domingo, 27 de mayo de 2018

Mujeres y caminos solitarios

Olvidamos, tal vez demasiado a menudo, que vivimos en un lugar hostil poblado por elementos peligrosos llamados seres humanos. Y que en este lugar hay gente bondadosa y solidaria, pero también un elevado porcentaje de malvados. Basta leer los periódicos, ver la tele o echar un vistazo alrededor, para comprender que fiarlo todo al hola qué tal y al buen rollito es el camino más corto para tener problemas. 

Es inútil, incluso peligroso, creer que las buenas intenciones son posibles con sólo desearlas. Que una simple declaración de principios nos pone a salvo, dando por supuesto que con denunciar el mal, éste dejará de existir. Por poner un ejemplo tonto pero elocuente, es como si cada vez que un oso blanco se zampara a un fulano en el Polo Norte, los esquimales se concentraran un minuto de silencio en la puerta de sus iglús para protestar contra la violencia y luego se fueran solos y desarmados a cazar focas, pescar y tal. Pero no lo hacen, claro. Se llevan la escopeta. Son esquimales, pero no son gilipollas. Conocen a los osos. 

Con esto intento decir que el ser humano puede ser muchas cosas buenas, pero también tan peligroso y despiadado como un oso blanco hambriento. Olvidarlo trae disgustos. Por eso conviene considerar que ninguna proclamación de sanos principios, por oportuna que sea y mucho que ayude, resuelve nada si se hace desde lejos o fuera. Que el horror, el crimen, la maldad, siempre estarán ahí, y no sirve señalarlos como cosa ajena. Que la lucha eficaz contra el mal empieza por la admisión, la certeza sin complejos, de que ese mal existe, todos formamos parte de él, y también todos, hasta quienes parecen a salvo, vivimos expuestos a él. Es necesario sentirnos tan víctimas como culpables. Hacer nuestros el peligro, la incertidumbre y el miedo. Saber que incluso por nosotros doblan las campanas. 

Pensé en eso ayer por la noche, paseando a mis perros. Iba por un camino solitario y mal iluminado cuando a mi espalda oí el motor de una motocicleta. Al cabo de un momento la moto me adelantó, yendo a detenerse unos pasos más allá. La conducía un hombre con casco, y me pregunté qué hacía allí parado y si me estaba esperando a mí, lo que parecía probable. Seguí caminando tranquilo. Tal vez quiere preguntar algo, me dije. Al pasar a su altura, vi que sólo se había detenido a mirar su teléfono. Seguramente buscaba orientarse por el GPS. Nos miramos un momento, dije buenas noches y seguí mi camino. 

Qué diferente, me dije, si yo hubiera sido mujer. Intenté considerar lo ocurrido desde ese punto de vista, y el panorama cambió por completo. Lo que puede ser una situación normal para mí, concluí, no suele serlo para ellas. Imaginé la inquietud de una mujer con la moto acercándose, la incertidumbre al verla delante, en el paraje nocturno. Y sin duda, excepto en caso de ser una irresponsable, el miedo. Un hombre con una moto en tu camino, como al acecho, y tú avanzando hacia él sin saber cuáles son sus intenciones, segura de que no hay cerca quien te socorra. De ser así y no llevar los perros, incluso con ellos, seguramente habría dado la vuelta, huyendo de allí. Qué distinta, en fin, puede verse la misma escena, idéntica situación, con los ojos de un hombre y con los de una mujer. 

Ése es tal vez, concluí, el principal problema. Dos formas de ver el mundo, la misma realidad. Una, con la tranquilidad –engañosa, pero frecuente– del hombre que durante siglos ha hecho las reglas y está habituado a manejarse con ellas, a sentirse a salvo entre iguales, donde puede medirse con las mismas fuerzas. Otra visión, sin embargo, es la de la mujer, que durante esos mismos siglos ha sido botín de guerra, objetivo a depredar, parte socialmente débil y con frecuencia indefensa de la trama, y a la que titulares de prensa y telediarios confirman aún hoy, cada día, como ser vulnerable, parte amenazada, víctima fácil. Objeto de caza. 

Los hombres, concluí, en vez de tanto inútil minuto de silencio con el que creemos lavar nuestra conciencia, deberíamos ponernos más a menudo en el lugar de una mujer. Acostumbrarnos a mirar el mundo con sus ojos. Caminar por donde las mujeres caminan y hacerlo a su manera, no a la nuestra, sintiéndonos indefensos como cada día ellas se sienten. Porque sólo adquiriendo esa mirada suya, educándonos en ella –niños, parejas, jueces–, podemos aspirar a ayudarlas lo suficiente para que, cuando caminen por un paraje solitario, ninguna de ellas tenga que darse la vuelta. O la den, si no hay más remedio, en el mismo punto donde la daríamos nosotros. 

27 de mayo de 2018 

domingo, 20 de mayo de 2018

Tabernas de Sevilla

He escrito alguna vez, me parece, que a Europa no la liquidará el terrorismo, ni la inmigración, ni los desastres naturales. Le dará el tiro de gracia el turismo de masas descontrolado que arroja, sobre ciudades hechas para otra clase de vida, a decenas de miles de personas –incluidos ustedes y yo– que como plaga de langosta lo arrasan todo a su paso, vomitados a diario por cruceros, transportes colectivos y viajes aéreos baratos. Es lo que hay y habrá en el futuro, y no queda sino asumirlo como es. Antes sólo ocurría en ciudades emblemáticas como París, Roma o Venecia, pero ya nada escapa la marabunta: Lisboa es cada vez menos antigua y señorial, el centro de Madrid se vuelve intransitable, y Sevilla es un delirio callejero donde cada comercio tradicional que cierra, y cada vez son más, reabre en forma de restaurante para guiris, tienda de recuerdos o bar de copas.

Pienso en eso paseando por mis lugares habituales de esa ciudad, Sevilla. Pocas me producen tanta felicidad, aún más intensa ahora por sus calles que huelen a azahar y a primavera. El Ayuntamiento, que tantos disparates perpetra y permite, se ha cargado mi apostadero de siempre al prohibir los veladores en La Campana, esquina a Sierpes; pero todavía me quedan sitios donde ir desde el hotel Colón, que es mi casa: desayuno en Las Piletas, librería San Pablo, Becerra, El Rinconcillo, Robles, Casa Román. Y por supuesto, Las Teresas: la joya de mi corazón sevillano. Entro, como siempre, igual que a una iglesia; santiguándome por el milagro de que todo siga igual en esa vieja y querida esquina mágica de Santa Cruz, entre fotos de vírgenes y toreros, tapas en la barra, turistas y sobre todo sevillanos de verdad, vecinos, matrimonios que todavía vienen paseando tranquilos para tomarse aquí el aperitivo. Mientras lugares como éste sobrevivan, me digo, hay esperanza.

En sitios así me encanta tender la oreja, escuchar conversaciones y observar a la gente. De ese modo, mientras despacho unas papas aliñadas y una manzanilla, registro a mi izquierda el diálogo de dos anglosajones corpulentos, grandes como armarios y algo puestos en copas, con los camareros del otro lado de la barra. «¿Tú, de Espania?», pregunta uno de los guiris; a lo que el camarero, muy torero y metido en guasa, responde: «De donde yo soy es de Marchena». Vacila el anglo y dice «Drink, drink». Entonces el camarero señala a otro y apunta: «Aquí el que habla idiomas es mi colega, que es moro». Y el segundo camarero, que es moro de verdad, se dirige al turista en inglés y francés impecables, recita de corrido en ambas lenguas la lista de bebidas y tapas, que le lleva minuto y medio, y se lo queda mirando. Entonces el armario, con la expresión de una vaca rumiando o un sargento de marines mascando chicle –que son idénticas–, parpadea y dice: «Vino». Tras lo cual, volviéndose hacia el otro camarero, el de Marchena dice: «Acabas de salvar el negocio, compadre».

Pero lo más divertido lo tengo a la derecha, donde mientras una pareja rubia y joven, de franceses, despacha una ración de jamón y unas cervezas, a su lado viene a situarse uno de esos matrimonios sevillanos de toda la vida, vestidos para salir, corbata él, de peluquería ella. Sin que tengan que pedirlo, a los recién llegados les sirven lo de siempre, unos finos y tapita de jamón, y en el acto pegan la hebra con los gabachos como si los conocieran también de toda la vida, con esa naturalidad que sólo es posible en Andalucía. Y la señora, con el mismo desparpajo que si estuviera en la plaza charlando con una vecina, empieza preguntándoles cómo está el jamón, y luego si les gusta Sevilla; y después interviene el marido para contarles que hizo la mili en Ceuta y que allí aprendió cinco palabras en francés, y se las dice todas: oui, non, bonjour, bonsoir y comantalevú. Y a los cinco minutos están hablándoles de su hija menor, que estudia Magisterio, y del hijo que es abogado en Madrid, y de la nuera, que les ha salido buena chica. Y los franceses asienten entre amistosos y desconcertados, porque todo eso se lo están contando en español y ellos no hablan una palabra del idioma. Y al fin, tras media hora de tertulia unilateral, al despedirse con calurosa efusión como si ya se conocieran de hace años, dice la señora: «Ah. Y no se vayan sin ir a Triana». Después el matrimonio paga su consumición, saluda a los camareros y se marcha del brazo, mientras el francés y la francesa –que no han abierto la boca en todo el rato– se miran, desconcertados. Y luego, obedientes, buenos chicos, despliegan sobre el mostrador manchado de vino un plano de la ciudad y se ponen con el dedo a buscar Triana.

20 de mayo de 2018

domingo, 13 de mayo de 2018

“Te saludan, muy molestos, tus padres”

Dirán algunos de ustedes que quienes ya somos algo mayores, o estamos en una edad en la que se mira atrás con perspectiva de varias décadas, damos mucho la brasa con que antes las cosas eran tal y cual. Y es posible, en efecto, que a veces se nos vaya un poco la mano. Pero tampoco eso es malo, supongo, siempre que no se trate de un ejercicio cascarrabias y derrotista, sino como simple anotación de lo que fue y ya no es. Un ejercicio, éste, que tiene una doble utilidad: le permite a uno hacer memoria, recordando –en mi caso, fijando por escrito, o intentándolo– cosas que el tiempo amenaza con borrar del archivo, y sirve también para que gente más joven y con buena voluntad se haga con referencias útiles de tiempos y mundos que ya no existen, o se extinguen, y que en cualquier caso es bueno conocer para interpretar mejor cada tiempo presente. 

Todo este ladrillo inicial, prólogo o proemio, viene al hilo de algo que un amigo me ha hecho llegar, tras encontrarlo entre fotos antiguas de su madre. Se trata de una tarjeta postal fechada el 22 de octubre de 1960, remitida por el abuelo de mi amigo a su hija –que más tarde sería madre de ese amigo–, que vivía en Cartagena. La destinataria de la postal tenía entonces trece años y era una niña traviesa; desobediente, como se decía entonces. Según la reconstrucción familiar de los hechos, el padre y la madre estaban pasando unos días en Madrid, y cuando llamaron desde allí por teléfono –con una conferencia, como también solía decirse, y que además era un medio de comunicación bastante caro– para comprobar qué tal iban las cosas en casa, la jovencita fue irrespetuosa y contestó a sus padres con malos modos. Como también se decía entonces, lo hizo de mala manera. Y eso dio lugar a que tras la conversación, disgustados con su hija, los padres le enviaran a ésta la tarjeta postal cuyo delicioso contenido fue el siguiente: 

Tenemos mucho disgusto por tu actitud en la conferencia de esta tarde. Supongo que te arrepentirás de tu proceder. Pero no tienes enmienda. Te saludan, muy molestos, tus padres. 22/X/1960. 

Es difícil, en mi opinión, resumir tan bien, en sólo unas breves líneas, todo un modo de entender las relaciones familiares, la educación y la vida. Los modos de una época. Y más cuando, como cuenta mi amigo, su abuelo no tenía título universitario ni nada semejante, sino que había hecho su vida a partir de la educación primaria del primer tercio del siglo. Era dueño de una confitería, aficionado a la lectura y hombre, como su esposa, de trato cortés, educado en la certeza de que los buenos modales y el respeto a los semejantes hacían la vida más útil y agradable. A los trece años de edad, su hija compartía o conocía al menos esos códigos, pues nunca se habría dirigido un mensaje semejante a una chica incapaz de entender el tono en que estaba escrito. Traviesa y respondona, o lo que fuera, esa niña sabía lo que era una educación; y, confiando en ello, sus padres le recriminaban su conducta en la esperanza de que, con la reprimenda, esa misma educación la hiciera recapacitar. 

Había y hay muchas formas de reprender a un hijo. Pocas he visto tan perfectas y mesuradas, reflejo de épocas en que ciertas cosas se hacían de otro modo y en otro tono; de tiempos –peores en muchas cosas, pero también mejores en otras que nunca se debieron perder– donde los buenos modales, que procuraban practicar tanto la gente de condición social humilde como la más afortunada o mejor situada, cuidar las formas, en fin, eran fundamentales dentro y fuera del ámbito familiar. Pero es que, además, a esas buenas maneras se añadía con frecuencia, como en el caso que nos ocupa, una lección de elegancia, estilo y amor por las palabras y su correcta expresión. Demostrando así que todo eso, buena educación, respeto, lecturas que adiestren las actitudes, no sólo hacen a la gente más admirable en lo social, sino que también la convierten, con frecuencia, en mejores ciudadanos y mejores personas. Y ahora, para tener a punto el contraste, comparen ustedes la postal del abuelo a la madre de mi amigo con lo que hoy solemos escuchar a nuestro alrededor: «Ven pacá, Manolín, que te voy a reventar la cabeza», «Te voy a dar un palo en el culo, jodío niño, que se te van a saltar los dientes» o «Me se quema la sangre de ver al hijoputa de mi hijo». Y así, claro, a menudo tenemos los hijos y los nietos que nos merecemos. Más o menos. Y por supuesto, unos más que otros.

13 de mayo de 2018

domingo, 6 de mayo de 2018

Legítima defensa y otros fascismos

Escribo esto un poquito condicionado, porque casi nunca tuve suerte con la justicia y los jueces en España. Mi experiencia es poco satisfactoria. En los años 80, tras un reportaje sobre la ultraderecha, un juez que tocaba esa música me quiso empapelar por mencionarlo, aunque luego, tras apelaciones y recursos, todo quedó en nada. Peor suerte tuve cuando un individuo pretendió sacarme 80.000 mortadelos acusándome de plagio, y tras ganarle tres juicios se dio la casualidad de que el último cayera en manos de una compañera de profesorado en la misma universidad, puerta con puerta, del abogado de mi parte contraria (naturalmente, nada tuvo que ver eso con la sentencia; lo cuento sólo como simpático y superfluo detalle costumbrista). Hasta el episodio más reciente tiene su puntito de recochineo judicial: un miserable que me cubrió de calumnias fue absuelto porque, aunque se reconocen en la sentencia las mentiras y las calumnias, según el texto yo soy personaje conocido pero el calumniador no lo es; y eso le da perfecto derecho a inventar y publicar un currículum chungo con absoluta impunidad. Lo punible, claro, habría sido lo contrario. Que yo me ciscara en su puta madre. Ahí sí me habrían sacudido bien, sus señorías. 

Con el ánimo templado por tan deliciosos antecedentes, y otros que omito por no aburrir –una vez gané un juicio en Canarias, pero tardé meses en creérmelo–, leo la sentencia sobre el anciano de 83 años al que un jurado popular se ha pasado por la piedra por matar a uno de los dos ladrones que asaltaron su casa. Por suerte para el matador, me digo, no era personaje conocido; porque en tal caso tal vez le habría caído una temporada más larga y ejemplarizante. Pero tuvo suerte. Como se trataba sólo de un abuelo que no escribe novelas ni firma artículos ni sale en la tele, que dos facinerosos se le metieran en casa y le dieran una buena estiba a él y a su anciana esposa, y que él agarrara una pistola y –a sus 83 años, insisto– le pegara un tiro a uno de ellos, y luego le pegara otro tiro más, le ha costado sólo dos años y medio por rápido de gatillo. El abuelo «podía haber utilizado otras alternativas igual de efectivas», dice la sentencia; como, por ejemplo, «la mera exhibición del arma o efectuar un nuevo disparo al suelo en espera de disuadir al asaltante». Así que, bueno. Eso. Treinta meses de talego de los que sí se cumplen. Si no lo indultan antes, saldrá con 86 tacos de almanaque y podrá, reintegrado al fin a la sociedad contra la que obró, rehacer su vida. 

Imaginen, con cuanto acabo de contar, cómo lo supongo de crudo el día, o la noche, en que dos treintañeros malosos decidan hacerme una visita a domicilio: mi procedimiento a seguir, habida cuenta de que aún no tengo atenuante octogenario, pues soy un vigoroso adulto de 66 tacos. A ver cómo convenzo al juez o al jurado de que, si le suelto un escopetazo con postas a uno que se cuele en casa a las tres de la madrugada, lo habré hecho tras considerar serena y fríamente si no tendría a mano otras alternativas igual de efectivas, o si la mera exhibición del arma, una vez encendida la luz para que la vean, no bastaría para disuadir a la peña. Porque, a fin de cuentas, yo soy personaje conocido –«Reverte se carga a dos pobres intrusos nocturnos y anónimos sin averiguar sus intenciones»–; y ellos, criaturas tratadas de modo injusto por la sociedad capitalista, a los que mi perdigonada fascista privaría de la posibilidad de una reinserción idónea. 

Así que aquí ando, oigan. Preparando mi defensa judicial por si luego no me da tiempo. Estableciendo un protocolo. Antes que nada, si abro los ojos y encuentro a alguien en mi dormitorio, deberé encender la luz y preguntar si ha entrado a robar o a pedirme un autógrafo. Después, una vez confirme sus intenciones delincuentes, averiguaré si va armado de pistola o navaja, a fin de que mi respuesta, en caso de ser violenta, sea también proporcional. Nada de escopetazo si lleva pistola, ni de pistoletazo si lleva navaja, ni de sable de caballería si lleva garrote. Cuidadín con eso, que los jueces se fijan mucho. En el peor de los casos, si va artillado, procuraré que él dispare primero; y sólo en caso de que no me mate, dispararle yo. Aunque sin matarlo, por supuesto. Porque si me lo cargo, sin duda alguien apreciará en lo mío un exceso de legítima defensa. Así que lo primero será tirar al aire. Pum. Y sólo si eso no lo disuade podré apuntar a una pierna; aunque procurando, claro, no darle en la femoral, porque entonces palma y la liamos parda. Y a la cabeza, desde luego, ni se me ocurra. Ahí sólo podré dispararle en caso de que él me haya matado antes. Y aun así, ya veremos. 

6 de mayo de 2018