domingo, 24 de septiembre de 2017

Demasiado lejos de Troya

Ayer anduve un rato tras la VI epístola de Horacio –nihil admirari– en la parte de mi biblioteca ocupada por los clásicos griegos y latinos, comparando varias traducciones. Al terminar, el azar me llevó a tomar de su estante un viejo y querido volumen que poseo desde hace medio siglo: Figuras y situaciones de la Eneida. Tengo devoción por ese libro, y su excelencia es una de las razones. La otra es que con él empecé a traducir a Virgilio a los dieciséis años; y en sus páginas, marcados a bolígrafo los hexámetros para diferenciar dáctilos y espondeos, figura mi propia traducción de cada verso: «Canto a las proezas y al hombre que de las costas de Troya / vino el primero a Italia y a la costa de Lavinia fugitivo del hado…».

Me senté a hojearlo, mientras recordaba, y luego lo devolví a su lugar con una sonrisa melancólica. Pensaba en don Antonio Gil, el profesor sabio y paciente que me guió por esos versos; y en Gloria, la profesora de Griego de bellas grebas que se casó –como era de esperar– con el profesor de gimnasia; y en José Luis Vallejo, el hermano marista con quien, en 2º de bachillerato, traduje mis primeras palabras de latín clásico: «Gallia est omnis divisa in partes tres». Y pensaba en mi amigo el profesor Arístides Mínguez, que en el colegio donde ahora se gana la vida suma veintiséis años peleando junto a las negras naves, cubierto del polvo de los héroes, intentando enseñar Cultura Clásica a chicos de quince años; y este curso no ha podido hacerlo porque, de un millar de alumnos inscritos en su instituto, sólo una docena había elegido esa asignatura, que carece de la utilidad inmediata de, por ejemplo, la informática o la lengua autonómica de turno. Y eso significa que una promoción entera de estudiantes, en ese colegio y en otros centenares de toda España, acabará la enseñanza secundaria sin tener ni remota idea de quiénes fueron Homero o Virgilio, sin saber lo que nuestro mundo debe a Solón, Clístenes o Pericles, sin recordar a Sócrates o buscar el camino a casa con Jenofonte, sin comprender las importantes consecuencias de la guerra por Hispania que enfrentó a Escipión y Aníbal. O sin poder, jamás, disfrutar de la belleza, la felicidad, de una frase tan perfecta y absoluta como «Nox atra cava circumvolat umbra».

El desinterés, cuando no la ignorancia criminal de los responsables de la educación en España en los últimos veinte o treinta años, no ha hecho sino ahondar el daño. En una sociedad resuelta a suicidarse culturalmente, como la nuestra, a los chicos brillantes se les aconseja estudiar sólo bachilleratos científicos o de ciencias sociales; a los torpes, humanidades; y a los zopencos, ciclos formativos. Tal es el triste mapa de nuestro futuro. Y en ese afán disparatado de borrar de las aulas todo lo inútil, las malnacidas leyes y reformas educativas del Pesoe y del Pepé han conseguido que los alumnos que con 16 años pueden optar por Humanidades –mi generación estudiaba latín básico y obligatorio con 11 o 12–, se encuentren ahí por primera vez con el latín, aunque descafeinado y de una simpleza aterradora. Pero esa opción, además, compite con otras socialmente mejor vistas: la científico-tecnológica y la profesional, de modo que sus posibilidades son mínimas.

Por no hablar del griego, claro. En algunas comunidades –que ésa es otra, cada cual a su aire–, en 1º de bachillerato puede elegirse, es cierto, entre Griego y Literatura Universal. Pero los chicos no son tontos, y saben que el griego es difícil y endurecerá la selectividad. Así que adiós para siempre a Homero y compañía. Decenas de profesores al paro, u obligados a impartir materias afines de las que no tienen ni zorra idea. Y lo que es peor: generaciones de jóvenes ciudadanos a los que se arrebata el derecho a una educación integral; echados al mundo sin saber, y sin importarles un carajo, quiénes fueron Arquímedes, Séneca o Catilina, ni lo que de verdad y en origen significan palabras como agonía, democracia o isonomía.

No olvido que la primera vez que vi arder una ciudad, Nicosia en 1974, con veintidós años, llevaba en la memoria –y en la mochila, aunque eso fue casual– el canto II de la Eneida. Y en los griegos armados que se despedían de sus familias reconocí sin dificultad a Héctor, el del tremolante casco. Y es que de eso se trata, a fin de cuentas. Sin el latín, sin el griego, sin aquellos profesores que me guiaron por ellos, nunca habría podido comprender Troya y cuanto hoy significa y esclarece. Me habría perdido entre los dardos aqueos, en la negra y cóncava noche, sin encontrar nunca el camino de Ítaca o de las costas de Italia. Sin la forma de mirar el mundo con la que hoy vivo, envejezco y escribo.

24 de septiembre de 2017


domingo, 17 de septiembre de 2017

El cuello de ánfora



Fue uno de aquellos veranos lejanos de atardeceres tranquilos, cielos cárdenos y playas mediterráneas todavía despobladas –hablo de hace casi cincuenta años– que olían a salitre y resina de pinos, con la arena aún caliente y el agua, casi inmóvil, lamiendo con suavidad en la orilla conchas vacías y pequeñas madejas de algas. Yo aún no había cumplido dieciocho años y estaba a punto de echarme al hombro una mochila llena de libros para viajar a la isla de los piratas, sin saber que iba a pasar en ella más tiempo del que suponía. Miraba la playa, el mar y la vida con los ojos ávidos del joven que desde hace poco tiempo camina solo. Y con esos ojos la miraba a ella.

Era norteamericana. De Santa Bárbara, California. Su padre trabajaba cerca del mío, y ella había venido a pasar con él unas vacaciones. Hablaba español con resonancias mexicanas. Conservo de ella una bonita fotografía en blanco y negro. Está en bikini, echada atrás la cabeza, bebiendo vino de un porrón del que le cae el vino por la barbilla, el pecho y la cintura. Era rubia y muy guapa, con algunas pecas. Su nombre sólo es asunto mío y de los amigos de entonces que la recuerdan. Tenía una risa sonora, contagiosa. Sana. Una risa de muchacho.

Fue una historia de verano, corta y perfecta. Miradas jóvenes, pieles jóvenes. Carne joven. Un mundo delicioso por descubrir. Y parte de ese mundo lo descubrimos juntos. Yo hacía mis primeras incursiones serias –no éramos tan precoces, entonces– por ciertos fascinantes territorios, y ella también. O al menos se comportó con la suficiente osadía por su parte. Aquellas playas entre acantilados, aquellos bosques de pinos donde cantaban enloquecidas las cigarras, contribuyeron adecuadamente al asunto. Fueron sólo unos días, pero de su intensidad es buena prueba la nitidez con que los recuerdo.

Alguna vez la llevé a navegar con Paco el Piloto. Se quedaba a bordo del barco del viejo patrón mientras mi hermano, mi amigo Roge y yo nos poníamos el equipo de buceo y nos sumergíamos en busca de ánforas romanas. Eran otros tiempos, como digo. Tiempos donde el mar aún era coto de los audaces que lo tenían por suyo. Tiempos de aventura y libertad. Al regreso de una de esas inmersiones le regalé a ella un cuello muy bonito de ánfora. Como buena gringa anglosajona, no podía creer que aquello tuviera veinte siglos de antigüedad. Se la llevó a California sin problemas –ya digo que eran otros tiempos– y meses después me envió una foto del cuello de ánfora puesto en una vitrina, en el salón de su casa. Después, la vida nos borró a uno del otro.

Hace un año estuve en San Francisco, California, presentado una novela. Isabel Allende tuvo la cortesía de acompañarme aquella tarde, y también estaba allí Daniel Sherr, mi intérprete y amigo neoyorkino del que ya he escrito aquí alguna vez. Mi inglés de viejo reportero es demasiado elemental para floripondios, así que cuando debo hablar allí en público lo tengo siempre a mano. En el curso de la charla salió a relucir la historia del cuello de ánfora. «Se lo regalé –dije– a una joven californiana, bellísima, que estaba de vacaciones en Cartagena, España, en el verano del 69». Entonces, entre el público, una señora levantó la mano. «Yo estaba en Cartagena ese verano», dijo.

Soy un tipo templado, o eso creo. Pero se me paró el corazón. Literalmente. Me quedé muy quieto mirándola durante un largo silencio mientras la gente nos observaba, sonriente y divertida. Algunos aplaudieron. La señora era rubia, muy bien vestida, y era evidente que había sido muy guapa, porque lo era todavía. Debí de estar callado como diez segundos, estudiándola con extrema fijeza. «Es imposible –dije–. Esas casualidades sólo existen en las novelas». Rió el público, y aplaudieron otra vez. Ella sonreía, sin responder, disfrutando del efecto. «¿Vive usted en Santa Bárbara?», pregunté asombrado. Aún guardó silencio un momento. «Nunca estuve en Santa Bárbara, pero sí en Cartagena, como he dicho. Mi padre estaba en la Armada norteamericana y vivimos un tiempo allí», repuso. «Entonces –concluí inseguro, observándola aún desconcertado– usted no puede ser ella». Y era menos una afirmación que una pregunta. Volvió a quedarse callada unos instantes. Su sonrisa era enigmática y deliciosa. «No, no soy ella –respondió al fin–. Y lo lamento, porque ésta habría sido una bonita historia».

17 de septiembre de 2017

domingo, 10 de septiembre de 2017

España es culpable

No sé qué ocurrirá en Cataluña en octubre. Estaré de viaje, con la dosis de vergüenza añadida de quien está en el extranjero y comprueba que lo miran a uno con lástima, como súbdito de un país de fantoches, surrealista hasta el disparate. Por eso, el mal rato que ese día voy a pasar quiero agradecérselo a tres grupos de compatriotas, catalanes y no catalanes: los oportunistas, los cobardes y los sinvergüenzas. Hay un cuarto grupo que incluye desde ingenuos manipulables a analfabetos de buena voluntad, pero voy a dejarlos fuera porque esta página tiene capacidad de aforo limitada. Así que me centraré en los otros. Los que harán posible que a mi edad, y con la mili que llevo, un editor norteamericano, un amigo escritor francés, un periodista cultural alemán, me acompañen en el sentimiento.

Cuando miro atrás sobre cómo hemos llegado a esto, a que una democracia de cuarenta años en uno de los países con más larga historia en Europa se vea en la que nos vemos, me llevan los diablos con la podredumbre moral de una clase política capaz de prevaricar de todo, de demolerlo todo con tal de mantenerse en el poder aunque sea con respiración asistida. De esa panda de charlatanes, fanáticos, catetos y a veces ladrones –con corbata o sin ella–, dueña de una España estupefacta, clientelar o cómplice. De una feria de pícaros y cortabolsas que las nuevas formaciones políticas no regeneran, sino alientan.

El disparate catalán tiene como autor principal a esa clase dirigente catalana de toda la vida, alta burguesía cuya arrogante ansia de lucro e impunidad abrieron, de tanto forzarla, la caja de los truenos. Pero no están solos. Por la tapa se coló el interés de los empresarios calladitos y cómplices, así como esa demagogia estólida, facilona, oportunista, encarnada por los Rufiancitos de turno, aliada para la ocasión con el fanatismo más analfabeto, intransigente, agresivo e incontrolable. Y en esa pinza siniestra, en ese ambiente de chantaje social facilitado por la dejación que el Estado español ha hecho de sus obligaciones –cualquier acto de legítima autoridad democrática se considera ya un acto fascista–, crece y se educa desde hace años la sociedad joven de Cataluña, con efectos dramáticos en la actualidad y devastadores, irreversibles, a corto y medio plazo. En esa fábrica de desprecio, cuando no de odio visceral, a todo cuanto se relaciona con la palabra España.

Pero ojo. Si esas responsabilidades corresponden a la sociedad catalana, el resto de España es tan culpable como ella. Lo fueron quienes, aun conscientes de dónde estaban los más peligrosos cánceres históricos españoles, trocearon en diecisiete porciones competencias fundamentales como educación y fuerzas de seguridad. Lo es esa izquierda que permitió que la bandera y la palabra España pareciesen propiedad exclusiva de la derecha, y lo es la derecha que no vaciló en arropar con tales símbolos sus turbios negocios. Lo son los presidentes desde González a Rajoy, sin excepción, que durante tres décadas permitieron que el nacionalismo despreciara, primero, e insultara, luego, los símbolos del Estado, convirtiendo en apestados a quienes con toda legitimidad los defendían por creer en ellos. Son culpables los ministros de Educación y los políticos que permitieron la contumaz falsedad en los libros de texto que forman generaciones para el futuro. Es responsable la Real Academia Española, que para no meterse en problemas negó siempre su amparo a los profesores, empresarios y padres de familia que acudían a ella denunciando chantajes lingüísticos. Es responsable un país que permite a una horda miserable silbar su himno nacional y a su rey. Son responsables los periodistas y tertulianos que ahora despiertan indignados tras guardar prudente cautela durante décadas, mientras a sus compañeros que pronosticaban lo que iba a ocurrir –no era preciso ser futurólogo– los llamaban exagerados y alarmistas.

Porque no les quepa duda: culpables somos ustedes y yo, que ahora exigimos sentido común a una sociedad civil catalana a la que dejamos indefensa en manos de manipuladores, sinvergüenzas y delincuentes. Una sociedad que, en buena parte, no ha tenido otra que agachar la cabeza y permitir que sus hijos se mimeticen con el paisaje para sobrevivir. Unos españoles desvalidos a quienes ahora exigimos, desde lejos, la heroicidad de que se mantengan firmes, cuando hemos permitido que los aplasten y silencien. Por eso, pase lo que pase en octubre, el daño es irreparable y el mal es colectivo, pues todos somos culpables. Por estúpidos. Por indiferentes y por cobardes.

10 de septiembre de 2017

domingo, 3 de septiembre de 2017

El capitán Kamiros

Nunca supe cómo se llamaba de verdad. Cuando el 2 de julio de 1982 pregunté por su barco en Larnaca, Chipre, lo llamaron capitán Kamiros. Muchos años después, en La carta esférica, le cambié el nombre por capitán Raufoss, pero a mí me lo presentaron como Kamiros. Que tal vez tampoco era su verdadero nombre. El capitán Kamiros era un griego bajito y pulcro, de mediana edad, hombros anchos, con el pelo rizado muy escaso y un frondoso bigote negro. Llevaba camisas caqui muy bien planchadas y fumaba a todas horas en una boquilla de ámbar. Fui a verlo al puerto, en una oficina cochambrosa con moscas aplastadas en las paredes. Le dije que quería ir a Junieh, Líbano, porque el aeropuerto de Beirut estaba cerrado por los combates. «La marina israelí bloquea el mar», dijo. Le respondí que ya lo sabía, y también que él burlaba el bloqueo llevando contrabando. Y que también sabía que lo habían llamado por teléfono unos amigos comunes, para hablarle bien de mí. Estuvo mirando, impasible, cómo iba poniendo billetes de 20 dólares sobre la mesa. Al fin sonrió, se los metió doblados en un bolsillo y me ofreció un café. 

Fue una noche muy larga. Salimos a media tarde en su barco, el Glaros, o al menos ése era el nombre que llevaba pintado, sospechosamente reciente, sobre el casco herrumbroso donde se adivinaban otros nombres anteriores. El Glaros era un pequeño mercante con el puente a popa y la cubierta corrida. La tripulación consistía en una docena de griegos e italianos, de los que el más inofensivo tenía cara de haber cumplido condena por matar a su madre. Me miraron mal, pero el capitán cambió unas palabras con ellos, repartí cigarrillos como si me sobraran, y al final hasta me dieron una chawarma fría para cenar y una taza de café turco espeso como el barro. No tenían camarotes para pasajeros, o al menos eso dijeron; así que me acomodé en cubierta, sobre el saco de dormir, usando mi reducido equipaje como almohada. Íbamos sin luces de navegación, pues las apagaron en cuanto quedó atrás la costa chipriota –«No smoke, no lights», me dijeron–, así que podían verse de maravilla las estrellas. Por suerte no hacía frío, pero al llegar la noche el relente empapó la cubierta y mis ropas. Yo tenía treinta y un años, estaba en buena forma. Pero aquellas cien millas no fueron un viaje cómodo. 

Sobre las tres de la madrugada, el Glaros detuvo las máquinas y se quedó parado, balanceándose en la marejada. Al cabo de un rato subí al puente y pedí permiso para entrar. Las caras del capitán, su segundo y el timonel se veían débilmente iluminadas desde abajo por el radar y la luz suave de la bitácora. Kamiros escudriñaba la noche con los prismáticos. Me señaló un eco en la pantalla de radar y volvió a mirar por los Zeiss: «Una patrullera israelí, en el límite de las aguas libanesas», dijo. «¿Nos ven?», pregunté. «Pues claro –respondió–. Como nosotros a ellos. Pero aún estamos en aguas libres». Quise saber cuál era el siguiente paso, y dijo muy tranquilo: «Ser más pacientes que los israelíes y buscar otro agujero en la red». El resto de la escena lo describí diecisiete años después en La carta esférica: «Viró despacio, todo a estribor, avante poca y ni un cigarrillo encendido a bordo, para alejarse discretamente en la oscuridad». 

Patrullera israelí fotografiada desde el “Glaros”. Foto: Arturo Pérez-Reverte.
Por la mañana, fondeados en Junieh, Kamiros se fumó conmigo un cigarrillo y me ofreció otra taza de café parecido al barro antes de hacerme, con mi cámara Pentax, una foto que aún conservo: sentado en cubierta, sobre mi petate de lona, con la ciudad al fondo. Quise hacerle una a él; pero no quiso, por razones obvias. Me despidió fumando en su boquilla de ámbar, recién afeitado y con la camisa impecablemente planchada, como si la noche no hubiera pasado por ella ni para él. Lejos, hacia Beirut, se alzaba una columna de humo. «Debe usted de estar loco», me dijo sonriente –no lo había visto sonreír desde los dólares del día anterior–. «Tampoco usted parece muy cuerdo, capitán», respondí, y se rió. Nos estrechamos la mano y descendí por la escala de gato hasta la lancha que aguardaba abajo. 

Arturo Pérez-Reverte en la cubierta del “Glaros” frente a Junieh, Líbano. Foto: capitán Kamiros.
No sé qué fue de él, ni del Glaros, si es que se siguió llamando así. Nunca volví a verlos. Pero cuando estoy en el mar y veo un mercante pequeño, de esos con nombre repintado y matrícula de conveniencia, no puedo evitar recordarlos, y reconocerlos. Pese a la tecnología, a los satélites, a cuanto las leyes terrestres inventan para controlar lo incontrolable del ser humano, el capitán Kamiros, su risa y su barco siguen navegando imperturbables, como desde hace siglos, por el viejo Mediterráneo. Buscando, siempre, agujeros en la red. 

3 de septiembre de 2017