domingo, 25 de agosto de 2019

Con chanclas y a lo loco

Dando un paseo por el centro de Madrid, a mediados de agosto, las palabras de un amigo me dejan pensativo: «Vestido así vas llamando la atención». Lo dice en plan bien, con la mejor voluntad. Dispuesto a que el comentario me sea útil. Y como es un buen tipo, lo aprecio y me aprecia, echo un vistazo a mi reflejo en un escaparate para comprobar el asunto: zapatos marrones, calcetines azul marino, pantalón chino beige, camisa azul claro, chaqueta ligera azul marino –luego iré a cenar y es lógico llevarla de tonos oscuros– y sombrero de ala mediana, ni ancha ni corta, de los que suelo usar desde hace ocho o diez años, panamá en verano y fieltro en invierno. Y tras dirigir esa rápida ojeada sin observar nada improcedente, miro alrededor, más bien confuso. «¿La atención de quién?», pregunto. Y mi amigo, como si tampoco lo tuviera claro, se encoge de hombros y hace un ademán abarcando el entorno. El paisaje y la fauna. Y entonces comprendo a qué se refiere. 

Hasta donde abarca mi vista, el panorama es fascinante. A quinientos kilómetros de la playa más próxima, cinco o seis de cada diez varones visten con chanclas y la amplia variedad de calzoncillos que la moda hace posible: estampado, fosforito, deportivo, con raja lateral, con bragueta, sin bragueta. Como si vinieran directamente de la piscina o de correr en el Retiro. Otros, más formales, llevan pantalones cortos que airean sus pantorrillas, incluida una interesante variedad estrecha y apretada, marcando viril paquete, que se ajusta hasta encima de la rodilla y tiene que hacer sudar horrores. Algunos pantalones cortos también son lucidos con desparpajo por vejetes de edad provecta: estampas tan patéticas que piensas hay que ver, colega, toda una vida honrada y digna de funcionario de Correos, por ejemplo, para acabar como un tiñalpa, enseñando esas piernecillas descarnadas y pálidas; y todo porque los hijos o los nietos te dicen ponte un pantalón corto, abuelo, que así estarás más moderno y más fresco. No seas rancio. 

Prosigo mi exploración visual y se amontonan las bellas estampas urbanas: esas camisetas sobaqueras poniendo una axila en tu vida, o dos; esas gorras multicolores con la visera para delante o la visera para atrás; esas camisetas del Barça embutiendo tripas cerveceras; esos tíos marranos con el torso desnudo rascándose los huevos y restregándote el sudoroso tocino mientras esperan a tu lado en el semáforo; esas tías comprimidas en licra, o como carajo se llame, que imagina cómo irá, con este calor, lo que no salta a la vista; esas otras pavas en sujetador y con el pantalón vaquero de moda, recortado por las ingles, cuyos pliegues se clavan directamente entre las rodajas, en plena pepitilla; esos bonitos tatuajes de Anhelo la paz del mundo en lengua armenia o en swahili; esos dos pavos que pasan musculosos y desinhibidos, en bañador y con el torno desnudo, enchufado uno al otro y a toda hostia sobre el mismo patinete. Ese desfile, en suma, de horror callejero que en estas fechas incluye las estaciones de tren y los aeropuertos, con todo cristo viajando medio en pelotas con maletas enormes que te preguntas qué traerán dentro, si luego sus portadores van a vestirse con la misma camiseta, chanclas y calzoncillos que llevan puestos. 

Así que, en fin, comprendo el toque de mi amigo. Quién soy yo para llamar la atención. Para ir por ahí provocando. Así que tras reflexionar un poco, he decidido enmendarme. Para mimetizarme más con el entorno, no sea que ofenda, y también para ir más cómodo, porque la comodidad es un derecho humano, la próxima vez que vaya con Javier Marías a cenar a Lucio –que últimamente también deja entrar de todo– pondré al día mi indumento: por supuesto, unas chanclas; y también un bañador de patas hasta la rodilla, estampado, encima del cual ceñiré con donaire, a lo Superlópez, unos calzoncillos Abanderado por no perder el toque clásico. El torso me lo cubriré parcialmente con una camiseta de largos tirantes y axilas holgadas, a ser posible con los colores del Betis. En vez del panamá llevaré un sombrero mexicano de paja roja, que llama menos la atención. Y en previsión de que accidentalmente asome algo por los calzoncillos –con estas modas informales nunca se sabe–, me tatuaré la frase Recuerdo de mi viaje a Constantinopla en el prepucio. Y así, equipado al fin como Dios manda, estoy seguro de que cuando cruce silenciosamente y a toda leche por la Plaza Mayor encima de un patinete, con la camiseta sobaquera ondeando al viento y Javier agarrado detrás, no llamaré la atención en absoluto. 

25 de agosto de 2019

domingo, 18 de agosto de 2019

Las madres de antes eran más guapas

Me interesa Twitter porque es un territorio hostil transitado por numerosos hijos de puta. Pero como nada es absoluto, maticemos: es una red social útil y en ella hay gente estupenda; pero el frecuente anonimato y el mundo en que vivimos facilitan también su función de basurero. Resulta fascinante el espectáculo de ignorancia, agresividad y vileza que, ante tal o cual noticia, en torno a este o aquel tuiteo, suele organizarse por parte de gente con pocos escrúpulos o ganas de bronca. Y si se trata de religión, política o nacionalismos, ni les cuento. Es asombroso cómo argumentos o asuntos serios quedan reducidos a la simpleza de los 280 caracteres, que acaban sustituyendo a los verdaderos contenidos y alcanzan amplia difusión; de lo que resulta una cadena de comentarios de quienes no conocen el asunto original ni se preocupan por conocerlo, opinando sin cortarse un pelo de lo que unos dicen que otros han dicho o les dijeron. Y por supuesto, como estamos en España, abundan quienes saben más lengua que los lingüistas, más ciencia que los científicos y más historia que los historiadores. No se trata ya de opinar, pues a fin de cuentas las opiniones son libres. Se trata de insultar o silenciar cuanto no coincida con lo que uno cree saber o piensa, o no encaja en su –a veces limitado– ámbito intelectual. Cualquier analfabeto se atreve a ello sin complejos. Y no les quepa duda: si Ramón y Cajal o Cervantes anduvieran ahora por las redes, cada día habría gente enmendándoles la plana. Ni puñetera idea tienes de ciencia, calvo de mierda. Y tú, Miguelito, cierra el pico, que mataste moros en Lepanto y nos conocemos, juntaletras fascista. Para Quijote bueno, el de Avellaneda. 

En lo que al arriba firmante se refiere, Twitter tiene doble utilidad. Por una parte, la del espectáculo bronco y divertido de observar. Ayuda mucho a escudriñar la condición humana, y eso es útil para cuando llueva napalm –que tarde o temprano siempre llueve–, pues conocer lo despreciable del paisanaje atenúa un poquito la piedad y el remordimiento. La otra es lo útil de esa red social como herramienta eficaz; pues, ya en lo personal, me permite enviar informaciones, responder a consultas, enlazar con artículos, libros y asuntos relacionados con mi trabajo, manteniendo con los lectores y amigos –cada lector es realmente un amigo– un contacto imposible de otro modo. Es una forma de agradecer el interés y la lealtad; aunque no falte quien se enfada porque no respondo, o no lo hago en el acto, a su consulta, sin considerar la imposibilidad de que alguien con dos millones de seguidores tuiteros, que recibe cientos de mensajes diarios, pueda responder a todos. Para eso tendría que vivir en las redes sociales, pero tengo otras cosas que hacer. Hago lo que puedo, cuando puedo. Y ojalá pudiera más. 

Dicho lo anterior, Twitter también ofrece momentos maravillosos. Ayudar a que un perro perdido sea encontrado por sus amos, o que uno abandonado encuentre hogar, es una de mis satisfacciones. Y hace unas semanas, en especial, hizo posibles un par de días magníficos, que debía agradecer de algún modo y por eso escribo este artículo. Había encontrado entre viejos papeles una fotografía de una veinteañera bellísima y elegante, la joven que en otro tiempo fue mi madre. Y aunque nunca cuelgo fotos familiares ni apenas mías en las redes sociales, creí que ésa sí valía la pena. Así que la tuiteé con la frase «las madres de antes eran más guapas». Luego me dispuse a esperar, divertido, el aluvión de acusaciones de carca, retrógrado y machista que creí iba a suscitar aquello. Y sin embargo, para mi grata sorpresa, lo que siguió fueron dos días maravillosos en los que millares de amigos tuiteros, animados por aquello, colgaron fotos de las suyas. Y de ese modo, sin pretenderlo, entre todos reunimos un extraordinario álbum de madres, un homenaje masivo y espontáneo a las felizmente vivas o ya desaparecidas, lleno de mensajes de ternura, de amor, de recuerdos emocionados a todas ellas; que sin duda fueron diferentes a las de ahora porque su tiempo también lo era. Mujeres hermosas por dentro y por fuera, madres que con su abnegación, con su sacrificio, con su inteligencia, con su trabajo, con su valor y entereza, sostuvieron a sus familias en tiempos difíciles, sacaron adelante a los suyos, pelearon como leonas por apoyar a sus hombres, por criar y defender a sus cachorros. Y es cierto, comprobamos todos. Sin demérito de las actuales, que ya tienen otro estilo, y como pudimos comprobar gracias a Twitter, las madres de antes eran mucho más guapas. Incluso las que nunca pretendieron serlo. 

18 de agosto de 2019 

domingo, 11 de agosto de 2019

Malos tiempos para los héroes

Hay en Londres un monumento que descubrí hace poco y me llamó mucho la atención. En él nunca faltan flores. Se trata de un memorial –inaugurado hace sólo siete años por la reina Isabel II– en recuerdo de los 54.574 tripulantes de bombarderos británicos que murieron atacando Alemania durante la Segunda Guerra Mundial. El lugar es conmovedor, pues muestra a siete figuras de bronce de aviadores vestidos con ropa de vuelo, de tamaño algo mayor que el natural, en unas actitudes serenas y muy dignas. Se trata de hombres muertos de verdad, piensa uno cuando los ve. Se ve que realmente lo están. Parecen fantasmas melancólicos. 

El monumento se encuentra junto a la entrada oeste de Green Park, cerca de la casa de Wellington, y merece la pena echarle un vistazo. Sobre todo porque muestra, entre otras cosas, la ausencia de complejos históricos británica. Esos aviadores murieron mientras bombardeaban Alemania, causando centenares de miles de víctimas: sólo en Dresde, que fue arrasada por completo, murieron 25.000 personas. Sin embargo, la idea pretende quedar por encima del horror: combatían por su patria, cumplían su deber y cayeron como héroes. Punto. El resto puede –y naturalmente, debe– discutirse en otros lugares, pero allí sólo se trata de honrar a hombres valientes. A héroes de guerra. 

Casualmente, y así son las cosas de la vida, estuve ante ese monumento el mismo día que al otro lado del Atlántico, en Buenos Aires, dos veteranos pilotos argentinos supervivientes de los ataques aéreos contra la flota británica en 1982 eran insultados cuando fueron invitados a contar su experiencia en un colegio de la ciudad. Habían sido llamados a dar una charla y se llenó el aula; pero, en cuanto abrieron la boca, dos alumnos y un adulto sacaron a relucir los 30.000 desaparecidos de la represión y la infame maniobra que fue Malvinas para el régimen militar: ciertos ambos extremos, sobre los que, con toda razón, mucho se ha debatido y se debate en Argentina; pero sin ninguna relación con el motivo de la charla, pues los dos pilotos, que cuando la guerra tenían veintipocos años, habían sido invitados por el centro escolar para que hablasen de los combates aéreos que protagonizaron, de los compañeros derribados mientras atacaban a los barcos ingleses, del sacrificio suicida de aquellos jóvenes que, volando con sus Skyhawk al límite de las reservas de combustible, a diez metros sobre el mar y con las salpicaduras de las olas en los parabrisas, se metieron entre la implacable defensa aérea enemiga y murieron sin rechistar, sencillamente, cumpliendo con su deber y con su oficio. 

No les dejaron ni contarlo. Con la aprobación y aplausos de alumnos y padres de ambos sexos, los dos jóvenes y el adulto –tal vez un padre, quizás un espontáneo– centraron sus preguntas y comentarios exclusivamente sobre la dictadura militar, reprochando a los dos veteranos que hubieran ido allí a hablar de otra cosa. Respondieron éstos que sólo pretendían narrar aquello para lo que se les había invitado: la actuación de los pilotos argentinos en la guerra; pero fueron acallados por el abucheo, hasta el punto de que las autoridades del colegio, acobardadas, suspendieron el acto. Al día siguiente, 352 padres y madres de los estudiantes firmaron un documento protestando porque los dos veteranos hubiesen pretendido hablar de pilotos y aviones y no de represores y asesinos. Y eso fue todo. 

Supongo que ustedes, como yo mismo, tendrán sus opiniones sobre el asunto. Sobre si un hombre o una mujer valientes, un héroe de guerra que lo es bajo un régimen nefasto o perverso pierde su condición de tal o la conserva. Si debe ir por la vida con la cabeza alta o esconderse en un agujero. Si, por traer aquí la cosa, tan admirable era un soldado republicano atacando bajo el fuego en Belchite o Brunete como los soldados franquistas que se defendían como tigres al otro lado. Y, bueno. Yo sé lo que pienso, y cada cual tendrá su propia respuesta. También, como contaba al principio de este artículo, los británicos tienen la suya. Los he visto expresarla en un conocido vídeo del ataque aéreo a sus barcos en Malvinas, cuando un piloto argentino, volando impávido a ras del agua con su Skyhawk entre el intenso fuego antiaéreo, se eleva un poco para lanzar sus bombas y pasa rozando el palo de la fragata desde la que le disparan; y en otro barco cercano, desde el que están grabando la escena, se escuchan los gritos de admiración y los aplausos de los marinos ingleses. 

11 de agosto de 2019 

domingo, 4 de agosto de 2019

Qué hacer si le patean los huevos a un juez

Me pregunta algún lector, después de los últimos casos en los que ciudadanos honorables se vieron condenados por defenderse en su propia casa, o por socorrer a quienes eran asaltados por delincuentes y en la refriega el asaltante salió maltrecho o de cuerpo presente, qué debe hacer uno en tales casos: quedarse cruzado de brazos, mirando cómo se consuma el delito, o intervenir arriesgándose a que el malo se ponga flamenco, haya leña de por medio, y en el intercambio el asaltante resulte herido o fiambre; desgraciada circunstancia que, según la legislación española, suele convertir al malo en bueno y al bueno en malo, hasta el punto de que el antes malo y ahora jurídicamente bueno, e incluso su familia si éste palma en el intercambio de opiniones, podrán vivir una buena temporada a costa de la pasta que la previsible sentencia le sacará al pringado; al que, además, premiarán con un par de años de talego por violencia desproporcionada, homicidio involuntario o como diantre se llame técnicamente el asunto. 

Conste que mis conocimientos de Derecho son mínimos, así que me limitaré a opinar según la jurisprudencia de lo visto y leído en España: mi impresión personal e intransferible. Por poner un ejemplo práctico, imagine el lector que va por la calle y al doblar una esquina observa que un delincuente está asaltando a un juez (para el ejemplo igual valdrían un registrador de la propiedad o un repartidor de pizzas, pero hoy le toca a un juez). A lo mejor el malo lleva una navaja empalmada, aunque tampoco es imprescindible. Supongamos que no lleva arma ninguna y se limita a patearle los huevos a su señoría. Ahora querrá saber algún listillo cómo diablos sabremos que el agredido es un juez; y aunque como digo la cuestión es irrelevante, en este caso la respuesta es sencilla: lleva toga y puñetas de encaje. Y el caso, como digo, es que, para robarle la cartera al señor juez, el malo le está pateando los huevos con mucho desahogo. Zaca, zaca. Con verdaderas ganas. 

Es ahora cuando se plantea el dilema. Aparte de que la denegación de auxilio es un delito, o creo que lo era, pocas personas decentes pasarían de largo, incluso aunque a quien le pateasen los huevos fuera un político español. Incluso, por llegar al extremo de lo comprensible, un inspector de Hacienda. Pero hemos quedado en que es un juez. En cualquier caso, un ciudadano honrado intervendría sin dudarlo, fuera quien fuese. Y ahí surge la complicación técnica. Porque supongamos que uno va y forcejea con el asaltante, y éste es un tipo fuerte, o está muy zumbado, o aunque no lleva armas pega hostias como panes. Y usted se lía en caliente, porque las peleas no son precisamente un ejercicio de análisis intelectual. Y el malo se cae, o usted lo tira, y se da con el bordillo de la acera en el cogote. O a lo peor era drogata y estaba débil del corazón, y con el soponcio se queda tieso como la mojama. Y entonces llega lo bonito, porque el juez se levanta frotándose los huevos, pone afectuoso una mano en tu hombro y dice, conmovido pero profesional: «Gracias, Rambo. Me has socorrido, pero siento comunicarte que según el Código Penal y el Código de Hammurabi tu violencia ha sido desproporcionada. Casi fascista, dirían algunos y algunas. Así que, con todo el dolor de mi corazón, y puesto que los jueces españoles nos limitamos a aplicar la dura lex, sed lex y no a interpretarla, voy a empapelarte hasta las trancas. De modo que ve despidiéndote durante seis o siete años de instrucción judicial de tu vida normal, de un posible par de años de libertad y de la pasta gansa que te van a sacar como indemnización, porque te voy a joder vivo». 

Hay una segunda opción, naturalmente. Que usted vaya por la calle y vea cómo al juez le dan las suyas y las del pulpo, o que al ministro del Interior de ahora, que también es juez, le están robando la cartera, o al de Justicia lo está violando una manada de atracadores aficionados a atacar por la retaguardia. Y usted eche cuentas y decida que complicarse la vida en España, donde todo disparate tiene su asiento y a menudo ese asiento suele ser legal, trae poca cuenta. Y decida, basado en tristes y notorias experiencias ajenas, que más vale seguir su camino como si nada hubiera visto, Evaristo. O, como mucho, sacar el móvil y grabar la escena de lejos, por no implicarse demasiado. Y luego, eso sí, colgarla en YouTube para denunciar enérgicamente el asunto. 

Y es que nos está quedando un paisaje precioso, oigan. A mí me queda poco, la verdad. Y que me quiten lo bailado, que fue bastante. Pero ustedes, los jóvenes, van a tener mucho tiempo y ocasiones para disfrutarlo. Les va a rebosar el disfrute por las orejas. 

4 de agosto de 2019