Durante mucho tiempo contesté a cuantas cartas recibía. Una vez al mes me sentaba con la correspondencia que llega a El Semanal, y procuraba dedicar diez minutos y un sello de correos a cada lector que consideraba oportuno contarme algo. Los tres primeros años respondí a casi todos, salvo a quienes me mentaban a la madre y los muertos más frescos. Esas últimas cartas eran mis favoritas; amén de ser las más divertidas, con ellas podía ahorrarme tanto los diez minutos como el sello.
Desde hace unos meses, eso ha dejado de ser posible. Por alguna extraña razón, la correspondencia que llega a El Semanal se ha multiplicado de modo monstruoso, y ni dedicándole un día a la semana puedo dejarla resuelta. Seguiré haciendo lo que pueda, claro. Pero desde ahora sé que es imposible atenderla toda, y que la mayor parte de esas cartas quedará sin respuesta. Necesitaría una secretaria para contestarlas por mí; pero así ya no merece la pena. Una carta de manos mercenarias no es lo mismo que una carta de pata negra. Por eso recurro hoy a esta página para esa lamentable justificación personal. Y para aclarar también que, a pesar de todo, sigo leyendo con suma atención cada carta que me llega. Es mucho lo que aprendes, y lo que te diviertes, y lo que terminas por ver que antes no veías, en esa especie de espejo que es el lector amigo, enemigo, entusiasta, decepcionado, cálido, tierno, furioso, cuando te devuelve el mensaje que lanzaste en la botella.
Muchas cosas he aprendido de todas esas cartas. Por ejemplo, la absoluta falta de sentido del humor de unos pocos lectores. Mencioné una vez, por ejemplo, a la mujer como muñeca hinchable de sábado sabadete para Homer Simpson, y media docena de damas me escribieron a vuelta de correo recriminándome mi machismo y prepotencia al compararlas con muñecas hinchables. Otra nota corriente es la suspicacia corporativista de ciertos colectivos. Conté, verbigracia, que cierto taxista de Barajas era un pirata, y veinte taxistas escribieron poniéndome como hoja de perejil por insultar al honrado gremio del taxi. Y para qué les voy a contar la de militares a quienes mancillé la honra cuando describí la concreta variedad alcohólica del miles gloriosus. Eso, sin olvidar a los muchos que aseguran que me voy a condenar por blasfemo -ahí coinciden con mi madre-, o al señor de Pamplona que me preguntó sin rodeos si yo era maricón de vicio o de nacimiento, cuando hablé de homosexuales en Parejas venecianas. Aunque de todas esas cartas, mi favorita es la que recibí tras aludir despectivamente a alguien como un soplador de vidrio por no llamarlo directamente soplapollas. Porque un soplador de vidrio de los de verdad, de los que soplan vidrio, escribió una seria, dolorida y larga carta, explicándome muy al detalle los pormenores de su digno oficio.
También conservo cartas, muchas, inteligentes, tiernas, amistosas y cálidas. Como la de Jesús Arrieta, a quien no respondí nunca, sesenta y siete años, pensionista y ex mecánico, que me escribió una de las páginas más bellas sobre el amor a su hermosa lengua vasca, contándome cómo se consiguió, con mucho esfuerzo y sacrificio, poner en marcha la ikastola de Azcoitia. O la de otro jubilado, Gumersindo Fernández, gallego, humilde y dignísimo ex sargento de Marina de la ley de los veinte años que me dedica el cacho cabrón más cariñoso que recibí nunca al amonestarme, con razón, por usar despectivamente la expresión sargentos chusqueros. O la de Eva, que no se rinde y libra su pequeña guerra privada en la modesta escuela extremeña donde cada día le gana una batalla a la estupidez y la ignorancia. O Josean, a quien hace poco le nació un hijo que él quisiera ver crecer en un país donde nadie torture a otro. O don José Manuel, el viejo cura de Algorta, que me tranquilizó con toda la ternura del mundo asegurándome que no hay problema: que Dios es viejo, tolerante, y habla en cualquier idioma.
A todos ellos, y a otros muchos como ellos, no les respondí todavía, y tal vez no pueda hacerlo nunca. Pero es de justicia hacerles saber que sus cartas llegan a su destino. Y que cuando tengo un rato libre, sentado entre libros y silencio, abro con cuidado y respeto cada uno de esos sobres que me traen sus palabras, sus pensamientos, el rumor de sus sueños y la amistosa resaca de sus vidas.
29 de junio de 1997
Desde hace unos meses, eso ha dejado de ser posible. Por alguna extraña razón, la correspondencia que llega a El Semanal se ha multiplicado de modo monstruoso, y ni dedicándole un día a la semana puedo dejarla resuelta. Seguiré haciendo lo que pueda, claro. Pero desde ahora sé que es imposible atenderla toda, y que la mayor parte de esas cartas quedará sin respuesta. Necesitaría una secretaria para contestarlas por mí; pero así ya no merece la pena. Una carta de manos mercenarias no es lo mismo que una carta de pata negra. Por eso recurro hoy a esta página para esa lamentable justificación personal. Y para aclarar también que, a pesar de todo, sigo leyendo con suma atención cada carta que me llega. Es mucho lo que aprendes, y lo que te diviertes, y lo que terminas por ver que antes no veías, en esa especie de espejo que es el lector amigo, enemigo, entusiasta, decepcionado, cálido, tierno, furioso, cuando te devuelve el mensaje que lanzaste en la botella.
Muchas cosas he aprendido de todas esas cartas. Por ejemplo, la absoluta falta de sentido del humor de unos pocos lectores. Mencioné una vez, por ejemplo, a la mujer como muñeca hinchable de sábado sabadete para Homer Simpson, y media docena de damas me escribieron a vuelta de correo recriminándome mi machismo y prepotencia al compararlas con muñecas hinchables. Otra nota corriente es la suspicacia corporativista de ciertos colectivos. Conté, verbigracia, que cierto taxista de Barajas era un pirata, y veinte taxistas escribieron poniéndome como hoja de perejil por insultar al honrado gremio del taxi. Y para qué les voy a contar la de militares a quienes mancillé la honra cuando describí la concreta variedad alcohólica del miles gloriosus. Eso, sin olvidar a los muchos que aseguran que me voy a condenar por blasfemo -ahí coinciden con mi madre-, o al señor de Pamplona que me preguntó sin rodeos si yo era maricón de vicio o de nacimiento, cuando hablé de homosexuales en Parejas venecianas. Aunque de todas esas cartas, mi favorita es la que recibí tras aludir despectivamente a alguien como un soplador de vidrio por no llamarlo directamente soplapollas. Porque un soplador de vidrio de los de verdad, de los que soplan vidrio, escribió una seria, dolorida y larga carta, explicándome muy al detalle los pormenores de su digno oficio.
También conservo cartas, muchas, inteligentes, tiernas, amistosas y cálidas. Como la de Jesús Arrieta, a quien no respondí nunca, sesenta y siete años, pensionista y ex mecánico, que me escribió una de las páginas más bellas sobre el amor a su hermosa lengua vasca, contándome cómo se consiguió, con mucho esfuerzo y sacrificio, poner en marcha la ikastola de Azcoitia. O la de otro jubilado, Gumersindo Fernández, gallego, humilde y dignísimo ex sargento de Marina de la ley de los veinte años que me dedica el cacho cabrón más cariñoso que recibí nunca al amonestarme, con razón, por usar despectivamente la expresión sargentos chusqueros. O la de Eva, que no se rinde y libra su pequeña guerra privada en la modesta escuela extremeña donde cada día le gana una batalla a la estupidez y la ignorancia. O Josean, a quien hace poco le nació un hijo que él quisiera ver crecer en un país donde nadie torture a otro. O don José Manuel, el viejo cura de Algorta, que me tranquilizó con toda la ternura del mundo asegurándome que no hay problema: que Dios es viejo, tolerante, y habla en cualquier idioma.
A todos ellos, y a otros muchos como ellos, no les respondí todavía, y tal vez no pueda hacerlo nunca. Pero es de justicia hacerles saber que sus cartas llegan a su destino. Y que cuando tengo un rato libre, sentado entre libros y silencio, abro con cuidado y respeto cada uno de esos sobres que me traen sus palabras, sus pensamientos, el rumor de sus sueños y la amistosa resaca de sus vidas.
29 de junio de 1997