Oye, tonto del haba. Soy yo, en efecto, el mismo que iba sentado a tu vera en el vuelo de Iberia. Madrid-Málaga, ya sabes. Asiento 2 D. Bisnes. Te lo digo por si no te fijaste bien en mi careto cuando te tiré encima medio vaso de agua mineral sin gas. ¿Tacuerdas, chaval? El mismo. Ese hijoputa que te metía el codo en los riñones cada vez que se movía con cualquier pretexto, desplegar el periódico, cerrar el libro, abrirlo, sacar las gafas. Meterlas. Sacarlas otra vez. El que se desperezaba -yo, que nunca hago eso en público- sin venir a cuento. El que de vez en cuando te miraba medio raro. ¿Ya caes? Pues eso. Oui, c'est moi. Como Lulú. Pedazo de soplapollas. Te lo explico. En la cola de embarque ya te eché el ojo. Yo aún estaba sentado, leyendo, cuando vi pasar unas sandalias y unas piernas masculinas y peludas que asomaban de un pantalón corto, tipo safari. Por un momento tuve la sensación de que en lugar de la sala de embarque del aeropuerto de Barajas estaba en un chiringuito playero. Hay que joderse, me dije. En octubre. Dónde se creerá que está este cenutrio. Así que te hice un reconocimiento visual. Treinta y tantos. El polo tenía buen aspecto, el reloj era bueno. La cara de animal -lamento comunicarte que la tienes, colega- no aportaba un dato básico, porque hay fulanos con jeta de mala bestia que luego resultan muy correctos y educados en distancias cortas. La cintita brasileña en la muñeca derecha ya me mosqueó un poco más. Un globetroter, me dije. No sólo viaja vestido así porque se siente más fresco y cómodo, el cabrón. Niet. Se indumenta de esta guisa para reflejar un estado de espíritu. Cosmopolita, aventurero, directamente llegado, sin tiempo para ponerse un pantalón correcto, de la selva tropical. Tal vez venga de salvar a la Humanidad en el Amazonas, o de cruzar el Atlántico en moto de agua, o de mayor quiera ser Mendiluce -hay gente para todo-, y en la mochila lleve el borrador de un libro armado de amor donde también nos cuente lo humanitario que es y lo mucho que las afiliadas a Solidarios sin Fronteras, entre polvo y polvo, le dicen guapo. Luego comprobé que erraba. Ya en la cola, sacaste el teléfono móvil y comprendí que de Amazonia, nada. Que eras un modesto empresario de Burgos, con negocios de tuberías en San Pedro de Alcántara. Y mientras entregabas la tarjeta de embarque, pensé: apuesto un billete de cien euromortadelos a que -LCSCNL: Ley de la Chusma Siempre Cerca y Nunca Lejos- me toca de vecino en el puto avión.
Y ahí me caíste, en el 2 E. Con tus patas desnuditas y peludas a un palmo de mi rodilla. Fue entonces cuando le pregunté a la azafata, lo bastante alto para que oyeras, si no había otro asiento libre, y ella contestó muy amable que no, que íbamos a tope. Resignación, me dije. Seamos estoicos. Pero luego, cuando el comandante Ortiz de la Minglanilla-Salcedo y Álvarez de Castro dijo lo de buenos días, etcétera, y despegamos, y te pusiste a rascarte una corva -ris, ras, hacían tus pelillos entre las uñas-, el estoicismo se me fue al carajo. Además, lamento comunicarte que no eres Brad Pitt. Tienes unas piernas feas de cojones. Peludas, torcidas en las tibias. Pa qué te digo que no, si sí. Si yo tuviera esas piernas, te juro que no iría por el mundo exhibiéndolas como si tal cosa. Es más. Normales como las tengo, me las guardo para la playa, y la intimidad; y todo eso. Ya sabes. Total. Que empecé a cabrearme. Mira que si se cae el avión, pensé. Tendría delito que la última imagen de mi vida fueran las patas peludas de este tío. Y luego, cuando vino la azafata con los bocadillos aeronáuticos y empecé el de jamón, la visión de tus extremidades me quitó el hambre. Mascaba, te miraba los pelos de las piernas -tampoco tus rodillas son para una exposición veneciana, tío- y el jamón se me hacía una pelota en la glotis. De manera que dejé el bocata y pensé: pues vamos a jodernos todos. Fue entonces cuando empecé a moverme, y a clavarte un codo en los riñones y a pedirte perdón con mucha cortesía y cara muy afligida, y darte por saco cuanto pude, y a quitarte el brazo del asiento. La venganza del Coyote, colega. De vez en cuando me mirabas, pero yo ponía cara de tolai. Perdone, decía -¿te acuerdas, gilipollas?-, pero con estas apreturas, etcétera. La clase bisnes de los huevos. Y está feo que me ponga flores; pero el golpe maestro fue cuando hice que se me escapara el vaso de agua y chorreó por un lado de la mesilla, exactamente sobre tu rodilla peluda. Chof. Oh, perdón, dije. Ahí te mosqueaste un poquito, la verdad. Pero yo ponía tal cara de hipócrita y sonreía tanto reconoce que lo de secarte yo mismo con la servilleta fue un toque selecto-que no hubo otra que decirme: no importa, gracias. No pasa nada. Y ya ves. Al cabo, lo que son las cosas: disfruté como un cochino en un maizal. Pero estos lances son como lo de aquel torero que se lo hizo con Ava Gardner. Si luego no lo cuentas, sólo disfrutas a medias. Por eso te lo cuento ahora. Imbécil.
27 de octubre de 2002
Y ahí me caíste, en el 2 E. Con tus patas desnuditas y peludas a un palmo de mi rodilla. Fue entonces cuando le pregunté a la azafata, lo bastante alto para que oyeras, si no había otro asiento libre, y ella contestó muy amable que no, que íbamos a tope. Resignación, me dije. Seamos estoicos. Pero luego, cuando el comandante Ortiz de la Minglanilla-Salcedo y Álvarez de Castro dijo lo de buenos días, etcétera, y despegamos, y te pusiste a rascarte una corva -ris, ras, hacían tus pelillos entre las uñas-, el estoicismo se me fue al carajo. Además, lamento comunicarte que no eres Brad Pitt. Tienes unas piernas feas de cojones. Peludas, torcidas en las tibias. Pa qué te digo que no, si sí. Si yo tuviera esas piernas, te juro que no iría por el mundo exhibiéndolas como si tal cosa. Es más. Normales como las tengo, me las guardo para la playa, y la intimidad; y todo eso. Ya sabes. Total. Que empecé a cabrearme. Mira que si se cae el avión, pensé. Tendría delito que la última imagen de mi vida fueran las patas peludas de este tío. Y luego, cuando vino la azafata con los bocadillos aeronáuticos y empecé el de jamón, la visión de tus extremidades me quitó el hambre. Mascaba, te miraba los pelos de las piernas -tampoco tus rodillas son para una exposición veneciana, tío- y el jamón se me hacía una pelota en la glotis. De manera que dejé el bocata y pensé: pues vamos a jodernos todos. Fue entonces cuando empecé a moverme, y a clavarte un codo en los riñones y a pedirte perdón con mucha cortesía y cara muy afligida, y darte por saco cuanto pude, y a quitarte el brazo del asiento. La venganza del Coyote, colega. De vez en cuando me mirabas, pero yo ponía cara de tolai. Perdone, decía -¿te acuerdas, gilipollas?-, pero con estas apreturas, etcétera. La clase bisnes de los huevos. Y está feo que me ponga flores; pero el golpe maestro fue cuando hice que se me escapara el vaso de agua y chorreó por un lado de la mesilla, exactamente sobre tu rodilla peluda. Chof. Oh, perdón, dije. Ahí te mosqueaste un poquito, la verdad. Pero yo ponía tal cara de hipócrita y sonreía tanto reconoce que lo de secarte yo mismo con la servilleta fue un toque selecto-que no hubo otra que decirme: no importa, gracias. No pasa nada. Y ya ves. Al cabo, lo que son las cosas: disfruté como un cochino en un maizal. Pero estos lances son como lo de aquel torero que se lo hizo con Ava Gardner. Si luego no lo cuentas, sólo disfrutas a medias. Por eso te lo cuento ahora. Imbécil.
27 de octubre de 2002