domingo, 27 de febrero de 2022

Una historia de Europa (XXIII)

Con poco más de 30 años de edad, Octavio se hizo dueño del mundo. Aquel cabroncete que con tanta habilidad se había quitado de encima a la competencia, criado entre guerras civiles y conspiraciones senatoriales, era muy inteligente y tenía horchata en las venas. Dicho en términos taurinos, sabía torear a Roma por los dos pitones. Y así lo hizo, pese a su juventud. Las formas republicanas se habían ido al carajo tiempo atrás y el senado era una piltrafa corrupta. Le habría sido fácil hacerse proclamar rey, pero era más listo que todo eso. Después de tanto Catilina, tanto Espartaco, tanto César y tanto soponcio, lo que los romanos anhelaban era paz, tranquilidad y trabajo. Y si el precio era la democracia, pues se pagaba y santas pascuas. Roma quería un amo. Así estaban las cosas, y el lince de Octavio lo vio claro. También vio que era necesario guardar las formas: hacer como que no. Así que se fue arrimando al poder absoluto con mucha maña y mucho tiento. Benefició a los legionarios jubilados y creó una burocracia administrativa eficaz que resolvió no pocas papeletas. Al senado se lo metió en el bolsillo con privilegios y enjuagues, transformándolo en un consejo que le era por completo adicto; y en el año 27 antes de Cristo les jugó a todos la de Fumanchú, o sea, hizo una maniobra magistral: de pronto devolvió los poderes al senado (que como digo, comía de su mano), dijo que volvía la República y que él se retiraba a su casa a ver la tele, o lo que se viera entonces. Por supuesto, el senado y Roma entera dijeron que ni se le ocurriera eso, por Dios. Que le daban todos los poderes habidos y por haber, que pidiera por esa boca. Así que a partir de ahí lo tuvo fácil. Ayudaba mucho que era hombre sobrio y cumplidor, trabajador, familiar, más bien soso, de costumbres moderadas y con gran sentido patriótico y del estado. Procuró, sobre todo al principio, comportarse como un ciudadano más, no como un jefe absoluto, aunque lo fuera. Y realmente era un tipo valioso. Su sistema administrativo resultó formidable, construyó ciudades, carreteras y hermosos edificios en la capital (se jactaba de que encontró una Roma de ladrillo y la dejaba de mármol), y comprendiendo que la religión era una manera de atar en corto a la peña, defendió y potenció aquélla, construyendo además uno de los más hermosos lugares de la ciudad: el Panteón o templo de todos los dioses. Como era hombre culto, supongo que había leído lo escrito un siglo antes por Polibio: Si fuera posible un estado que habitaran sólo personas inteligentes, la religión no sería necesaria. Pero la muchedumbre es tornadiza, y alberga pasiones injustas, falta de razón e impulsos violentos. La única solución es contenerla con el miedo a cosas desconocidas. Así que se introdujo él mismo en el concepto. Comprendiendo, perspicaz, que una religión vinculada a lo oficial facilitaba las cosas, se puso a ello, relacionando con gran habilidad el culto a los dioses con el culto al estado. Y claro, de ahí a trasladar ese culto a quien regía el estado, el imperator augustus, sólo mediaba un paso, que dio sin despeinarse. A partir de entonces, Octavio se convirtió en el divino Augusto, cabeza militar, civil y religiosa de un extenso estado multicultural, la Roma eterna, aglutinada bajo su imperium y gobernada con su personal y paterna bondad (Por un dios presente entre nosotros será tenido Augusto, escribió Horacio, que además de gran poeta era un pelota). Inventó así, ese pedazo de artista político, el truco del almendruco: el poder te hace dios. O sea, el culto casi religioso, o sin casi, al líder divinizado, que tanto éxito tendría en la historia, y del que notables ejemplos serían veinte siglos después Stalin y Mao Tsé-Tung, o Zedong, o como se escriba ahora. Con el tiempo, todo eso fue fraguando en instituciones sólidas y en el largo período de prosperidad que (sobresaltos y guerras menores aparte) se acabó llamando pax romana. Una consolidación del imperio, aquélla, a la que contribuyó la política de los emperadores que sucedieron a Augusto, y a la que no fue ajena la extensión de la ciudadanía a provincias lejanas: a quien pagaba impuestos sin rechistar y ponía su lealtad a Roma, a sus dioses e instituciones, por encima de querencias locales. Y además, detalle clave, la nueva identidad, que otorgaba igualdad de derechos sociales, políticos y fiscales, se transmitía de padres a hijos. Muy pocos dejaban de querer eso, de modo que la cada vez mayor población del imperio se fue aglutinando y fundiendo bajo la común etiqueta. Durante los tres y hasta cuatro siglos siguientes, pese a las muchas peripecias, resquebrajamientos y sobresaltos que jalonarían la historia, millones de ciudadanos iban a pronunciar con orgullo la famosa (y bella) frase Civis romanus sum
 
[Continuará]. 
 
27 de febrero de 2022

domingo, 20 de febrero de 2022

Ojalá fueran malvados

No se equivoquen con ellos. No son malvados. No adornemos con la palabra maldad lo que sólo es estupidez. Es cierto que a veces resulta difícil diferenciar a un tonto de un malvado, pues hay malos absolutamente idiotas; pero basta con escuchar las palabras, fijarse en los gestos y ademanes, detenerse en las miradas. Estudiar argumentos, propósitos, conclusiones. En los casos más brillantes de maldad, serlo exige una capacidad intelectual de la que los imbéciles comunes carecen. Y éstos a los que me refiero son sólo políticos mediocres sin preparación ni sentido del ridículo. Analfabetos a los que el azar, el esperpento de un país asombroso como es España, sitúan en puestos que les permiten tomar decisiones tan limitadas, tan estólidas, tan miserables como su propia altura. 
 
No es verdad, pese a lo que sostiene gente docta, que haya una conspiración contra las Humanidades: contra la enseñanza de la historia, la filosofía, la literatura, el griego, el latín y todo cuanto supone cimiento cultural de la tres veces milenaria cultura occidental. Si el actual gobierno español, perseverando en la demolición emprendida por anteriores gobiernos mediante sus respectivos ministros y ministras de Educación –de Maravall y Solana a Wert y Celaá, y tiro porque me toca–, sostiene una reforma que liquida la enseñanza de la filosofía, el griego y el latín, borra parte de la historia española y universal, y disloca la cronología de lo que estudian los alumnos, es porque la herencia cultural europea en general, y la española en particular, se contradicen con esa papilla descremada y pasteurizada, fruto de una peligrosa deriva de la psicopedagogía –disciplina muy útil cuando no se pretende convertirla en árbitro supremo e inapelable–, que en su faceta más perversa abunda en equilibrios afectivos, emociones participativas y otras gilipolleces que tanto entusiasman a los departamentos de Educación, pues hasta el ministro más torpe, el político más ágrafo, el demagogo más ignorante, el cateto más simple, pueden cacarearlas aparentando saber de qué hablan. 
 
Una y otra vez, el gobierno, o los sucesivos gobiernos, se pasan por el forro de leyes y decretos las advertencias y protestas, no sólo de educadores cualificados, sino de las Academias y otras instituciones vinculadas al cuidado y enseñanza de las Humanidades. La contradicción es que, mientras los responsables del disparate sostienen que los alumnos de bachillerato deben acabar capacitados para interrogar el mundo de modo crítico, les niegan al mismo tiempo la panoplia de herramientas defensivas, los conocimientos básicos para entender el desarrollo y antecedentes de la sociedad en que viven; con el detalle siniestro de que, al hurtar los hechos, además del pensamiento y la cronología necesarios para situarlos –estudiar fechas es educación fascista, han llegado a decir–, los dejan inermes frente al revisionismo histórico, la manipulación partidista, demagógica y populista de un pasado sin el que es imposible entender el presente: el Mediterráneo, Grecia, Roma, el Islam, el papel del cristianismo en la formación de Occidente, la Ilustración, los Derechos Humanos y todo eso. Cancelando, como se dice ahora, a Homero, a Platón, a Virgilio, a Cervantes, a Montaigne, a Voltaire, a Kant, esos canallas irresponsables fabrican huérfanos a merced del primero que llega y dice que es su padre. La Historia según Maquiavelo, como instrumento de la política. Y eso ocurre, paradójicamente, en un momento en que mayor es la demanda social –hartazgo de basura, manipulación y versiones interesadas– de libros, películas, relatos. De historia, en fin. O sea, justo cuando más se reclama. Se necesita. 
 
Y seamos ecuánimes, porque no es sólo el gobierno de Pedro Sánchez. Aquí no hay inocentes. El Pepé de Pablo Casado y del antiguo presidente Mariano Rajoy –que no visitó la Real Academia Española ni la de la Historia en sus dos legislaturas–, tan culpable en el pasado como otros lo son ahora, lo único que defiende es la titularidad de los colegios y la educación concertada. O sea, su eterno y mezquino qué hay de lo mío. Y para qué hablar de los caciques de cada taifa. Nadie es ajeno a esa siniestra inclinación a llenarse la boca con dotar a los jóvenes de mecanismos para afrontar los problemas del mundo –un mundo donde al humanismo lo sustituye hoy un cursi humanitarismo– mientras privan a esos jóvenes de conocimientos con los que sus problemas serían solucionables o, al menos, comprensibles. La verdadera educación es poner una Odisea, una Biblia, un Bernal Díaz del Castillo o un Quijote en manos de un chico del barrio de Salamanca igual que en las de uno de Villaverde Bajo. Lo otro son milongas. 
 
20 de febrero de 2022

domingo, 13 de febrero de 2022

Una historia de Europa (XXII)

Durante los dos primeros tercios del siglo I antes de Cristo, Roma, poderosa en el exterior, fue un verdadero putiferio en el interior. La ambición de políticos y generales la sumió en una guerra civil muy desagradable, en la que espadones como Mario, Sila, Sertorio, Craso, Pompeyo y algún otro, respaldados por sus legiones, anduvieron de un lado para otro trincando cuanto podían, dando por saco y minando los cimientos de la antes (al menos así la recuerda la Historia) sobria y virtuosa república. Pero de todo aquel sindiós surgió una figura interesante, de ésas que los siglos alumbran de vez en cuando: un fulano a la altura de Aníbal o Alejandro Magno, o de lo que mucho más tarde serían Gengis Khan, Hernán Cortés, Napoleón y algún otro. Éste se llamaba César, Julio de nombre: un niño pijo de buena familia, político y militar que empezó repartiéndose el poder con dos de sus colegas (primer triunvirato) y acabó haciéndose dueño del cotarro. Conquistó y pacificó la vecina Galia, desembarcó en lo que hoy llamamos Inglaterra, y con un instinto extraordinario para la autopromoción, escribió en tercera persona un best-seller (Comentarios a la guerra de las Galias) que todavía hoy, veintiún siglos después, traducen en el cole los pocos alumnos a quienes los políticos analfabetos que nos gobiernan permiten estudiar latín: Gallia est omnis divisa in partes tres, etc. El caso fue que entre libro, hazañas bélicas, respaldo de sus fieles legionarios y reparto de dinero a senadores y otros golfos, César hizo encaje de bolillos. A la guerra civil le dio el finiquito librándose de su examigo y ahora enemigo Pompeyo, al que derrotó en la batalla de Farsalia. Asesinado Pompeyo y liquidados sus últimos seguidores en Munda (Montilla, España, ahí donde el vino), a partir del 44 a. C. no quedaba quien le hiciera sombra. Así que blindó su poder a perpetuidad, se nombró pontífice máximo, combinó dictadura con consulados, sobornó todo lo que se movía, impuso los magistrados que le salieron del cimbel y purgó de enemigos el Senado. Además, pagando juegos en el circo y con otros muchos gestos populistas (el tío era más listo que los ratones coloraos) se metió al populus romanus en el bolsillo. Incluso tuvo un sonado encame con Cleopatra, reina de Egipto, que era un trueno de señora, exótica y tal, clavadita a Elizabeth Taylor, y a la que en un episodio digno del Hola (revista que entonces se habría llamado Ave), le hizo una criatura llamada Cesarión (recomiendo la serie televisiva Roma, donde se cuenta todo eso de maravilla). Pero claro. Aquello era demasiado para el cuerpo de senadores insatisfechos con el personaje, unos porque ya no trincaban como antes y otros más honrados (digo yo que alguno habría), cabreadísimos por ver cómo César se pasaba por el arco del triunfo las antiguas y dignas costumbres republicanas, y por cómo sus compadres, ojo al dato, lo tentaban con la corona real. Así que entre varios montaron una conspiración preciosa, y el año 44 a. C. le dieron a don Julio las suyas y las de un bombero. O sea, que los conspiratas lo apuñalaron hasta darle matarile en plena calle (ya saben, Kaì sú téknon, Brute? y todo eso). Para disfrutar más del episodio, recomiendo una novela cojonuda de Thornton Wilder que se titula Los idus de marzo. Y, bueno. El caso fue que muerto César, o sea, el hombre providencial a la vieja usanza, padre de la plebe y otros camelos, la huérfana república se convirtió en un problema político. Aquella Roma tan extensa y poderosa no podía volver a una monarquía a la antigua, ni la aristocracia podía ya hacerse cargo, ni la democracia cívica funcionaba. Era como con doña Ana de Pantoja en el Tenorio: Don Juan, yo la amaba, sí / más con lo que habéis osado / imposible la hais dejado / para vos y para mí. O sea, que tras la guerra civil y el episodio cesariano la cosa no tenía arreglo. Surgió entonces un nuevo triunvirato para repartirse el poder entre unos jóvenes amigos de César: Lépido, Marco Antonio y Octavio. Pero este último, que era el listo de la pandi, les jugó a los otros la del chino. Dejó a Lépido, el más pardillo, fuera de circulación, y luego le hizo la cama a Marco Antonio, que también se había enrollado con Cleopatra. Los derrotó a uno y a otra en la batalla de Actium, y Marco Antonio se suicidó poco después. Por su parte, Cleopatra quiso repetir la jugada habitual con Octavio, haciéndose un triplete de romanos. Pero aquel, jovencito, frío como la madre que lo parió, era de otra pasta. Pasó por completo de la egipcia tentadora, que también acabó suicidándose, hizo que asesinaran al Cesarito junior para despejar el paisaje, y se convirtió en lo que hoy llamaríamos puto amo de Roma. Lo que me propongo contarles en el próximo capítulo. 
 
[Continuará]. 
 
13 de febrero de 2022

domingo, 6 de febrero de 2022

Un té en el Palace

Lo mejor de leer, o de haber leído, o de ver películas de las de antes, o de haber conocido a quien supo lo que el mundo fue o pudo haber sido, es que permite situarse ante el presente con una mirada que hace fotoshop –o como se escriba– con la realidad. Que permite proyectar, reconstruir, lo que tienes en la imaginación y la memoria. Se trata de un ejercicio de lo más útil, pues convierte el equipaje que llevas contigo en aliado poderoso. En cómplice imbatible. Te permite ver cosas que tal vez nunca serías capaz de advertir de otro modo. 
 
El Palace es mi hotel en Madrid. Desde que hace medio siglo empecé como reportero jovencito, mi vida profesional está vinculada a él. Allí hice entrevistas cuando era yo quien estaba al otro lado del bloc y el bolígrafo, y allí las hago de este lado cuando tengo novela nueva. Me alojo en él y frecuento su rotonda, uno de los espacios más bonitos que conozco. Tomo algo, leo, espero. Me gusta, pues gracias a un personal admirable conserva un estilo correcto, educado, cada vez más raro de encontrar: las buenas maneras de la gran hostelería europea. 
 
A menudo, cuando estoy sentado en alguna butaca de la rotonda –tengo una en casa, que me regaló la dirección del hotel cuando cumplí sesenta años–, miro alrededor e imagino. Elimino parte de lo que es y amueblo ese espacio con lo que fue. Es un ejercicio divertido; educativo, incluso. Y ayer lo hice. Estaba leyendo Las cuatro plumas cuando alcé la vista, miré alrededor y me perdí en el tiempo. Ayudaba la música del piano. Y como si viajara a un siglo atrás, lo vi todo de nuevo como pudo ser. O como fue. 
 
Estaban allí otra vez, todos ellos. Les aseguro que los vi, con su distinción y su glamour tan encantadores y elegantes. Tan injustos, también. Con aquel frívolo aplomo que no pocos de ellos, años más tarde, iban a pagar caro en una España donde la vida real, la Historia con mayúscula, siempre termina pasando factura. Pero en ese momento y lugar, la desigualdad, la miseria, la desesperación que acabarían sacudiéndolo todo, quedaban lejos. Hasta la rotonda del Palace, entre las columnas de mármol y bajo el cielo de vidrio multicolor, no llegaban los gritos de cólera que sacudían España y Europa. Sólo la música. Y claro: visto desde aquel lugar privilegiado, el mundo parecía un lugar maravilloso. 
 
Miré alrededor y los observé atento. Hombres apuestos, mujeres como dibujadas por Penagos con sombreros cloche y ligeras túnicas de crespón, cuellos Arrow, corbatas, humo de cigarrillos Kedive, perfume de Coty, vestidos de Chanel, de Worth, de Poiret. Un caballero delgado y correcto, de aire melancólico, subía por la escalera y tras contemplar un momento la rotonda, pensativo, decidía refugiarse en el american bar, ante el camarero. 
 
–Ponme un fizz, Gregorio. 
 
–Ahora mismo, don Luis… ¿Ginebra nacional o importada? 
 
–No seas bromista, hombre. Inglesa. 
 
En los sillones de mimbre conversaban animados, en torno al té y los cócteles, pollos elegantes y niñas bien, muchachas y señoras llamadas Tinita, Nina, Toti. Unas en toda frescura, otras en plena belleza, otras sosteniendo su edad con los andamios habituales. Charlaban o flirteaban con hombres llamados Julito, Quique o conde de Verín, más partidarios de Joselito que de Belmonte. Discutían ellos las bondades mecánicas del automóvil Packard frente al Pierce-Arrow, vestidos con pantalón de pliegues, americana encogida, corbata puente y pelo planchado de brillantina. Unos y otras se hacían confidencias entre risas y sorbos de long drinks
 
–No te pongas Bertini, hija mía. Enamoro al latazo de Polito para fastidiar a Niní, que lo tenía ya para las mulillas. 
 
–¡Catastrófico! Pues yo quiero demasiado a Pepín como para casarme con él. 
 
–Colosal. ¿Y tú qué opinas, Jaime? 
 
–Lo vuestro, chicas, es que descoyunta. 
 
Detrás de las columnas, la orquesta atacó un fox-trot y parejas jóvenes salieron a bailar a la pista mientras las mamás, burguesas, jamonas, aburridas, hablaban de los tés del Ritz, del Armenonville, del Negresco, de las cenas de Cyro’s y de los grandes duques rusos uniformados de porteros en París. Y mientras tanto, moviéndose bandeja en alto entre las mesas, alguno de aquellos impasibles camareros de chaquetilla blanca les tomaba a todos, entre ojeadas de silencioso pronóstico, hechuras para la Casa de Campo o la tapia del cementerio. 
 
6 de febrero de 2022

domingo, 30 de enero de 2022

Una historia de Europa (XXI)

La república romana, antaño virtuosa y ejemplar (ése fue el tópico acuñado por los historiadores de la época, que miraban atrás con nostalgia), se estaba yendo de las manos. Nuevas generaciones de políticos, todos ellos chicos pijos y ambiciosos, de buenas familias patricias, querían mayor tajada de pastel de la que les había tocado hasta entonces; así que, para garantizarse el trinque, hacían mucho la pelota a los militares con tropas bajo su mando. Eres de lo que no hay, Mario, le decían a uno. Lo tuyo es de ganar concursos, Sila, le decían a otro. Quiero un hijo tuyo, Pompeyo, le soltaban al de más allá. Y los espadones aquellos, que no tenían abuela, se lo creían. Y entre batalla y batalla todos robaban a manos llenas. La peligrosa idea del hombre providencial, o sea, el individuo (militar, por supuesto) cuyo talento y audacia acabarían poniendo orden empezó a calar seriamente en la peña, con las previsibles consecuencias: soldadotes en plan flamenco, marcando el ritmo, y todos considerándose providenciales a sí mismos. La palabra dictador volvió a ponerse de moda, esta vez con resonancias siniestras. Encima, y para acabar de arreglarlo, el golferío de las élites ricas y frívolas, los intereses de clase y las costumbres disolutas se adueñaban de Roma, hasta el punto de que Catón el Joven escribió, o dijo: Esta ciudad ya no es más que una agencia de matrimonios políticos enmendada por los cuernos. Para mayor recochineo, las distintas facciones políticas, incluso los fulanos particulares que tenían viruta, pagaban a bandas de gentuza armada que ajustaban cuentas en su nombre. Aquello era ya un sindiós. La paz pública se fue al carajo y, según el historiador Apiano, Cada año se cometía un crimen abominable en el foro. Fue una verdadera guerra social, que no sólo tuvo lugar en las ciudades sino también en el campo, cada vez más devastado por la guerra civil que los jefes militares, convertidos en verdaderos señores de la guerra, libraban entre ellos. En cuanto un miles gloriosus ganaba una batalla en el exterior contra los germanos, por ejemplo, o contra los galos, o contra quien fuera, todos empezaban a darle palmaditas en la espalda y a decirle olé tus huevos, chaval, tú vales mucho. El resultado es que unos y otros se envidiaban y odiaban, se aliaban y se traicionaban; y cuando se les iba la olla y alguien pedía cuentas, soltaban en plan chuleta, como Mario, aquello de A causa del ruido de las armas no he podido oír el de las leyes. Por ahí iba el tono, pues ya eran las legiones las que, manu militari, legitimaban a los gobernantes. Pero no todas las personalidades eran de la milicia. Por esa época, casi a mediados del siglo I antes de Cristo, también destacó un fulano impresionante: un orador, abogado y político llamado Cicerón, intelectual de campanillas, listo y oportunista, uña y carne de financieros y millonetis romanos, al que todos los que estudiamos latín en el cole conocemos por su famoso Quousque tandem abutere, Catilina, patientia nostra? (discurso con el que hizo la puñeta a un tal Catilina, rival político que según él conspiraba contra la República, y al que obligó a echarse al monte y a ser liquidado en una batalla doméstica). Pero, bueno. La salud republicana, con Cicerón o sin él, tenía una pinta muy fea. Dicho en elegante, era una auténtica casa de putas. Y la había puesto peor, si cabe, la revuelta de esclavos más cinematográfica de la historia: la rebelión capitaneada por Espartaco (un gladiador tracio que era clavadito a Kirk Douglas) que en el año 73 a. C. dijo a los romanos «Se va a matar en el circo para que disfrutéis, vuestra puta madre». Así que él y otros setenta compañeros, al principio armados sólo con cuchillos de cocina, liaron un pifostio importante en Capua, huyeron al campo y en poco tiempo se les fueron juntando decenas de miles de esclavos, pastores, gente pobre y demás parias de la tierra, hasta formar un ejército impresionante que devastó las tierras, derrotó varias veces a las legiones y acojonó a Roma entera. La idea de Espartaco era pasar los Alpes y dispersarse en libertad, pero su gente prefirió el saqueo y la revancha en la península itálica. Al fin, un general llamado Marco Craso (rico y de buena familia que quería hacerse un prestigio militar) consiguió derrotarlo, y para dar ejemplo crucificó a seis mil prisioneros a lo largo de la Vía Apia. Lo cierto es que el tal Espartaco, novelas y películas aparte, era un tío muy interesante, listo y valiente como pocos. En sus Vidas paralelas, narrando la de Craso, el historiador Plutarco menciona a Espartaco con simpatía, incluso con admiración, cuando narra el heroico final del antiguo gladiador: Lanzóse contra el propio Craso entre muchos enemigos pese a las heridas que recibía, y aunque no logró llegar hasta él, mató a dos centuriones que le salieron al paso. Finalmente, aunque se quedó solo y rodeado de enemigos, siguió luchando hasta que lo mataron. 
 
[Continuará]. 
 
30 de enero de 2022

domingo, 23 de enero de 2022

Más real que la vida

Más real que la vida Una novela nueva, al menos en mi caso, significa lecturas y relecturas, viajes, cine, libretas que se llenan de notas. Trabajo acumulativo y paciente con arreglo a un plan: personajes y situaciones, estructura, previstos de antemano. Hay autores con un talento extraordinario para navegar sin saber a dónde van, pero no es lo mío. Yo necesito cartas náuticas antes de izar las velas y empezar a moverme. Desde que le doy a la tecla nunca he escrito nada a ciegas. Durante el año o el año y medio que ahora tardo en contar una historia –viajar menos por la pandemia ayuda bastante–, el margen de improvisación resulta amplio, porque es mucho lo inesperado que surge en el camino. Sin embargo, siempre hay un hilo central, una trama. Una disciplina. Un rumbo al que vuelves cuando algo te complica la ruta. 
 
He dicho o escrito alguna vez que siempre fui un novelista feliz, sin excesivas ambiciones y sin complejos. Desde hace treinta y cinco años, cada día que paso en mi casa trabajo un mínimo de cinco horas. A doña Inspiración, de apellido Repentina, no la conozco, o no me fijé nunca demasiado en ella, pues siempre que llama a la puerta me encuentra ocupado, trabajando. Con las musas que susurran párrafos inmortales no tuve suerte. Y es lo que diferencia, supongo, al artista que no soy del artesano de la tecla que sí soy: un narrador profesional que vive de eso. Alguien que no pretende cambiar la historia de la Literatura en cada página, sino que sólo aspira a ser eficaz. A contar bien contada una buena historia. 
 
Eso sí, tengo una ventaja. Déjenme ustedes tirarme algún pegote. Y esa ventaja es la imaginación. La cosa, supongo, viene de cuando era un crío que leía e iba al cine –la tele no la conocí hasta los doce años–. Después de cada tebeo, libro o película, pasaba días dentro de ellos, convertido en Ned Land, Hopalong Cassidy, sir Kenneth el del Leopardo, Ulises, el Capitán Blood, Ojo de Halcón o quien se pusiera a tiro. Tanto entraba en sus historias que llegaba a sentirme de verdad uno de ellos, adoptando sus armas, su lenguaje, sus maneras, sus amores y hasta sus defectos. Incluso buscaba enemigos asociados con los de mis héroes, como un hermano marista apodado El Poteras, protagonista de mutuas antipatías escolares, que durante años fue mi Moriarty particular; y a quien, asumiendo yo una personalidad intermedia entre Fantomas y Rocambole, procuré fastidiar cuanto pude hasta que me expulsaron del colegio. 
 
Todo cambió con el tiempo, claro. Después, mi trabajo me ancló a una realidad áspera en la que, como todo el mundo, perdí unas cosas y obtuve otras. Y al cabo, con la mirada que eso me dejó, escribo novelas. Eso resuelve mi vida y le da independencia, pero sobre todo suscita –soy afortunado– la felicidad de la que hablaba antes. Me devuelve el hábito infantil de sumergirme en historias, personajes, vidas alternativas que no son sólo paralelas a la real, sino que se superponen a ella; que la sustituyen a veces de un modo asombroso. Me permite, en fin, seguir jugando. 
 
Les doy mi palabra de honor –qué pocos la dan ahora, por cierto– de que es verdad lo que digo. Durante la escritura de cada novela vivo más en el mundo de esa novela que en el real. O quizá lo que pasa es que la novela se convierte en más real que la propia vida. Cuanto leo, pienso, hago, sueño, imagino, tiene que ver con la historia en la que ando envuelto. Anoche mismo, por ejemplo, me sentí vilmente cobarde al despertar de una pesadilla, porque el protagonista de la novela que ahora escribo se enfrenta a una situación parecida. Me muevo por lugares sobre los que trabajo no con mi mirada, sino con la de los entes de ficción que sitúo en ese escenario. Observo el mundo asumiendo los defectos o virtudes, los miedos y las pasiones, las incertidumbres y las certezas de los personajes que bullen en mi cabeza. Ellos acaban siendo más auténticos que otros, pretendidamente reales, con los que tropiezo a este lado de la trama. Duermo con ellos pensando qué harán por la mañana cuando me siente ante el teclado, y me despierto siendo ellos, sumergido en su mundo. Preguntándome, y ése es el desafío, si conseguiré contarlo en los dos o tres folios que en los días buenos son el botín de la jornada. Y cuando, cada vez con más desgana, me asomo al mundo pretendidamente real y arrugo el ceño ante lo que de él no me gusta, pienso que tengo la suerte de poseer una vida paralela; ese rumbo que me permite esquivar los escollos y las sombras. Sólo el acto de leer se aproxima a esa clase de evasión, pero nada es comparable al propio libro que día tras día vas leyendo en tu cabeza. 
 
23 de enero de 2022

domingo, 16 de enero de 2022

Una historia de Europa (XX)

Europa no sólo era Roma. Aunque menos civilizados, otros pueblos existían en el norte y el este, más allá de las cordilleras alpinas y los Cárpatos. Cuanto más lejos estaban del Mediterráneo, más brutos eran y menos información hay sobre ellos. Hasta un período comprendido entre los siglos III y I antes de Cristo apenas existen rastros escritos que iluminen las brumas y las sombras de su historia. Son los antiguos textos latinos y la arqueología moderna los que aportan información, y así sabemos que eran poblaciones dispersas de granjas y aldeas dedicadas a la agricultura, el pastoreo, la caza y la pesca: variopinta multitud de rudos estados étnicos y confederaciones tribales cada uno a su aire, dominados por aristocracias rurales. Todo muy primitivo y de aquí te pillo aquí te mato, con un toque cultural más bien celta, de carácter guerrero, donde eran frecuentes el saqueo y hacer la puñeta al vecino, y también los grandes desplazamientos de poblaciones medio nómadas impulsadas hacia mejores tierras por el hambre o la codicia, con lo que implicaba de conflictos, esclavitudes, degüellos y otros bonitos usos sociales de la época. Eso fraguó poco a poco en nuevas formas de vida, y hacia el siglo II a. C. empezaron a ponerse de moda los oppida (palabra que nos viene del latín) y los viereckschanzen (del alemán: fuertes cuadrados), que eran recintos fortificados donde se trabajaban metales, florecía la artesanía y circulaba moneda. También, por esa época, los gobiernos de consejos de ancianos, que eran los de toda la vida, dieron paso a pequeñas monarquías de reyes o régulos que cortaban el bacalao con mayor autoridad y eficacia (era el más bestia de la tribu quien solía hacerse con el poder), hasta el punto de que algunos de esos pueblos, los situados más al sur, empezaron a verse las caras con la pujante Roma, que si te invado y que si no, iniciándose un animado período de paces y guerras fronterizas, trifulcas, áspera vecindad y cambiantes alianzas. Pero lo que alteró de verdad el paisaje de la Europa bárbara (o extranjera, según el viejo concepto griego, vista ahora desde la óptica romana), fue la gran invasión de cimbrios y teutones: movimiento migratorio muy bestia, al filo de los siglos II y I a. C., posiblemente con origen en la actual Dinamarca y el norte de Alemania (según el historiador Plutarco, cimbrio significaba bandido, y por ahí fue el ambiente). Cientos de miles de personas, incluidos mujeres y niños, empezaron a moverse hacia el oeste y el sur en busca de tierras, precedidos por salvajes grupos guerreros que saqueaban todo lo que estaba quieto y mataban o esclavizaban cuanto se movía; y a los que se sumaban, haciendo de la necesidad virtud, otros grupos étnicos de las regiones por las que pasaban dando estopa. Estos invasores nórdicos tenían el pelo rubio y los ojos azules, vestían con pieles y sus hábitos eran de lo más primitivo: mientras las señoras se ocupaban de casa, campos y ganado, los maridos iban de caza, a la guerra, o se dedicaban al oficio más útil en un pueblo guerrero como el suyo, que era la herrería, o sea, la fabricación de espadas, lanzas y puntas de flecha (no es casualidad que en Alemania abunde hoy el apellido Schmidt, asociado con schmied, herrero). Aquellos fulanos no tenían reyes, ni falta que les hacía, pues su sistema de gobierno era electivo sin transmisión familiar, en plan parecido, hilando grueso, a lo que hoy sería un presidente de república. Sus dioses (Thor, Freya y algún otro) nada tenían que ver con los de griegos y romanos: eran deidades tan toscas como quienes los adoraban, y el más pintón resultaba, naturalmente, el de la guerra, que se llamaba Woden, u Odín, y vivía en un palacio del cielo llamado Walhala, donde iban los hombres (y supongo que también las mujeres, aunque no hay pruebas) valientes cuando palmaban. Por influjo de esa gente, y de ese modo, se fueron definiendo un centenar de años antes de Cristo los pueblos de la Europa occidental no romana: cimbrios y teutones dando por saco de un lado para otro (hasta que el general romano Mario los escabechó en las batallas de Aquae Sextiae y Vercellae), germanos en el alto Rhin, galos en la actual Francia, celtíberos en Hispania, belgas en Bélgica, helvecios en lo que hoy es Suiza… El militar, político e historiador Julio César (del que hablaremos cuando toque) iba a describirlos pocos años después en sus Comentarios a la Guerra de las Galias. Los bárbaros, como digo. Las aún indecisas fronteras de una Roma todavía republicana, pero en la que empezaban a pasar cosas raras, con una guerra civil calentita y a punto de nieve. El porvenir de Europa iba a jugarse allí, entre pitos y flautas, y venían de camino episodios apasionantes. Así que no se pierdan ustedes el próximo. 
 
[Continuará]. 
 
15 de enero de 2022

domingo, 9 de enero de 2022

El discurso del rey

Cada año, por estas fechas, Antonio San José y yo nos telefoneamos y pasamos un rato riendo a carcajadas al recordar los viejos tiempos. Antonio es periodista de prestigio y tertuliano de postín, con una densa trayectoria a sus espaldas que incluye, entre muchas cosas, dos puestos profesionales donde coincidimos un tiempo: jefe de la sección de Nacional del Telediario a finales de los años 80 y de Informativos en RNE. Pertenece a esa clase de periodistas viejos, lúcidos y sabios, de colmillo retorcido, con sentido del humor y más mili que el cabo Finisterre. 
 
Nos conocimos cuando llegamos a la tele en 1984 y nos hicimos amigos. A mí acababan de cerrarme el diario Pueblo y él era uno de los fichajes del equipo de Calviño para potenciar los informativos de TVE. Yo cubría guerras y hacía reportajes para En portada e Informe semanal; y cuando no había nada fuera, informaba sobre terrorismo y asuntos más o menos policiales. Dirigiendo una sección muy delicada en términos políticos, Antonio era uno de los activos valiosos de la tele. Congeniamos bien. Era una época de osadías y exclusivas en las que se intentaba hacer una televisión distinta, agresiva, brillante. Y lo conseguíamos. Había un magnífico ambiente en la redacción de Torrespaña. Todos éramos profesionales eficaces. Nos divertíamos con nuestro trabajo. Lo pasábamos bien. 
 
Antonio y yo adquirimos la costumbre de ir juntos a la máquina del café, o reunirnos en su mesa a comentar el trabajo y la vida. Ejercíamos ese cinismo peculiar, marca inevitable del oficio, que los periodistas veteranos desarrollan de modo natural: política, jefes, compañeros. Todo pasaba por esa divertida criba. Raro era el día en que uno no le contaba un chiste al otro, y las carcajadas sonaban fuerte. Eso mosqueaba a los altos jefazos, y recuerdo la desconfianza con que la jefa de Informativos, María Antonia Iglesias, nos observaba de lejos al vernos en un rincón, haciendo nuestro trabajo pero riéndonos de lo divino y lo humano. «Cuando veo a esos dos cabrones juntos, conchabados –le dijo a Julio de Benito, director del TD1– me echo a temblar, porque temo lo que estén maquinando». 
 
Dábamos motivos. Al preparar piezas para los telediarios, procurábamos hacerlas de modo que atrapasen la atención de los espectadores. Ideábamos reconstrucciones, trucos, nuevos modos, sin perder por eso rigor informativo. Cuando el papa Juan Pablo II visitó Madrid, Antonio me permitió hacer una entradilla mostrando un fusil con mira telescópica mientras decía: «Desde que se inventó esto, los viajes papales ya son otra cosa». Y cuando los jefes pusieron el grito en el cielo, me cubrió las espaldas. Hacíamos toda clase de pirulas. Otra vez les pusimos medias en la cabeza a los chóferes de Torrespaña y les dimos pistolas prestadas por la policía para reconstruir con imágenes –advirtiendo que era eso, claro– un atraco a un banco. Los jefazos se acojonaban y nos echaban unos chorreos enormes, pero subía la audiencia del telediario y tenían que comerse nuestras gamberradas con patatas. Nos necesitaban, y eso nos hacía intocables. Y entre una cosa y otra, más chistes. Más carcajadas. Más miradas recelosas de la jefa de Informativos cuando nos veía maquinando en un rincón. Fue un tiempo feliz, con los compañeros más queridos: Miguel Ángel Sacaluga, Carmen Enríquez, Alicia Gómez Montano. Tiempo de amistad y lealtades que aún perduran. 
 
El momento cumbre con Antonio San José, mi mejor recuerdo, fue por estas mismas fechas. El 25 de diciembre de 1985 el telediario iba reducido a la mínima expresión. Los redactores tenían día libre y sólo trabajaban los jefes de sección. En Nacional, el asunto único era el discurso de Nochebuena del rey Juan Carlos I. Antonio iba a encargarse, pero para hacerle compañía fui a Torrespaña. Y estábamos en la sala de montaje haciendo corta y pega para dejar la pieza en minuto y medio –imaginen la guasa entre el rey, Antonio y yo–, cuando la jefa de Informativos se asomó y quedó aterrorizada al vernos juntos. «¿Lo estáis haciendo vosotros dos?», preguntó descompuesta. «Porque sois capaces –añadió– de hundir la monarquía». Eso nos dio una idea, así que hicimos dos montajes. Uno era la pieza como iba a ser emitida, respetuosa y formal. La otra, un disparate de incoherencias y contradicciones que sometimos a supervisión de la jefa con la actitud más natural del mundo. María Antonia Iglesias se la zampó entera, los ojos muy abiertos, sin decir una palabra. Al terminar nos miró muy seria y dijo: «Estáis como cabras y sois dos hijos de puta». Y entonces Antonio soltó una carcajada y respondió: «Aciertas al cincuenta por ciento, jefa. Somos dos hijos de puta». 
 
9 de enero de 2021

domingo, 2 de enero de 2022

Una historia de Europa (XIX)

Los romanos eran gente dura y sensata. Aniquilada Cartago, dueños del mundo mediterráneo, aplicaron sus puntos de vista tanto en la metrópoli como en los lugares donde se instalaban, tras conquistarlos, con la intención de quedarse en ellos para siempre (y continúan estando, porque en cierto modo muchos europeos seguimos hoy siendo romanos). Su lengua, el latín, la escribían con un alfabeto que al principio tuvo sólo veintiuna letras. Mientras se estuvieron dando de hostias con enemigos y vecinos, los libros no fueron necesarios, pues no había retórica que superase la eficacia de un buen degüello; pero a medida que dejaban de ser sociedad elemental para convertirse en otra compleja, empezaron con el derecho, y luego pasaron a la literatura y la historia. La importancia que el libro, en sus formas de entonces, adquirió a partir del siglo I antes de Cristo fue enorme, y desde ese momento la literatura latina empezó a ser lo mucho e importante que hoy recordamos y disfrutamos: Terencio y Plauto en el teatro, Cicerón en el ensayo, César, Salustio, Tito Livio y Tácito en la historia, Catulo, Virgilio y Horacio y Ovidio en la poesía, Vitrubio en la arquitectura, Catón, Séneca, Lucano, Petronio, Apuleyo y todos los demás: una nómina de talento espectacular que empezó bajo influencia de la cultura griega y acabó siendo romana. Porque si la refinada Grecia (donde las familias pijas enviaban a estudiar a sus hijos) era el referente gracias a su glorioso pasado, los nuevos campeones del mundo mejoraron la copia. Prácticos como eran, construyeron la vasta red de calzadas romanas, vías de comunicación para el comercio y la guerra (dos mil años después todavía se conservan, y numerosas carreteras siguen hoy su trazado original) y aplicaron su talento, entre otras cosas, en dos grandes novedades ciudadanas: acueductos que traían agua fresca (véase el de Segovia, que acojona) y cloacas subterráneas, o sea, alcantarillas (nombre árabe, por cierto) para llevar las aguas sucias a donde no fuesen dañinas ni causaran enfermedades. Y ya metidos en arquitectura, lo cierto es que embellecieron tanto las ciudades de la península itálica como las de provincias y lugares donde se asentaron. Gracias a eso hay ruinas romanas, incluso edificios casi intactos, en lugares insospechados de Europa, Cercano Oriente y norte de África. De ese modo, la república creció hasta hacerse tan poderosa que cobraba tributos a todo cristo. Sus naves surcaban el Mediterráneo llevando y trayendo aceite, vino, salazones y trigo (y también las famosas bailarinas de Gades, atractivas señoritas que arrasaban en la época), los esclavos eran comercio y mano de obra, y todo eso convirtió a Roma capital en la ciudad más rica y marchosa del mundo. Los senadores y millonetis tenían su clientela, pelotilleros que trincaban de ellos y acudían cada mañana a saludarlos a casa, los escoltaban al foro y votaban lo que les ordenaban. La pasta le salía a la clase pudiente por las orejas, y se invertía en obras públicas, templos, termas, circos y anfiteatros (la arquitectura fue ultramoderna y revolucionaria). Lo de circos y anfiteatros no era cosa menor, pues servían para tener contento al pueblo. Cuando había malestar social se organizaba un espectáculo con fieras zampándose a condenados a muerte, crucifixiones (eso encantaba a la peña), carreras de cuadrigas o combates de gladiadores, y todos se quedaban más a gusto que un arbusto. Tranquilitos y a dormir. Lo mismo que hoy somos hinchas de equipos de fútbol, los romanos lo eran de aurigas y gladiadores famosos: los hombres los adoraban y las señoras se los rifaban. Pan y circo, se llamaba aquello; y cuanto menos pan, más circo (quizá les suene a ustedes el concepto). El problema fue que las crecientes diferencias sociales, el peso cada vez mayor de los militares en la vida pública, la decadencia de las austeras virtudes fundacionales, pasaron factura a la antaño ejemplar república romana. Y por ahí se fue colando la ambición: todo el mundo empezó a ver al ejército (las legiones eran la máquina de guerra más profesional y eficaz de su época) como defensor de sus intereses. Las clases altas adulaban a los generales; y para los soldados, que sus jefes tuviesen poder significaba mejores botines y buenos repartos de tierra al jubilarse. Así que los militares empezaron a preguntar qué hay de lo mío. La idea de que la autoridad de un hombre providencial podía ser más eficaz que los tejemanejes de la política ciudadana empezó a cuajar peligrosamente. Y cuando en el año 88 a. C. el general Sila marchó sobre Roma con sus legiones, la república quedó herida de muerte y la expresión bellum civile (guerra de los ciudadanos) entró para siempre en los diccionarios. 
 
[Continuará].
 
2 de enero de 2022

domingo, 26 de diciembre de 2021

Encantados de haberse conocido

Encantados de haberse conocido Los que tenemos cierta edad y vivimos el franquismo –empecé a colaborar en periódicos muy jovencito, hacia 1967– recordamos la importancia que los medios informativos daban a los políticos del régimen, que en esa época lo eran todos, en plan visitó un taller el excelentísimo señor subsecretario de Trabajo, o en los juegos florales entregó el premio la distinguida señorita Sónsoles de la Muñeira, hija del señor alcalde. Todo cuanto tenía personaje político de por medio era reseñado minuciosamente, y pobre del medio informativo que no cumpliera. Como hoy, salvando el contexto. La diferencia, a favor de los periodistas de antes, es que informar sobre cualquier actividad de un ministro, un gobernador civil, un alcalde o un jefe local del Movimiento –succionarles el ciruelo, dicho en plata– era obligatorio. Mientras que ahora se trata de una actividad periodística voluntaria, a veces entusiasta. Y no sólo eso. Si uno se fija, buena parte de la información política en España va por ahí. Por la letra pequeña. Por la chorrada. 
 
No recuerdo ahora ningún otro país europeo donde los medios informativos, periódicos, radio y televisión, dediquen tanto espacio a la política. Eso no es malo en sí: la política es necesaria en democracia, y un ciudadano informado sirve mejor a sus compatriotas y a sí mismo a la hora de meter su voto en la urna. El problema es el exceso. La saturación que lleva más allá de lo razonable y útil, incluyendo la descripción detallada de todos los pormenores referentes a partidos políticos: el continuo protagonismo que la clase política tiene en nuestra vida informativa. 
 
La aberración llega al punto de que en España es más conocido un político de medio pelo, cualquier tiñalpa analfabeto, que un economista, un escritor, un científico, un músico, un filósofo, un cineasta. Tampoco la información internacional, tan necesaria en el mundo en que vivimos, ocupa el lugar debido. Por ejemplo: pese a la importancia que Hispanoamérica tiene para España, sólo se habla de ella cuando hay elecciones presidenciales, tragedias o incidentes graves. Venezuela, Cuba y poco más. Consideren cuántos nombres de presidentes hispanoamericanos conocemos los españoles. Sin embargo, vivimos informados por tierra, mar y aire de la moción de censura en el ayuntamiento de Villaperales del Canto, de si el edil de Mataconejos cae mal a la ejecutiva de su partido, de si el alcalde y la presidenta de una comunidad se saludaron en un acto público, de si un asesor ministerial cenó con fulano o mengano, de si la ministra de Exteriores y la de Igualdad se miraron a los ojos o se hurgaron displicentes la nariz. 
 
Hay una explicación. Este disparatado lugar que habitamos son 17 Españas que exigen, no sin razón, un trato semejante. Todos deben ser mencionados para que nadie se sienta al margen; de modo que lo que en ningún país normal abriría un telediario, aquí sí lo hace. Un bostezo de la alcaldesa de Barcelona, una sombra de ojos de la presidenta de Madrid, el escupir un hueso de aceituna de un político, un concejal tránsfuga, llenan informativos con escaletas de telediario que aburren a las ovejas: políticos, Covid, ayudas europeas, volcán y vuelta a empezar. Con los personajes de cada taifa reclamando espacio y los periodistas concediéndoselo para que nadie se sienta marginado, por Dios. Para que todos queden contentos. 
 
Eso hace creer a nuestros políticos que son algo más que piezas intercambiables en un mecanismo llamado democracia. Oyes hablar a algunos, adviertes su aplomo, su arrogancia, y comprendes que oírse nombrar a diario los trastorna hasta hacerlos sentirse el ombligo del mundo. Dije alguna vez –después de 30 años escribiendo esta página temo haberlo dicho todo alguna vez– que durante siglos España estuvo en manos de aristócratas y obispos que gobernaron vidas y trazaron rumbos, cuando los hubo. Unos y otros quedaron atrás, pero vino el relevo. La clase política es la nueva aristocracia y el nuevo episcopado: la que moldea una España a la medida de su cochino negocio. Pero no lo hace sola. Nadie consigue eso sin la complicidad de víctimas e intermediarios. En lo que a los ciudadanos se refiere, estar informado es salud democrática. Lo perverso llega cuando la clase dirigente, encumbrada por quienes la adulan y aplauden, pues también viven de ella, contamina a los ciudadanos con su egoísmo, su simpleza argumental y su vileza sectaria. Con las menudas, íntimas y lamentables miserias que decepcionan y alejan a la gente honrada. Estar politizado no es malo, siempre y cuando quien no piensa como tú lo exprese en libertad, se debatan ideas, y de ese modo se llegue a conclusiones lúcidas e inteligentes. Pero saber que a un concejal de Sangonera la Seca le ha salido un flemón en una encía no ayuda una puñetera mierda. 
 
26 de diciembre de 2021

domingo, 19 de diciembre de 2021

Una historia de Europa (XVIII)

Cartago y Roma eran demasiados gallos y demasiada chulería para un solo corral, y aquello sólo podía acabar de mala manera. De todas formas, el proceso fue largo y sangriento: un siglo y pico, entre el año 264 y el 146 antes de Cristo, estuvieron arrimándose candela en varias guerras sucesivas, tal vez el conflicto armado más largo del mundo antiguo, que marcarían el futuro de Europa. Las guerras púnicas (se llamaron así porque púnico era el dialecto fenicio que hablaban los cartagineses) fueron tres, y las conocemos bien porque fueron los primeros sucesos que animaron a los romanos a escribir su propia historia, primero en griego y luego en latín. Eso sigue teniendo importancia, pues las lecciones tácticas y estratégicas de aquellas batallas fueron estudiadas durante veintidós siglos y lo siguen siendo hoy en las academias militares, hasta el punto de que Napoleón, Federico el Grande, Rommel o los generales de las dos guerras del Golfo las mencionaron a menudo. La primera de esas guerras fue de especial ferocidad, librada en torno a Sicilia y Cerdeña, principalmente naval, y terminó con la victoria romana de las islas Égadas y su posesión de aquellas islas mediterráneas. Para recuperarse del revolcón, Cartago buscó una expansión occidental extendiéndose por la península ibérica. Los iberos, muy en su estilo de toda la vida, se dividieron en dos bandos, pro-romano y pro-cartaginés, y el ataque púnico a la ciudad de Sagunto, que era amiga de Roma, desencadenó la segunda guerra, que ya se estaba haciendo esperar. Apareció allí uno de esos fulanos que la Historia produce de vez en cuando: uno de los grandes. Se llamaba Aníbal, cartaginés, hijo de Amílcar y hermano (o cuñado, ya no me acuerdo) de Asdrúbal; y era, como se dice ahora, un puto genio. Mientras los romanos andaban con el bolo colgando, dubitativos sobre si atacar en Hispania o en África, Aníbal (que era tuerto, pero con un ojo veía más que ellos con dos) les jugó la del chino dispuesto a calzárselos por detrás: en un visto y no visto cruzó los Pirineos con un ejército impresionante (con elefantes y todo, el tío), pasó por el sur de la Galia y los Alpes, se metió en Italia repartiendo estopa a diestro y siniestro, y derrotó a los romanos en las batallas de Tesino, Trebia, el lago Trasimeno y Cannas, donde el destrozo fue de órdago: en esta última palmaron 40.000 romanos, uno más o uno menos. A punto estuvo el cartaginés de llegar ad portas de Roma capital; y a los romanos, aterrorizados, no les cabía un cañamón por el ojete. Sin embargo, también ellos tenían hombres excepcionales, y uno se llamaba Escipión, hijo de otro Escipión. Mientras Aníbal, ahíto de victorias y cansadas sus tropas, se relajaba en Italia perdiendo fuelle, los romanos, mostrando unos reflejos admirables y una extraordinaria capacidad de recuperación, enviaron a Escipión padre a Hispania con un ejército que empezó a hacer allí la puñeta, complicándoles la retaguardia a los cartagineses. Luego, muerto el padre, Escipión hijo (Publio Cornelio de nombre), que resultó ser un tío estupendo, un fenómeno y todo un caballero, tomó Qart-Hadast (desde entonces, Cartago Nova) y Gádir (desde entonces, Gades) y asentó del todo a Roma en la península antes de desembarcar en África, llevando la guerra a la misma Cartago. Aníbal, claro, tuvo que volver a toda leche porque se le quemaba el solar; pero en el año 202 a. C., cuatro después de que ya no quedase un cartaginés en Hispania, Escipión derrotó al general tuerto en la batalla de Zama. Lo hizo polvo, y el golpe fue de pronóstico grave: Cartago, hecho una piltrafa, no tuvo más remedio que firmar la paz, consagrando el dominio de los romanos sobre un Mediterráneo que ya empezaban a llamar, viniéndose arriba, Mare nostrum. Sin embargo, Cartago seguía coleando en África; y Roma, implacable y tenaz, quiso rematar la faena. Así que con el pretexto de un conflicto en Numidia, azuzada por los discursos de un político duro y austero llamado Catón que dijo aquello de Delenda est Carthago (hay que darles hasta debajo de la lengua, en traducción libre), declaró la tercera guerra, y en el 146 antes de Cristo la ciudad fue arrasada hasta los cimientos. Los supervivientes fueron vendidos como esclavos y el último reducto cartaginés, borrado del mapa, se convirtió en provincia romana de África. En el mundo entonces conocido, a la república de Roma no había ya quién le mojara la oreja. Aunque la verdad es que no se lo regaló nadie. El historiador Polibio, que fue amigo de Escipión y estuvo presente en la destrucción de Cartago, lo explicó de maravilla: Las conquistas romanas no se debieron al azar. Fueron resultado natural de la dura escuela obtenida en la dificultad y el peligro
 
[Continuará] 
 
19 de diciembre de 2021

domingo, 12 de diciembre de 2021

Una historia vieja y triste

Era rollizo, feo y patoso. Lo llamaré Pablo, aunque algunos –las chicas sobre todo, pues alguna era despiadada– lo apodaban Grasitas. A veces lo hacían en su propia cara, y él lo encajaba con humor resignado y benévolo porque era una excelente persona. Lo conocí en 1972, durante el tiempo que viví en un colegio mayor universitario de Madrid. Había otro de chicas muy cerca y la relación era estrecha. Hacíamos pandilla con ellas, íbamos a las discotecas o a escalar a la sierra, pasábamos largas veladas discutiendo de política, de cine, de música. De cuanto anhelábamos. Agonizaba el franquismo, en Madrid se calentaba la movida cultural y el futuro estaba a la vuelta de la esquina y nos parecía espléndido. 
 
Pablo era huérfano de padres. Quería estudiar Medicina. Llegó en mi segundo año de estancia en el colegio mayor, desvalido y torpe. Así que los amigos y yo –Pepe Tejada, Esteban, Manolo, Vicente– lo tomamos bajo nuestra protección para protegerlo de las novatadas. Su agradecimiento hizo que se nos pegara como una lapa. Era obsequioso y leal, siempre dispuesto a hacer algo por los demás. Nuestras amigas también lo adoptaron, aceptándolo. Venía con nosotros al cine, a la discoteca Copains o a El Latigazo. Las chicas eran listas y guapas, nosotros teníamos aspecto razonable –pocos no lo tienen, a esa edad–, y soplaban aires de libertad, de modo que entre unas y otros se daban situaciones que ustedes pueden imaginar. Nos las arreglábamos bien, excepto Pablo. Ya he dicho que era gordito, feo y torpe. No se comía una rosca. Y cuando se lo proponían, las chicas eran –supongo que lo siguen siendo– bastante cabronas. Pero él lo llevaba, como dije antes, con humor y resignación. Incluso cuando algún imbécil lo llamaba Grasitas en la cara. En todo caso, no se hacía ilusiones. Asistía a nuestros episodios con solidaridad de camarada, alegrándose. Así aprendo, decía. Para cuando me toque. 
 
Pero nunca le tocaba. Supongo que hoy, a cincuenta años de aquello, no es fácil para un joven imaginar cómo eran las cosas entonces. En interminables charlas nocturnas bebiendo café y vodka en alguna habitación los amigos dábamos a Pablo consejos sobre esto y aquello: cómo acercarse y entablar conversación –regla de la aproximación indirecta, primero la amiga fea– y cómo llenar silencios. Aplicado como buen alumno, escuchaba atento y tomaba nota de todo, pero a la hora de actuar era un desastre. Se volvía invisible para ellas. Llegamos a sufrir por él, pues lo queríamos mucho. Su bondad era desconcertante. Había perdido a sus padres muy pequeño; y una noche, en una sesión de hipnotismo –Vicente, aficionado a esas cosas, intentaba hipnotizar sin éxito a Pepe–, fue Pablo, que estaba cerca, quien de pronto inclinó la cabeza y, para nuestro asombro, empezó a hablar con su madre muerta. Nos enterneció tanto que emparejarlo con una chica se convirtió en nuestra obsesión. 
 
Lo conseguimos al fin, con ayuda de nuestras amigas: una cita en una cafetería de Madrid y luego cine y discoteca. Durante días lo preparamos para el momento crucial, le dimos consejos sobre cómo comportarse y qué decir. Pablo estaba ilusionado y feliz. El día de autos lo hicimos ducharse y lo afeitamos nosotros mismos. Esteban le prestó su mejor camisa y yo lo repeiné y le puse en la cara unas gotas de colonia Nenuco. Lo acompañamos al autobús y lo despedimos deseándole suerte. Ya nos contarás esta noche, dijimos. Pepe, que como buen gaditano era un optimista, le había metido un preservativo en un bolsillo. 
 
Después de cenar estábamos en mi habitación fumando Ducados y bebiendo Smirnoff cuando apareció Pablo, deshecho. Lloraba. Había esperado tres horas y media, pero la chica no se presentó nunca. Se derrumbó a nuestro lado, sobre mi cama. Siguió llorando mientras lo abrazábamos y le poníamos en la mano un vaso de vodka tras otro. Hizo un globo soplando en el preservativo y lo reventamos con un cigarrillo. Al fin se quedó dormido, húmedo el rostro de lágrimas. Cargándolo entre todos, lo llevamos a su habitación. 
 
Yo empezaba a trabajar y a viajar en serio por esas fechas. Poco después dejé el colegio mayor y alquilé un apartamento. No volví a ver a Pablo. Me dijeron que abandonó la carrera y se alejó por las vueltas y revueltas del camino. A partir de ahí ignoro qué fue de él. Pero si aún vive y lee esta página, deseo que sepa que no lo he olvidado. Que su fracaso de aquel día fue también el de cuantos lo queríamos. Que sus amigos nunca lo llamamos Grasitas. Y que estoy seguro de que la vida le habrá concedido, al fin, toda la felicidad que su nobleza y su bondad merecían. 
 
12 de diciembre de 2021

domingo, 5 de diciembre de 2021

Una historia de Europa (XVII)

Si miramos un mapa del Mediterráneo, comprobaremos que Italia tiene forma de bota y que frente a la puntera de esa bota, como si fuese a dar una patada a un balón, está Sicilia, que sería el balón. Pues bueno: justo detrás de ese balón, desde el siglo VIII antes de Cristo, estaba Cartago. Y lo del fútbol y las patadas no está cogido por los pelos, ni mucho menos. Porque aquel partido fue encarnizado y sangriento, y decidió el futuro de una Europa que, de haber sido otro el resultado, tal vez sería hoy más africana de lo que es. El asunto es que Cartago era un antiguo establecimiento fenicio, ciudad-estado que había crecido de modo espléndido con la metalurgia, la construcción naval, el comercio y la agricultura (el Manual agrario del cartaginés Mago tuvo enorme influencia cuando se tradujo al griego y al latín). Y mientras Tiro y Sidón declinaban en el Oriente mediterráneo, este enclave se hacía rico y poderoso al otro lado del mismo mar. Cuando hacia el siglo IV a. C. empezó a darse codazos serios con Roma, Cartago era de verdad impresionante. Además de casi toda la costa mediterránea de África, estaba asentada en Sicilia, media España y sur de Francia. Sus marinos eran los más expertos: se aventuraban más allá del estrecho de Gibraltar (llegaron hasta Canarias y las Azores), y navegaron hacia arriba la costa de Europa y hacia abajo la de África, como lo probó una antigua tabla de bronce en la que se narraba el Periplo de Hannón, general y navegante cartaginés que, echándole agallas, barajó el litoral atlántico africano para conseguir establecimientos comerciales y llegó hasta Camerún. Que ahora parece fácil, claro, pero imaginen la hazaña. En cuanto a las aguas del norte, otro marino cartaginés, un tal Himilcón, siguiendo las antiguas rutas náuticas de fenicios y tartesos, alcanzó, o eso dicen, las islas Oestrímindas o Casitérides (o sea, Irlanda y Gran Bretaña) en busca de plomo y estaño. Todo eso fue posible, entre otras cosas, porque en Cartago había mucho dinero y muchas ganas de tener más. La gente con viruta iba a instalarse allí como ocurre hoy en Mónaco, Suiza, Wall Street, la City de Londres y lugares parecidos, y su estructura económica era la más avanzada de su tiempo, hasta el punto de que mientras en otros lugares (la creciente Roma, por ejemplo) sólo acuñaban monedas, en Cartago circulaban ya billetes de banco en forma de tiras de cuero estampilladas con su respaldo en oro o plata. A los cartagineses de clase alta les gustaba vivir bien, su urbanismo era moderno y tenían bibliotecas. Funcionaban con un senado de familias de clase alta, como los romanos, y tenían sus propios dioses. Los principales se llamaban Tanit, que era una señora, y Baal: un grandísimo hijo de puta al que sacrificaban niños para tenerlo contento (cuando tocaba a los ricos entregar a uno suyo, compraban el de una familia pobre y ahí nos las den todas). Las mujeres estaban bastante marginadas e incluso solían ir con velo, pero (o eso afirman Polibio, Plutarco y Apiano, historiadores que barren para casa) la moral orillaba lo disoluto, o sea lo guarro, y los cartagineses eran comedores, bebedores y puteros. En lo militar no se rompían los cuernos propios: la cosa bélico-patriótica la subcontrataban a un ejército de mercenarios (sobre cuya rebelión en el 241 a. C. escribió Flaubert una novela mala e irreal llamada Salambó, pero curiosa de leer). Mercenarios, por cierto, entre los que había un buen manojo de los que luego serían llamados españoles: turdetanos, bastetanos, oretanos, baleares, etcétera. Esto era normal, habida cuenta de que para entonces la presencia cartaginesa en la península ibérica era notable. Un general llamado Amílcar Barca había desembarcado en la antigua colonia fenicia de Gádir (Cádiz) en busca de poder militar, materias primas, soldados y metales preciosos. Pero aquel cartaginés no sabía con qué gente tan peligrosa se jugaba los cuartos; porque en cuanto se descuidó media hora, un caudillo local le dio matarile a traición. Tomó el relevo su pariente Asdrúbal, que se casó con una de allí para asegurarse el pescuezo. Entre lo grande de Asdrúbal se cuenta fundar en el Levante peninsular la importante ciudad de Qart-Hadast (después llamada Cartago Nova y Cartagena) para tener una plaza fuerte y un puerto seguro desde donde controlar las minas de plata y plomo de la región. De esa forma, casi toda la península ibérica al sur del Ebro quedó bajo control (relativo, claro) de los cartagineses. Y por esa razón, en el conflicto que se avecinaba entre Cartago y Roma, o sea, el gran partido de fútbol que ya iba estando a punto de caramelo, la futura España tendría un papel importante, del que hablaremos en el próximo capítulo. 
 
[Continuará] 
 
5 de diciembre de 2021

domingo, 28 de noviembre de 2021

Teoría del sombrero

Los rojos no usaban sombrero
, afirmaba un anuncio —genial de puro eficaz— de la sombrerería madrileña Brave en la posguerra española. Y, bueno. Sin que sea esa la razón, hace quince años que uso sombrero a diario, tanto en invierno como en verano: fieltro con los fríos y panamá cuando llegan el sol y el calor. Aunque la costumbre viene de mis tiempos de reportero dicharachero, cuando solía cubrirme con sombreros de lona del ejército británico, raros entonces, pero que inspirarían los sombreros de caza y pesca hoy tan habituales. En realidad mi primer sombrero de verdad fue un Stetson clásico que compré hace dos décadas en San Juan de Puerto Rico; y luego, poco a poco, fueron llegando otros. Considero que los sombreros son útiles por varias razones: hace tiempo que entré en la edad adecuada, me agrada su uso, abrigan en invierno y protegen del sol cuando a los setenta tacos, que acabo de cumplir, el pelo clarea y conviene andarse con ojo. 
 
Ya escribí otras veces sobre eso. Los lectores lo recuerdan, y a veces me preguntan. Ahora, con la proximidad del invierno, algunos piden consejo sobre cómo utilizarlos o dónde comprarlos. No soy especialista en sombreros; pero, como digo, los uso a menudo. Así que hoy les cuento lo que sé de ellos. Y lo primero de todo, aparte su utilidad, es la necesidad de cubrirse con el modelo adecuado. En materia de sombreros, la línea que separa lo correcto de lo ridículo puede ser sutil. Uno debe buscar modelos que encajen con su aspecto físico y su forma de vestir. A alguien de baja estatura, un Fedora —fieltro, alas de más de seis centímetros de ancho— puede sentarle tan mal como a alguien rollizo un Porkpie —copa baja, ala muy corta vuelta hacia arriba, frecuente en músicos y gente del espectáculo—. Y no es lo mismo llevar un sombrero determinado cuando paseas por el campo que cuando vistes de ciudad (donde, a partir de cierta edad, la gorra de beisbol más elegante es la que no llevas puesta). Mis favoritos con lluvia o para viajes son los clásicos de gabardina, cada vez más difíciles de encontrar. Para el campo, blandos de tweed. En verano, los panamá Montecristi con ala de seis centímetros como máximo. Y en ciudad, el modelo Trilby, preferentemente Borsalino con copa alta y ala no mayor de cinco centímetros y medio —a las señoras esos sombreros masculinos les sientan muy bien, sobre todo con el pelo recogido en trenza o coleta—. Detalle importante: ningún sombrero de hombre debe verse nuevo, sino ligeramente usado (y atención a la talla, pues encogen un poco con el uso). En cuanto a calidad, mejor uno bueno que varios baratos. En Madrid recomiendo tres lugares: Casa Yustas, Medrano y La Favorita. En Barcelona, la tradicional tienda Mil. Y en clásicos extranjeros, las mejores que conozco son Bates o Lock en Londres, Simon en París —también Marie Mercier para las señoras—, Azevedo Rúa en Lisboa y la pequeña y bien surtida Luciana de Génova. 
 
Dicho lo cual, vamos a lo importante. Mientras que una señora no ha de quitarse el sombrero casi nunca, los varones sí deben hacerlo. Eso es lo que marca la diferencia entre un usuario habitual y un aficionado o alguien con mala educación. En cuanto a lugares, hay una regla básica: quitárselo siempre bajo techo, sobre todo en iglesias y lugares o momentos de respeto, excepto en eventos deportivos, transportes, ascensores y edificios públicos como aeropuertos, estaciones de ferrocarril y grandes galerías comerciales. En cuanto al saludo a otras personas, la tradición exige quitárselo al saludar a una señora, a un amigo muy apreciado o a una persona mayor. Para pedir disculpas, agradecer algo o saludar al paso de un conocido, un ademán adecuado —que observé a menudo en mi padre y mi abuelo— puede ser tocarse con el pulgar y el índice el ala del sombrero. 
 
Pero es al descubrirte cuando te juegas el prestigio de usuario. Quitarse un panamá de buena calidad, doblarlo y metérselo en un bolsillo, aparte de que es una gilipollez propia de esnobs y de pijos cantamañanas, acorta la vida del sombrero. Fieltro o panamá, el sombrero debe tenerse en las manos sostenido por un ala o dejarlo en el guardarropa, colgarlo en el lugar idóneo e incluso, si no hay otro sitio en un bar o restaurante (toque de estilo donde se la juega un profesional del asunto), ponerlo con toda naturalidad bajo la silla, vuelto hacia arriba con la copa apoyada en el suelo si está razonablemente limpio. En realidad, y esto también lo decía mi abuelo, que los usó toda su vida —mi padre sólo hasta principios de los años 70—, lo importante de un sombrero no es tanto llevarlo en la cabeza como saber cuándo quitártelo y qué hacer con él si te lo quitas. Un sombrero es todo un ritual. Casi una liturgia. Y de ahí su encanto. 
 
28 de noviembre de 2021

domingo, 21 de noviembre de 2021

Una historia de Europa (XVI)

En menos de noventa años, entre el siglo IV y el III antes de que naciera Jesucristo, los romanos conquistaron el resto de la península italiana. Todo fue ocurriendo sin prisa pero sin pausa, con una política territorial oportunista, agresiva e implacable. Libraron guerras con todos sus vecinos, los sometieron y les impusieron su lengua, el latín. No fue fácil, claro. Aquellos romanos que se habían librado de sus reyes para instaurar una república vivieron no pocos sobresaltos, incluido el saqueo de la capital por unos bárbaros celtas conocidos como galos (los de Astérix y Obélix, pero un poquito antes) y una larga enemistad con Cartago de la que hablaremos otro día. Lo que importa ahora es que, a punto de empezar su expansión por las orillas del Mediterráneo y convertirse en dueña del mundo, creciendo en población y dinero gracias a sus conquistas, Roma se fue dotando de estructuras políticas, sociales y militares decisivas para su grandeza. Fue el tiempo (más tarde añorado y tal vez exagerado por historiadores e intelectuales romanos) de la austeridad, el trabajo y las virtudes republicanas. No había todavía un ejército profesional ni se contrataban mercenarios: el soldado era el propio ciudadano. Se dejaba el arado para combatir a los enemigos y se retornaba a él cuando llegaba la paz. La autoridad se basaba, o decía basarse, en la rectitud moral, la disciplina, la religión, el trabajo y la familia, cuya figura principal era la paterna (el paterfamilias), con imperio absoluto sobre sus componentes, incluido el derecho de vida y muerte. Las hijas vivían sometidas hasta que su papi las entregaba en matrimonio, limitándose a cambiar de dueño. La máxima autoridad política era el senado, controlado al principio por las familias patricias (patricios eran los más ricos y privilegiados, y plebe el pueblo en general), y que más tarde, con la evolución social, fue combinándose con instituciones y figuras más igualitarias. En el aspecto religioso, los romanos salieron eclécticos: tenían dioses a los que respetaban escrupulosamente (muchos de origen griego), pero no ponían pegas a adoptar los de los pueblos conquistados, con lo que llegó un momento en que su Panteón estaba hasta las trancas: tenía deidades para todos los gustos, y Petronio (un guaperas elegante de los tiempos de Nerón) llegó más tarde a chotearse diciendo que había más dioses que ciudadanos. Por lo demás, la prosperidad crecía con el comercio y los esclavos, que era mano de obra conseguida en las conquistas o vendida por los piratas. Aparecieron los equites o caballeros, clase media alta y ricachona, y el pueblo reclamó acceder a todas las magistraturas del Estado. Como nadie regala nada, no faltaron disturbios, pero se impusieron nuevos modos; y a partir de entonces, en todo lo oficial figuraron las siglas SPQR (Senatus Populusque Romanus). Se llegó así a dos figuras novedosas. Una fue la del dictador, palabra todavía desprovista de sentido negativo: un fulano serio y respetable al que se otorgaban durante seis meses todos los poderes, en momentos de grave peligro para la república, y que renunciaba al cumplir su mandato. La otra fueron los tribunos de la plebe, representantes del pueblo cuya influencia equilibró la de los cónsules (altos magistrados procedentes de la pomada dirigente), y cuyas figuras históricas acabarían influyendo, con el paso de los siglos, en el parlamentarismo británico, la Revolución Francesa y la constitución norteamericana (que ya es influir). Los tribunos más dicharacheros y famosos fueron los hermanos Graco: dos chicos de buena familia que se pusieron de parte del pueblo (populismo de clase alta mezclado con ideas sinceras) y dieron la brasa a cónsules y senadores hasta que sus enemigos, como se veía venir, les dieron las suyas y las del pulpo. El caso fue que la lucha por la igualdad, las conquistas, el comercio y otros etcéteras necesitaban garantías formales; y eso dio lugar a algo que hoy sigue vigente o influye en buena parte de la Europa actual: el Derecho romano. O sea, un conjunto de leyes que regularon comercio, libertades y obligaciones, y que se fueron sucediendo y ampliando desde mediados del siglo V a. C. De esa forma, entre pitos y flautas, y al menos hasta finalizar la segunda guerra contra Cartago, aquella cada vez más sólida y asombrosa República conoció momentos de tanto equilibrio entre cónsules, senado y pueblo, que el historiador Polibio (un griego que llegó a Roma como prisionero y se enamoró de ella hasta las cachas) llegó a escribir: Nadie, aunque sea romano, podrá decir con certeza si el sistema de gobierno es aristocrático, democrático o monárquico. Lo que para aquellos interesantes tiempos republicanos resulta una definición estupenda. 
 
[Continuará]
 
21 de noviembre de 2021

domingo, 14 de noviembre de 2021

Una historia de Europa (XV)

El 21 de abril del año 753 antes de Cristo, un joven llamado Rómulo mató a su hermano gemelo Remo. Estaban fundando una ciudad a la manera etrusca, con surcos de arado para delimitar el contorno. Uno se lo tomó a guasa, saltó el surco en vez de entrar por la puerta, y el otro lo puso mirando a Triana o a los montes Albanos, o como se dijera entonces. Le dio matarile, vamos. La historia suena a leyenda, por supuesto; pero es que, desde el principio del principio, Roma estuvo vinculada a la leyenda. Porque aún se daba otra más vieja, o sea, que los dos hermanos descendían del guerrero Eneas: uno de los pocos supervivientes de Troya, que fugitivo de los griegos habría ido a desembarcar en la costa del Lacio, o latina. Lo que ya no es leyenda es que hacia el siglo VIII a. C. había en las tierras cercanas al río Tíber, por arriba y por abajo, varias pequeñas ciudades (pobladas por latinos, sabinos y etruscos) que se llevaban muy mal entre ellas. La más poderosa era Alba Longa, de la que procedían Rómulo y Remo. Siempre según la leyenda, las dos criaturas fueron arrojadas al río por un malvado tío abuelo y amamantados por una loba, etcétera. Y cuando fueron mayores, tras ajustar las cuentas al tío, decidieron establecerse por su cuenta en un bonito lugar rodeado por siete colinas. El fratricida Rómulo fue el primer rey de la nueva ciudad, poblada por hombres jóvenes y fuertes que acudieron con ganas de hacer carrera sin distinción de esclavos y libres, ansiosos de novedad, según escribe Tito Livio. Así que imagínense ustedes la cuadrilla, no precisamente compuesta por intelectuales. Sin embargo, las mujeres escaseaban en la zona; así que Rómulo y sus compadres las robaron por la cara a un pueblo vecino, los sabinos, que estaba bien surtido (tecleen en Google Rapto de las sabinas, que hay cuadros y todo). La faena dio lugar a un buen pifostio bélico, apaciguado por las damas al interponerse entre sus raptores y sus padres y hermanos. No estamos mal con estos chicos nuevos, dijeron, y tampoco los hombres sabinos sois como para tirar cohetes. El caso es que al final fueron todos felices y comieron espaguetis con perdices, decidiendo latinos y sabinos gobernar juntos en plan cuñados, con reyes y tal. Fue así como siguieron creciendo y haciéndose más fuertes, dedicados a machacar a otro pueblo poderoso de la zona, que eran los etruscos. Como dice Indro Montanelli en su Historia de Roma (amena y recomendable, como su Historia de los griegos), rara vez se ha visto desaparecer a un pueblo de la faz de la tierra y a otro borrar sus huellas con tan obstinada ferocidad. Los etruscos, que parecían gente interesante y simpática, habitaban sobre todo la actual Toscana, pero eran una potencia comercial con colonias y todo, buenos navegantes, poseían un grado de civilización superior y miraban a los del Tíber por encima del hombro, tratándolos de rústicos y catetos. En realidad, leyendas aparte, la primera Roma fue probablemente un poblado o colonia etrusca donde los otros se fueron arrimando, primero como lugareños o inmigrantes, haciéndose después dueños del cotarro. Que los etruscos desaparecieran fue una pena, porque vestían bien, eran cultos, sabían de comercio y de urbanismo. Además, las señoras etruscas tenían fama de guapas y elegantes, y las hubo doctas en matemáticas y medicina. También eran bastante libres de costumbres, o eso se dice (incluso el autor teatral Plauto lo dijo), hasta el punto de que en la futura Roma, que al principio fue austera y aburridamente moralista, se llamaba etruscas o de costumbres toscanas a las mujeres ligeras de cascos. Zorriputis, dicho en seco. El caso es que latinos y sabinos, que ya empezaban a ser romanos, odiaron a los etruscos con la misma inquina que luego dedicarían a los cartagineses, combatiéndolos hasta conseguir su destrucción total. Y es que un detalle fundamental en su futuro fue que aquellos primeros ciudadanos de Roma eran gente muy peligrosa (enemigo público número uno los llamó Montanelli). Sabían odiar como nadie, tenaces hasta la tumba, y ésa fue una de las causas de su éxito. El caso es que siete fueron los reyes de Roma desde Rómulo, hasta que el último, Tarquinio el Soberbio, fue derrocado más o menos en el año 509 antes de Cristo. Entonces el pueblo eligió a los dos primeros cónsules democráticos de su historia (No se consentirá rey alguno ni persona que sea peligro para la libertad, proclamaron), y nació de ese modo la famosa república romana. Aquellos surcos de arado sobre los que Rómulo había derramado la sangre de su hermano Remo estaban a punto de convertirse en caput mundi: capital del imperio más asombroso, influyente y decisivo de la Historia. 
 
[Continuará] 
 
14 de noviembre de 2021

domingo, 7 de noviembre de 2021

El regreso del héroe

Tenía doce años y no lo olvidará nunca. Era un día hermoso, de sol y cielo azul, sin una nube: uno de esos días que parecen dispuestos por Dios o por quien disponga esas cosas para saludar los grandes acontecimientos. Y fue a media mañana cuando su padre llegó exultante a casa. Venía optimista, feliz, caminando a largas zancadas. Con prisa. 
 
–Ven conmigo, anda –dijo cogiéndolo de la mano–. Porque vas a recordar este día durante el resto de tu vida. Regresa un héroe, chico. Un héroe de verdad. Y lo verás con tus propios ojos. 
 
Salieron juntos de la casa, encaminándose hacia la plaza del ayuntamiento. El pueblo era pequeño y casi todos los vecinos estaban allí, o al menos eso le pareció al niño. Se congregaban sonrientes y conversaban animados, con aire festivo. Miraban hacia la calle principal, que se iba llenando poco a poco mientras la gente, alineada a uno y otro lado, formaba un corredor. 
 
–Quince años –decía el padre con amargura–. Han pasado nada menos que quince años. Pero todo se acaba, y él está al fin de regreso. 
 
Miraba el niño en torno con ojos de asombro: el bullicio, el ambiente de fiesta. Había banderas y pancartas, incluida una colgada en la fachada del ayuntamiento: frases de afecto y una palabra pintada con grandes letras rojas. Bienvenido, decía ésa. Y debajo, en letra más pequeña: Feliz regreso a tu hogar
 
–Ahí viene –exclamó de repente el padre–. Nuestro soldado. 
 
Miró el niño y vio aparecer al héroe al extremo de la calle. No era como imaginaba, así que lo estudió con mucha atención: flaco, pequeño, de mediana edad. El pelo ralo, escaso en las sienes, estaba salpicado de canas, como el bigote. Caminaba despacio, flanqueado por varias personas que parecían su familia: una mujer que lo abrazaba por un lado, un chico y una chica jóvenes por el otro. Sonreían felices y la mujer lloraba agarrada a su brazo. A medida que el héroe pasaba ante la gente, lo vitoreaban. Una señora mayor, de pelo gris y aspecto respetable, le echó los brazos al cuello, le entregó un ramo de flores y le dio un beso. Algunos hombres le palmeaban la espalda. El héroe caminaba asintiendo con la cabeza, con una vaga sonrisa en la boca. Parecía al mismo tiempo abstraído y emocionado. Más mujeres mayores lo besaron, más hombres le palmearon la espalda. Llegó así ante el bar grande, la taberna de la plaza principal. Los más amigos, los íntimos, lo metieron dentro, y el padre arrastró de la mano al niño para seguirlos allí. 
 
–Cuéntanos –pedían al héroe mientras le servían un vaso de vino–. Cuéntanos cómo fue, soldado. 
 
Tras hacerse rogar mucho, el héroe contó. Lo hizo despacio, en voz baja. Pensativo como si le costase penetrar la niebla del tiempo en busca de los recuerdos. Mientras todos escuchaban absortos rememoró aquella gloriosa mañana del pasado ya remoto, la tensión del largo acecho, el sudor que hacía resbaladiza la mano con que empuñaba la pistola. El batir de la tensión, el pulso golpeando sobre el silencio de los tímpanos mientras se acercaba por detrás al objetivo, primero con cautela, decidido al fin. El gatillo, el impacto del balazo en la nuca, el hombre que se desplomaba, derribado sobre el puesto de chuches con que se ganaba la vida, entre los caramelos y las barritas de regaliz. Ajusticiado por soplón y por fascista. 
 
–¿Y luego? –preguntó alguien. 
 
El niño vio al héroe encogerse de hombros. Luego, le oyó responder con gesto amargo, la huida, los días escondido. Y una noche, la puerta hecha pedazos, la Guardia Civil, las torturas salvajes, ya sabéis cómo las gastan ésos. Los jueces y la cárcel. Sin arrepentirse nunca, sin firmar nada. No como esos perros traidores que chaquetean para salir antes. Quince años a pulso, como los hombres. Y ahora, por fin, otra vez en casa, en la patria –levantó el vaso de vino–. Con los suyos. Con su gente. 
 
Estallaron aplausos, brindis, vítores. Bienvenido, repetían todos. Bienvenido, soldado. Fue entonces cuando el padre del niño estrechó la mano derecha del héroe, la misma con la que había ejecutado al fascista del puesto de chuches, y con la misma mano en alto, todavía caliente, se volvió hacia él y se la puso dulcemente en la mejilla. 
 
–Toma, hijo mío –le dijo, conmovido hasta las lágrimas–. Ésta es la caricia de un gudari. 
 
7 de noviembre de 2021