Pues lo siento, pero no trago. Lamento muchísimo ir de aguafiestas, pero el arriba firmante se niega a sumarse al folklore milenarista que se nos viene encima. Ya pueden cantar misa poniéndose de acuerdo los grandes almacenes, y las cadenas hoteleras, y las agencias de viajes, y las televisiones y los periódicos, pero no me sale literalmente de los cojones celebrar en la Nochevieja de 1999 la despedida del siglo XX y el advenimiento del XXI. Entre otras cosas, porque eso es mentira.
Se diría, pardiez, que todo el mundo se ha vuelto idiota. Uno comprende que en estos tiempos de consumo y jarana, la gente ande loca por una conmemoración, un centenario o la celebración de un nuevo siglo. El deseo es comprensible, a falta de cosas mejores que celebrar. También me hago cargo de que los vendedores de motos pintadas de verde, o sea, los que viven de la memez ajena, necesitan argumentos para vender más cosas, y fabricar tartas de cumpleaños y cumplesiglos, y organizar eventos por cuya comisión se embolsen una pasta. Y si se festeja el nuevo siglo un año antes, y luego resulta que no, Manolo, que no está claro, que vamos a celebrarlo también este año por si las moscas, ocurre que te facturan dos minutas con el pretexto de una. Todo eso lo entiendo, porque de bobos y de tenderos sin escrúpulos está el mundo lleno. Lo que no me cabe en el coco es la estupidez colectiva, ni el silencio, ignoro si cómplice o desalentado, de quienes saben de qué va el asunto. A lo mejor es que les consta que la estupidez siempre gana, y se dicen para qué vamos a dar la brasa, colega. Total, aquí no quedará nadie para celebrar el siguiente milenio. Déjalos que ganen un año y que disfruten.
Y en realidad todo es tan sencillo como irse a cualquier biblioteca, propia o ajena, y abrir un par de libros (del latín liber, libri: conjunto de muchas hojas de papel ordinariamente impresas donde se explican cosas). Porque resulta que todo está allí, y que este absurdo empeño de convertir en fin del siglo el último día de 1999 no tiene otro fundamento que la cretinez sin fronteras y el encefalograma plano universal, convertidos en norma gracias a la puta tele y a su colonización por parte del país más poderoso y analfabeto de la Tierra.
El tercer milenio, según esos libros al alcance de cualquiera, no empieza el 1 de enero del año 2000, sino doce meses después, o sea, el 1 de enero del año 2001. El diccionario Espasa, en la página 911 del tomo 5, cita los años terminados en 00 como anal de siglo, no como comienzo de siglo. Y hasta un desastre para las matemáticas como lo soy yo puede, si quiere, echar cuentas: del mismo modo que la decena termina en el 10, y lo incluye, y el 11 corresponde a la segunda decena, la centena termina en el 100, y lo incluye, y el 101 corresponde a la segunda centena. Y del mismo modo, un millar, o un milenio, termina en 1000, y lo incluye, y el 1001, el 2001 y los equivalentes corresponden ya al siguiente millar, o milenio; y así es, por períodos completos de 10, 100 y 1000, como se cuenta en cronología.
Además, el diccionario de la RAE define el siglo como espacio de cien años, no de noventa y nueve. Y el calendario occidental, por el que se rige nuestro cotarro, empezó a contar con el año 1 del siglo I de Jesucristo, y no con el año 0; entre otras cosas porque ese año 0 no existe en cronología, aunque si en astronomía. Fue un monje llamado Dionisio Exiguo quien propuso contar los años ab incarnatione Domini, a partir de la encarnación de Cristo, que calculaba un 25 de marzo. Y de ese modo, el año 754 del calendario juliano, que era el romano reformado por Julio César, se convirtió en año 1 -que no año 0- del nuevo calendario cristiano. Posteriormente, la fecha en que debía comenzar el año se trasladó al 25 de diciembre, para terminar en el 1 de enero. Después vino Kepler y dijo que el amigo Dionisio erró en 5 años; pero la convención ya estaba establecida, y así quedó. En cuanto a la histeria milenarista medieval de 999, nunca tuvo fundamento cronológico ni astronómico serio, sino que fue un movimiento supersticioso–religioso de incultura y terror frente a la cifra redonda del año 1000.
Ahora, superstición y religión pesan menos, gracias a Dios, pero la histeria sigue. Y pese a todo, no les quepa a ustedes la menor duda de que la próxima noche de San Silvestre todo el mundo despedirá el siglo con champaña y matasuegras, yupi, yupi, brindando por el asunto un año antes de tiempo. Y es que han pasado mil años —ó 999—, pero seguimos igual de gilipollas.
14 de febrero de 1999
Se diría, pardiez, que todo el mundo se ha vuelto idiota. Uno comprende que en estos tiempos de consumo y jarana, la gente ande loca por una conmemoración, un centenario o la celebración de un nuevo siglo. El deseo es comprensible, a falta de cosas mejores que celebrar. También me hago cargo de que los vendedores de motos pintadas de verde, o sea, los que viven de la memez ajena, necesitan argumentos para vender más cosas, y fabricar tartas de cumpleaños y cumplesiglos, y organizar eventos por cuya comisión se embolsen una pasta. Y si se festeja el nuevo siglo un año antes, y luego resulta que no, Manolo, que no está claro, que vamos a celebrarlo también este año por si las moscas, ocurre que te facturan dos minutas con el pretexto de una. Todo eso lo entiendo, porque de bobos y de tenderos sin escrúpulos está el mundo lleno. Lo que no me cabe en el coco es la estupidez colectiva, ni el silencio, ignoro si cómplice o desalentado, de quienes saben de qué va el asunto. A lo mejor es que les consta que la estupidez siempre gana, y se dicen para qué vamos a dar la brasa, colega. Total, aquí no quedará nadie para celebrar el siguiente milenio. Déjalos que ganen un año y que disfruten.
Y en realidad todo es tan sencillo como irse a cualquier biblioteca, propia o ajena, y abrir un par de libros (del latín liber, libri: conjunto de muchas hojas de papel ordinariamente impresas donde se explican cosas). Porque resulta que todo está allí, y que este absurdo empeño de convertir en fin del siglo el último día de 1999 no tiene otro fundamento que la cretinez sin fronteras y el encefalograma plano universal, convertidos en norma gracias a la puta tele y a su colonización por parte del país más poderoso y analfabeto de la Tierra.
El tercer milenio, según esos libros al alcance de cualquiera, no empieza el 1 de enero del año 2000, sino doce meses después, o sea, el 1 de enero del año 2001. El diccionario Espasa, en la página 911 del tomo 5, cita los años terminados en 00 como anal de siglo, no como comienzo de siglo. Y hasta un desastre para las matemáticas como lo soy yo puede, si quiere, echar cuentas: del mismo modo que la decena termina en el 10, y lo incluye, y el 11 corresponde a la segunda decena, la centena termina en el 100, y lo incluye, y el 101 corresponde a la segunda centena. Y del mismo modo, un millar, o un milenio, termina en 1000, y lo incluye, y el 1001, el 2001 y los equivalentes corresponden ya al siguiente millar, o milenio; y así es, por períodos completos de 10, 100 y 1000, como se cuenta en cronología.
Además, el diccionario de la RAE define el siglo como espacio de cien años, no de noventa y nueve. Y el calendario occidental, por el que se rige nuestro cotarro, empezó a contar con el año 1 del siglo I de Jesucristo, y no con el año 0; entre otras cosas porque ese año 0 no existe en cronología, aunque si en astronomía. Fue un monje llamado Dionisio Exiguo quien propuso contar los años ab incarnatione Domini, a partir de la encarnación de Cristo, que calculaba un 25 de marzo. Y de ese modo, el año 754 del calendario juliano, que era el romano reformado por Julio César, se convirtió en año 1 -que no año 0- del nuevo calendario cristiano. Posteriormente, la fecha en que debía comenzar el año se trasladó al 25 de diciembre, para terminar en el 1 de enero. Después vino Kepler y dijo que el amigo Dionisio erró en 5 años; pero la convención ya estaba establecida, y así quedó. En cuanto a la histeria milenarista medieval de 999, nunca tuvo fundamento cronológico ni astronómico serio, sino que fue un movimiento supersticioso–religioso de incultura y terror frente a la cifra redonda del año 1000.
Ahora, superstición y religión pesan menos, gracias a Dios, pero la histeria sigue. Y pese a todo, no les quepa a ustedes la menor duda de que la próxima noche de San Silvestre todo el mundo despedirá el siglo con champaña y matasuegras, yupi, yupi, brindando por el asunto un año antes de tiempo. Y es que han pasado mil años —ó 999—, pero seguimos igual de gilipollas.
14 de febrero de 1999
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