domingo, 29 de junio de 1997

Cartas que nunca repondí

Durante mucho tiempo contesté a cuantas cartas recibía. Una vez al mes me sentaba con la correspondencia que llega a El Semanal, y procuraba dedicar diez minutos y un sello de correos a cada lector que consideraba oportuno contarme algo. Los tres primeros años respondí a casi todos, salvo a quienes me mentaban a la madre y los muertos más frescos. Esas últimas cartas eran mis favoritas; amén de ser las más divertidas, con ellas podía ahorrarme tanto los diez minutos como el sello.

Desde hace unos meses, eso ha dejado de ser posible. Por alguna extraña razón, la correspondencia que llega a El Semanal se ha multiplicado de modo monstruoso, y ni dedicándole un día a la semana puedo dejarla resuelta. Seguiré haciendo lo que pueda, claro. Pero desde ahora sé que es imposible atenderla toda, y que la mayor parte de esas cartas quedará sin respuesta. Necesitaría una secretaria para contestarlas por mí; pero así ya no merece la pena. Una carta de manos mercenarias no es lo mismo que una carta de pata negra. Por eso recurro hoy a esta página para esa lamentable justificación personal. Y para aclarar también que, a pesar de todo, sigo leyendo con suma atención cada carta que me llega. Es mucho lo que aprendes, y lo que te diviertes, y lo que terminas por ver que antes no veías, en esa especie de espejo que es el lector amigo, enemigo, entusiasta, decepcionado, cálido, tierno, furioso, cuando te devuelve el mensaje que lanzaste en la botella.

Muchas cosas he aprendido de todas esas cartas. Por ejemplo, la absoluta falta de sentido del humor de unos pocos lectores. Mencioné una vez, por ejemplo, a la mujer como muñeca hinchable de sábado sabadete para Homer Simpson, y media docena de damas me escribieron a vuelta de correo recriminándome mi machismo y prepotencia al compararlas con muñecas hinchables. Otra nota corriente es la suspicacia corporativista de ciertos colectivos. Conté, verbigracia, que cierto taxista de Barajas era un pirata, y veinte taxistas escribieron poniéndome como hoja de perejil por insultar al honrado gremio del taxi. Y para qué les voy a contar la de militares a quienes mancillé la honra cuando describí la concreta variedad alcohólica del miles gloriosus. Eso, sin olvidar a los muchos que aseguran que me voy a condenar por blasfemo -ahí coinciden con mi madre-, o al señor de Pamplona que me preguntó sin rodeos si yo era maricón de vicio o de nacimiento, cuando hablé de homosexuales en Parejas venecianas. Aunque de todas esas cartas, mi favorita es la que recibí tras aludir despectivamente a alguien como un soplador de vidrio por no llamarlo directamente soplapollas. Porque un soplador de vidrio de los de verdad, de los que soplan vidrio, escribió una seria, dolorida y larga carta, explicándome muy al detalle los pormenores de su digno oficio.

También conservo cartas, muchas, inteligentes, tiernas, amistosas y cálidas. Como la de Jesús Arrieta, a quien no respondí nunca, sesenta y siete años, pensionista y ex mecánico, que me escribió una de las páginas más bellas sobre el amor a su hermosa lengua vasca, contándome cómo se consiguió, con mucho esfuerzo y sacrificio, poner en marcha la ikastola de Azcoitia. O la de otro jubilado, Gumersindo Fernández, gallego, humilde y dignísimo ex sargento de Marina de la ley de los veinte años que me dedica el cacho cabrón más cariñoso que recibí nunca al amonestarme, con razón, por usar despectivamente la expresión sargentos chusqueros. O la de Eva, que no se rinde y libra su pequeña guerra privada en la modesta escuela extremeña donde cada día le gana una batalla a la estupidez y la ignorancia. O Josean, a quien hace poco le nació un hijo que él quisiera ver crecer en un país donde nadie torture a otro. O don José Manuel, el viejo cura de Algorta, que me tranquilizó con toda la ternura del mundo asegurándome que no hay problema: que Dios es viejo, tolerante, y habla en cualquier idioma.

A todos ellos, y a otros muchos como ellos, no les respondí todavía, y tal vez no pueda hacerlo nunca. Pero es de justicia hacerles saber que sus cartas llegan a su destino. Y que cuando tengo un rato libre, sentado entre libros y silencio, abro con cuidado y respeto cada uno de esos sobres que me traen sus palabras, sus pensamientos, el rumor de sus sueños y la amistosa resaca de sus vidas.

29 de junio de 1997

domingo, 22 de junio de 1997

El centinela del Café Gijón

Nunca fue a la escuela, pero sabe latín. Lleva un cuarto de siglo viendo la comedia humana desde su tenderete de tabaco del café Gijón, junto a la entrada y frente al teléfono. Ha vendido cigarrillos, lotería y cerillas a todo el mundillo literario y a todo el puterío del rompeolas de las Españas, y eso le dejó algún punto de vista sobre el género humano y sobre la intelectualidad que, hombre tranquilo, sólo comenta con los íntimos en tono quedo; con esa calma senequista que es su imagen de fábrica. En el viejo café de Madrid, Alfonso es una institución y es una leyenda; y no todos tienen derecho a su apretón de manos o su medía sonrisa. Ni siquiera a su tabaco. Parece un viejo banderillero cosido a cornadas, un subalterno aplomado, maltrecho, con mucha brega, cuando se mueve despacio para atender el teléfono, o venderte un Bic. Ha visto todo y de todos, y reconoce a un chorizo, a una lumi o a un político apenas cruzan la puerta. Y cuando alguien en una mesa cercana farolea y jiña alto, entonces Alfonso lo mira de lado y sonríe apenas, casi imperceptible, por encima de las páginas del ABC que hojea sentado entre sus Marlboros y sus décimos. Es silencioso, estoico y sabio. Con más mili que el caballo de Prim.

Nadie tuvo que explicarle nunca lo que es ganarse la vida. Su padre, militante de la FAI, se fue voluntario a defender la República; y la familia Alfonso, madre y dos hermanos- anduvo siguiéndolo como pudo por los caminos y los campos de batalla. «Como los revolucionarios mejicanos», evoca con melancolía. Luego su madre lo embarcó para Rusia, pero el Cervera interceptó su barco en alta mar, ahorrándole otra guerra y aprender el ruso. Al padre anarquista se lo tragó la derrota, desaparecido en combate o fusilado, y Alfonso recaló en Madrid, donde la madre prefirió que no fuese a la escuela antes que apuntarlo en Falange. Así que aprendió a leer y escribir de noche, cuando ella volvía, agotada, de lavar a mano sábanas de hotel. Siempre le habló con orgullo de su padre. Tanto que todavía hoy, cuando menciona a ese libertario de veintinueve años al que apenas conoció, el cerillero del café Gijón entorna un poco los ojos y asiente con la cabeza, despacio, antes de murmurar, absorto: «Con dos cojones».

Ha pasado hambre, y sabe qué es cenar en Navidad un boniato cocido para toda la familia. Fue colillero, albañil, camarero y otras cosas hasta que encontró el Gijón. Tiene sesenta y cuatro años, y no se jubila del todo porque la vida está muy perra, porque le gusta vender tabaco y porque, matiza humildemente, no le sale de los huevos. Le gusta comer bacalao, poco los toros, y menos el fútbol. De joven hubiera querido parecerse a Gary Cooper, y su actriz favorita era Esther Williams, aquella fuertota que siempre estaba nadando. Nunca habla de política, ni de literatura, ni de ninguna otra cosa en voz alta; pero los íntimos saben que para Alfonso la literatura murió de muerte natural en este país de gilipollas, y que los políticos son chusma incompatible con las palabras tierra y libertad.

Es guasón, escéptico y prudente, aunque a veces se tira de espontáneo a la tertulia -tienen mesa contigua- de Raúl del Pozo, el maestro Vicent, Alexandre, cervino y el Algarrobo. No tiene sueños imposibles, ni milongas. Yo creo que ni sueña. Acude cada día a abrir su tenderete y eso le da sobrado trabajo, diversión y sabiduría. Con frecuencia, sentado ante mi mesa mientras leo o trabajo un poco, paso un rato observándolo, inmóvil con su chaqueta azul de faena, impasible centinela del café legendario. Le gusta que entren mujeres guapas, y cuando detecta a alguna, su mirada la sigue un brevísimo instante y luego se cruza con la mía, antes de fijarse de nuevo en el infinito insinuando la media sonrisa cómplice. Somos viejos amigos. A veces, cuando hay poca gente, hablamos de las cosas de la vida. Atiende mi correo y llamadas telefónicas; y a cambio, cuando se ausenta un rato, he llegado a despacharle a algún cliente, dejando el dinero sobre su taburete. Cada semana, desde hace años, jugamos juntos uno de sus billetes de lotería, aunque mediante un peculiar sistema: yo le compro el décimo, y si toca vamos a medias. El día que nos salga y se jubile de verdad, encargaré una placa de bronce para que la pongan en su rincón: «Aquí vendió tabaco y vio pasar la vida Alfonso. Cerillero y anarquista».

22 de junio de 1997

domingo, 15 de junio de 1997

Más papel; es la guerra

Pues nada. Que llega el domingo, y la noche anterior he amarrado junto al Tío Nico y frente al Pasión después de andar allá dentro tres o cuatro días peleándome con el lebeche, con más rizos en las velas que guardias civiles en la foto del Lute, sin leer un periódico, ni oir la radio, ni ver al padre Apeles en la tele ni ver la tele misma, osea, marciano total. Y aterrizo el domingo, como digo, y meto el octavo volumen del las aventuras del amigo Jack Aubrey y el Doctor Maturin en el cofre del tesoro -esta vez vuelven a navegar en la Surprise, y abordan una fragata turca-, y arrancho la camareta y también le doy un manguerazo a la cubierta. Y luego me lo doy, que llevo mugre y sal hasta en el DNI, y me afeito el careto donde, por cierto, cada vez tengo más canas en la barba. Y como la semana que viene me toca ganarme el jornal, quiero decir darle a la tecla doce horas diarias incluida esta página, después de desayunar un Colacao me voy al kiosko de mi amigo Navarro a ver si me pongo al día y me entero de si España sigue donde estaba, y quién trinca ahora, y que catorceavo nuevo cargo de responsabilidad acaban de adjudicarle a mi siempre entrañable don Javier Solana, alias Centinela de Occidente II.

Y empieza el número. Porque Navarro, que es un profesional concienzudo del papel impreso, se empeña en que solo me lleve ABC, El Mundo, El País, La Vanguardia y La Verdad, sino también las toneladas de colorín que cada domingo incluyen los antedichos. Y heme allí con una pinta increíble de dominguero ilustrado, que sólo me falta el chándal, por mitad de la calle con los brazos llenos de papel, kilos y kilos, preguntándome cuantas hectáreas de bosque habrán desforestado para amenizarme la cosa dominical. Y abro a ver el chiste de Forges y se me cae un folleto multicolor sobre las excelencias de no se qué 4x4. Y me agacho a cogerlo, y con el movimiento, además de las tapas para encuadernar la Historia Imprescindible de las Civilizaciones -esta semana le toca el turno a la apasionante cultura tolteca-, se me cae también, saliendo a traición de entre las páginas de los diarios, un fascículo sobre informática, una publicidad sobre adosados en Marbella, las ofertas de primavera del Corte Inglés y una invitación para hacerme socio de Albañiles sin Fronteras.

Me pongo a recogerlo todo, malhumorado; pues mientras que los libros los leo sentado, los periódicos prefiero ojearlos de pie en los semáforos antes de tirarlos a las papeleras -mis domingos son un rosario de papeleras atiborradas de papel y de Jóvenes Aunque Sobradamente Gilipollas, y no tan jóvenes, a punto de atropellarme con el 16 válvulas mientras hojeo-; y no hay nada más desagradable que abrir las páginas de un diario en mitad de un paso de peatones y que te caiga a los pies el quincuagésimonono -chúpate esa, Solana- de la guía de Internet para usuarios megatorpes.

Total. Que consigo recuperarlo todo menos el fascículo sobre informática, que ha caído encima de una cagada de perro y lo va a recuperar su padre. Y ahora es la entrega semanal de la Guía de Pequeños Burdeles con Encanto la que intenta despistárseme. Logro sujetarla con el codo y a punto de perder el control de la situación, corro a depositar mi carga en la mesa de un bar próximo. Allí pido un café y empiezo, que esa es otra, a quitar celofanes. Y cuando tengo ya kilo y medio de celofán hecho un gurruño encima de la mesa, llega el camarero con el café y lo aplasto bien -el celofán- en una pelota para que ocupe menos espacio, Pero el maldito, una vez apretado, tiene cierta ruin tendencia a expandirse de nuevo. De modo que, cuando voy a coger la taza de café, como en esas películas de la masa viscosa asesina, el celofán se ha vuelto a adueñar del cotarro; así que se me lía la mano con el puto celofán y tiro el café encima de la Guía Fabulosa de la España Salvaje, prologada por S.A.R. el Príncipe de Asturias. Lloro la sensible pérdida. Pido otro café. Me entero, por la Enciclopedia Fundamental del Siglo XXI, fascículo duodécimo -cómo lo ves, Centinela- de que Carlos Marx también era socialista, como ese don Felipe González que anda ahora por ahí hablando de ética. "Hay que joderse", dice el camarero, que está leyendo los fascículos por encima de mi hombro con el café en la bandeja. No me atrevo a preguntarle si se refiere a González, al despliegue dominical o al celofán maldito.

15 de junio de 1997

domingo, 8 de junio de 1997

El último que apague la luz

Algún jefe de la Benemérita anda cabreado porque, según encuesta realizada entre los agentes de Picolandia en Cataluña, un altísimo porcentaje de números y númeras del Cuerpo está dispuesto a colgar el tricornio y pedir su ingreso en los mozos de escuadra, la policía autonómica que a finales de año asumirá las competencias de tráfico de la Guardia Civil. Cierto viejo amigo, un teniente coronel picoleto que hace tiempo me marcaba a los mafiosos ingleses en la Costa del Sol para que yo los reventara en el telediario, me comentaba el asunto muy abatido, el pobre, hablando de traición. Y yo le decía no, mi Tecol, de traición nasti de plasti. Lo que pasa es que el tinglado de la antigua farsa se está yendo definitivamente al carajo. Y cada cual echa a nadar como puede. Y puestos a que esto se parta sin remedio, la gente, y es natural, intenta quedarse en los mejores pedazos. Porque a estas alturas, hasta el picolín menos agudo entiende la diferencia entre ser guardia civil en la España que va a quedar, y mosso de esquadra en la Cataluña que se están montando. Y es que uno puede ser benemérito, pero no gilipollas.

A ver si llamamos a las cosas por su nombre. En este país de demagogos, de minorías que gobiernan con cuatro votos y mucho apaño, y de desaprensivos que dicen representar al pueblo, lo que algunos nunca podremos perdonar al Partido Socialista Obrero Español es qué con su soberbia, su cobardía y su desmedido afán por trincar, hiciera posible el aterrizaje de una derecha, débil para más inri, que por asegurarse una o dos legislaturas es capaz de vender hasta el rosario de su madre. Y España, tras haber sido saqueada y sodomizada por aquella presunta izquierda ilustrada -una cuerda de señoritos y mangantes de amplio espectro a quienes estalló su propia chulería en mitad de las pelotas-, en este momento es un país sometido al saqueo de las derechas, tanto la de los morigerados meapilas que ejercen nominalmente el poder central, como la derecha catalana y la derecha vasca. Porque, por mucho que nos pinten la burra de verde con el Guernica y con Felipe V, esto no es más que un pasteleo de compadres de derechas, un enjuague de golfos insolidarios, de políticos que huyen hacia adelante, de trileros dispuestos a desmantelar el Estado en beneficio de los mercachifles de siempre. Y la tela, la viruta para la canonización de San Chantaje y San Monipodio, la siguen poniendo los de siempre: la ciudadanía de segunda, sangrada de impuestos para pagarles las motos y los despliegues y las inmersiones lingüísticas a otros más guapos, más listos, o con fueros de más nivel, Maribel.

Otra cosa es que deba o no ser así. Otra cosa es que España, que se hizo con mucho sufrimiento, esfuerzo y sangre, nunca llegara a cuajar como Estado fuerte, entre varias razones porque desde los Reyes Católicos a Felipe IV, digan lo que digan los manipuladores de la Historia, aquí nadie tuvo hígados para aplicar el centralismo a rajatabla que otros monarcas europeos impusieron sin escrúpulos y sin cortarse un pelo. Otra cosa es que ese Estado fuerte y solidario resulte incompatible con la naturaleza cainita y navajera de nuestro paisanaje; y que el torpe remedo de 1939, que terminó haciendo sospechosa y aborrecible la palabra patria, deba acabar como una federación de taifas europeas, una presunta monarquía plurinacional, o una casa de putas donde el tonto se calce a la más fea. Pero mira. Igual es mejor que vayamos asumiendo de una vez que ésta es la España que deseamos y nos merecemos. Una España donde la televisión, los gobernantes, los hijos y hasta la pinta que tenemos, realmente hemos ido ganándolos a pulso. Y una vez asumido todo eso, pues bueno. Quienes podamos nos acogeremos a los privilegios fiscales, laborales o de lo que sean, de las zonas afortunadas. Y quienes no, pues a fastidiarse. A buscamos la vida, o a hacer guerrilla urbana para desahogamos y ajustar cuentas con quienes nos llevaron a esto. O mandarlo todo a tomar por saco, emigrando a cualquier sitio donde no haya necesidad de presenciar a diario este espectáculo lamentable.

Quizá sea ése el futuro que nos espera. Y hasta puede que sea mejor así: las cartas sobre la mesa y cada uno montándoselo a su aire. Pero entonces que nos lo digan alto y claro y lo rematen de una vez, en vez de tanto pacto, y tanto tapujo, y tanto pedir sosiego. Y tanto tomamos por tontos del culo.

8 de junio de 1997

domingo, 1 de junio de 1997

Aquellos viejos hoteles

Cada cual tiene su forma de ganarse el pan, y la mía incluyó la necesidad de vivir en hoteles durante la mitad de mi vida. Entrabas en tu habitación de Buenos Aires, Nairobi o Beirut, sacabas el cepillo de dientes y un par de libros de la mochila, y aquello se convertía en la propia casa. En ese tiempo hubo hoteles de toda categoría y pelaje: ultramodernos delirios de plástico y cemento, covachas infames, tristes fonduchos de estación o aeropuerto, pensiones, hostales, tétricos muebles de cinco mil y la cama aparte. También hubo hoteles agujereados a bombazos, donde extendías el saco de dormir en el cuarto de baño o en el pasillo porque parecían más seguros que la cama. Y hubo otros lugares razonables, con alfombras en el vestíbulo y porteros vestidos de almirantes: hoteles históricos donde habían dormido Stendhal, Hemingway, Nijinsky o Greta Garbo, y donde entraba de jovencito con mis tejanos, mis dos camisas sin planchar y mi bolsa de lona al hombro, con una mezcla de ensueño, timidez y respeto.

De todas mis viviendas provisionales, las favoritas fueron siempre los viejos hoteles; aquellos donde el eco de los pasos entre corredores, espejos y cuadros, traía rumores de las vidas que llenaron sus habitaciones y salones. Siempre que pude elegí alojamientos venerables que conocía de los libros o el cine; y una vez allí, leía sobre quienes los inscribieron en la Literatura o en la Historia. Con el tiempo, a fuerza de frecuentarlos, conocí también a algunos empleados supervivientes de décadas mejores. Viejos conserjes como Walter, el ex Waffen SS que llamé Grüber en El club Dumas, o tronados pianistas como Emilio Attilli terminaron, entre propias conversaciones y a veces alguna copa, refiriéndome anécdotas, confidencias y nostalgias. Contándome cómo fueron los últimos años de los grandes hoteles internacionales, cuando bastaba un gesto para verse atendido según los cánones, y todo era muy distinto a como es ahora: clientes chusma que, en vez de comportarse a tono con el lugar donde se encuentran, a menudo prefieren rebajarlo al nivel de su propia ordinariez, adecuándolo a las bermudas de colorines o al chándal, prendas emblemáticas del vocinglero ganado que protagoniza la actividad turística contemporánea.

Admito, y no es la primera vez, que todo el mundo -incluso los japoneses y, si me apuran, los norteamericanos- tiene derecho a viajar y a la cultura, suponiendo que viajar pueda todavía considerarse cultura. Y también a ejercitar masivamente ese derecho, ahora que hay estupendas ofertas para patearse el mundo por cuatro duros y con pago en veinte años, a plazos, si se hace en manadas de doscientos individuos cada vez. Mas convendrán conmigo en que asomarse a una ventana del hotel Daniel de Venecia y encontrar los canales literalmente atestados por miles de japoneses en góndola, o vivir en el Crillon de París rodeado de fulanos de Arkansas que hablan por la nariz, llevan gorras de béisbol y preguntan dónde está la fontana de Trevi, le quita el encanto a cualquier cosa; por mucho que Richard Wagner haya pernoctado allí, Hemingway se emborrachara en el bar, Oscar Wilde desvirgara a su primer efebo en la habitación 329, o Claudia Schiffer te esté esperando -a ver si mi vecino Marías, con todas sus novias, es capaz de tirarse faroles como ése- con una botella de Viuda Cliquot bien fría en la suite imperial.

En realidad, aunque parezca que todavía están ahí, esos hoteles maravillosos ya no existen. Se han transformado en decorados vacíos, vulgares abrevaderos, pensiones con desayuno incluido para paquetes turísticos internacionales, y el mundo que antaño contenían no es sino una grotesca y tumultuosa caricatura. Un ejemplo: mientras escribo estas líneas intentando mantener actitudes elegantes en el salón de uno de los más históricos y en otro tiempo exclusivos hoteles de Roma -mi editor italiano me mima como a un hijo-, unos treinta japoneses que entraron a hacerse fotos guardan ahora cola para utilizar por el morro los lavabos mientras charlan y charlan en su respetable lengua. Arigato san. Hai. Como se aburren, algunos se vuelven a mirarme sonrientes, me saludan, se sientan alrededor y uno incluso me ha hecho una foto. Por su parte, el camarero y el recepcionista simulan que no los ven. A fin de cuentas, el camarero es albanés y el recepcionista yugoslavo; la decadencia de Occidente les importa un huevo de pato.

1 de junio de 1997