Creo que es a mediados o finales de este mes cuando los cinco mil vecinos de Zalamea de la Serena, pueblo extremeño al que Pedro Calderón de la Barca hizo inmortal con su famoso drama, se vuelcan en la representación popular de la aventura del alcalde Pedro Crespo; que con un par, pasándose por el forro las convenciones sociales y la rigurosa diferencia de clases de su época, le dio matarile a don Álvaro de Ataide, el capitán de los tercios que primero sedujo a su hija Isabel y luego dijo si la he visto, no me acuerdo. Así que Crespo, para estrenar la vara de regidor, le ajustó las cuentas al chulito del capitán, haciendo que le dieran garrote: muerte bajuna a más no poder, hasta el punto de que durante el franquismo, cuando el instrumento aún servía para despenar a infelices, todavía se le llamaba garrote vil. Porque, según Calderón, hasta para los villanos –ésa es la enjundia de la historia–, el honor es patrimonio del alma, y el alma sólo es de Dios. Etcétera.
Lo de menos es que, en ese caso concreto, el honor lo cifrara Pedro Crespo en la virginal bisectriz del ángulo principal de su hija, sobre todo cuando la niña, que era un poquito gilipollas, se dejó picar el billete sin que nadie la obligase. Observado desde aquí, el detalle está algo pasado de vueltas. Pero debemos contextualizarlo en su época: siglo XVII, sobre un suceso ocurrido en el XVI. Aun así, la conclusión es que, en materia de vergüenza torera y de ajustar cuentas, no mandan ni rey, ni roque, ni capitanes en escabeche. Que se lo pregunten, si no, a los primos de Fuenteovejuna –en esa quien lo bordó fue Lope de Vega– o al amigo Peribáñez y su comendador de Ocaña, que tal bailaron. Así que moraleja al canto: mucho ojo con el pueblo villano y tal, que en España hay mucha mala leche y mucho orgullo, y cuando el personal se rebota, el garrote, los navajazos o las patadas en los huevos sabe darlos como nadie. Lo mismo al capitán, que al rey o al obispo de la diócesis. De esas historias, aquí tenemos unas cuantas. Y las que podríamos tener.
Por eso, la magnífica iniciativa del pueblo de Zalamea, que ya tiene doce o trece años de solera, me parece un espléndido acontecimiento: un ejercicio de legítimo orgullo ciudadano, no limitado a insolidarios pasteleos de caciques locales y al rabito mezquino de sus boinas, como se suele, ni a la foto de la ministra o ministro de turno, sino abierto a la cultura de verdad: a la historia, al viejo y noble sentido de la palabra España. Respaldados por todo el pueblo, que interviene de una u otra forma en el espectáculo, cuatrocientos vecinos se echan a la calle durante tres días para hacer de soldados, reyes, hijas, alcaldes, capitanes o pueblo llano. Cada función tiene distintos protagonistas que se turnan de jueves a domingo, montando a caballo, manejando la espada, actuando en un espectáculo callejero, popular, que incluye música en directo, y donde entremeses, pasacalles, conciertos, mercado artesanal, coros, grupos folclóricos, animales de verdad y hasta el tañido de las campanas de la iglesia –«¿Es aquella Zalamea? / Dígalo su campanario»– recrean un espacio histórico maravilloso, que cada año atrae a más visitantes, en esa semana mágica durante la que el pueblo entero realiza un extraordinario viaje educativo al tiempo de Felipe II.
Así que deseo larga vida a Zalamea y a su alcalde Pedro Crespo, y que ojalá el ejemplo cunda, como ya ocurre en otros lugares. Qué bueno es demostrar que la historia y la cultura no se conservan sólo en bibliotecas y museos, sino que son también realidad viva, patrimonio nobilísimo del pueblo que las hizo posibles. Iniciativas como esta y muchas otras, representaciones teatrales, conmemoraciones de victorias o derrotas, sucesos hermosos o trágicos, recordatorios de lo que fuimos y explicación de lo que somos, proporcionan oportuno consuelo en esta España tan a menudo desabrida, triste, perra, desmemoriada y cutre. Y así, gracias a tan admirables iniciativas locales, al trabajo de tanta gente buena que lucha por rescatar la materia nobilísima de su propia memoria, la victoria frente a la estupidez y el olvido sigue encarnándose en cada niño de Zalamea que crece familiarizado con las hermosas palabras que escribió Calderón para hablar de la dignidad de hombres y pueblos. En cada vecino que cifra su orgullo en demostrar a los visitantes que la antigua, venerable y fascinante España se reafirma a sí misma una y otra vez, inextinguible, desmintiendo a tanto imbécil y a tanto golfo que la niega.
7 de agosto de 2005
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