domingo, 27 de septiembre de 2020

Ofendidos del mundo, uníos


Según el ministerio de Igualdad del Gobierno de España, mirar a una mujer de modo lascivo –propensión a los deleites carnales, según el diccionario de la Academia–, aunque no abra uno la boca, también es ejercer violencia contra ella. Por eso no suena extraño que 11.688.411 españolas mayores de 16 años, según la asombrosamente precisa cifra que maneja el citado ministerio, se hayan sentido víctimas de acoso sexual en algún momento. Una verdadera hecatombe (hecatombe significa matar cien bueyes; no dirán las ultrafeministas propensas a ofenderse que no lo pongo fácil). Y me atrevería a decir, incluso, que con esa cantidad de mujeres violentadas el ministerio de Igualdad se queda corto. Para mí que son muchas más. Que levante la mano la que alguna vez no se haya sentido mirada con lascivia. O más de una vez. A los varones, como es bien sabido, no los mira lascivamente nadie en absoluto. La lascivia es cosa de hombres. 
 
Coincide el asunto con que estoy leyendo un libro interesante, El síndrome Woody Allen, escrito por Edu Galán, uno de mis más leales amigos –hay amigos que son una verdadera cruz, pero en este caso la cruz es llevadera–. Edu, que dispara a nuestras líneas de flotación ese salvaje torpedo que es la revista Mongolia, además de satírico y comunicador sin respeto por lo divino ni lo humano, es un fulano de alta formación, psicólogo y crítico cultural, partidario de la agitación inteligente. Dicho para no confundirnos, un tipo de izquierdas con sólida base intelectual, lúcido, crítico, comprometido y valiente, con el que se puede estar de acuerdo en unas cosas sí y en otras no; pero a quien no es posible confundir, nunca, con esa otra izquierda elemental y analfabeta, por desgracia la más visible, que se mueve a base de simplezas, tuiteos y lugares comunes en la vida política y las redes sociales de esta España tan pródiga en cantamañanas, idiotas y payasos. 
 
En su libro sobre por qué Woody Allen ha pasado en diez años de ser admirado maestro cinematográfico a execrable apestado y artista prohibido, Edu plantea puntos dignos de reflexión sobre el infantilismo maniqueo, la fiebre neopuritana y políticamente correcta en que se sumen la democracia, la sociedad y la cultura occidentales, o lo que va quedando de ellas. Una de sus frases, citando a Daniele Giglioli, resume bien el asunto: «La víctima es el héroe de nuestro tiempo». Y añade: «No soporto la estupidez buenista, que es de una maldad incalculable. Las redes sociales nos han dado la posibilidad de delatar, reforzar la ortodoxia y ser aplaudidos por ello. La izquierda es paternalista e infantil. Yo querría una izquierda inteligente, culta, retadora, alejada de esta izquierda psicologicista y boba». 
 
Es lo que Edu afirma, y tiene razón. Pero no se trata sólo de la izquierda. A falta de argumentos intelectuales serios, echando las redes en los caladeros de lo elemental y fácil, toda la sociedad occidental se sume en una simpleza sin precedentes en sus treinta siglos de memoria. Por muy complejo que sea, nada escapa a la aplicación de ortodoxias de nuevo cuño, propagadas como pandemias a través de las redes sociales: vida cotidiana, historia, arte, cultura. Todo debe ser contemplado ahora con la nueva óptica, y cuando escapa a ella es atacado, exterminado. No se tolera la libertad de pensamiento ni la expresión pública de ésta, convertida en crimen social. Se exige sumisión a un nuevo canon moral de un infantilismo y simpleza aterradores. Se habla de cordones sanitarios, de espacios seguros. Las universidades, antaño motor del pensamiento, se han convertido en sanedrines de corrección política donde se reemplaza la razón por la emoción y el debate por la ignorancia, con alumnos felices de cantar a coro y profesores acojonados o cómplices. 
 
De ese modo, la represión contra los espíritus libres es implacable. Nunca se masacró a la disidencia con tanta saña ni con tantos medios. Si el mundo fue primero de los brutos, luego de los ricos y después de los rencorosos inteligentes, hoy pertenece a los ofendidos y a los grupos de presión que los controlan. Mostrarse ofendido es garantía de integración social. ¿Quién va a resistirse, cuando hace tanto frío fuera? Todavía queda, naturalmente, quien se ofende y quien no; pero para eso están las líneas rojas y los que se atribuyen autoridad para establecerlas. En realidad siempre hubo dictadores –obispos, ayatolás, espadones–, pero antes lo eran tras imponerse con las armas, la religión o el dinero. Ahora lo hacen con los votos de una sociedad que los aplaude y apoya. Pobre de quien se atreva a contradecirlos; a no ofenderse como es la nueva obligación. Tenemos, a fin de cuentas, los amos que deseamos tener: fanáticos y oportunistas respaldados por el pensamiento infantil de millones de imbéciles. 
 
27 de septiembre de 2020

domingo, 20 de septiembre de 2020

Sobre novelas, faros y barcos


No es fácil decir adiós a una novela cuando acabas de escribirla. El alivio de terminar un trabajo, ponerle punto final a una sucesión de problemas narrativos que has resuelto con más o menos eficacia, el consuelo de liquidar la dura y última etapa de relecturas y correcciones interminables –como dice mi amigo Juan Gómez-Jurado, las novelas no se terminan, sino que se abandonan–, se ven empañados por la sensación de desarraigo y orfandad, la incertidumbre de verse desterrado de un mundo que fue el tuyo durante meses, o años: un mundo no por imaginado menos real, donde un novelista vive sumergido durante una buena parte de su vida. Después de ese tiempo en el que cuanto lees, miras, haces, escribes, amas u odias está relacionado con la historia que narras, y te acuestas por la noche pensando en lo que vas a escribir por la mañana, y al despertar acudes al teclado con la certeza de que en las siguientes horas escribirás la mejor página de tu vida… Después de todo eso, como digo, cerrar esa etapa, sentir que tan agradable y mágica suspensión de la vida real en beneficio de la imaginada –o la combinación de ambas– queda atrás y ya no te pertenece, saber que la novela está cerrada y nada más podrás hacer por ella, que a partir de ahora ya no es tuya porque será reescrita y completada por quienes la lean, te deja desorientado, confuso. Te deja más vacío y más solo. 
 
Hasta ayer mismo, veinticuatro horas antes de teclear estas líneas, viví diez meses concentrado en una historia que acabó teniendo 650 páginas. Cuando la empecé el 1 de noviembre del año pasado, creía que su escritura iba a llevarme un par de años; pero los meses de confinamiento y la suspensión de todos los viajes, o casi todos, cambiaron el calendario. La mayor parte de este tiempo, de ocho a doce horas diarias, lo he pasado escribiendo o leyendo libros relacionados con el asunto –cómo añoro el tiempo en que era lector inocente, o incluso novelista primerizo y hasta ingenuo–. Y así, lo que en otras circunstancias habría supuesto un par de años de trabajo ha ido mucho más deprisa. La novela está corregida, entregadas al editor las últimas pruebas y vista la portada. Quien quiera leerla, pronto la tendrá en sus manos. Estoy ahora, todavía, en esa zona gris, yerma, situada entre una novela acabada y otra que está por venir. Todavía no sé cuál será, aunque algo barrunto entre la media docena de posibles historias que a un novelista profesional lo acompañan como un enjambre de moscas zumbándole en torno a la cabeza. Sé que en pocos días estaré con ella, la que sea, entre otras cosas porque la necesito: no escribir una historia determinada, sino vivir dentro de una nueva historia. Dejar de ser un escritor huérfano de mundos. Asegurarme otra vez meses o años de lecturas, de escritura, de esa fascinante incertidumbre tan parecida a navegar, fijarte un rumbo y un punto de arribada, moverte a la antigua, sin instrumentos y por estima, enfrentado a toda clase de mares, vientos y calmas, y el día previsto o cualquier otro, a las tantas de la madrugada y con los prismáticos pegados a la cara, reconocer a lo lejos las ocultaciones y destellos del faro que al zarpar fijaste con un círculo de lápiz sobre la carta náutica. Y probarte a ti mismo, entonces, que lo has hecho bien y eres un buen marino. 
 
Así estoy y así me siento ahora, estos días. He echado el hierro al fin a resguardo del viento, en fondo de arena, con cinco metros de sonda y treinta y cinco metros de cadena, y con el compás de puntas calculo, sobre otra carta náutica desplegada en la camareta, la nueva navegación y las singladuras necesarias para el próximo viaje. Cumplo sesenta y nueve años dentro de dos meses, y a esa edad lo de elegir nuevos rumbos no es un acto banal. Ignoras cuántos viajes te quedan por hacer, y por eso es tan importante elegir bien unos y descartar otros. Equivocarte es un lujo excesivo a estas alturas. Hay navegaciones que ya nunca harás, aunque soñaste con ellas, y eso entristece; pero también tienes la certeza de que, sea cual sea la próxima, la emprenderás con la lúcida entereza de quien sabe que tal vez no haya más –vivimos entre estachas de ballena, dice mi viejo amigo Manuel Coy, marino sin barco– y por eso debe ser disfrutado cada viento, cada marea, cada singladura feliz, cada amanecer rojizo y cada puesta de sol incierta y gris. Cada velero con el que te cruzas entre dos luces, de vuelta encontrada, y que saluda en la distancia con los tres destellos de una linterna solitaria. Y te preguntas cómo harán quienes no navegan, o quienes no escriben, o quienes no leen, para soportar sus propios finales de novela. 
 
20 de septiembre de 2020

domingo, 13 de septiembre de 2020

Así dejaron morir a Plutarco

Sabía que algún día iban a morir; así que durante muchos años me fui haciendo con todos. Fue una de las mejores precauciones que adopté en mi vida, porque ahora es imposible reunir la colección completa. Gracias a eso, mientras hoy escribo los veo todos frente a mí, alineados en los estantes de la biblioteca: los 415 volúmenes de un bello color azul oscuro con letras doradas de la Biblioteca Clásica Gredos. El primero es el Alejandro del Pseudo Calístenes; y el último, los libros XV-XVII de la Geografía de Estrabón. Entre uno y otro están los grandes autores griegos y latinos; pero también, y eso hace la colección especialmente estimable, autores y obras menores o marginales, papiros, fragmentos de obras perdidas, inscripciones murales y funerarias. Un material que nunca habría llegado a nosotros sin esa admirable iniciativa editorial. Una extraordinaria reproducción en lengua española del legado escrito del mundo clásico del que procedemos. 
 
Fue una aventura magnífica, propuesta en los años 70 a la editorial Gredos por el hoy académico de la Española Carlos García Gual. A él y a unos pocos humanistas y filólogos –Calonge, García Yebra– se debió el empeño, sin parangón en ninguna otra lengua, ni siquiera en inglés. Era buen momento, pues en institutos y universidades actuaba una entusiasta nueva generación de profesores de latín y griego que revitalizaban los estudios clásicos, a quienes podía encargarse traducir y anotar las obras elegidas –doy fe, pues a algunos tuve como profesores–. Editorialmente no era cuestión de ganar dinero, sino de devoción. Certeza intelectual de que se estaba librando una importante batalla; la última, como después se vio, por el gran legado cultural europeo antes de que nos atacase la fiebre enloquecida por la colocación laboral inmediata y la tecnología. 
 
Fue la de la Biblioteca Clásica Gredos una lucha larga, tenaz. Tuvo lugar en España y eso la hizo aún más heroica. La colección nació buscando suscriptores, que fueron escasos, y las autoridades educativas y culturales la acogieron con indiferencia. Tampoco las universidades, parceladas, miserables y cainitas hasta en eso, se dieron por enteradas. En Gran Bretaña, en Francia, en Inglaterra, las colecciones de clásicos gozan de respaldo del Estado o de instituciones que las sostienen. Aquí nada hubo para ella: ningún apoyo oficial, ningún sostén. Ni siquiera se recomendó a las bibliotecas, donde sigue sin estar. Aun así, los impulsores resistieron con empeño heroico, arriesgando mucho y con beneficio escaso que apenas daba para continuar. Prolongando el milagro durante más de tres décadas. El catálogo, para quien puede disfrutar de él, es impresionante: Homero, Virgilio, Cicerón, Jenofonte, Polibio, Plauto y todos los grandes, pero también Lactancio, Zósimo, Dioscórides, Columela, textos de magia en papiros, himnos órficos, epigramas funerarios griegos… Sumergirse en sus volúmenes es un festín de humanidades único en las lenguas cultas. Ninguno tan ambicioso y tan completo. 
 
Sin embargo, como digo, ese prodigio murió. Empezó a hacerlo cuando, asfixiada económicamente, Gredos fue adquirida por la editorial RBA, pasando de manos de humanistas a manos mercantiles; a una empresa que sólo atiende, como es lógico, al beneficio comercial. La consecuencia fue la extinción de los viejos objetivos y un planteamiento nuevo: mantener los títulos y autores más conocidos, unos 150 de los 415 del catálogo; los que son rentables, pero que también pueden encontrarse en otras editoriales. El resto, que daba peso y carácter a la colección, va desapareciendo a medida que se agotan las existencias. Y es ahí donde el Estado español y los sucesivos gobiernos que lo trajinan, esas autoridades que siempre calculan al milímetro la triste ecuación subvenciones/votos –les conviene más una tal Leticia Dolera farfullando incoherencias mientras recibe un Goya que un traductor de Apolonio de Rodas–, perdieron una vez más la ocasión de hacer algo decente: cobijar, defender, salvar, nacionalizar tan excelente patrimonio, garantizando su presente y su futuro. Poniendo a salvo un tesoro fundamental para comprender lo que somos y lo que fuimos; sobre todo cuando los últimos planes escolares y universitarios nos condenan a una peligrosa orfandad humanista. Pero no. Indiferente a la agonía de uno de los más importantes proyectos culturales españoles del siglo XX, ese Estado que nunca está ni se le espera miró para otro lado y una vez más bajó el pulgar. Lo que tampoco sorprende en absoluto: hagan, como acabo yo de hacer, el desolador experimento de poner rostros, nombres y apellidos a los ministros de Educación y de Cultura que ha tenido España en los últimos cuarenta años. 
 
13 de septiembre de 2020 
 

domingo, 6 de septiembre de 2020

Esas Reinas del Sur chungas

Me gusta la palabra chungo para definir algo falso, malo o de escasa confianza: suena bien, es muy española y más contundente que el ridículo fake tan de moda en las redes sociales y fuera de ellas. Lo de chungo, que proviene del habla delincuente, fue vocablo triunfador en el último tercio del siglo pasado, cuando se usaba mucho. Quizá recuerden ustedes aquellos estupendos cómics marginales de Gallardo y Mediavilla, los de Makoki, Emo y compañía, que con mucha guasa sus autores reivindicaban como línea chunga frente a la famosa línea clara de Hergé. Lo de chungo, como digo, me gusta y lo uso a menudo, sobre todo en esta deliciosa España que estamos dejando a nuestros nietos. Hoy se utiliza menos, pero viene perfecto para el asunto del día: Reinas del Sur chungas. Y me van ustedes a perdonar la chulería, o no, pero lo de reinas chungas lo digo con cierta autoridad, porque al fin y al cabo fui yo quien inventó la cosa. Y a eso vamos. 
 
Vaya por delante que el asunto me irrita. Desde hace veinte años, cada vez que en México es detenida una mujer relacionada con el narcotráfico, los medios de comunicación de allí sacan la reina de la baraja: Reina del Sur, Reina del Pacífico… Les encanta titular por ahí. Cada narca trincada es automáticamente una reina. La más famosa es Sandra Ávila Beltrán –llamada Reina del Pacífico–, pero en fecha reciente llevo contabilizadas otras tres mexicanas a las que se ha colocado el título de Reina del Sur o se lo han atribuido ellas por la cara: una tal Cecilia, una tal Liliana Hernández y una tal Beatriz, todas del estado de Puebla. Y eso fastidia, como digo, porque me siento como si violaran al personaje. En especial porque en todos los casos, incluido el de Ávila Beltrán, se trata de criminales de chichinabo, tiñalpas de baja categoría, jefas de pequeñas bandas dedicadas al menudeo de droga, asalto de casas o robo de combustible, y en ningún caso reinan sobre nada que valga la pena considerar. Aplicar a esas pedorras el apodo de Teresa Mendoza, la mujer legendaria que revolucionó el narcotráfico entre América y Europa en los años 90 y creó un imperio en el estrecho de Gibraltar, es ofensivo para el padre de la criatura. Y como el padre soy yo, me llevan los diablos. 
 
Fue la propia Ávila Beltrán –una oscura enlace entre dos cárteles mexicanos de la droga, mujer guapa y novia de narcos– la que, en una conversación mantenida en prisión con el periodista Julio Scherer, lo dejó bien claro: «A mí el personaje de Pérez-Reverte me chingó la vida. Me llamaron Reina del Pacífico, me dieron demasiada importancia y se ensañaron conmigo». Incluso, para su desgracia, hubo quien afirmó que la Teresa Mendoza de la novela se inspiraba en ella, lo que agravó más la situación. De nada sirvió que yo mismo, y también mis amigos el novelista sinaloense Élmer Mendoza y el periodista César Batman Güemes, testigos del parto, asegurásemos que nunca conocí a la tal Ávila Beltrán ni había existido una auténtica reina de nada, que el mío era un personaje de ficción construido mediante visitas y conversaciones con narcos de mucha más categoría en México, Marruecos y España, y que era imposible –y por eso escribí la novela, para hacerlo posible– que una mujer alcanzase tal grado de poder en un mundo tan cerrado y machista como entonces era el del narcotráfico. Pero dio igual. No iba la realidad a estropear un bonito titular de prensa, o varios. Ni una extradición a los Estados Unidos. 
 
Más tarde, para cargar la mano, el éxito de la novela y su adaptación a dos series de televisión de enorme audiencia, una en inglés con Alice Braga y otra en español con Kate del Castillo, multiplicaron el efecto. Llovieron reinas a carretadas, y en cada ocasión los medios mexicanos repartían, y siguen haciéndolo, títulos de realeza con una prodigalidad asombrosa. En cuanto a una mujer la detienen por algo relacionado con drogas, es reina de algo: del norte, del sur, del este, del oeste, del Pacífico o del Atlántico. Supongo que, en el fondo, debería sentirme halagado por lo lejos que anduvo mi personaje, sueño de cualquier novelista; pero no puedo evitar el malestar cuando lo rebajan de tal manera. Aunque eso tenga, también, satisfacciones que endulzan el asunto; como lo ocurrido aquel día en Culiacán, Sinaloa, cuando rodaba un reportaje sobre el personaje con Jorge Solórzano y Carmen Aristegui, y en la calle Juárez se nos acercó una cambiadora de dólares, veterana de buen ver, a preguntar qué hacíamos. Y al decirle que un reportaje sobre la Reina del Sur, sonrió, se golpeó orgullosa el escote, señaló el lugar y dijo: «¿Teresita Mendoza?… Yo la conocí bien, y gran amiga mía que era. En esta misma esquina se ponía». 
 
6 de septiembre de 2020