Nunca fue a la escuela, pero sabe latín. Lleva un cuarto de siglo viendo la comedia humana desde su tenderete de tabaco del café Gijón, junto a la entrada y frente al teléfono. Ha vendido cigarrillos, lotería y cerillas a todo el mundillo literario y a todo el puterío del rompeolas de las Españas, y eso le dejó algún punto de vista sobre el género humano y sobre la intelectualidad que, hombre tranquilo, sólo comenta con los íntimos en tono quedo; con esa calma senequista que es su imagen de fábrica. En el viejo café de Madrid, Alfonso es una institución y es una leyenda; y no todos tienen derecho a su apretón de manos o su medía sonrisa. Ni siquiera a su tabaco. Parece un viejo banderillero cosido a cornadas, un subalterno aplomado, maltrecho, con mucha brega, cuando se mueve despacio para atender el teléfono, o venderte un Bic. Ha visto todo y de todos, y reconoce a un chorizo, a una lumi o a un político apenas cruzan la puerta. Y cuando alguien en una mesa cercana farolea y jiña alto, entonces Alfonso lo mira de lado y sonríe apenas, casi imperceptible, por encima de las páginas del ABC que hojea sentado entre sus Marlboros y sus décimos. Es silencioso, estoico y sabio. Con más mili que el caballo de Prim.
Nadie tuvo que explicarle nunca lo que es ganarse la vida. Su padre, militante de la FAI, se fue voluntario a defender la República; y la familia Alfonso, madre y dos hermanos- anduvo siguiéndolo como pudo por los caminos y los campos de batalla. «Como los revolucionarios mejicanos», evoca con melancolía. Luego su madre lo embarcó para Rusia, pero el Cervera interceptó su barco en alta mar, ahorrándole otra guerra y aprender el ruso. Al padre anarquista se lo tragó la derrota, desaparecido en combate o fusilado, y Alfonso recaló en Madrid, donde la madre prefirió que no fuese a la escuela antes que apuntarlo en Falange. Así que aprendió a leer y escribir de noche, cuando ella volvía, agotada, de lavar a mano sábanas de hotel. Siempre le habló con orgullo de su padre. Tanto que todavía hoy, cuando menciona a ese libertario de veintinueve años al que apenas conoció, el cerillero del café Gijón entorna un poco los ojos y asiente con la cabeza, despacio, antes de murmurar, absorto: «Con dos cojones».
Ha pasado hambre, y sabe qué es cenar en Navidad un boniato cocido para toda la familia. Fue colillero, albañil, camarero y otras cosas hasta que encontró el Gijón. Tiene sesenta y cuatro años, y no se jubila del todo porque la vida está muy perra, porque le gusta vender tabaco y porque, matiza humildemente, no le sale de los huevos. Le gusta comer bacalao, poco los toros, y menos el fútbol. De joven hubiera querido parecerse a Gary Cooper, y su actriz favorita era Esther Williams, aquella fuertota que siempre estaba nadando. Nunca habla de política, ni de literatura, ni de ninguna otra cosa en voz alta; pero los íntimos saben que para Alfonso la literatura murió de muerte natural en este país de gilipollas, y que los políticos son chusma incompatible con las palabras tierra y libertad.
Es guasón, escéptico y prudente, aunque a veces se tira de espontáneo a la tertulia -tienen mesa contigua- de Raúl del Pozo, el maestro Vicent, Alexandre, cervino y el Algarrobo. No tiene sueños imposibles, ni milongas. Yo creo que ni sueña. Acude cada día a abrir su tenderete y eso le da sobrado trabajo, diversión y sabiduría. Con frecuencia, sentado ante mi mesa mientras leo o trabajo un poco, paso un rato observándolo, inmóvil con su chaqueta azul de faena, impasible centinela del café legendario. Le gusta que entren mujeres guapas, y cuando detecta a alguna, su mirada la sigue un brevísimo instante y luego se cruza con la mía, antes de fijarse de nuevo en el infinito insinuando la media sonrisa cómplice. Somos viejos amigos. A veces, cuando hay poca gente, hablamos de las cosas de la vida. Atiende mi correo y llamadas telefónicas; y a cambio, cuando se ausenta un rato, he llegado a despacharle a algún cliente, dejando el dinero sobre su taburete. Cada semana, desde hace años, jugamos juntos uno de sus billetes de lotería, aunque mediante un peculiar sistema: yo le compro el décimo, y si toca vamos a medias. El día que nos salga y se jubile de verdad, encargaré una placa de bronce para que la pongan en su rincón: «Aquí vendió tabaco y vio pasar la vida Alfonso. Cerillero y anarquista».
22 de junio de 1997
Nadie tuvo que explicarle nunca lo que es ganarse la vida. Su padre, militante de la FAI, se fue voluntario a defender la República; y la familia Alfonso, madre y dos hermanos- anduvo siguiéndolo como pudo por los caminos y los campos de batalla. «Como los revolucionarios mejicanos», evoca con melancolía. Luego su madre lo embarcó para Rusia, pero el Cervera interceptó su barco en alta mar, ahorrándole otra guerra y aprender el ruso. Al padre anarquista se lo tragó la derrota, desaparecido en combate o fusilado, y Alfonso recaló en Madrid, donde la madre prefirió que no fuese a la escuela antes que apuntarlo en Falange. Así que aprendió a leer y escribir de noche, cuando ella volvía, agotada, de lavar a mano sábanas de hotel. Siempre le habló con orgullo de su padre. Tanto que todavía hoy, cuando menciona a ese libertario de veintinueve años al que apenas conoció, el cerillero del café Gijón entorna un poco los ojos y asiente con la cabeza, despacio, antes de murmurar, absorto: «Con dos cojones».
Ha pasado hambre, y sabe qué es cenar en Navidad un boniato cocido para toda la familia. Fue colillero, albañil, camarero y otras cosas hasta que encontró el Gijón. Tiene sesenta y cuatro años, y no se jubila del todo porque la vida está muy perra, porque le gusta vender tabaco y porque, matiza humildemente, no le sale de los huevos. Le gusta comer bacalao, poco los toros, y menos el fútbol. De joven hubiera querido parecerse a Gary Cooper, y su actriz favorita era Esther Williams, aquella fuertota que siempre estaba nadando. Nunca habla de política, ni de literatura, ni de ninguna otra cosa en voz alta; pero los íntimos saben que para Alfonso la literatura murió de muerte natural en este país de gilipollas, y que los políticos son chusma incompatible con las palabras tierra y libertad.
Es guasón, escéptico y prudente, aunque a veces se tira de espontáneo a la tertulia -tienen mesa contigua- de Raúl del Pozo, el maestro Vicent, Alexandre, cervino y el Algarrobo. No tiene sueños imposibles, ni milongas. Yo creo que ni sueña. Acude cada día a abrir su tenderete y eso le da sobrado trabajo, diversión y sabiduría. Con frecuencia, sentado ante mi mesa mientras leo o trabajo un poco, paso un rato observándolo, inmóvil con su chaqueta azul de faena, impasible centinela del café legendario. Le gusta que entren mujeres guapas, y cuando detecta a alguna, su mirada la sigue un brevísimo instante y luego se cruza con la mía, antes de fijarse de nuevo en el infinito insinuando la media sonrisa cómplice. Somos viejos amigos. A veces, cuando hay poca gente, hablamos de las cosas de la vida. Atiende mi correo y llamadas telefónicas; y a cambio, cuando se ausenta un rato, he llegado a despacharle a algún cliente, dejando el dinero sobre su taburete. Cada semana, desde hace años, jugamos juntos uno de sus billetes de lotería, aunque mediante un peculiar sistema: yo le compro el décimo, y si toca vamos a medias. El día que nos salga y se jubile de verdad, encargaré una placa de bronce para que la pongan en su rincón: «Aquí vendió tabaco y vio pasar la vida Alfonso. Cerillero y anarquista».
22 de junio de 1997
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