domingo, 17 de julio de 2022

Un gazapo de Joseph Conrad

Si ustedes escriben novelas, o lo que sea, les habrá pasado alguna vez. A mí me pasa. Revisas cien veces un texto, corriges, lo entregas, y cuando te lo echas impreso a la cara, en la primera página que abres salta el gazapo. No digo erratas, que también (los editores certifican que este texto no contiene ninguna errita), sino metidas de gamba: planchazos que a veces te hacen decir tierra trágame o mátame camión, como se dice ahora. Lo sé desde mi primera novela, cuando planté eucaliptos en España casi un siglo antes de que los hubiera, y desde entonces colecciono, como cualquiera que le dé a la tecla. Además, siempre hay lectores que saben más, y nunca falta el cabroncete que te da con el codo y dice: en ésta lo he pillado, amigo. Y tú te lo zampas, estoico, y das las gracias aunque te cisques por dentro en sus muertos. Y lo corriges en la segunda edición. 
 
Por suerte hay consuelos que alivian, y acabo de encontrar uno. Estaba el otro día leyendo El pirata de Joseph Conrad, que en inglés se titula The Rover, y por cuestión de trabajo, buscando un efecto útil para algo en lo que trabajaba, advertí que en las primeras líneas, refiriéndose al acto de fondear un barco, la edición española hablaba de el cable del ancla mientras que la inglesa –la primera edición de ese libro, una de las que tengo– mencionaba the chain, la cadena. Me sorprendió, porque una cosa es la maroma o cabo grueso (cable en español y cable en inglés) con el que antiguamente se sujetaba el ancla, y otra es la cadena (chain) que los barcos modernos utilizan desde mediados del siglo XIX. 
 
Ahí había un pequeño misterio literario, y me picó la curiosidad. Por fortuna, la sección conradiana de mi biblioteca es razonable –cada cual tiene sus amores, y Conrad es uno de los míos–, así que acudí a una edición francesa (El pirata se tituló allí Le frère-de-la-Côte, o sea, El hermano de la Costa) y comprobé que estaba traducido como cable, término marino idéntico en español, inglés y francés. También vi que en la traducción italiana (L’avventuriero) figuraba càvo, cable. Pero es que luego, comprobando otra edición española, lo vi traducido por cadena. Y para aumentar mi perplejidad, en el volumen correspondiente a la segunda edición de las obras completas en inglés, la de Gresham Publishing, el chain de la primera edición también se había convertido en cable
 
A esas alturas yo tenía la cadena y el cable hechos un lío. Así que me puse a buscar y rebuscar, no en novelas de Conrad, sino en libros sobre él: biografías, companions y otros etcéteras. Y al fin, con un chute de entusiasmo, lo encontré en su Correspondencia y lo confirmé en las notas a la edición francesa de la Pléiade. En una carta a su amigo Arnold Bennett fechada un año antes de su muerte, en 1923, el autor confesó un terrible anacronismo en las veinte primeras líneas de El pirata. Y el anacronismo consistió en que en la época donde transcurre el relato, 1796, las anclas todavía llevaban cable, no cadena. El propio Conrad lo contó así: Dos semanas después de la publicación abrí el libro. Y no puede usted imaginar el estremecimiento que ese ruido de cadena me produjo. ¡Me habría arrancado los cabellos! Y ahora debo resignarme a llevar esa cadena al cuello hasta el fin de mis días
 
Quedaba así resuelto el misterio. A Joseph Conrad, que fue marino profesional antes de convertirse en novelista y había oído centenares de veces el estruendo de la cadena del ancla al correr durante el fondeo, se le había colado la costumbre en forma de gazapo en la escritura. Por eso figuraba en la primera edición y no en las posteriores, donde ya fue corregida; y por eso, también, figuró cadena en las ediciones españolas que fueron traducidas directamente de la primera edición inglesa. Fin del asunto. 
 
Y, bueno. Ignoro si les habrá interesado esta historia, pero a quien practique el oficio de teclear historias sí interesará y consolará. Es mucha, por supuesto, la distancia que va de Conrad a lo que algunos hacemos; pero cualquiera que escriba de modo profesional se habrá visto en una de ésas, o en varias, y sabe a qué me refiero. En lo que a mí respecta, después de 35 años escribiendo novelas acumulo tantos gazapos como cualquiera. Por eso, enterarme de que el mismísimo Conrad estuvo a punto de arrancarse los cabellos a causa de uno, me tranquiliza mucho. Cada Titanic tiene su iceberg. Y en materia de meter la pata, todos los escritores, grandes o pequeños, somos verdaderos hermanos de la Costa. 
 
17 de julio de 2022

domingo, 10 de julio de 2022

Una historia de Europa (XXXII)

Había empezado la edad de las tinieblas, o eso se diría de la primera Edad Media durante mucho tiempo. Aunque, vista desde dentro, esas tinieblas no eran tantas. A principios del siglo V después de Cristo, quienes vivían en Europa despertaban cada día bajo la luz del sol y conocían bien su mundo. Lo que pasa es que la destrucción del imperio romano arrastró con él, entre otras cosas, las grandes fuentes escritas y los testimonios que daban fe de la época. Simplificando la cosa (que la detallen los historiadores serios, que para eso están), a los fulanos semianalfabetos o analfabetos del todo, vestidos con pieles y ropas rústicas, con ganas de comerse cuanto los romanos habían disfrutado durante siglos, les importaba un plátano frito una escultura del viejo Fidias, un poema de Horacio o que sus hijos aprendieran Historia en el cole. Lo urgente era comer, calentarse en invierno y procrear. No estaba el tiempo para tonterías. Los nuevos dueños del cotarro dedicaron su escaso tiempo (solían vivir poco, porque eran muy brutos y se descuartizaban entre ellos) a cosas prácticas como obtener poder, riqueza, esclavos, señoras o señores guapos y territorios que dominar. Las antiguas familias romanas que pudieron hacerlo conservaron la memoria gatopardesca del ilustre pasado (la Iglesia católica fue decisiva en el asunto, y de eso hablaremos cuando toque); pero aquellos que habían soportado en sus vidas y posesiones los excesos y estragos del imperio extinguido, o simplemente quienes necesitaban buscarse los garbanzos, daban palmas con las orejas y se apuntaban en masa a lo nuevo, como suele ocurrir, dejándose el pelo largo y usando calzones en vez de túnicas, cosa que antes no se permitía ni a los esclavos. Yo soy bárbaro de toda la vida, decían los hijoputas. Pero, bueno. Indumentaria aparte, lo importante es que los recién llegados traían ideas, costumbres y maneras que cambiaron mucho el paisaje, con el valor añadido de que hubo una fragmentación administrativa que hizo florecer infinidad de núcleos urbanos independientes que fueron creciendo con el tiempo. O sea, que eso de que las invasiones bárbaras ocasionaron una crisis general de la inteligencia es un cuento chino. Lo que ocurrió fue que la inteligencia, que siempre la hubo, se aplicó a otros menesteres prácticos. Y mientras la parte oriental del antiguo imperio, la griega o bizantina, se convertía (con grandes emperadores como Justiniano) en depositaria de la tradición cultural clásica, en la parte occidental empezó a dibujarse, aunque todavía despacito, un panorama diferente. Ocurrió en Italia, en Hispania, en Britania y en la Galia, que son los sitios que ahora nos interesan. Los britanos, ya por entonces a su rollo, recuperaron las antiguas culturas locales que habían sido arrinconadas por los romanos más allá del muro de Adriano. En Italia, un godo llamado Teodorico, aunque destruyó casi todo el sistema administrativo antiguo, mantuvo lo suficiente para una especie de reino local que, al menos, salvó los muebles. En la vieja Hispania se asentaron los todavía brutales visigodos, refinándose lo justo (reyes y nobles se escabechaban entre sí para no perder sus simpáticas costumbres), y el rey Leovigildo estaba cerca de dictar, o recopilar de los antecesores, romanos incluidos, trescientas y pico leyes que más tarde se agruparían en el importante Liber judiciorum. Pero lo más decisivo de ese momento resultó ser el reino germano de los francos, instalado en la antigua Galia romana. El rey de entonces se llamaba Clodoveo, pertenecía a la dinastía merovingia, vivió en la bisagra entre el siglo V y el VI, y le gustaba más la guerra y el poder que a un político salir en el telediario. Y además, era listo de cojones. Aunque pagano de los de Thor, Odín, las valkirias y todo eso (andaba todavía en los errores de su idolatría, dicen las Crónicas de San Denís), estaba casado con una chica llamada Clotilde, cristiana devota. Y ella, que como suele ocurrir era más lista que él, le comió el tarro con las ventajas de olvidar chorradas teutónicas e ir a lo práctico. Lo práctico se llamaba obispo de Tours (intelectual de la época, dentro de lo que cabe), capaz de presentar a Clodoveo ante sus feligreses no como invasor bárbaro, sino como rey aprobado por Dios y heredero de la parte salvable de las tradiciones romanas. De manera que, como el emperador Constantino (el de In hoc signo vinces) dos siglos atrás, el rey de los francos vio con claridad las ventajas del asunto. El día de Navidad del año 508, Clodoveo (Clovis para su señora y los amigos) se bautizó e instaló la residencia oficial en el París de la futura Francia. Poquito a poco, la Europa que hoy conocemos empezaba a tomar forma, que ya iba siendo hora. Así que no se pierdan ustedes los próximos episodios de tan apasionante historia. 
 
[Continuará]
 
10 de julio de 2022

domingo, 3 de julio de 2022

Miccionando, que es gerundio

Estoy hasta la bisectriz de que en todas las campañas a favor de los abueletes –entre los que, a mis 70 tacos de almanaque, sin duda me cuento– para facilitar su vida en el mundo moderno, o sea, cajeros electrónicos, atención personalizada, viajes del Imserso y otros etcéteras, nadie mencione los urinarios públicos. Me refiero a los de bares, restaurantes, aparcamientos y demás. Cierto es que las señoras, por razones evidentes, lo tienen todavía peor. Pruebe usted si no, caballero, a tener que usar los servicios como ellas, o sea: a hacer pipí entre juegos de contorsionismo en lugares que no siempre son los chorros del oro, encaramadas como pueden con el abrigo en una mano, el bolso en la otra, y allá a su frente, Estambul. Los varones lo tenemos más fácil; aunque, como digo, en los últimos tiempos las cosas se ponen cuesta arriba. Y no sólo para los de edad provecta como el arriba firmante, sino también para los bajitos. Y los niños. Y si me lo permiten los talibanes y talibanas de la lengua y el lenguo, para los enanos. 
 
Vamos a los antecedentes. Yo mido 1,78 –o medía, pues con la edad encoges como la ropa lavada con agua caliente– y nunca tuve problemas a la hora de manipular mi bragueta en lugares así. Llegabas, te ponías en posición de combate ante el recipiente de porcelana adosado a la pared, y en menos de un minuto quedaba todo resuelto. Es cierto que a estas alturas de la edad, con las cosas de la próstata y demás, un pavo de mi quinta, e incluso más joven, debe andarse con cuidado, porque la potencia del chorrito ya no es la que era. 
 
Aquellos tiempos en que al salir del cole competías con los amigos a ver quién alcanzaba más quedan demasiado lejos. Ahora la potencia impulsora se reduce mucho, las últimas gotitas pueden jugar malas pasadas, y si no eres cauto puedes acabar con llamativas humedades en el pantalón. Que, no importa a qué edad, quedan feas. Pero es que, además, a ese molesto inconveniente hay que añadir la altura monstruosa a que algunos sádicos arquitectos, diseñadores cachondos o fontaneros hijos de la gran puta sitúan los urinarios masculinos. Es cierto que las jóvenes generaciones tienen estaturas más elevadas que las precedentes, y para ellos casi no hay problema. Pero, por favor, un poquito de consideración. Los veteranos de las precedentes seguimos vivos todavía. Y coleando. 
 
El caso es que, como en los últimos tiempos y por inevitables razones de edad soy más asiduo visitante de tales lugares, he tenido ocasión de fijarme y acumular fascinantes experiencias. En lo personal, con ponerme de puntillas suelo apañar el asunto, aunque cada vez me lo ponen más arriba y más difícil. Pero les juro por el mingitorio de R. Mutt que en esos lugares he visto arder naves más allá de Orión: fulanos de corta estatura que tras inútiles intentos acaban, resignados, dirigiendo el chorro hacia el suelo bajo el recipiente, incapaces de encestar como es debido; ciudadanos desesperados al comprobar que les salpica en los zapatos; padres abnegados que, sosteniendo al niño en brazos con una mano, intentan con la otra dirigirle el pitorro en la dirección adecuada… Incluso, no hace mucho, vi a un caballero de corta estatura y bien vestido que, tras intentarlo varias veces mientras blasfemaba entre dientes, acabó aliviándose en el cubo de fregar del personal de la limpieza, que estaba cerca. «Que se jodan», dijo al irse, dejando algo confusa la identidad del destinatario. 
 
Pero es que encima de todo eso, y para mayor recochineo, hace tiempo que se eliminan aquellos paneles que, antes, separaban un mingitorio de otro preservando la intimidad y el decoro del actuante. Ya no los ponen, supongo que para ahorrar. Ahora nos colocan sin nada de por medio; de modo que cuando estás en plena operación puedes atisbar de reojo cómo tus compañeros de infortunio, pegados a ti hombro con hombro, hacen virguerías para dirigir el cauce como es debido. La parte positiva es que eso crea complicidades solidarias y hasta lazos afectivos: una vez cumplidos los 60, nada une tanto a dos tíos como intercambiar miradas de comprensión desolada mientras asisten a los esfuerzos de cada cual por situar el asunto a la altura necesaria. Hasta puede ocurrirles lo que a mí, cuando un vecino de epopeya se volvió a mirarme, exclamó: «coño, si es Pérez-Reverte» y extendió la diestra que tenía libre para estrechar la mía. Y, bueno. A ver qué podía yo hacer. Así que allí nos dimos los dos la mano, de puntillas, hermanados en la desdicha. 
 
3 de julio de 2022