Dirán algunos de ustedes que quienes ya somos algo mayores, o estamos en una edad en la que se mira atrás con perspectiva de varias décadas, damos mucho la brasa con que antes las cosas eran tal y cual. Y es posible, en efecto, que a veces se nos vaya un poco la mano. Pero tampoco eso es malo, supongo, siempre que no se trate de un ejercicio cascarrabias y derrotista, sino como simple anotación de lo que fue y ya no es. Un ejercicio, éste, que tiene una doble utilidad: le permite a uno hacer memoria, recordando –en mi caso, fijando por escrito, o intentándolo– cosas que el tiempo amenaza con borrar del archivo, y sirve también para que gente más joven y con buena voluntad se haga con referencias útiles de tiempos y mundos que ya no existen, o se extinguen, y que en cualquier caso es bueno conocer para interpretar mejor cada tiempo presente.
Todo este ladrillo inicial, prólogo o proemio, viene al hilo de algo que un amigo me ha hecho llegar, tras encontrarlo entre fotos antiguas de su madre. Se trata de una tarjeta postal fechada el 22 de octubre de 1960, remitida por el abuelo de mi amigo a su hija –que más tarde sería madre de ese amigo–, que vivía en Cartagena. La destinataria de la postal tenía entonces trece años y era una niña traviesa; desobediente, como se decía entonces. Según la reconstrucción familiar de los hechos, el padre y la madre estaban pasando unos días en Madrid, y cuando llamaron desde allí por teléfono –con una conferencia, como también solía decirse, y que además era un medio de comunicación bastante caro– para comprobar qué tal iban las cosas en casa, la jovencita fue irrespetuosa y contestó a sus padres con malos modos. Como también se decía entonces, lo hizo de mala manera. Y eso dio lugar a que tras la conversación, disgustados con su hija, los padres le enviaran a ésta la tarjeta postal cuyo delicioso contenido fue el siguiente:
Tenemos mucho disgusto por tu actitud en la conferencia de esta tarde. Supongo que te arrepentirás de tu proceder. Pero no tienes enmienda. Te saludan, muy molestos, tus padres. 22/X/1960.
Es difícil, en mi opinión, resumir tan bien, en sólo unas breves líneas, todo un modo de entender las relaciones familiares, la educación y la vida. Los modos de una época. Y más cuando, como cuenta mi amigo, su abuelo no tenía título universitario ni nada semejante, sino que había hecho su vida a partir de la educación primaria del primer tercio del siglo. Era dueño de una confitería, aficionado a la lectura y hombre, como su esposa, de trato cortés, educado en la certeza de que los buenos modales y el respeto a los semejantes hacían la vida más útil y agradable. A los trece años de edad, su hija compartía o conocía al menos esos códigos, pues nunca se habría dirigido un mensaje semejante a una chica incapaz de entender el tono en que estaba escrito. Traviesa y respondona, o lo que fuera, esa niña sabía lo que era una educación; y, confiando en ello, sus padres le recriminaban su conducta en la esperanza de que, con la reprimenda, esa misma educación la hiciera recapacitar.
Había y hay muchas formas de reprender a un hijo. Pocas he visto tan perfectas y mesuradas, reflejo de épocas en que ciertas cosas se hacían de otro modo y en otro tono; de tiempos –peores en muchas cosas, pero también mejores en otras que nunca se debieron perder– donde los buenos modales, que procuraban practicar tanto la gente de condición social humilde como la más afortunada o mejor situada, cuidar las formas, en fin, eran fundamentales dentro y fuera del ámbito familiar. Pero es que, además, a esas buenas maneras se añadía con frecuencia, como en el caso que nos ocupa, una lección de elegancia, estilo y amor por las palabras y su correcta expresión. Demostrando así que todo eso, buena educación, respeto, lecturas que adiestren las actitudes, no sólo hacen a la gente más admirable en lo social, sino que también la convierten, con frecuencia, en mejores ciudadanos y mejores personas. Y ahora, para tener a punto el contraste, comparen ustedes la postal del abuelo a la madre de mi amigo con lo que hoy solemos escuchar a nuestro alrededor: «Ven pacá, Manolín, que te voy a reventar la cabeza», «Te voy a dar un palo en el culo, jodío niño, que se te van a saltar los dientes» o «Me se quema la sangre de ver al hijoputa de mi hijo». Y así, claro, a menudo tenemos los hijos y los nietos que nos merecemos. Más o menos. Y por supuesto, unos más que otros.
13 de mayo de 2018
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