Les juro a ustedes por mis muertos que yo no sabía quién era Beckham. Supongo que alguna vez, hojeando revistas a la hora de los crispis y el colacao, me había topado con su careto. Digo que supongo, porque la verdad es que no lo sé. Para mí todos los futbolistas son iguales, y lo mismo me da un negro que un hijoputa de blanco. La legítima del balompedista, la Spice pija esa, o ex, o lo que sea, sí que me sonaba de verla en la tele hace años –tengo una hija, háganse cargo–, cuando estaba con las otras, que eran, me parece una anoréxica, una deportista y una pelirroja, o por ahí, y las discográficas sacaban cada semana un grupo de pavas imitándolas, al rebufo del asunto. Pero en fin. El caso es, como digo, que mi vida transcurría hasta hace unas semanas con absoluta normalidad, ignorante de quién era Beckham, su arte futbolero, la pasta que gana y lo guapo que es el tío. Y de pronto, zaca, me cae un diluvio de informaciones sobre el fulano, fotos, reportajes, y hasta abren con él los telediarios para contarme que acaba de visitar una guardería o un asilo o algo en Japón. Y no puedo menos que preguntarme cómo he podido vivir hasta hoy, escribir novelas y artículos, ir por la vida, en resumen, sin saber nada de ese individuo; sin el que –acabo de descubrirlo– el Real Madrid, España, el mundo, la existencia misma, no serían lo que son. Y mucho me temo que de ahora en adelante, me interesen o no el fútbol, las spices pijas y las guarderías japonesas, Beckham formará parte de mi vida para siempre jamás. Que voy a tragar Beckham por un tubo, me guste o no me guste. Por cojones.
Ignoro lo que mi primo era antes para el mundo. Para mí, sujeto paciente del bombardeo, acaba de nacer, alehop, otra estrella. Otro nombre imprescindible del que todo cristo da por supuesto –quizá sea cierto a partir de ahora, y es lo que me preocupa– que deseo, exijo, necesito saberlo todo. Y no digo, achtung, que mi extrema ignorancia sobre la vida y milagros de ese digno deportista le reste un gramo de mérito. No. Lo que pasa es que todo el putiferio montado en torno al personaje me lleva a reflexiones incómodas. Verbigracia. ¿Cómo es posible que, de la noche a la mañana, algo o alguien –hablo de Beckham como podría hacerlo de los restaurantes sushi– desconocido para mí se convierta en objeto de culto apasionado o al menos de interés por mi parte? ¿De verdad soy el único que no se había percatado hasta ahora del carisma de mi primo? ¿Soy tan idiota como parezco, hojeando revistas cada mañana como un loco para informarme sobre un fulano que, juegue en el Madrid, juegue en el Mindanao o juegue a la bolsa, me importa literalmente un carajo? Y ahora que los periódicos meten a Bustamante y los desfiles de modas en las páginas de Cultura –imagino que el fútbol está al caer–, ¿me habré vuelto un inculto recalcitrante y postmoderno?
Vaya usted a saber. Lo cierto es que ya hay otro famoso del que ya no me voy a despegar ni con agua caliente. Aunque haya clases. Al menos éste no cobra por calzarse a Marujita Díaz, sino por ser, dicen, competente en su oficio. Y hablando de la consistencia de la fama estelar, aunque tenga poco que ver con esto –en el fondo sí lo tiene–, me estoy acordando, mientras tecleo, del debut de Enrique Iglesias como cantante, hace unos años. De mi asombro patedefuá ante el hecho de que un jovenzuelo a quien nadie había oído cantar fuese acogido, antes ya de abrir la boca, con delirio de fans y prensa a tope, cual Mike Jagger. Como, por no salir de la copla, mi estupefacción cada vez que veo en la tele a ese pedazo de sex simbol y extraordinaria vocalista llamada Paulina Rubio, paseándose delante de un público enfervorizado que le arroja calzoncillos y dice que está buenísima. O sea. Hablo de todos esos innumerables fulanos y fulanas que van y vienen, alimentando la maquinaria mediática que se los sacó de pronto de la manga. En realidad, que tengan todos los méritos del mundo o sean unos pobres tiñalpas, nada tiene que ver. Fíjense en todas esas marujas desencadenadas, presuntas respetables matronas con hijos y nietos, que lo mismo aplauden a José Saramago que a Coto Matamoros, o le piden autógrafos a Yola Berrocal mientras la besan y la llaman bonita. No hablo de canción, ni de fútbol, ni de nada. Sólo de estupidez humana. De la mía y la de ustedes. De la altísima cuota diaria de baba que este país de soplapollas necesita derramar para sentirse a gusto.
27 de julio de 2003
Ignoro lo que mi primo era antes para el mundo. Para mí, sujeto paciente del bombardeo, acaba de nacer, alehop, otra estrella. Otro nombre imprescindible del que todo cristo da por supuesto –quizá sea cierto a partir de ahora, y es lo que me preocupa– que deseo, exijo, necesito saberlo todo. Y no digo, achtung, que mi extrema ignorancia sobre la vida y milagros de ese digno deportista le reste un gramo de mérito. No. Lo que pasa es que todo el putiferio montado en torno al personaje me lleva a reflexiones incómodas. Verbigracia. ¿Cómo es posible que, de la noche a la mañana, algo o alguien –hablo de Beckham como podría hacerlo de los restaurantes sushi– desconocido para mí se convierta en objeto de culto apasionado o al menos de interés por mi parte? ¿De verdad soy el único que no se había percatado hasta ahora del carisma de mi primo? ¿Soy tan idiota como parezco, hojeando revistas cada mañana como un loco para informarme sobre un fulano que, juegue en el Madrid, juegue en el Mindanao o juegue a la bolsa, me importa literalmente un carajo? Y ahora que los periódicos meten a Bustamante y los desfiles de modas en las páginas de Cultura –imagino que el fútbol está al caer–, ¿me habré vuelto un inculto recalcitrante y postmoderno?
Vaya usted a saber. Lo cierto es que ya hay otro famoso del que ya no me voy a despegar ni con agua caliente. Aunque haya clases. Al menos éste no cobra por calzarse a Marujita Díaz, sino por ser, dicen, competente en su oficio. Y hablando de la consistencia de la fama estelar, aunque tenga poco que ver con esto –en el fondo sí lo tiene–, me estoy acordando, mientras tecleo, del debut de Enrique Iglesias como cantante, hace unos años. De mi asombro patedefuá ante el hecho de que un jovenzuelo a quien nadie había oído cantar fuese acogido, antes ya de abrir la boca, con delirio de fans y prensa a tope, cual Mike Jagger. Como, por no salir de la copla, mi estupefacción cada vez que veo en la tele a ese pedazo de sex simbol y extraordinaria vocalista llamada Paulina Rubio, paseándose delante de un público enfervorizado que le arroja calzoncillos y dice que está buenísima. O sea. Hablo de todos esos innumerables fulanos y fulanas que van y vienen, alimentando la maquinaria mediática que se los sacó de pronto de la manga. En realidad, que tengan todos los méritos del mundo o sean unos pobres tiñalpas, nada tiene que ver. Fíjense en todas esas marujas desencadenadas, presuntas respetables matronas con hijos y nietos, que lo mismo aplauden a José Saramago que a Coto Matamoros, o le piden autógrafos a Yola Berrocal mientras la besan y la llaman bonita. No hablo de canción, ni de fútbol, ni de nada. Sólo de estupidez humana. De la mía y la de ustedes. De la altísima cuota diaria de baba que este país de soplapollas necesita derramar para sentirse a gusto.
27 de julio de 2003