domingo, 28 de noviembre de 2021

Teoría del sombrero

Los rojos no usaban sombrero
, afirmaba un anuncio —genial de puro eficaz— de la sombrerería madrileña Brave en la posguerra española. Y, bueno. Sin que sea esa la razón, hace quince años que uso sombrero a diario, tanto en invierno como en verano: fieltro con los fríos y panamá cuando llegan el sol y el calor. Aunque la costumbre viene de mis tiempos de reportero dicharachero, cuando solía cubrirme con sombreros de lona del ejército británico, raros entonces, pero que inspirarían los sombreros de caza y pesca hoy tan habituales. En realidad mi primer sombrero de verdad fue un Stetson clásico que compré hace dos décadas en San Juan de Puerto Rico; y luego, poco a poco, fueron llegando otros. Considero que los sombreros son útiles por varias razones: hace tiempo que entré en la edad adecuada, me agrada su uso, abrigan en invierno y protegen del sol cuando a los setenta tacos, que acabo de cumplir, el pelo clarea y conviene andarse con ojo. 
 
Ya escribí otras veces sobre eso. Los lectores lo recuerdan, y a veces me preguntan. Ahora, con la proximidad del invierno, algunos piden consejo sobre cómo utilizarlos o dónde comprarlos. No soy especialista en sombreros; pero, como digo, los uso a menudo. Así que hoy les cuento lo que sé de ellos. Y lo primero de todo, aparte su utilidad, es la necesidad de cubrirse con el modelo adecuado. En materia de sombreros, la línea que separa lo correcto de lo ridículo puede ser sutil. Uno debe buscar modelos que encajen con su aspecto físico y su forma de vestir. A alguien de baja estatura, un Fedora —fieltro, alas de más de seis centímetros de ancho— puede sentarle tan mal como a alguien rollizo un Porkpie —copa baja, ala muy corta vuelta hacia arriba, frecuente en músicos y gente del espectáculo—. Y no es lo mismo llevar un sombrero determinado cuando paseas por el campo que cuando vistes de ciudad (donde, a partir de cierta edad, la gorra de beisbol más elegante es la que no llevas puesta). Mis favoritos con lluvia o para viajes son los clásicos de gabardina, cada vez más difíciles de encontrar. Para el campo, blandos de tweed. En verano, los panamá Montecristi con ala de seis centímetros como máximo. Y en ciudad, el modelo Trilby, preferentemente Borsalino con copa alta y ala no mayor de cinco centímetros y medio —a las señoras esos sombreros masculinos les sientan muy bien, sobre todo con el pelo recogido en trenza o coleta—. Detalle importante: ningún sombrero de hombre debe verse nuevo, sino ligeramente usado (y atención a la talla, pues encogen un poco con el uso). En cuanto a calidad, mejor uno bueno que varios baratos. En Madrid recomiendo tres lugares: Casa Yustas, Medrano y La Favorita. En Barcelona, la tradicional tienda Mil. Y en clásicos extranjeros, las mejores que conozco son Bates o Lock en Londres, Simon en París —también Marie Mercier para las señoras—, Azevedo Rúa en Lisboa y la pequeña y bien surtida Luciana de Génova. 
 
Dicho lo cual, vamos a lo importante. Mientras que una señora no ha de quitarse el sombrero casi nunca, los varones sí deben hacerlo. Eso es lo que marca la diferencia entre un usuario habitual y un aficionado o alguien con mala educación. En cuanto a lugares, hay una regla básica: quitárselo siempre bajo techo, sobre todo en iglesias y lugares o momentos de respeto, excepto en eventos deportivos, transportes, ascensores y edificios públicos como aeropuertos, estaciones de ferrocarril y grandes galerías comerciales. En cuanto al saludo a otras personas, la tradición exige quitárselo al saludar a una señora, a un amigo muy apreciado o a una persona mayor. Para pedir disculpas, agradecer algo o saludar al paso de un conocido, un ademán adecuado —que observé a menudo en mi padre y mi abuelo— puede ser tocarse con el pulgar y el índice el ala del sombrero. 
 
Pero es al descubrirte cuando te juegas el prestigio de usuario. Quitarse un panamá de buena calidad, doblarlo y metérselo en un bolsillo, aparte de que es una gilipollez propia de esnobs y de pijos cantamañanas, acorta la vida del sombrero. Fieltro o panamá, el sombrero debe tenerse en las manos sostenido por un ala o dejarlo en el guardarropa, colgarlo en el lugar idóneo e incluso, si no hay otro sitio en un bar o restaurante (toque de estilo donde se la juega un profesional del asunto), ponerlo con toda naturalidad bajo la silla, vuelto hacia arriba con la copa apoyada en el suelo si está razonablemente limpio. En realidad, y esto también lo decía mi abuelo, que los usó toda su vida —mi padre sólo hasta principios de los años 70—, lo importante de un sombrero no es tanto llevarlo en la cabeza como saber cuándo quitártelo y qué hacer con él si te lo quitas. Un sombrero es todo un ritual. Casi una liturgia. Y de ahí su encanto. 
 
28 de noviembre de 2021

domingo, 21 de noviembre de 2021

Una historia de Europa (XVI)

En menos de noventa años, entre el siglo IV y el III antes de que naciera Jesucristo, los romanos conquistaron el resto de la península italiana. Todo fue ocurriendo sin prisa pero sin pausa, con una política territorial oportunista, agresiva e implacable. Libraron guerras con todos sus vecinos, los sometieron y les impusieron su lengua, el latín. No fue fácil, claro. Aquellos romanos que se habían librado de sus reyes para instaurar una república vivieron no pocos sobresaltos, incluido el saqueo de la capital por unos bárbaros celtas conocidos como galos (los de Astérix y Obélix, pero un poquito antes) y una larga enemistad con Cartago de la que hablaremos otro día. Lo que importa ahora es que, a punto de empezar su expansión por las orillas del Mediterráneo y convertirse en dueña del mundo, creciendo en población y dinero gracias a sus conquistas, Roma se fue dotando de estructuras políticas, sociales y militares decisivas para su grandeza. Fue el tiempo (más tarde añorado y tal vez exagerado por historiadores e intelectuales romanos) de la austeridad, el trabajo y las virtudes republicanas. No había todavía un ejército profesional ni se contrataban mercenarios: el soldado era el propio ciudadano. Se dejaba el arado para combatir a los enemigos y se retornaba a él cuando llegaba la paz. La autoridad se basaba, o decía basarse, en la rectitud moral, la disciplina, la religión, el trabajo y la familia, cuya figura principal era la paterna (el paterfamilias), con imperio absoluto sobre sus componentes, incluido el derecho de vida y muerte. Las hijas vivían sometidas hasta que su papi las entregaba en matrimonio, limitándose a cambiar de dueño. La máxima autoridad política era el senado, controlado al principio por las familias patricias (patricios eran los más ricos y privilegiados, y plebe el pueblo en general), y que más tarde, con la evolución social, fue combinándose con instituciones y figuras más igualitarias. En el aspecto religioso, los romanos salieron eclécticos: tenían dioses a los que respetaban escrupulosamente (muchos de origen griego), pero no ponían pegas a adoptar los de los pueblos conquistados, con lo que llegó un momento en que su Panteón estaba hasta las trancas: tenía deidades para todos los gustos, y Petronio (un guaperas elegante de los tiempos de Nerón) llegó más tarde a chotearse diciendo que había más dioses que ciudadanos. Por lo demás, la prosperidad crecía con el comercio y los esclavos, que era mano de obra conseguida en las conquistas o vendida por los piratas. Aparecieron los equites o caballeros, clase media alta y ricachona, y el pueblo reclamó acceder a todas las magistraturas del Estado. Como nadie regala nada, no faltaron disturbios, pero se impusieron nuevos modos; y a partir de entonces, en todo lo oficial figuraron las siglas SPQR (Senatus Populusque Romanus). Se llegó así a dos figuras novedosas. Una fue la del dictador, palabra todavía desprovista de sentido negativo: un fulano serio y respetable al que se otorgaban durante seis meses todos los poderes, en momentos de grave peligro para la república, y que renunciaba al cumplir su mandato. La otra fueron los tribunos de la plebe, representantes del pueblo cuya influencia equilibró la de los cónsules (altos magistrados procedentes de la pomada dirigente), y cuyas figuras históricas acabarían influyendo, con el paso de los siglos, en el parlamentarismo británico, la Revolución Francesa y la constitución norteamericana (que ya es influir). Los tribunos más dicharacheros y famosos fueron los hermanos Graco: dos chicos de buena familia que se pusieron de parte del pueblo (populismo de clase alta mezclado con ideas sinceras) y dieron la brasa a cónsules y senadores hasta que sus enemigos, como se veía venir, les dieron las suyas y las del pulpo. El caso fue que la lucha por la igualdad, las conquistas, el comercio y otros etcéteras necesitaban garantías formales; y eso dio lugar a algo que hoy sigue vigente o influye en buena parte de la Europa actual: el Derecho romano. O sea, un conjunto de leyes que regularon comercio, libertades y obligaciones, y que se fueron sucediendo y ampliando desde mediados del siglo V a. C. De esa forma, entre pitos y flautas, y al menos hasta finalizar la segunda guerra contra Cartago, aquella cada vez más sólida y asombrosa República conoció momentos de tanto equilibrio entre cónsules, senado y pueblo, que el historiador Polibio (un griego que llegó a Roma como prisionero y se enamoró de ella hasta las cachas) llegó a escribir: Nadie, aunque sea romano, podrá decir con certeza si el sistema de gobierno es aristocrático, democrático o monárquico. Lo que para aquellos interesantes tiempos republicanos resulta una definición estupenda. 
 
[Continuará]
 
21 de noviembre de 2021

domingo, 14 de noviembre de 2021

Una historia de Europa (XV)

El 21 de abril del año 753 antes de Cristo, un joven llamado Rómulo mató a su hermano gemelo Remo. Estaban fundando una ciudad a la manera etrusca, con surcos de arado para delimitar el contorno. Uno se lo tomó a guasa, saltó el surco en vez de entrar por la puerta, y el otro lo puso mirando a Triana o a los montes Albanos, o como se dijera entonces. Le dio matarile, vamos. La historia suena a leyenda, por supuesto; pero es que, desde el principio del principio, Roma estuvo vinculada a la leyenda. Porque aún se daba otra más vieja, o sea, que los dos hermanos descendían del guerrero Eneas: uno de los pocos supervivientes de Troya, que fugitivo de los griegos habría ido a desembarcar en la costa del Lacio, o latina. Lo que ya no es leyenda es que hacia el siglo VIII a. C. había en las tierras cercanas al río Tíber, por arriba y por abajo, varias pequeñas ciudades (pobladas por latinos, sabinos y etruscos) que se llevaban muy mal entre ellas. La más poderosa era Alba Longa, de la que procedían Rómulo y Remo. Siempre según la leyenda, las dos criaturas fueron arrojadas al río por un malvado tío abuelo y amamantados por una loba, etcétera. Y cuando fueron mayores, tras ajustar las cuentas al tío, decidieron establecerse por su cuenta en un bonito lugar rodeado por siete colinas. El fratricida Rómulo fue el primer rey de la nueva ciudad, poblada por hombres jóvenes y fuertes que acudieron con ganas de hacer carrera sin distinción de esclavos y libres, ansiosos de novedad, según escribe Tito Livio. Así que imagínense ustedes la cuadrilla, no precisamente compuesta por intelectuales. Sin embargo, las mujeres escaseaban en la zona; así que Rómulo y sus compadres las robaron por la cara a un pueblo vecino, los sabinos, que estaba bien surtido (tecleen en Google Rapto de las sabinas, que hay cuadros y todo). La faena dio lugar a un buen pifostio bélico, apaciguado por las damas al interponerse entre sus raptores y sus padres y hermanos. No estamos mal con estos chicos nuevos, dijeron, y tampoco los hombres sabinos sois como para tirar cohetes. El caso es que al final fueron todos felices y comieron espaguetis con perdices, decidiendo latinos y sabinos gobernar juntos en plan cuñados, con reyes y tal. Fue así como siguieron creciendo y haciéndose más fuertes, dedicados a machacar a otro pueblo poderoso de la zona, que eran los etruscos. Como dice Indro Montanelli en su Historia de Roma (amena y recomendable, como su Historia de los griegos), rara vez se ha visto desaparecer a un pueblo de la faz de la tierra y a otro borrar sus huellas con tan obstinada ferocidad. Los etruscos, que parecían gente interesante y simpática, habitaban sobre todo la actual Toscana, pero eran una potencia comercial con colonias y todo, buenos navegantes, poseían un grado de civilización superior y miraban a los del Tíber por encima del hombro, tratándolos de rústicos y catetos. En realidad, leyendas aparte, la primera Roma fue probablemente un poblado o colonia etrusca donde los otros se fueron arrimando, primero como lugareños o inmigrantes, haciéndose después dueños del cotarro. Que los etruscos desaparecieran fue una pena, porque vestían bien, eran cultos, sabían de comercio y de urbanismo. Además, las señoras etruscas tenían fama de guapas y elegantes, y las hubo doctas en matemáticas y medicina. También eran bastante libres de costumbres, o eso se dice (incluso el autor teatral Plauto lo dijo), hasta el punto de que en la futura Roma, que al principio fue austera y aburridamente moralista, se llamaba etruscas o de costumbres toscanas a las mujeres ligeras de cascos. Zorriputis, dicho en seco. El caso es que latinos y sabinos, que ya empezaban a ser romanos, odiaron a los etruscos con la misma inquina que luego dedicarían a los cartagineses, combatiéndolos hasta conseguir su destrucción total. Y es que un detalle fundamental en su futuro fue que aquellos primeros ciudadanos de Roma eran gente muy peligrosa (enemigo público número uno los llamó Montanelli). Sabían odiar como nadie, tenaces hasta la tumba, y ésa fue una de las causas de su éxito. El caso es que siete fueron los reyes de Roma desde Rómulo, hasta que el último, Tarquinio el Soberbio, fue derrocado más o menos en el año 509 antes de Cristo. Entonces el pueblo eligió a los dos primeros cónsules democráticos de su historia (No se consentirá rey alguno ni persona que sea peligro para la libertad, proclamaron), y nació de ese modo la famosa república romana. Aquellos surcos de arado sobre los que Rómulo había derramado la sangre de su hermano Remo estaban a punto de convertirse en caput mundi: capital del imperio más asombroso, influyente y decisivo de la Historia. 
 
[Continuará] 
 
14 de noviembre de 2021

domingo, 7 de noviembre de 2021

El regreso del héroe

Tenía doce años y no lo olvidará nunca. Era un día hermoso, de sol y cielo azul, sin una nube: uno de esos días que parecen dispuestos por Dios o por quien disponga esas cosas para saludar los grandes acontecimientos. Y fue a media mañana cuando su padre llegó exultante a casa. Venía optimista, feliz, caminando a largas zancadas. Con prisa. 
 
–Ven conmigo, anda –dijo cogiéndolo de la mano–. Porque vas a recordar este día durante el resto de tu vida. Regresa un héroe, chico. Un héroe de verdad. Y lo verás con tus propios ojos. 
 
Salieron juntos de la casa, encaminándose hacia la plaza del ayuntamiento. El pueblo era pequeño y casi todos los vecinos estaban allí, o al menos eso le pareció al niño. Se congregaban sonrientes y conversaban animados, con aire festivo. Miraban hacia la calle principal, que se iba llenando poco a poco mientras la gente, alineada a uno y otro lado, formaba un corredor. 
 
–Quince años –decía el padre con amargura–. Han pasado nada menos que quince años. Pero todo se acaba, y él está al fin de regreso. 
 
Miraba el niño en torno con ojos de asombro: el bullicio, el ambiente de fiesta. Había banderas y pancartas, incluida una colgada en la fachada del ayuntamiento: frases de afecto y una palabra pintada con grandes letras rojas. Bienvenido, decía ésa. Y debajo, en letra más pequeña: Feliz regreso a tu hogar
 
–Ahí viene –exclamó de repente el padre–. Nuestro soldado. 
 
Miró el niño y vio aparecer al héroe al extremo de la calle. No era como imaginaba, así que lo estudió con mucha atención: flaco, pequeño, de mediana edad. El pelo ralo, escaso en las sienes, estaba salpicado de canas, como el bigote. Caminaba despacio, flanqueado por varias personas que parecían su familia: una mujer que lo abrazaba por un lado, un chico y una chica jóvenes por el otro. Sonreían felices y la mujer lloraba agarrada a su brazo. A medida que el héroe pasaba ante la gente, lo vitoreaban. Una señora mayor, de pelo gris y aspecto respetable, le echó los brazos al cuello, le entregó un ramo de flores y le dio un beso. Algunos hombres le palmeaban la espalda. El héroe caminaba asintiendo con la cabeza, con una vaga sonrisa en la boca. Parecía al mismo tiempo abstraído y emocionado. Más mujeres mayores lo besaron, más hombres le palmearon la espalda. Llegó así ante el bar grande, la taberna de la plaza principal. Los más amigos, los íntimos, lo metieron dentro, y el padre arrastró de la mano al niño para seguirlos allí. 
 
–Cuéntanos –pedían al héroe mientras le servían un vaso de vino–. Cuéntanos cómo fue, soldado. 
 
Tras hacerse rogar mucho, el héroe contó. Lo hizo despacio, en voz baja. Pensativo como si le costase penetrar la niebla del tiempo en busca de los recuerdos. Mientras todos escuchaban absortos rememoró aquella gloriosa mañana del pasado ya remoto, la tensión del largo acecho, el sudor que hacía resbaladiza la mano con que empuñaba la pistola. El batir de la tensión, el pulso golpeando sobre el silencio de los tímpanos mientras se acercaba por detrás al objetivo, primero con cautela, decidido al fin. El gatillo, el impacto del balazo en la nuca, el hombre que se desplomaba, derribado sobre el puesto de chuches con que se ganaba la vida, entre los caramelos y las barritas de regaliz. Ajusticiado por soplón y por fascista. 
 
–¿Y luego? –preguntó alguien. 
 
El niño vio al héroe encogerse de hombros. Luego, le oyó responder con gesto amargo, la huida, los días escondido. Y una noche, la puerta hecha pedazos, la Guardia Civil, las torturas salvajes, ya sabéis cómo las gastan ésos. Los jueces y la cárcel. Sin arrepentirse nunca, sin firmar nada. No como esos perros traidores que chaquetean para salir antes. Quince años a pulso, como los hombres. Y ahora, por fin, otra vez en casa, en la patria –levantó el vaso de vino–. Con los suyos. Con su gente. 
 
Estallaron aplausos, brindis, vítores. Bienvenido, repetían todos. Bienvenido, soldado. Fue entonces cuando el padre del niño estrechó la mano derecha del héroe, la misma con la que había ejecutado al fascista del puesto de chuches, y con la misma mano en alto, todavía caliente, se volvió hacia él y se la puso dulcemente en la mejilla. 
 
–Toma, hijo mío –le dijo, conmovido hasta las lágrimas–. Ésta es la caricia de un gudari. 
 
7 de noviembre de 2021