domingo, 28 de agosto de 2005

Cemento, sol y chusma

Vaya por Dios. Los hoteles, los ayuntamientos, las consejerías correspondientes y los ministerios se preocupan porque el turismo popular de playa anda flojo. Como hay sobreoferta de plazas y la cosa está chunga, acaban de aprobar una aportación pública de muchos millones de mortadelos para darle cuartel al asunto mientras se buscan nuevos mercados en China y en India; que por lo visto son los únicos turistas que aún no han honrado nuestro litoral. Resumiendo: languidece el chollo. Pese a nuestros denodados esfuerzos, los españoles no logramos mantener el liderazgo del turismo chusma. Y es que la chusma es muy veleta, se cansa enseguida, busca sitios más baratos todavía, y es relevada por la infrachusma que, como el sabio, pasa recogiendo las hierbas que la otra arrojó. Pero al final, ni con eso. Ahora resulta que nuestra parafernalia turística se va poquito a poco a tomar por saco, pues quienes llegan a España de vacaciones tienen menos viruta que hace ocho o diez años. Que ya es poco tener. Los únicos turistas forrados que siguen viniendo en masa, por lo visto, son los de las mafias rusas, albanokosovares y de por ahí. Pero ni siquiera en el este de Europa hay gánsters suficientes para ocupar tanto piso playero y chalet adosado. 

Y es que la cosa tiene su mandanga. Después de destrozar la costa mediterránea y hacer con ella una pesadilla de cemento –enriqueciendo a mucho especulador, a mucho sinvergüenza y a mucho ayuntamiento–, después de construir miles de urbanizaciones y hoteles casi regalados para guiris con pocos céntimos en el bolsillo, después de reconvertirlo todo –ministros o consejeros autonómicos dirían apostar– para que el turismo popular, tiñalpa, bajuno, nutrido con botella de agua y hamburguesa, se sienta a sus anchas y traiga a sus parientes, amigos y conocidos a disfrutar del veraneo bonito y barato, resulta que ese turismo cutre, en el que estaban cifradas las esperanzas económicas nacionales, se siente tentado por otros destinos que ofrecen la misma cutrez a precios más irrisorios todavía. Quién lo hubiera sospechado. 

Y es que los turistas son unos ingratos, unos desconsiderados y unos marditos roedores. Para eso, se lamentan ayuntamientos, empresarios y agencias turísticas, hemos hecho tanto sacrificio, construido tanta urbanización que chupa luz del mismo enchufe, bebe agua del mismo grifo, defeca en el mismo colector frente a la misma playa. Para eso nos hemos cargado la ecología, el paisaje, la salubridad y la vergüenza. Así agradecen esos guiris que hayamos democratizado el turismo litoral, y que España sea el non plus ultra en materia de paradisiacas vacaciones populares a bajo precio. Que hayamos reconvertido, sin complejos, cada restaurante en merendero de sangría y paella infame, cada tienda en chiringuito callejero de bocatas y agua embotellada, a cada individuo en camarero o tendero que traga lo que le echen, a cada guindilla municipal en asesor de turismo con bicicleta, chichonera y calzón corto. Así agradecen el esfuerzo cultural de las fiestas de espuma, los pases de modelos topless, la música pumba-pumba en la calle hasta las tantas de la madrugada. Así devuelven la gentileza de que a cualquiera se le permita entrar sin camiseta, en chanclas y calzoncillos, donde le salga de los cojones, o que se pueda orinar y vomitar cerveza en cualquier esquina con la mayor impunidad del mundo. Así agradecen que, exprimidas las vacas andaluza y levantina, con adosados hasta en los cuernos, le hayamos echado ahora el ojo al cabo de Gata y a la costa murciana desde Águilas al cabo de Palos, donde constructores y políticos –cogiditos de la mano– se relamen de gusto, pues el Estado federal verbenero que nos ocupa tiende a inhibirse y liberalizar la cosa, y los espacios naturales protegidos lo son cada vez menos; en aras, por supuesto, de la España descentralizada, el bien común y el desarrollo del cebollo. 

Pero ya ven. Todo ese esfuerzo desinteresado y ese buen rollito nos lo agradecen los guiris yéndose ahora, por dos duros, al Caribe o a Croacia con su mochila. Hay que ser malaje. Menos mal que guardamos una carta en la manga; una baza infalible para atraer, ahora sí, el turismo de élite, el de verdad. El millonetis. Me refiero a los ciento sesenta campos de golf abiertos en los últimos cinco años y a los ciento cincuenta que esperan turno, y que caerán tan seguro como yo me quedé sin abuela. Ahora que nos sobra el agua. 

28 de agosto de 2005 

lunes, 22 de agosto de 2005

Las miembras y los miembros

Se veía de venir. Empezamos con los ciudadanos y las ciudadanas, llegamos a los frailes y las frailas, y al final remata el Boletín Oficial del País Vasco, llevándolo todo, negro sobre papel blanco, al documento oficial. Pura coherencia, por otra parte. Y hablar de papel no es baladí, pues las papeleras van a tener que doblar su producción, cuando –no les quepa duda de que está al caer– todos los documentos oficiales de la España del buen rollito imiten el asunto. Tengo entendido que la Junta de Andalucía, por ejemplo, no está dispuesta a quedarse atrás ni harta de morapio. Pero de eso, para no liarnos, hablaremos otro día. 

«El pleno está integrado por el presidente o presidenta, el vicepresidente o vicepresidenta y los vocales o las vocales.» Ante ese párrafo pueden ocurrir dos cosas. Una es que parezca normal: de pura saturación terminas acostumbrándote a cualquier imbecilidad. La otra es que nos dé la risa floja. Al principio creí que era un texto chungo. Manipulado. Pero nada de eso: BOPV, ley 9/2004 de la Comisión Jurídica. «Se hace saber a los ciudadanos y ciudadanas», etcétera. Todo trufadito de perlas como ésta: «Un secretario o secretaria que se nombra por el presidente o presidenta (…) entre funcionarios y funcionarias». Y más adelante, con repetición exhaustiva de las titulares o los titulares, las vocales o los vocales, los presentes o las presentes, el secretario o la secretaria, el presidente o la presidenta, se detalla que en ausencia «de uno de los vocales o una de las vocales (…) se procederá al nombramiento de un suplente o una suplente (…). El nombramiento y cese del suplente o la suplente se realizará conforme a lo previsto (…). El tiempo que dure la suplencia se imputará al período de mandato de la vocal o el vocal suplido». Imagino que las feministas galopantes estarán goteando agua de limón con el texto, pero creo que aún podríamos afinar un poquito más. Porque observo cierto déficit de concordancia. Puestos o puestas a ello, «la vocal o el vocal suplido» debería haberse escrito «la vocal o el vocal suplido o suplida», o bien «la vocal o el vocal suplidos o suplidas». Y puestos a hilar fino, lo de «el tiempo que dure la suplencia» también era mejorable escribiendo «el tiempo que dure la suplencia o el suplencio». Pero en fin. Cada maestrillo tiene su librillo. 

En cualquier caso, es de justicia reconocer que, si en la lucha contra el sexismo lingüístico el BOPV se cubre de gloria pionera, en cuanto a la concordancia y el concordancio sus redactores o redactoras todavía no afinan mucho. Cuando escriben, por ejemplo, «el presidente o presidenta», «los titulares o las titulares», «los vocales o las vocales», no terminan de rematar la cosa. En pura lógica, vocal es a concejal lo que vocala a concejala, etcétera. O semos, o no semos. Y si semos, ¿por qué la puntita nada más? Lo normal, si se escribe presidente y presidenta, es que también se escriba presidencia y presidencio, titulares y titularas, vocales y vocalas, igual que en otros casos –sutil artículo 9– «ambos y ambas»

En el artículo 23, por cierto, se dice «En la designación de los ponentes y las ponentes, el presidente o presidenta seguirá los criterios de reparto», mientras que algo más abajo alude a «los asistentes y las asistentes». Y eso, la verdad, queda feo. Si tenemos presidente o presidenta, la misma ilógica de semejante lógica impone ponentes y ponentas, asistentes y asistentas. Y la verdad es que tan tímido quiero y no puedo se manifiesta varias veces con idéntica evidencia o evidencio. Es como cuando el bonito artículo 17 indica que los acuerdos se adoptan «por mayoría de votos de los presentes y las presentes». ¿Por qué no de los presentes y las presentas? ¿Ein? Observen, además, el caso del no menos delicioso artículo 16: «Las miembros y los miembros afectados por posibles causas de abstención». ¿Por qué no ir hasta el fondo del asunto, escribiendo «Las miembras y los miembros afectadas o afectados por posibles causas o causos»? Es como cuando la disposición transitoria segunda menciona «el nombramiento de cuatro vocales que sustituirán a las cuatro o los cuatro nombrados conforme al decreto», en vez de decir, como en rigor debería: «cuatro vocales o vocalas que sustituirán a las cuatro o los cuatro nombrados o nombradas». Digo yo que de perdidos, al río. Y la verdad. No comprendo a qué vienen esos ridículos complejos, a estas alturas del jolgorio. O jolgoria. 

21 de agosto de 2005 

lunes, 15 de agosto de 2005

Don Trancredo en la peluquería

A veces, la calle, la vida, parecen un montaje artístico surrealista, o un happening lúdico-procesual, o como se llame eso ahora. Quiero decir que uno está a lo suyo, y de pronto puede verse metido en un espectáculo taurino-musical digno del Bombero Torero. Con la diferencia notable de que, hasta hace poco, la gente manifestaba su extrañeza, hilaridad o indignación, y a veces tomaba cartas en el asunto para ponerle coto o reclamar, en casos extremos, la presencia de la autoridad competente. Ahora, lo que procuramos es quedarnos como don Tancredo: aquel personaje de la España antigua que, vestido y empolvado de blanco, se sentaba en una silla en el centro del ruedo, inmóvil, mientras el toro le daba vueltas alrededor, sin embestir, tomándolo por una estatua. Y es a la manera de don Tancredo como nos quedamos a menudo, mirando al tendido, en la esperanza de que no se fijen en nosotros y podamos escurrir el bulto. Con esa intención, hasta orillamos la infamia. Un anciano puede ser asaltado en la calle sin que los transeúntes movamos un dedo, o una mujer verse acosada en el metro por un miserable mientras todos miramos por la ventanilla u hojeamos el periódico. Preferimos no meternos en camisas de once varas. 

Pero, como dije, no siempre el asunto es trágico. Hay ocasiones en que la tragedia se funde con la comedia, hasta el punto de que tu primer impulso es averiguar dónde está escondida la cámara oculta. Tuve ocasión de reflexionar sobre eso hace unas semanas, en la peluquería. Estaba sentado esperando mi turno, junto a otro señor mayor y un niño, mientras los dos peluqueros, tijera y peine en mano, se ocupaban cada uno de un cliente sentado en el correspondiente sillón. Todo transcurría con la rutina habitual: el niño miraba de reojo las tetas de Yola Berrocal en la portada de uno de los Interviús que había sobre la mesita de espera, el adulto leía el Marca, los peluqueros hablaban de fútbol, y yo hojeaba el Hola en busca de la última gesta deportivo-aventurera de Álvaro de Marichalar o Kitín Muñoz, intentando averiguar qué entidad o institución corría esta vez con los gastos. Lo de siempre. Y en ésas, entró el fulano. Era un tipo de unos treinta años, con mala pinta, vestido con tejanos y camiseta. La ropa la traía rota y muy sucia, como si se hubiera estado revolcando por el suelo. Además, manchada de sangre. Lo de la sangre no era extraño, porque tenía el careto lleno de moratones y magulladuras, con sangre fresca en la nariz y un labio partido. Saltaba a la vista que alguien acababa de darle las suyas y las del pulpo. Una estiba guapa. 

Como pueden suponer, el silencio se hizo sepulcral. El jambo entró tambaleándose, sin decir buenos días ni decir nada –cuando pasó cerca me llegó un olor a vino que tiraba de espaldas–, y fue derecho al rincón donde le lavan el pelo a la gente. Allí, sin pedir permiso a nadie, abrió el grifo y metió la cabeza debajo del chorro. Estuvo así un rato, sin que los peluqueros, ni los clientes, ni el señor que esperaba, ni el niño, ni yo mismo, dijéramos palabra alguna. Todos seguíamos como si no hubiéramos visto nada. A veces se encontraban nuestras miradas en el gran espejo de la pared, pero no movíamos un músculo; excepto cuando enarqué una ceja mirando al peluquero jefe y éste, sin dejar de cortarle el pelo al cliente, correspondió enarcando otra. Sólo se oía el chorro de agua, el suave chasquido de las tijeras de los peluqueros y a Carlos Herrera largando en la radio. Al cabo, el fulano cerró el grifo, cogió una toalla limpia y se secó con cuidado. Luego fue hasta el espejo, y situándose entre los dos sillones, cada uno con su cliente y su peluquero detrás, se inclinó un poco para mirarse las magulladuras, palpándolas con mucho tiento, e hizo en tono alelado, pastoso –parecido al de Pascual Maragall en sus días espesos–, un par de comentarios entre dientes: uno fue «Joder, joder, joder», y otro: «La leche, cómo me han puesto, la leche». Al cabo eligió un peine entre los utensilios de la peluquería, se peinó tranquilamente el pelo mojado y se dirigió, con paso inseguro, hacia la puerta. Salió sin mirarnos, hecho un Eccehomo; pero, eso sí, peinado con una raya perfecta. Y todos nos quedamos observándonos unos a otros de soslayo, sin hacer comentarios. Sólo el peluquero jefe miró un instante hacia la puerta y murmuró: «Al personal se le ha ido la olla». Después siguió, chas-chas, dándole a las tijeras y al peine. 

14 de agosto de 2005

lunes, 8 de agosto de 2005

Estrangulando a capitanes chulitos

Creo que es a mediados o finales de este mes cuando los cinco mil vecinos de Zalamea de la Serena, pueblo extremeño al que Pedro Calderón de la Barca hizo inmortal con su famoso drama, se vuelcan en la representación popular de la aventura del alcalde Pedro Crespo; que con un par, pasándose por el forro las convenciones sociales y la rigurosa diferencia de clases de su época, le dio matarile a don Álvaro de Ataide, el capitán de los tercios que primero sedujo a su hija Isabel y luego dijo si la he visto, no me acuerdo. Así que Crespo, para estrenar la vara de regidor, le ajustó las cuentas al chulito del capitán, haciendo que le dieran garrote: muerte bajuna a más no poder, hasta el punto de que durante el franquismo, cuando el instrumento aún servía para despenar a infelices, todavía se le llamaba garrote vil. Porque, según Calderón, hasta para los villanos –ésa es la enjundia de la historia–, el honor es patrimonio del alma, y el alma sólo es de Dios. Etcétera. 

Lo de menos es que, en ese caso concreto, el honor lo cifrara Pedro Crespo en la virginal bisectriz del ángulo principal de su hija, sobre todo cuando la niña, que era un poquito gilipollas, se dejó picar el billete sin que nadie la obligase. Observado desde aquí, el detalle está algo pasado de vueltas. Pero debemos contextualizarlo en su época: siglo XVII, sobre un suceso ocurrido en el XVI. Aun así, la conclusión es que, en materia de vergüenza torera y de ajustar cuentas, no mandan ni rey, ni roque, ni capitanes en escabeche. Que se lo pregunten, si no, a los primos de Fuenteovejuna –en esa quien lo bordó fue Lope de Vega– o al amigo Peribáñez y su comendador de Ocaña, que tal bailaron. Así que moraleja al canto: mucho ojo con el pueblo villano y tal, que en España hay mucha mala leche y mucho orgullo, y cuando el personal se rebota, el garrote, los navajazos o las patadas en los huevos sabe darlos como nadie. Lo mismo al capitán, que al rey o al obispo de la diócesis. De esas historias, aquí tenemos unas cuantas. Y las que podríamos tener. 

Por eso, la magnífica iniciativa del pueblo de Zalamea, que ya tiene doce o trece años de solera, me parece un espléndido acontecimiento: un ejercicio de legítimo orgullo ciudadano, no limitado a insolidarios pasteleos de caciques locales y al rabito mezquino de sus boinas, como se suele, ni a la foto de la ministra o ministro de turno, sino abierto a la cultura de verdad: a la historia, al viejo y noble sentido de la palabra España. Respaldados por todo el pueblo, que interviene de una u otra forma en el espectáculo, cuatrocientos vecinos se echan a la calle durante tres días para hacer de soldados, reyes, hijas, alcaldes, capitanes o pueblo llano. Cada función tiene distintos protagonistas que se turnan de jueves a domingo, montando a caballo, manejando la espada, actuando en un espectáculo callejero, popular, que incluye música en directo, y donde entremeses, pasacalles, conciertos, mercado artesanal, coros, grupos folclóricos, animales de verdad y hasta el tañido de las campanas de la iglesia –«¿Es aquella Zalamea? / Dígalo su campanario»– recrean un espacio histórico maravilloso, que cada año atrae a más visitantes, en esa semana mágica durante la que el pueblo entero realiza un extraordinario viaje educativo al tiempo de Felipe II. 

Así que deseo larga vida a Zalamea y a su alcalde Pedro Crespo, y que ojalá el ejemplo cunda, como ya ocurre en otros lugares. Qué bueno es demostrar que la historia y la cultura no se conservan sólo en bibliotecas y museos, sino que son también realidad viva, patrimonio nobilísimo del pueblo que las hizo posibles. Iniciativas como esta y muchas otras, representaciones teatrales, conmemoraciones de victorias o derrotas, sucesos hermosos o trágicos, recordatorios de lo que fuimos y explicación de lo que somos, proporcionan oportuno consuelo en esta España tan a menudo desabrida, triste, perra, desmemoriada y cutre. Y así, gracias a tan admirables iniciativas locales, al trabajo de tanta gente buena que lucha por rescatar la materia nobilísima de su propia memoria, la victoria frente a la estupidez y el olvido sigue encarnándose en cada niño de Zalamea que crece familiarizado con las hermosas palabras que escribió Calderón para hablar de la dignidad de hombres y pueblos. En cada vecino que cifra su orgullo en demostrar a los visitantes que la antigua, venerable y fascinante España se reafirma a sí misma una y otra vez, inextinguible, desmintiendo a tanto imbécil y a tanto golfo que la niega. 

7 de agosto de 2005 

lunes, 1 de agosto de 2005

Homesplante la hueva emporá

Hace unas semanas, en la tele, un deportista al que entrevistaban se hizo repetir tres veces la pregunta, y al final confesó que no podía responderla porque no entendía una palabra. Que no se aclaraba con el farfullo del periodista. Creo recordar que la pregunta era: “¿Homesplante la hueva emporá?”, formulada con cerradísimo acento andaluz. Al cabo de un rato, y tras darle muchas vueltas al asunto, llegué a la conclusión de que lo que el periodista había querido preguntar era “¿Cómo te planteas la nueva temporada?" Y oigan. Nada tengo contra los acentos. Lo juro. Ni contra el panocho de Mursia, ni contra el gallegu, ni contra el valensianet de Valensia, ni contra ningún otro. Todo es parte de la rica pluralidad, etcétera, de las tierras de España; y a mí también me sale el cartagenero cuando estoy con mis paisanos o cuando me cabreo y miento el copón de Bullas. Pero no se trata de acentos. Lo que me dejó incómodo fue el toque chusma de la cuestión. Para entendernos: hace sólo unos años, al periodista del homesplante la emporá, en su televisión, en su radio, en su periódico o en donde fuera, no le habrían dejado abrir la boca. Por cateto. 

Y ahora dirá alguien, en plan buen rollito, que también los catetos tienen derecho a ser periodistas y preguntar cosas. Pues lo siento. Niet. Ni de coña. Los catetos, lo que tienen que hacer es dedicarse a otra cosa, o hacer los esfuerzos adecuados para dejar de ser catetos. Y los jefes de los catetos –y las catetas– que andan sueltos por ahí, preguntándoles por las huevas de la emporá a los futbolistas y a los premios Nobel de Literatura, lo que son es unos irresponsables y unos pichaflojas, incapaces de poner las cosas en su sitio y darle dignidad al medio que les paga el jornal. 

Hemos llegado a un punto en el que todo vale, donde tener unas tragaderas como la puerta de Alcalá se toma por patente de salud democrática, talante y besos en la boca; mientras que poner las cosas en su sitio, exigir que los estudiantes estudien, que quienes escriben no cometan faltas de ortografía, que los que hablan en público controlen los más elementales principios de la retórica, o por lo menos de la sintaxis, se toma por indicio alarmante de que un fascista totalitario y carca asoma la oreja. 

Es devastador el daño que hacen, en ese registro, dos elementos recientemente incorporados en masa a la vida pública: el periodista iletrado y el político analfabeto. Ambos flojean precisamente donde más sólidas debían ser sus vitaminas, y no me refiero sólo al lenguaje infame con que nos vejan a diario; sino también a lo que éste contiene. Un periodista utiliza el idioma como herramienta principal en su trabajo de informar y crear opinión, y un político es alguien que, aparte una presumible formación ética y una cultura –pero de eso no vamos ni a hablar, porque a fin de cuentas estamos en España–, necesita un conocimiento elemental de los recursos de la lengua en la que se expresa cuando habla en público o se dirige a sus ilustres compañeros –o cómplices, o lo que sean– de negocio. Y lo terrible es que la funesta combinación de ambos personajes, periodista iletrado y político cenutrio, es la que marca ahora el tono de la vida pública española. 

Nunca hubo tal acumulación de disparates, de bajunería expresiva, de servilismo a lo socialmente correcto, de desconocimiento de las más elementales reglas de la comunicación oral o escrita. La ignorancia, la desorientación y la gilipollez son absolutas: bulling por acoso escolar, mobbing por acoso laboral, género por sexo, fue disparado por le dispararon o fue tiroteado, severas heridas por graves heridas, apostar en vez de proponerse, decidir, querer, intentar, pretender, desear o procurar. Y así, hasta la náusea. Cualquier murga nueva, cualquier coletilla, cualquier traducción pedestre del guiri, cualquier tontería o lugar común, hace fortuna con rapidez pasmosa y se propaga en boca y tecla de quienes, paradójicamente, más deberían cuidar el asunto. Todo eso, claro, acentos y farfullos aparte. 

Y así, algunos desoladores productos de la nueva generación de periodistas hijos de la Logse, la desaparición de la antigua, venerable y utilísima figura del corrector de estilo en los medios informativos, y la ordinariez de la ciénaga donde a menudo se nutre la vida política española, nos tienen a merced de tanta mala bestia que nos bombardea con su zafiedad y su incultura, contaminándonos. Y nadie se atreve a exigir lo razonable: que lean y se eduquen, que cambien de oficio o que cierren la boca. 

31 de julio de 2012