Nunca conocí a Manolete. De toreros sólo he tratado a mi amigo Víctor Molina -serio, valiente y de Abarán-, y a Espartaco, bellísima persona con quien tuve el honor de compartir, hace años, viajes y conversaciones entre plaza y plaza, resultado de lo cual fue un texto publicado en esta misma revista: Los toreros creen en Dios. Páginas de las que, por cierto, estoy orgulloso; no por buenas o malas, sino porque me acercaron al corazón de un hombre cabal. En cuanto a Manolete, cuando yo nací ya estaba criando malvas; y cuanto sé de él, aparte viejos documentales, se lo debo a mi abuelo, que lo vio torear muchas veces. De él respeto sobre todo la estampa de matador, la cara ascética con una cicatriz, la figura flaca moviéndose en la arena con la fría gravedad que, a mi juicio, deben tener los grandes toreros. Creo que Manolete encarnó siempre la imagen perfecta y trágica de lo suyo, cuajada en el mito alentado por detalles gloriosos: la madre doña Angustias, la amante Lupe Sino, la muerte en Linares -esa copla de Manolo Caracol todavía me pone los pelos de punta-, y el nombre del animal que lo mató, primer nombre de un toro que aprendí en mi vida: Islero.
Con esos antecedentes, que les cuento para situarlos, el otro día estaba ante la tele y apareció Manolete en un programa de marujeo de sobremesa. Y, preguntándome qué pintaba él en ese putiferio, subí el volumen para escuchar, estupefacto, cómo presentadores, invitados y voces en off ponían a parir al torero sin cortarse un pelo, con la mayor desenvoltura del mundo. Frotándome incrédulo los ojos, vi que salían imágenes de archivo y media docena de fulanos, alguno con el rótulo aficionado a los toros como sello de autoridad -gente que, por edad, no pudo conocer a Manolete ni de lejos-, afirmando impávidos, mirando a la cámara sin pestañear, que era esto y lo otro. Tres palabras me dejaron seco: drogadicto, franquista, asesino. Y me pregunté, atónito, cómo se atrevían; quién permitía a esos tiñalpas desbarrar sin argumentos ni pruebas, y cómo era posible que un medio informativo, por mucha telebasura que traficase, acogiera tales infamias. Porque el texto en off también tenía lo suyo. Sin demostrar nunca nada, con insidiosos «se dice» y «se comenta», manipulando la historia del torero, la de la tauromaquia y la de España con una mezcla asombrosa de ignorancia, demagogia y mala fe, la información convertía a Manolete en puntal taurino del régimen franquista. Todo eso, sobre fotos suyas con gafas de sol y peinado hacia atrás con fijador; imagen que hoy corresponde al estereotipo iconográfico de cierta derecha, pero que en los años cuarenta -como sabe cualquiera que no sea imbécil- era la imagen elegante de cualquier varón español, europeo o hispanoamericano.
Aunque la cosa, como digo, no se detenía en el fijador y las gafas de sol. Según el redactor del texto y los presentadores del programa, Manolete abusaba de las drogas, «como todo el mundo sabe», y además era ojito derecho del Caudillo y su legítima. La prueba era que, además de haber hecho la guerra civil con los nacionales, nada menos -como media España, por otra parte-, tras cada corrida a la que asistía el general Franco, Manolete subía al palco presidencial a saludarlo; ignorando los autores de la información que ésa no era costumbre particular de Manolete, sino de los toreros de todas las épocas, cuando un jefe de Estado -Alfonso XIII, Franco, el rey Juan Carlos- asistía o asiste a una corrida de toros; y que también subían al palco Dominguín, El Viti o el Cordobés. Pero donde me agarré a los brazos del sillón fue cuando la misma voz en off, con la insolencia que da saberse impune en este miserable país de mierda, afirmó que durante la guerra civil, «según se rumorea», Manolete, borracho y de juerga con sus amigos, iba a las plazas de toros donde había republicanos presos para lidiarlos y matarlos a estoque. Y después, a fin de confirmar esa enormidad con testimonios rigurosos, aparecía el mismo aficionado a los toros de antes -un semianalfabeto que no sé quién es ni de dónde salía- diciendo que, «en efecto», el torero era «muy, muy franquista». Y ahí quedó la revelación del siglo: Manolete, matador y no sólo de toros. Psicópata descubierto y denunciado por la telebasura, con dos cojones. Gran exclusiva, a una por día. Pero qué más da. Estamos en España, oigan. Tenemos barra libre. Aquí no pasa absolutamente nada.
30 de julio de 2006