domingo, 28 de febrero de 1999

Pijolandios de diseño


La verdad es que tienen razón. Cuando hace unas semanas escribí aquello de las mujeres de bandera, de las jacas de rompe y. rasga por las que un hombre, antes, era capaz de buscarse la ruina, empalmar la chaira y comerse veinte años en el Puerto de Santa María, me lamentaba de que uno ya no se tropiece con hembras así en el celuloide. En vez de señoras de tronío –decía- como María Félix, Ava Gardner o Kim Novak, ahora sólo hay pijoniñas de teleserie y chochitos desnatados. Y como se venía de venir, que dice mi amigo Ángel Ejarque, algunas damas se me han tirado a la yugular. Unas se han ciscado directamente en mis muertos, y otras coinciden en decir que bueno, que vale, que de acuerdo. Que es verdad que el ganado flojea mucho de trapío, y que ahora a cualquier quinceañera anoréxica, con menos gracia que un chiste de Chiquito de la Calzada contado por Iñaki Anasagasti, la convierte Hollywood en sex-symbol por el morro. Eso me lo concede la mayor parte de mis amables comunicantes. Pero algunas argumentan que tampoco los tordos son como para ponerse a tirar cohetes. Y que a ver qué pasa con los gachós.

Eso, las cosas como son, es poner el dedo en la llaga. Porque, como el arriba firmante decía, si Sandra Bullock o Wynona Ryder son el non plus ultra de la tentación carnal y entonces apaga y vámonos, a ver dónde carajo -me preguntan estas señoras-, están los tíos de antaño. A ver dónde, quitando a Harrison Ford, encuentra una ahora un Humphrey Bogart, un Clark Gable, un Kirk Douglas, un Sean Connery, un Gary Cooper o un Burt Lancaster. A ver dónde se echa una al cuerpo, en blanco y negro o en color, con palomitas o sin ellas, a un jambo como Dios manda, un fulano de esos de los de antes, machote, duro, de casta, que hacían que te temblaran las piernas cuando los veías en la pantalla decir adiós, muñeca. Ahora a lo máximo que se puede aspirar es a sucedáneos tipo Kevin Costner o Mel Gibson, que no están mal pero que ya no son lo mismo. Se trata de duros de pastel con fecha de caducidad, guapitos de cara tipo Paul Newman y Robert Redford, de los que por cierto ya no se acuerda ni su padre. Morralla coyuntural que es pan para hoy, y hambre para mañana. Y es que, como dice una amiga mía, con Robert Redford se jodió el invento.

Por eso digo que tienen razón. Háganme un ramillete, si no, con los tiñalpas que ahora las histerizan. Keanu Reeves, Brad Pitt, Tom Cruise y los otros pijolandios de diseño que pegan taquillazos en el cine serán todo lo yogurcitos que ustedes quieran, pero no hay color. Y Leonardo di Caprio, que sí, de acuerdo, sale en Titanic tan guapo que a las prójimas les produce escalofríos, y con razón, no es más que un mantequillas blandas al que la cámara -porque las cámaras de cine son muy suyas- ama con locura. Es un magnífico actor, como también lo es Johnny Depp, y ellos dos y algunos otros llenan la pantalla de un modo que apabulla. Pero aunque uno los vea en camiseta y con pistola, a puñetazos, haciendo de camioneros, o de policías, o de terroristas, o de mineros, o de capitanes de submarino alemán, salta a la vista que todos son duritos de jujana. Luego te los encuentras en el Diez Minutos, en la playa con los michelines fofos, o con esas pedorras que algunos se echan de novias, o al natural en chándal y con una gorra puesta del revés, y dices hay que joderse, colega. Ninguno tiene ni media hostia.

Así que no tengo más remedio que estar de acuerdo con el Comité de Erizas en Pie de Guerra. Ya no hay jacas como aquéllas, pero tampoco maromos de toma pan y moja. Quizá los que tenemos ahora son simples reflejos a la medida de una sociedad descafeinada, desnicotinizada y mierdecilla a la que ya no imprimen carácter, sino que emanan de ella. O a lo mejor, o también, es que la proximidad que nos proporcionan la tele, y las revistas, y todo el tinglado de ahora, les quita encanto. Lo mismo pasa con ellas. Porque es muy posible que aquellos fulanos que sólo por su manera de moverse o encender un cigarrillo acojonaban, aquellas jacas gloriosas que daba miedo mirarlas y te cortaban la respiración con un susurro, basaran su misterio y su fuerza en un alejamiento que ahora el exceso de información hace imposible. Hoy los conocemos demasiado bien. Los fabricamos nosotros mismos, con nuestra propia levedad y estupidez —también la estupidez puede ser democrática—. Y los grandes mitos, como los sueños y los dioses, sólo sobreviven en la distancia.

28 de febrero de 1999

domingo, 21 de febrero de 1999

Pajinas culturales


Tengo delante la fotografía de un periódico, en la que hay un cadáver desnudo de tamaño natural, modelado en gelatina, con nueces, melocotón en almíbar y fruta dentro. La cosa ha aparecido en las páginas de cultura de varios diarios de tirada nacional; porque, según el pie de foto, no se trata de un pastel, ojo, sino de una obra de arte. Para rubricarlo, el artista, de nacionalidad mejicana, aparece junto a su obra también desnudo y con un delantal de cocina, cubierto el rostro con un pasamontañas modelo subcomandante Marcos y un micrófono autónomo como aquéllos que puso en circulación Madonna. Sostiene en la mano un cuchillo, y se dedica a trinchar el fiambre de pastel, sirviendo raciones en platos de plástico a una multitud de imbéciles que se agolpan alrededor, todos con su plato en la mano, sonrientes y con cara de estar encantados de encontrarse allí, ansiosos por participar en el suculento ritual antropofágico. Hay fotógrafos, faltaría más, y jóvenes con pinta de intelectuales precoces de esos que cuando piden la palabra hablan dos horas y te cuentan su vida, y damas de aspecto teóricamente respetable con collares de perlas, y damiselas tiernas, y marujonas con un pretendido toque snob, y la peña habitual en este tipo de eventos. Y se empujan unos a otros junto a las axilas peludas del artista, levantando los platos en alto, impacientes por no perderse el bocado inolvidable, el momento histórico. En realidad, dicen sus expresiones felices, uno frecuenta presentaciones de libros y exposiciones y conciertos y cosas así para que un fulano en pelotas y con pasamontañas te haga comprender que el arte es comestible. Para que te toque en suerte el cojón de gelatina con frutas y comértelo extasiado en un plato de plástico. Para vivir orgasmos culturales como éste.

No había ningún ministro cerca -por esas fechas se celebraba el congreso del Pepé- pero no me cabe la menor duda de que, de haber tenido un ratito, alguno se habría dejado caer por allí, apuntándose al bombardeo de turno ante las cámaras de la tele y los fotógrafos, con su plato en la mano y la boca manchada de nata, diciendo está riquísimo y es cojonudo esto de desacralizar el arte, darle un toque informal, comérselo, etc. Cuanto más analfabetos son los políticos -en España esas dos palabras casi siempre son sinónimos- más les gusta salir en las páginas de cultura de los periódicos. Páginas en las que, por otra parte, cabe cualquier cosa. Porque ahora, señoras y señores, todo es cultura. Lejos ya de aquella arcaica división entre sociedad, cultura y espectáculos de la prensa de antaño, la eficaz gestión realizada durante décadas por iletrados de diseño da variopintos frutos, y ese concepto fascista, apolilladísimo, de la cultura en términos clásicos -las nueve musas, ya saben, y toda la parafernalia- ha perdido su razón de ser. El que no trague es un reaccionario y un cabrón; y buena parte de los jefes de sección y los redactores jefes y los directores de los diarios y los informativos de la radio y la tele, incluido El Semanal, lo van entendiendo como se debe. Ahora el mejicano del pasamontañas y un desfile de moda con Naomi Campbell en la pasarela Cibeles, y la última receta de bacalao al pil-pil de Arguiñano, y el vino de la ribera del Duero, y hasta el último hijo de Rociíto son, ¿por qué no?, cultura oficial. Tan respetable, o más, que los frescos de Piero della Francesca, un concierto de Albéniz o la última novela de Miguel Delibes. Y el otro día vi, en un diario de gran tirada, lo que me faltaba por ver: una corrida de toros en las páginas de cultura. Con Jezulin. De ahí a que pronto se incluya el fútbol -incuestionable cultura de masas- sólo media el canto de un duro.

La palabra cultura sigue en boca de los de siempre. Y los de siempre, pocamierdas iletrados que lo mismo valen para Industria que para Exteriores o Educación y Cultura, o para secretarios generales de la OTAN, marcan el tono. Y el tono lo registra, con admirable sintonía, toda la cuerda de oportunistas, y retrasados mentales, y caraduras que viven del morro. Y el entorno, y los medios, y la madre que los parió a todos, por no verse descolgados de la moda, por no quedar fuera de lo políticamente correcto en relación con la cultura o con lo que sea, aplauden y jalean el asunto con la fe exaltada del converso. El resultado está a la vista: una multitud de analfabetos de diseño, de sinvergüenzas y de tontosdelculo aplaudiendo, como en aquel viejo cuento, el admirable traje nuevo del rey desnudo.

21 de febrero de 1999

domingo, 14 de febrero de 1999

El último del siglo


Pues lo siento, pero no trago. Lamento muchísimo ir de aguafiestas, pero el arriba firmante se niega a sumarse al folklore milenarista que se nos viene encima. Ya pueden cantar misa poniéndose de acuerdo los grandes almacenes, y las cadenas hoteleras, y las agencias de viajes, y las televisiones y los periódicos, pero no me sale literalmente de los cojones celebrar en la Nochevieja de 1999 la despedida del siglo XX y el advenimiento del XXI. Entre otras cosas, porque eso es mentira.

Se diría, pardiez, que todo el mundo se ha vuelto idiota. Uno comprende que en estos tiempos de consumo y jarana, la gente ande loca por una conmemoración, un centenario o la celebración de un nuevo siglo. El deseo es comprensible, a falta de cosas mejores que celebrar. También me hago cargo de que los vendedores de motos pintadas de verde, o sea, los que viven de la memez ajena, necesitan argumentos para vender más cosas, y fabricar tartas de cumpleaños y cumplesiglos, y organizar eventos por cuya comisión se embolsen una pasta. Y si se festeja el nuevo siglo un año antes, y luego resulta que no, Manolo, que no está claro, que vamos a celebrarlo también este año por si las moscas, ocurre que te facturan dos minutas con el pretexto de una. Todo eso lo entiendo, porque de bobos y de tenderos sin escrúpulos está el mundo lleno. Lo que no me cabe en el coco es la estupidez colectiva, ni el silencio, ignoro si cómplice o desalentado, de quienes saben de qué va el asunto. A lo mejor es que les consta que la estupidez siempre gana, y se dicen para qué vamos a dar la brasa, colega. Total, aquí no quedará nadie para celebrar el siguiente milenio. Déjalos que ganen un año y que disfruten.

Y en realidad todo es tan sencillo como irse a cualquier biblioteca, propia o ajena, y abrir un par de libros (del latín liber, libri: conjunto de muchas hojas de papel ordinariamente impresas donde se explican cosas). Porque resulta que todo está allí, y que este absurdo empeño de convertir en fin del siglo el último día de 1999 no tiene otro fundamento que la cretinez sin fronteras y el encefalograma plano universal, convertidos en norma gracias a la puta tele y a su colonización por parte del país más poderoso y analfabeto de la Tierra.

El tercer milenio, según esos libros al alcance de cualquiera, no empieza el 1 de enero del año 2000, sino doce meses después, o sea, el 1 de enero del año 2001. El diccionario Espasa, en la página 911 del tomo 5, cita los años terminados en 00 como anal de siglo, no como comienzo de siglo. Y hasta un desastre para las matemáticas como lo soy yo puede, si quiere, echar cuentas: del mismo modo que la decena termina en el 10, y lo incluye, y el 11 corresponde a la segunda decena, la centena termina en el 100, y lo incluye, y el 101 corresponde a la segunda centena. Y del mismo modo, un millar, o un milenio, termina en 1000, y lo incluye, y el 1001, el 2001 y los equivalentes corresponden ya al siguiente millar, o milenio; y así es, por períodos completos de 10, 100 y 1000, como se cuenta en cronología.

Además, el diccionario de la RAE define el siglo como espacio de cien años, no de noventa y nueve. Y el calendario occidental, por el que se rige nuestro cotarro, empezó a contar con el año 1 del siglo I de Jesucristo, y no con el año 0; entre otras cosas porque ese año 0 no existe en cronología, aunque si en astronomía. Fue un monje llamado Dionisio Exiguo quien propuso contar los años ab incarnatione Domini, a partir de la encarnación de Cristo, que calculaba un 25 de marzo. Y de ese modo, el año 754 del calendario juliano, que era el romano reformado por Julio César, se convirtió en año 1 -que no año 0- del nuevo calendario cristiano. Posteriormente, la fecha en que debía comenzar el año se trasladó al 25 de diciembre, para terminar en el 1 de enero. Después vino Kepler y dijo que el amigo Dionisio erró en 5 años; pero la convención ya estaba establecida, y así quedó. En cuanto a la histeria milenarista medieval de 999, nunca tuvo fundamento cronológico ni astronómico serio, sino que fue un movimiento supersticioso–religioso de incultura y terror frente a la cifra redonda del año 1000.

Ahora, superstición y religión pesan menos, gracias a Dios, pero la histeria sigue. Y pese a todo, no les quepa a ustedes la menor duda de que la próxima noche de San Silvestre todo el mundo despedirá el siglo con champaña y matasuegras, yupi, yupi, brindando por el asunto un año antes de tiempo. Y es que han pasado mil años —ó 999—, pero seguimos igual de gilipollas.

14 de febrero de 1999

domingo, 7 de febrero de 1999

Matata Mingui


Nadie sabe de verdad lo que es África hasta que no ha vivido —si es que vive para contarlo— una matata mingui, que es como se dice jaleo del carajo en lingala, o sea, en una de las lenguas locales que hablan allí. Cuando eso ocurre, lo que sale en la tele no sirve ni remotamente para hacerse idea. Cuando de verdad se monta un pifostio africano, o sea, una merienda de negros de color, y mis primos se ponen hasta arriba de cerveza, o de banga, o de lo que tengan a mano, y luego echan mano de la escopeta y del machete —les encantan esos machetes grandes y afilados que sirven para chapear la selva y para amputar al prójimo—, esas escenas que vemos de niños agonizando de hambre con los buitres preguntando quién da la vez son un paraíso de buenas maneras comparado con la que se lía. Aquello es, para que se hagan idea, como si cinco mil hooligans ingleses desesperados de la vida confundieran un bar de Benidorm con una carnicería, y cada uno estuviera dispuesto a cortarse su propio filete.

Les juro por mis muertos más frescos que el arriba firmante ha tenido miedo muchas veces a lo largo de su puta vida, sobre todo cuando se ganaba el pan a tanto el fiambre para el telediario; pero en pocas ocasiones conocí tan de cerca el canguelo como cuando en África tuve enfrente a unos cuantos fulanos dando traspiés con el casco al revés, el blanco de los ojos amarillo, una botella de cerveza en una mano y un Kalashnikov en la otra, preguntándome qué se te ha perdido por aquí, blanco cabrón. Allí, la kale borroka que se montan los jarrais de doce años con lanzagranadas —en África también se lleva mucho eso de las tribus, y las chiquilladas, y lo de ellos y nosotros— es la leche. Todavía siento sudores fríos cuando recuerdo algunos ratos: aquel fulano con un viejo subfusil Sten y unas ray-ban puestas, que tenían la etiqueta del precio todavía pegada en mitad del cristal, cuando dijo que me quitara los zapatos y me volviera de espaldas, por ejemplo; o el grupo de mozambiqueños fumados hasta el tuétano, discutiendo entre ellos en portugués cómo iban a machetearnos a mi cámara Paco Custodio y a mí, reservándose vivo a Nacho, el técnico de sonido, porque era jovencito, y tenía los ojos azules y el culito tierno. En África, resumiendo, aprendí un par de cosas. Entre ellas, que allí la vida humana no vale una mierda, y que las mujeres, monjas incluidas, cuando las violan diez o quince tíos uno detrás de otro, primero gritan y luego se resignan.

Y hoy resulta que, con toda esa información previa que con mucho gusto quisiera no tener, leo en un periódico que de nuevo hay pajarraca en África, y que en mitad de ese zipizape sigue habiendo, como siempre hubo, un puñado de curas y de monjas con dos cojones que siguen a pie de obra, y que se niegan a ser evacuados, y que desaparecen, y vuelven a aparecer, y desaparecen de nuevo en las zonas más peligrosas de la movida, haciendo aquello para lo que fueron allí: ayudar a otros seres humanos aunque sepan que eso no va a cambiar nada; dejarse la salud, la piel y la vida por aquello en lo que creen, sea una fe o sea una idea. Y leo esas informaciones y no puedo evitar ponerles rostros de gente a la que conocí, que a lo mejor en algún caso es la misma. Curas y monjas que a veces ni lo parecen, con los pelos largos, y las barbas, y las camisetas de heavy metal, que se la juegan un día sí y otro también en sus misiones y en sus hospitales, ayudando a nacer, ayudando a vivir, ayudando a morir a su gente, a sus hermanos, sin abandonarlos ni cuando amenaza el más horrible final. Ayudando, en resumen, al hombre a salvarse no en el hipotético reino de los cielos —que eso viene luego— sino aquí, en el jodido valle de lágrimas, en la tierra. Cogiendo en sus manos otras manos escuálidas o ensangrentadas, inclinando la cabeza para murmurar unas palabras de consuelo; o si se tercia, después y por ese orden, una oración, por eso, cuando a veces leo o escucho las mezquinas gilipolleces de monseñor Setién, monseñor Carles, el arzobispo de las Chimbambas, o el papa Wojtila y su enfermiza obsesión porque no forniquemos ni abortemos, siempre me digo: tranquilo, Arturín, no te cabrees, no blasfemes, piensa en los otros. Piensa en todos los que viste erguidos y serenos en mitad de la sangre y la locura. Piensa en los curas y monjas que siguen dispuestos a dejarse hacer pedazos, ellos y ellas, por dar testimonio de que también son posibles la dignidad y la vergüenza bajo el signo de la cruz.

7 de febrero de 1999