deseaba reconocerse. Ese público lloraba la desgracia y reía con las risas, y aplaudía el triunfo de la bondad y el fracaso del mal. Algo que en este tiempo de adultos lúcidos, de gente mayor de vuelta de todo, ya ni siquiera hacen esos monstruos resabiados que en España disfrazamos de yanquis de telecomedia y seguimos llamando niños.
Ésa es mi deuda con aquellos viejos actores que encarnaron, a menudo sin proponérselo, la vida cotidiana, los sueños y las esperanzas de la generación de mis padres y mis abuelos. Gracias a ellos puedo percibir todavía lo más entrañable que hubo en ellos y en aquel mundo suyo que, con lo bueno y lo malo, desapareció para siempre. Llevándose con él una España sombría, en blanco y negro; pero también hermosas palabras que hoy nadie pronuncia porque carecen de sentido.
27 de febrero de 1994