domingo, 29 de agosto de 2010

Por Madrid y con sombrero

Hace casi veinte años que, a menudo, uso sombrero para vestir. Como decían mi abuelo y mi padre, tiene la ventaja de poder quitártelo cuando entras bajo techo, o delante de las señoras. Recurro a los clásicos de fieltro, azul oscuro, marrón o gris, los días fríos de invierno. Bajo la lluvia los uso de gabardina, y de panamá en verano, cuando el sol pega fuerte. En ciudad siempre con chaqueta, naturalmente. La chaqueta veraniega acabó convirtiéndose en hábito: una especie de disciplina personal. Pocas veces me muevo ya, por lugares civilizados, en mangas de camisa. A todo se acostumbra uno. La única pega es que, cuando estoy comprando películas en El Corte Inglés, me confunden con un dependiente y me piden Los bingueros de Pajares y Esteso. Fuera de eso, lo de la chaqueta es muy llevadero. Algún amigo me pregunta si no estaría más cómodo sin ella. Yo respondo que sí, que lo estaría. Pero no veo por qué diablos necesitaría estar más cómodo. También es cómodo ir en calzoncillos y chanclas por la calle, rascándose los huevos, y no lo hago. 

Volviendo al sombrero, el otro día un librero de la cuesta Moyano me dio que pensar. Vestía yo chaqueta azul oscuro, pantalón chino beige, zapatos de ante marrones y panamá, y me interpeló: «¿A dónde vas con sombrero, llamando la atención?». Respondí que estaba dando un paseo, y manifesté mi extrañeza ante el hecho singular de que le llamase la atención un panamá de toda la vida, comprado como cada primavera en La Favorita, mi sombrerería habitual de la Plaza Mayor. Y más cuando él mismo llevaba una gorra de vivos colores de guacamayo con visera de un palmo. «Porque no creo -añadí- que vengas de jugar al béisbol». Seguí camino, pero aquello me dejó pensativo. Continué pensándolo mientras paseaba, mirando alrededor. El verano estaba en todo lo suyo, Madrid hervía de gente, y era buen momento para digerir el comentario. Así que me puse a ello. 

Según aquel librero, yo llamaba la atención porque iba en verano con chaqueta y sombrero de panamá. Miré alrededor, intentando confirmarlo. A ver quién más da el cante, me dije. Comprobemos mi calidad de garbanzo negro observando qué otros transeúntes atraen la atención por lo insólito de su aspecto o indumento, prendas de cabeza incluidas. Pero todo parecía normal: el hormiguero urbano circulaba apacible. Nadie parecía sorprenderse de sus semejantes. Yo era quien llamaba la atención, según el capullo en flor del librero; pero el resto de la humanidad se vestía con desconcertante aplomo. Registré unas cuantas muestras al azar: un fulano de ciento veinte kilos, o así, con el que me crucé en la calle Arenal, vestía camiseta de tirantes, bañador de flores y chanclas de goma que le daban aspecto de paquidermo informal. También se cubría con un sombrero parecido al mío; pero todo cristo pasaba cerca sin echarle siquiera una mirada de soslayo -¿En qué he fallado?, pensé inquieto, estudiándolo de arriba abajo-. Algo más allá me crucé con una pareja natural como la vida misma: nadie volvía la cabeza a mirarlos ni se daba con el codo, pese a que el individuo llevaba piercings en la nariz y en las cejas, pantalón corto de camuflaje con bolsillos enormes y un sombrero de jungla de alas anchas muy arrugado, y su legítima -una morsa a la que rebosaban de la camiseta ceñida dos ubres y varias lorzas de sudoroso tocino- lucía sombrero vaquero, botas de pitufo hasta media pierna con treinta y dos grados a la sombra, y llevaba todo el brazo izquierdo tatuado con motivos satánicos. Junto a la plaza de Oriente vi a dos asiáticos con sombreros de eso mismo, o sea, asiáticos: redondos, anchos y de paja, apropiadísimos para recolectar arroz en el delta del Mekong o en cualquier otro delta. Pero ni los miraban. De vuelta, cerca del arco de San Ginés, me crucé con un pavo desnudo de cintura para arriba que iba tocado con un sombrero mejicano de color rojo. Y, pasada la chocolatería, le pisé inadvertidamente el muñón a un mendigo que estaba tirado ocupando toda la acera -me insultó muy suelto, en lengua eslava-, y que llevaba una camiseta de la universidad de Harvard, un cartel con la frase: «Tengo ambre y 5 ijos», y se tocaba con un sombrero negro de ala corta, tipo gánster años 60, como los que lucía Frank Sinatra cuando cantaba A mi manera. Resumiendo: ninguno de ellos llamaba la atención. Vestían como lo más normal del mundo. 

Meditando ésa y otras maravillas llegué a la plaza Mayor, donde me encontré con otro amigo que trabaja en el Ayuntamiento. «¿Dónde vas con gorro?», me preguntó. Lo miré cinco segundos en silencio. Luego dije: «Gorro es el que les pusieron a tus abuelos cuando los quemaron en esta misma plaza. Cabrón». Y mientras se quedaba descifrando el asunto, fui al bar Andaluz y pedí una cerveza. 

29 de agosto de 2010 

domingo, 22 de agosto de 2010

El vasco que humilló a los ingleses

Hace doce años, cuando escribía La carta esférica, tuve en las manos una medalla conmemorativa, acuñada en el siglo XVIII, donde Inglaterra se atribuía una victoria que nunca ocurrió. Como lector de libros de Historia estaba acostumbrado a que los ingleses oculten sus derrotas ante los españoles -como la del vicealmirante Mathews en aguas de Tolón o la de Nelson cuando perdió el brazo en Tenerife-, pero no a que, además, se inventen victorias. Aquella pieza llevaba la inscripción, en inglés: El orgullo de España humillado por el almirante Vernon; y en el reverso: Auténtico héroe británico, tomó Cartagena -Cartagena de Indias, en la actual Colombia- en abril de 1741. En la medalla había grabadas dos figuras. Una, erguida y victoriosa, era la del almirante Vernon. La otra, arrodillada e implorante, se identificaba como Don Blass y aludía al almirante español Blas de Lezo: un marino vasco de Pasajes encargado de la defensa de la ciudad. La escena contenía dos inexactitudes. Una era que Vernon no sólo no tomó Cartagena, sino que se retiró de allí tras recibir las suyas y las del pulpo. La otra consistía en que Blas de Lezo nunca habría podido postrarse, tender la mano implorante ni mirar desde abajo de esa manera, pues su pata de palo tenía poco juego de rodilla: había perdido una pierna a los 17 años en el combate naval de Vélez Málaga, un ojo tres años después en Tolón, y el brazo derecho en otro de los muchos combates navales que libró a lo largo de su vida. Aunque la mayor inexactitud de la medalla fue representarlo humillado, pues Don Blass no lo hizo nunca ante nadie. Sus compañeros de la Real Armada lo llamaban Medio hombre, por lo que quedaba de él; pero los cojones siempre los tuvo intactos y en su sitio. Como los del caballo de Espartero. 

La vida de ese pasaitarra -mucho me sorprendería que figure en los libros escolares vascos, aunque todo puede ser- parece una novela de aventuras: combates navales, naufragios, abordajes, desembarcos. Luchó contra los holandeses, contra los ingleses, contra los piratas del Caribe y contra los berberiscos. En cierta ocasión, cercado por los angloholandeses, tuvo que incendiar varios de sus propios barcos para abrirse paso a través del fuego, a cañonazos. En sólo dos años, siendo capitán de fragata, hizo once presas de barcos de guerra enemigos, todos mayores de veinte cañones, entre ellos el navío inglés Stanhope. En los mares americanos capturó otros seis barcos de guerra, mercantes aparte. También rescató de Génova un botín secuestrado de dos millones de pesos, y participó en la toma de Orán y en el posterior socorro de la ciudad. Después de ésas y otras muchas empresas, nombrado comandante general del apostadero naval de Cartagena de Indias, a los 54 años, y tras rechazar dos anteriores tentativas inglesas contra la ciudad, hizo frente a la fuerza de desembarco del almirante Vernon: 36 navíos de línea, 12 fragatas y varios brulotes y bombardas, 100 barcos de transporte y 39.000 hombres. Que se dice pronto. 

He visto dos retratos de Edward Vernon, y en ambos -uno, pintado por Gainsborough- tiene aspecto de inglés relamido, arrogante y chulito. Con esa vitola y esa cara, uno se explica que vendiera la piel antes de cazar el oso, haciendo acuñar por anticipado las medallas conmemorativas de la hazaña que estaba dispuesto a realizar. Pese a que a esas alturas de las guerras con España todos los marinos súbditos de Su Graciosa sabían cómo las gastaba Don Blass, el cantamañanas del almirante inglés dio la victoria por segura. Sabía que tras los muros de Cartagena, descuidados y medio en ruinas, sólo había un millar de soldados españoles, 300 milicianos, dos compañías de negros libres y 600 auxiliares indios armados con arcos y flechas. Así que bombardeó, desembarcó y se puso a la faena. Pero Medio hombre, fiel a lo que era, se defendió palmo a palmo, fuerte a fuerte, trinchera a trinchera, y los navíos bajo su mando se batieron como fieras protegiendo la entrada del puerto. Vendiendo carísimo el pellejo, bajo las bombas, volando los fuertes que debían abandonar y hundiendo barcos para obstruir cada paso, los españoles fueron replegándose hasta el recinto de la ciudad, donde resistieron todos los asaltos, con Blas de Lezo personándose a cada instante en un lugar y en otro, firme como una roca. Y al fin, tras arrojar 6.000 bombas y 18.000 balas de cañón sobre Cartagena y perder seis navíos y nueve mil hombres, incapaces de quebrar la resistencia, los ingleses se retiraron con el rabo entre las piernas, y el amigo Vernon se metió las medallas acuñadas en el ojete. 

Blas de Lezo murió pocos meses después, a resultas de los muchos sufrimientos y las heridas del asedio, y el rey lo hizo marqués a título póstumo. Creo haberles dicho que era vasco. De Pasajes, hoy Pasaia. A tiro de piedra de San Sebastián. O sea, Donosti. Pues eso. 

22 de agosto de 2010

domingo, 15 de agosto de 2010

Aportando soluciones

Pues vale. Pues me alegro. Se lo digo a usted, señor notario de Pamplona. Y a ti, joven lleno de fe, esperanza y caridad en tus mayores y tus menores. A quienes apuntan, con razón, que me paso los fines de semana gruñendo sobre el pluriputiferio hispánico, pero sin aportar soluciones. La verdad es que esta página no la cobro por solucionar nada -cobraría un poquito más-, sino por desparramar a mi aire. Quizá se hayan fijado en el título: Patente de corso. Pero bueno. Un día es un día. 

Lo primero: Cataluña independiente de una puta vez. No pasa nada, oigan. Y me sorprende que no lo hayan hecho todavía. No hay el menor riesgo. Se reúne el honorable Parlament, se proclama la independencia por la cara, y asunto resuelto. Pasada la primera impresión -aquí todas las impresiones pasan-, quedaría hueco en la sección nacional de los periódicos para otros asuntos. Y todos contentos. Nos dejamos de pellizcos de monja, de amagar y no dar, de morritos de mercader en plan quiero y no puedo, o puedo y no quiero. Una sola lengua, una bandera estelada, una nación, un führer. Punto. Y los charnegos que no traguen, a la frontera o que se jodan. Por lo demás, ya me dirán ustedes, ante el hecho consumado, qué iban a hacer los fascistas de Madrid. ¿Se imaginan a Zapatero, o incluso a Rajoy, oponiéndose con hechos a una declaración catalana de independencia? ¿Cómo? ¿Mandando tanques a las Ramblas? Venga ya. Como mucho, iría Moratinos a negociar fotografiándose con barretina, de caganer. Mayor garantía, imposible. 

Luego, ya puestos, el País Vasco. Lo mismo: independentzia por el artículo catorce. A tomar por saco. Fin de la salvaje, asesina y secular opresión española, con Peneuve y Eta matándose luego entre ellos por el poder, lo que no deja de tener su puntito. Pero lo más primoroso vendrá cuando, ya con media patria de los vascos y las vascas asegurada aquí abajo, el esfuerzo se centre en la otra media de arriba: Iparralde y tal. Muga ez. Ardo en deseos de comprobar qué pasará la primera vez que algún zángano bocazas y cantamañanas muy mal acostumbrado, como Iñaki Anasagasti cuando sale los viernes del peluquero, insulte a la República francesa o llame txakurra a un gendarme. Sí. Me pido la foto. 

Luego, ya metidos en faena, Galicia. Como ahí la cosa no está clara, y hay mucho tibio y mucho gallego que no sabes si sube o baja, se les hace independientes por cojones, y un problema menos. Por real decreto. Quieran o no quieran. Con himno nacional, fuerzas armadas y toda la parafernalia. De paso y ya puestos, para aprovechar el mismo telediario, se entrega Olivenza a Portugal y se ponen Valencia y Baleares bajo la tutela del Estado catalán supervisado por Naciones Unidas, como cuando lo del referéndum del Sáhara confiado a Marruecos. Y ahí nos vemos. A quien, naturalmente, en gesto de buena vecindad y para limar asperezas en el futuro, se entregarán Ceuta, Melilla, los peñones, el islote de Perejil y la cabra de la Legión con las patas atadas para que no se revuelva y haya alguna desgracia, y la liemos a última hora. En lo que a Gibraltar se refiere, tampoco hay problema: también se encargará el ministro Moratinos de gestionar enérgicamente el asunto, sin otras concesiones que la entrega inmediata e incondicional del Peñón a sus legítimos habitantes, así como treinta millas de aguas territoriales, las playas de La Línea, Sotogrande, los puticlubs de Algeciras y el derecho a convertirse en Estado independiente, con una bandera donde, sobre la Union Jack, figure una sonora pedorreta, con el lema: Al que un tonto se la dé, San Jorge se la bendiga

Aliviada al fin España de la herencia franquista que le impide levantar cabeza, las cosas se simplificarían un huevo, o dos. Tendríamos el ambiente político a punto de caramelo para acometer radicales reformas internas. Ahí sugiero refundir todos los ministerios en cuatro: Subvenciones y Sobornos a Sindicatos, Ladrillo y Turismo Chusma, Bares, Terrazas y Chiringuitos de Playa, y Triunfos Deportivos. Aunque este último, por darle un poquito de caché, podría llamarse ministerio de Patriotismo Intermitente Según y Cómo. Como ven, no escurro el bulto y aporto soluciones. No todo va a ser gruñir los domingos. Algún lector esquivo argumentará que no especifico de qué viviríamos los españoles, o lo que de ellos quedase para entonces, una vez desecado el fangal. Pero esta semana estoy que me salgo de la página, y hasta para eso tengo respuesta. Como aquí, producir de verdad, lo que se dice producir, no se produce una puñetera mierda, pero somos expertos en trajinar con dinero negro, sugiero hacer como Suiza: salir de la Comunidad Europea, declararnos paraíso fiscal y vivir de almacenar el dinero de otros. Catalanes, gallegos, vascos, gibraltareños y marroquíes serían los primeros clientes. Apuesten cuanto tienen a que sí. 

15 de agosto de 2010

domingo, 8 de agosto de 2010

Manolo, la bala y el talibán

Me llama la atención algún comentario reciente sobre la nueva bala con que los ejércitos de la OTAN pretenden sustituir la del calibre 5,56, que está en servicio desde que los norteamericanos empezaron a utilizarla en Vietnam, hacia 1964. Cuando esta munición fue presentada en sociedad, se planteó como una de sus principales ventajas que era más ligera y podía transportarse en mayor cantidad que el antiguo calibre 7,62. También que, al ser más pequeña, en ciertos impactos no producía la muerte instantánea, sino heridas que complicaban la logística del adversario con mutilaciones, evacuaciones, hospitales llenos y cosas así. En lo de matar del todo, tampoco se quedaba corta: otra ventaja -como ven, era una bala muy ventajosa, según para quién- consistía en que, al viajar en el límite de su equilibrio, cuando entraba en un cuerpo supuestamente enemigo seguía una trayectoria irregular, provocaba el estallido de vísceras y dejaba al receptor hecho un Ecce Homo. 

Este último aspecto, el de la bala tonta que entra por un pulmón y sale por la rabadilla, parece la pega principal que le encuentran en las guerras de ahora. En Afganistán, por ejemplo, resulta que los talibanes son demasiado flacos. Están más desnutridos y delgaduchos de lo normal, y al proyectil no le da tiempo de fragmentarse si toca hueso, o de zigzaguear como Dios manda: hace chas y atraviesa los cuerpos con facilidad, en vez de hacer chof, quedarse dentro y cumplir su obligación de reventar al prójimo. A eso hay que añadir que los afganos son duros que te rilas, y mientras les vacías un cargador en la tripa son capaces de comerte los hígados y marcarse una jota baturra camino del Paraíso. Hace un siglo, en la guerra de los norteamericanos contra los rebeldes moros en Filipinas -los gringos acababan de anexionarse aquello por la patilla, después de echarnos en nombre de la libertad, como suelen-, hubo un problema parecido con los fanáticos que iban drogados y blandiendo machetes: no había forma de pararlos con balas normales. Y del mismo modo que eso dio lugar a la invención del Colt 45 -con bellotas de plomo capaces de tumbar a la madre que te parió-, los ingenieros de ahora han puesto a punto una munición nueva con proyectil de acero, menos contaminante que el plomo -bala ecológica, la llaman los muy cachondos-, que lo mismo ponga mirando a Triana a un talibán desnutrido que a un chino, a un negro, a un ruski o a un narcopanchito bien cebados. 

Hasta ahí, todo parece lógico. Las balas están para eso. Bang. Otra cosa es que se utilicen, o no. Por esto llama la atención que algún cantamañanas de los que confunden buen rollito con demagogia chunga ponga el grito en el cielo, criticando que ahora se quiera matar mejor a los afganos flaquitos. Como si morir escurrido de carnes empeorase que te aligeren. Pero claro. Para el pacifismo barato y elemental, querido Watson, es demasiado tentadora la imagen de un talibán desnutrido, famélico, atravesado por una perversa bala de la OTAN; y no menos irresistible denunciar cómo el malvado Occidente se las ingenia para que el afgano que hasta ahora se libraba de refilón, por estrecho de pecho, también se lleve lo suyo. ¿Importa tanto la anatomía del soldado contrario?, preguntan. Cuando es evidente que la respuesta es sí. Que igual peligro tiene un armario de cuatro por cuatro que un Giacometti artillado. Que metidos en faena, la anatomía importa, y mucho. Que en la vida estamos, como en el chiste, a setas o a Rolex. Y que mejor no tener que hacerlo. Preferiría que no, como decía el amigo Bartleby en el relato de Melville. Pero cuando no hay otra, y en un momento dado tienes que pegarle un tiro a un talibán afgano, a un pirata somalí o a un pigmeo de treinta y cinco kilos que te viene de malas, aunque tenga menos carne que el manillar de una bicicleta, lo que necesitas es algo que lo ponga patas arriba de la manera más eficaz posible. Stop. Punto. Otra cosa es que las guerras sean malas, Pascuala. Que disparar sea un acto fascista, que los ejércitos los inventara Franco y toda la parafernalia al uso. En esto no me meto. Si no queremos guerras ni soldados, o creemos más cómodo y barato que otros den la cara por nosotros, pues vale. Me parecerá muy bien, entonces, que al cabo Manolo lo saquemos de Afganistán para reciclarlo a corderito de Norit sin fronteras: biberón en una cartuchera y chocolatinas en la otra. Pero mientras siga allí, jugándosela, prefiero que, cuando se arrime un talibán con Kalashnikov, Manolo le endiñe un bellotazo que lo deje seco a la primera. Con balas convencionales, ecológicas o de hilo musical. Eso me importa un huevo. Con lo que sea. 

8 de agosto de 2010 


domingo, 1 de agosto de 2010

Carta a un joven escritor (II)

Hablábamos el otro día de maestros: autores y obras que ningún joven que pretenda escribir novelas tiene excusa para ignorar. Ten presente, si es tu caso, un par de cosas fundamentales. Una, que en la antigüedad clásica casi todo estaba escrito ya. Echa un vistazo y comprobarás que los asuntos que iban a nutrir la literatura universal durante veintiocho siglos aparecen ya en la Ilíada y la Odisea -relato, éste, de una modernidad asombrosa- y en la tragedia, la comedia y la poesía griegas. De ese modo, quizá te sorprenda averiguar que el primer relato policíaco, con un investigador -el astuto Ulises- buscando huellas en la arena, figura en el primer acto de la tragedia Ayax de Sófocles. 

Un detalle importante: escribes en español. Quienes lo hacen en otras lenguas son muy respetables, por supuesto; pero cada cual tendrá en la suya, supongo, quien le escriba cartas como ésta. Yo me refiero a ti y a nuestro común idioma castellano. Que tiene, por cierto, la ventaja de contar hoy, entre España y América, con 450 millones de lectores potenciales; gente que puede acceder a tus libros sin necesidad de traducción previa. Pero atención. Esa lengua castellana o española, y los conceptos que expresa, forman parte de un complejo entramado que, en términos generales y con la puesta al día pertinente, podríamos seguir llamando cultura occidental: un mundo que el mestizaje global de hoy no anula, sino que transforma y enriquece. Tú procedes de él, y la mayor parte de tus lectores primarios o inmediatos, también. Es el territorio común, y eso te exige manejar con soltura la parte profesional del oficio: las herramientas específicas, forjadas por el tiempo y el uso, para moverte en ese territorio. Aunque algunos tontos y fatuos lo digan, nadie crea desde la orfandad cultural. Desde la nada. Algunas de esas herramientas son ideas, o cosas así. Para dominarlas debes poseer las bases de una cultura, la tuya, que nace de Grecia y Roma, la latinidad medieval y el contacto con el Islam, el Renacimiento, la Ilustración, los derechos del hombre y las grandes revoluciones. Todo eso hay que leerlo, o conocerlo, al menos. En los clásicos griegos y latinos, en la Biblia y el Corán, comprenderás los fundamentos y los límites del mundo que te hizo. Familiarízate con Homero, Virgilio, los autores teatrales, poetas e historiadores antiguos. También con La Divina Comedia de Dante, los Ensayos de Montaigne y el teatro completo de Shakespeare. Te sorprenderá la cantidad de asuntos literarios y recursos expresivos que inspiran sus textos. Lo útiles que pueden llegar a ser. 

La principal herramienta es el lenguaje. Olvida la funesta palabra estilo, burladero de vacíos charlatanes, y céntrate en que tu lenguaje sea limpio y eficaz. No hay mejor estilo que ése. Y, como herramienta que es, sácale filo en piedras de amolar adecuadas. Si te propones escribir en español, tu osadía sería desmesurada si no te ejercitaras en los clásicos fundamentales de los siglos XVI y XVII: Quevedo, el teatro de Lope y Calderón, la poesía, la novela picaresca, llenarán tus bolsillos de palabras adecuadas y recursos expresivos, enriquecerán tu vocabulario y te darán confianza, atrevimiento. Y una recomendación: cuando leas El Quijote no busques una simple narración. Estúdialo despacio, fijándote bien, comparándolo con lo que en ese momento se escribía en el mundo. Busca al autor detrás de cada frase, siente los codazos risueños y cómplices que te da, y comprenderás por qué un texto escrito a principios del siglo XVII sigue siendo tan moderno y universalmente admirado todavía. Termina de filtrar ese lenguaje con la limpieza de Moratín, el arrebato de Espronceda, la melancólica sobriedad de Machado, el coraje de Miguel Hernández, la perfección de Pablo Neruda. Pero recuerda que una novela es, sobre todo, una historia que contar. Una trama y una estructura donde proyectar una mirada sobre uno mismo y sobre el mundo. Y eso no se improvisa. Para controlar este aspecto debes conocer a los grandes novelistas del siglo XIX y principios del XX, allí donde cuajó el arte. Lee a Stendhal, Balzac, Flaubert, Dostoievski, Tolstoi, Dickens, Dumas, Hugo, Conrad y Mann, por lo menos. Como escritor en español que eres, añade sin complejos La regenta de Clarín, las novelas de Galdós, Baroja y Valle Inclán. De ahí en adelante lee lo que quieras según gustos y afinidades, maneja diccionarios y patea librerías. Sitúate en tu tiempo y tu propia obra. Y no dejes que te engañen: Agatha Christie escribió una obra maestra, El asesinato de Rogelio Ackroyd, tan digna en su género como Crimen y castigo en el suyo. Un novelista sólo es bueno si cuenta bien una buena historia. Escribe eso en la dedicatoria cuando me firmes un libro tú a mí. 

1 de agosto de 2010