lunes, 26 de agosto de 2002

Esas topmodels viajeras y solidarias


De vez en cuando, alguna revista del corazón se descuelga con siete u ocho páginas emotivas y humanitarias, con fotos grandes y titulares ad hoc: Fulana o Mengana de tal, solidaria con los niños huerfanitos de Sierra leona, o de Perú, o de donde sea. Y allí sale la torda, a veces actriz, o topmodel, a veces putón verbenero de papel couché sin más, vestida de coronel Tapioca o de Calvin Klein, dando de mamar a las criaturas o haciendo palmitas con ellos en el cole, a ver, vamos a cantar todos en la casa de Pepito con esta señora tan guapa que tanto os quiere y ha venido a visitaros, o con una niña desnutrida y llena de moscas en brazos, o en un hospital hecho polvo acariciándole el muñoncito a un crío que pisó una mina. Con cara compungida, claro, cual corresponde a sentir próximo, casi propio, el dolor ajeno, etcétera. Tan conmovedores suelen ser los afotos, que cada vez que me tropiezo uno de esos reportajes solidarios se me atragantan de ternura los crispis con el colacao. Sobre todo cuando leo las declaraciones, en plan «esta experiencia me ha hecha ver cosas que antes no veía», o «ahora comprendo que somos egoístas porque vivimos de espaldas al dolor», aunque mi favorita sea esa de «a nivel humano, no sabía que hubiera gente que vivía así». Otros sí lo sabíamos, claro. Algunos misioneros y cooperantes, verbigracia, lo saben de sobra desde hace la tira. Y creo que en los periódicos también viene. Pero no vamos a ponernos estrechos, exigiéndole a una pava que anda con la agenda a tope, entre Tómbola, Crónicas Marcianas, operarse las ubres, el desfile de modelos del viernes, las fotos robadas en Ibiza y el yate de Fefé para este verano en Puerto Portals, que se lea los periódicos o vea el telediario. Bastante tiene ya encima haciendo la calle en versión postmoderna. Famoseando, que se dice ahora. De modo que si de pronto lo descubre, tras cuatro días empapándose -para variar- el chichi de dolor ajeno, y siente el impulso irresistible de contarle a todo el mundo lo mal que está el mundo y lo injusta que es la vida, pues qué quieren que les diga. Me parece bien. Porque la verdad, además, es que las oenegés andan chungas de viruta. Con lo de la pasta de Gescartera, con Izquierda Unida haciéndole la competencia a Payasos sin Fronteras y con la cantidad de mangantes que se lo montan en plan no gubernamental para viajar gratis y vivir por la cara -para los sindicatos y los comités de empresa, que era lo tradicional, hay lista de espera y ya no corre el escalafón- la gente mezcla churras con merinas, se fía menos que antes de la cosa solidaria, y afloja poca tela; aunque este año, con la caída en picado de las crucecitas de Hacienda para la Iglesia, lo mismo la cosa ha mejorado un poco, y lo que antes se destinaba a pagar estolas y roquetes ahora se destina a leche en polvo. No sé. El caso es que resulta comprensible que las oenegés decentes, que hay muchas, se busquen la vida. Y desde su punto de vista cualquier medio es bueno si luego, en la fiesta amadrinada por Chochita O’Flanagan, en Marbella, o en Mallorca, las millonetis de turno aflojan una pasta para colaborar con esa organización tan simpática que han visto en el Lecturas o en el Hola, hay que ver, con esos niños escuchimizados y anémicos, que parece mentira que esas cosas se consientan, ¿verdad?, en el siglo XXI.

Lo que pasa es que, bueno. Habrá cabrones estrechos de miras -no es mi caso, por Dios- que se preguntan qué coño, y nunca mejor dicho, pinta esta o aquella pájara milongueando en una piragua del Amazonas, expuesta a que una piraña le roa una teta, con un indio de cara sufrida remando detrás. Dejen al indio un rato a su aire y verán lo que entiende mi primo el aborigen por solidaridad activa, mientras nos explica cómo sufren los que sufren, y a cambio de prestar su morro para la oenegé que le monta el viaje, se gana portada a todo color en plan Teresa de Calcuta. A fin de cuentas, dirán esos escépticos malpensados, poca diferencia formal existe entre tales reportajes y otros que salen a veces, cuando para promocionar un destino turístico, una agencia de viajes o una colección de moda, cualquier chocholoco de titular y exclusiva pagada, presentador de la tele, daifa de torero, modelo varón cachas, zurrapa de Gran Hermano o ídolo de Operación Triunfo, sale en portada allá por Bali, las Bermudas o la Patagonia haciéndose fotos de luna de miel, disfrazado de jeque árabe ante las pirámides o brindando con exóticos cócteles tropicales en playas paradisíacas que, de otro modo, no habría podido pagarse en su puta vida. Pero no debemos pensar mal. Mucha solidaridad y amor al arte, es lo que hay. A chufla los toma alguna gente; pero, como el Piyayo, a mí me dan un respeto imponente. Que no todo lo de viajar va a ser, en las revistas del corazón, motos de agua que cruzan osadamente el Atlántico, o exploradores intrépidos que se pasan la vida zarpando y nunca llegan a ningún sitio.

25 de agosto de 2002

lunes, 19 de agosto de 2002

Esos guiris traidores


Vaya por Dios. Después de tanta ojerita morá, desvelo y sacrificio por nuestra parte, ahora resulta que entre cinco y quince de cada cien turistas guiris, que antes nos honraban con su presencia veraniega, han decidido irse este año a otros lugares, y buena parte del sector hostelero español se ha quedado compuesto y sin novia. O sea: destroce usted a conciencia su litoral, amontone cemento en cualquier metro de arena costera disponible, atranque de basura e inmundicias cada tubería, deje sin agua ni electricidad al resto de la comarca, reconviértalo todo a lo más cutre posible para atender a gentuza, transforme los últimos rincones de costa virgen en un infierno, baje los precios a fin de que toda la escoria tatuada del Reino Unido y de Alemania pueda venir a pasearse sin camisa y en chanclas vomitando su puta cerveza por calles y plazas, para que ahora los desagradecidos turistas vayan a mear borrachos a Croacia y a Bulgaria. Que no sé, qué le habrán visto a esos sitios, la verdad. Porque para un turista, mear, lo que se dice mear a sus anchas, o soltar la pota en mitad de la calle y sin pegas, no hay como España, este país donde el olor del Mediterráneo en los amaneceres veraniegos ha sido sustituido por el olor a lejía. Para hacerlo posible -las cosas no se logran por las buenas, sino currándoselas- miles de constructores, de ayuntamientos, de hosteleros, de consejeros de turismo, de presidentes de autonomías y de ministros del ramo, con nombres y apellidos, llevan años y años trabajando con ejemplar esfuerzo. Desvelándose. Haciendo realidad ese bonito lema turístico tan de aquí y tan nuestro: España, sol y chusma.

Qué injusta es la vida y qué desconsiderados, los guiris. Se les ocurre no venir justo ahora que hay un montón de proyectos en marcha en los que, puestos a darlo todo por la patria, se sacrifica hasta el medio ambiente, como en el caso del último cacho de costa que se había librado de la quema, entre Cartagena y Almería, tan escarpada que no había modo de meter carreteras ni bloques de apartamentos, pero a la que por fin, gracias a las maravillas de la técnica, ya hay un proyecto para endilgar una autovía, con todos los constructores y políticos de la zona frotándose las manos, calculando la cantidad de metros cuadrados de cemento que podrán edificar en las ramblas y en los almendrales y en los acantilados y en las últimas playas a las que antes sólo podía accederse a pie. Justo ahora, decía, que la iniciativa española liquida las últimas reservas que se resisten a ese modelo turístico tan admirado por los alcaldes y prohombres locales -todos de acrisolada honradez y locos por el bienestar ciudadano, por supuesto-, consistente en Benidorm o La Manga para todos y maricón el último, van los turistas y dicen muchas gracias, de verdad, pero puestos a vivir en plena mierda prefiero la mierda más barata y menos amontonada, oiga, donde no tengamos que estar cincuenta mil y nuestra puta madre chupando agua del mismo grifo, y luz del mismo enchufe, y jiñando todos en la misma playa. Y si ustedes se han reconvertido para adaptarse al turismo baratero y bazofia, abonándoles el huerto a los sinvergüenzas de ciertos ayuntamientos e inmobiliarias, volcados a la rentabilidad inmediata y a retorcerle el pescuezo a la gallina hasta que cague las plumas, ése no es nuestro problema. Porque si de precios bajos se trataba -mejor doscientos mil turistas de hamburguesa y agua mineral que dos mil de restaurante, fue el agudo razonamiento-; ahora resulta qué van a tener que seguir rebajando si quieren cuartelillo, porque la ventaja competitiva del precio se ha ido a tomar por saco y está casi a la altura del resto de Europa, sin que la superior calidad de lo que damos a cambio incite como antes al tiñalpa de Liverpool o de Hamburgo, que pretende un mes de sol, playa y lujo verbenero, discoteca y concurso Miss Tetas 2002 incluidos, por catorce euros pagados a cómodos plazos.

Pero a los otros les da lo mismo. Me refiero a esa reata de golfos apandadores que convirtieron el Mediterráneo español en una pesadilla, y pretenden rematarlo antes de que se agote el chollo. Ya se han forrado especulando con sus cómplices en ayuntamientos, consejerías y ministerios; y cuando al fin todo se vaya a tomar por saco, que se irá, y se fundan los plomos y se atasquen las tuberías y no vengan ya ni los ingleses de San Antonio de Ibiza- que ya es imposible caer más bajo-, los comerciantes y los hosteleros y la pobre gente que ha ido adaptándose, para sobrevivir, al ritmo que aquellos pájaros tocaban y al de la infame clientela que atrajeron, se llevarán las manos a la cabeza, angustiados porque no les entre nadie en la tienda, o en el bar, o en el restaurante. Descubriendo, para su desgracia, que lo que es pan para hoy puede ser hambre para mañana. Y en cuanto a las posibilidades de una reconversión hacia arriba, en calidad, cuéntenselo a su tía. Aún está por ver que una puta encallecida de hacérselo en una esquina termine en el yate de las Koplowitz.

18 de agosto de 2002

lunes, 12 de agosto de 2002

Beatus Ille


Si es que no puede ser. Si es que pico siempre el anzuelo porque voy de buena fe, y luego pasa lo que pasa. Que es lo habitual, pero esta vez en Toronto, Canadá: el escenario listo para el espectáculo, con la megafonía y las luces a tope, pantalla gigante de vídeo y el público a reventar el recinto de la cosa, y decenas de miles de jóvenes allí, enfervorizados. Una pasta organizativa, pero será que la tienen. Para gastársela. Y yo me digo de ésta no pasa, porque tal y como está el patio no queda más remedio que mojarse. A ver por dónde sale mi primo. Y en éstas, en efecto, sale el artista rodeado por su grupo, o sea, el papa Wojtila, o lo que queda de él, con su elenco habitual de cardenales y monseñores para pasarle la página del misal y ponerle derecho el solideo cuando se le tuerce. Y en éstas agarra el micro y yo me digo a ver por dónde empieza: por los obispos pederastas que meten mano a los seminaristas y a los feligreses tiernos, o por esos ilustrísimas y párrocos que sólo se sienten pastores de ovejas vascas, y a las demás que les vayan dando equidistante matarile, o por Gescartera y el ecónomo de Valladolid, o pidiendo disculpas y diciendo que no se repetirá lo de aquel hijo de la gran puta al que encima pretendieron hacer santo, el papa Pío XII, que se retrataba con un gorrioncito en la mano, en plan San Francisco de Asís, haciéndose el longuis mientras los nazis gaseaban a judíos, a comunistas y a maricones. Aunque a lo mejor, pienso esperanzado, il papetto decide abordar temas más actuales y le dice a Ariel Sharon que la única diferencia entre él y un cerdo psicópata es que Sharon se pone a veces corbata, y a George Bush que quien siembra vientos en plan flamenco recoge torres gemelas. O a lo mejor, en vez de eso, Su Santidad decide al fin tener unas palabras de aliento para todos los curas y monjas y misioneros que luchan y sufren junto a los desheredados y los humildes, y se juegan la salud y libertad y la vida en África, y en América Latina y en tantos otros sitios, atenazados tanto por los canallas seglares como por los canallas con alzacuello: los superiores eclesiásticos que invierten en bolsa mientras a ellos los amordazan y los llaman al orden cuando piden cuatro duros para vestir al desnudo y dar de comer al hambriento, o cuando exigen justicia para los parias de la tierra, o cuando proclaman que, si es importante salvar al hombre en el presunto reino de los cielos, más importante todavía es salvarlo antes en la tierra, que es donde nace, sufre y muere. O lo matan.

El caso es que ahí estoy, sentado ante la tele, y me digo: de ésta no pasa. Tal como está el patio, aunque sea con circunloquios y perífrasis pastorales, seguro que el amigo Wojtila se moja esta vez, por lo menos la puntita de la estola. Con tanto joven delante es imposible desperdiciar la ocasión. Aunque sea algo suave. Justicia social. Coraje ciudadano. Cojones a la vida. Ojo, que el cabrón del Reverte ha puesto este año la crucecita de Hacienda en la otra casilla. Y como él, ciento y la madre. Cosas de ese tipo, aunque sea con mucho matiz. Algo para el 2002, que es el año en el que vivimos. Cualquier cosa de las que vienen cada día en los periódicos. Y en ésas, tatatachán, Juan Pablo II se arrima al micro y suelta: «Queridos jóvenes, tenéis que ser beatos». Y se queda tan campante. Y los obispos y los cardenales y toda la clase eclesiástica sonríen paternales y mueven la cabeza como diciendo ahí, la fija, qué certero es el jodío, ha dado en el clavo, como de costumbre. Ni follati ni protestati. Canto gregoriano. Beatos, eso es lo que en este momento precisa con urgencia la Humanidad doliente. Y todos los queridos jóvenes -que empiezo a sospechar son siempre los mismos y los llevan de un lado para otro, como los romanos esos de las lanzas en las óperas y los babilonios de las zarzuelas, que dan la vuelta y salen varias veces desfilando como si fueran muchos-, en vez de silbar y tirarle berzas al Papa y acto seguido pegarle fuego al tablado y a la pantalla de vídeo, y colgar a todos los sonrientes monseñores de las farolas más próximas, que es de lo que a mí personalmente en mi propia mismidad me dan ganas en ese preciso instante, se ponen a aplaudir, y a tremolar banderitas -norteamericanas, que ésa es otra-, y todas las Catalinas y Josefinos venidos de las montañas, a quienes, por lo visto, no afecta ni de lejos el tema del aborto, ni la homosexualidad, ni el sida, ni el preservativo, ni la desoladora ausencia de justicia social, ni la infame condición de la mujer en las cuatro quintas partes del mundo, ni el mangoneo imperturbable de los poderosos, ni el protocolo de Kioto, ni el Tribunal Penal Internacional, ni las mafias del Este y el Oeste, ni echar un polvo sin pensar en la procreación cristiana y responsable, sacan las guitarras y se ponen a cantar, ya saben, dú-dúa, qué alegría cuando me dijeron, etcétera. Con ser beatos estamos servidos de aquí a Lima. Incluso más lejos. Y hasta luego, Lucas. Hasta la próxima. Rediós. Hay días en los que me gustaría ser lansquenete de Carlos V.

11 de agosto de 2002

domingo, 4 de agosto de 2002

El extraño caso de Nicholas Wilcox


Durante algún tiempo me intrigó el caso de Nicholas Wilcox: escritor inglés, nacido en Nigeria, aficionado a la ornitología, erudito, viajero constante, buen conocedor de España y su cultura, autor de novelas de intriga histórica ambientadas aquí. La lápida templaria fue el primer libro suyo que cayó en mis manos, y luego la trilogía: Los falsos peregrinos, Las trompetas de Jericó y La sangre de Dios. Este tío, me decía al leerlo, se sabe esta tierra como la palma de la mano, y no sólo eso: costumbres, gastronomía, ciudades, paisajes. Lo controla todo. Uno de esos ingleses apasionados por España, como Kamen y Elliot y toda la peña, pero éste en plan best-seller sin complejos. Y además lo leen, de lo que me alegro infinito, porque cuenta unas historias estupendas; y eso de que alguien cuente historias y encima la gente las lea revienta mucho a los cagatintas que viven del morro, o sea, de poner posturitas en mesas redondas -la narrativa en el próximo milenio y cosas así- sin haber tenido nada que contar en su puta vida, y encima van y patalean porque la gente no los comprende. Así que olé los huevos del Wilcox éste, me dije. Aunque sea también perro inglés. Que cuantos más seamos, cada uno en su registro, más nos reímos, y en la biblioteca de un lector de pata negra tanto montan El asesinato de Rogelio Ackroyd como La montaña mágica, y no hay cómo pasar buenos ratos echando pan a los patos. Comentaba todo esto hace tiempo en Sevilla con mi amigo Juan Eslava Galán, premio Planeta de los de antes -En busca del Unicornio se titulaba aquella bellísima y conmovedora aventura-, y tan amigo mío que hasta lo metí, sin pedirle permiso, de chulo de putas y espadachín a sueldo bajo el nombre de El Galán de la Alameda en la última aventura de Alatriste. Hablaba yo de Wilcox, decía, con Juan Eslava y con Fito Cózar, mi otro compadre de allí -éste sale en el próximo libro, cada cosa a su tiempo- mientras nos tomábamos en Las Teresas, catedral del tapeo, unas manzanillas y un jamón de esos que sientes el éxtasis místico cuando te lo zampas. Y entre manzanilla y manzanilla le comenté a Juan Eslava lo de Wilcox, ya que en las novelas figura él como traductor. Ese inglés, dije, sabe mucho y lo cuenta de puta madre, ¿verdad? Y entonces Juan se rió así como él hace, grandote, socarrón y tranquilo. Lo conozco hace la tira, y al verlo reírse de aquella manera me quedé pensando y luego le dije no puede ser. Cacho cabrón. No me digas que Wilcox eres tú. Lo era. Años atrás se topó con unas notas de una especie de logia templaria que hubo en Jaén, y se le ocurrió que el material era chachi para una novela de acción y misterio con un toque esotérico. El temor a que sus lectores habituales se sintieran decepcionados por una incursión tan clara en el género, lo decidió a inventarse un pseudónimo. Así nació Nicholas Wilcox, de quien Juan reclamó oficialmente el digno papel de traductor. Necesitaba una biografía, naturalmente; de modo que -me imagino la risa y la guasa, porque lo conozco- la fabricó ad hoc. Nacido en colonia británica de África, viajero, aventurero, experto ornitólogo, apasionado de España, etcétera. Había una pega, y es que la colección de libros donde aparecieron los de Wilcox llevaba la foto del autor en la solapa. Así que Juan metió la de su hermano, que tiene más pinta de británico y de aventurero que él de aquí a Lima. Una foto en la que el presunto Wilcox parece que está ante el Nilo o algo parecido, cuando el agua que se ve detrás, en realidad, es una piscina de las Alpujarras. O de por ahí. De anécdotas, imagínense. Miles. Verbigracia, que el año pasado invitaron a Nicholas Wilcox a la Semana negra de Gijón, y como oficialmente estaba viajando por el Amazonas en ese preciso momento, tuvo que ocupar su lugar el humilde traductor, Juan Eslava. O las bromas que te gasta Internet si tecleas las direcciones que encuentra el protagonista de la última novela. O quienes le piden a Juan que traduzca más Wilcox; a lo que él replica que es muy lento traduciendo, que tiene mucho trabajo -ahora está con una novela nueva entre manos, para suerte de sus numerosos lectores y amigos- y que tengan paciencia. O lo mejor de todo: el lector exigente que escribió una extensa carta criticando varios fallos en la traducción que delataban la procedencia inglesa de los textos, y aconsejando más rigor y eficiencia la próxima vez. Carta a la que Juan respondió muy cortésmente, prometiendo esmerarse en lo sucesivo.

Y es que la literatura también consiste en esas cosas: juegos, guiños, libros, lectores y amigos. En lo que a amigos se refiere, yo mismo he guardado silencio sobre el caso Wilcox todos estos años. Omertá siciliana. Lo cuento al fin porque una revista ha dado el cante, y el camarada Wilcox acaba de salir del armario literario. Mejor así. No sea que al final ocurra como en esa novela que siempre le digo a Juan que escriba para rematar la serie Wilcox: un novelista que escribe como traductor de sí mismo, y que como el presunto autor no aparece, es acusado de asesinar a su propio pseudónimo: El extraño caso del traductor asesino.

4 de agosto de 2002