domingo, 29 de diciembre de 2019

El salto del tigre

Estoy en Nueva York, tomando una cerveza en un bar que acabo de convertir en mi favorito: un acogedor antro del Village con una barra en la que a media mañana se alinea una fila de bebedores tempranos con pinta de tipos duros, incluido un guaperas sesentón que se pasa el tiempo mirando en el móvil fotos que le mandan sus novias. El bar tiene pinta de pub irlandés con madera oscura y chimenea, incluida una camarera perfecta para el sitio, simpática, rubia, guapa, grandota y maternal, a la que supongo, porque da el tipo y es el lugar idóneo, diversos tatuajes repartidos de modo estratégico por su abundante anatomía. Cualquier intento de despejar la curiosidad sobre el asunto, dadas las notables dimensiones de la señora, sería agotador a mi edad, y me temo que a la de cualquiera; así que me limito a los cálculos intelectuales distantes mientras estoy en el bar, como digo, trasegando una Heineken después de haberme tomado un Actrón, disfrutando del sitio y de la compañía, y pensando que, aun con todo eso, lo que más me gusta de este bar es el nombre: The Blind Tiger, el tigre ciego. Que es un nombre cojonudo. 

A lo mejor es el efecto combinado del ácido acetilsalicílico con el paracetamol y la cerveza, o la rotunda camarera, o la pinta de los parroquianos alineados hombro con hombro en la barra –una especie de Village People en versión macho–, pero empiezo a reírme por dentro porque el nombre del sitio y la concurrencia me traen a la memoria una de las más sobadas leyendas urbanas de mi juventud hispana: el salto del tigre. Ciego o con buena vista, lo del tigre, desaparecido hace tiempo del habla coloquial, fue un punto recurrente en otra época, cuando las conversaciones entre varones giraban en torno al sexo y su práctica, en aquel tiempo escasa, cuyas heterodoxias se conocían más de oídas que de otra cosa. Alguien llegaba al bar, y mientras daba un sorbo al vermut y pinchaba una aceituna decía, solemne: «Anoche le hice a mi señora –o a quien fuera– el salto del tigre». Y los amigos o compadres lo miraban expectantes, ansiando pormenores. 

Qué tiempos, oigan. Y no precisamente maravillosos. El salto del tigre era como el unicornio: todos hablaban de él pero nadie lo había visto. En esos grises años era el mito sexual por excelencia, la proeza de la que un varón ibérico debía alardear en el bar o el casino. Equivalía, más o menos, al también clásico «tres sin sacarla» que con «a la madre y a la hija» era el triple arsenal de proezas eróticas que todo fantasma imbécil manejaba de boquilla para tirarse pegotes sobre la materia. Técnicamente y sin detallar demasiado, lo del salto del tigre consistía en situarse la parte actuante a una distancia razonable –dos o tres metros como mínimo– de la parte recipiendaria, y tras tomar impulso arrojarse desde esa distancia, para con puntería infalible acertar en plena bisectriz de la dama. «Te voy a hacer el salto del tigre», anunciaba uno, sobrado y seguro de sí. Y la cosa mejoraba, en lo espectacular, si se situaba antes de pie sobre la cómoda, o sobre el armario, para lanzarse desde allí con el poderoso impulso de una fiera, en plan híbrido de Tarzán y Alfredo Landa. Por supuesto, en la posterior narración de la hazaña todas las mujeres objeto del salto quedaban satisfechas y agradecidas, y algunas incluso pedían un bis extra, o varios, antes de la ovación final y vuelta al ruedo. Luego, naturalmente, tres sin sacarla. Y etcétera. 

Por fortuna los tiempos cambiaron hace mucho. Los bocazas de bar son personajes anticuados y ridículos, y la vida íntima ya no se controla desde ministerios, cuarteles, comisarías, púlpitos y confesonarios. El sexo no es ahora algo que el personal suela conocer de oídas, y el salto del tigre, o lo rancio que representa, quedó relegado al baúl de aquella España casposa y gris de la que tanto nos costó salir y a la que algunos –sin distinción de ideologías, cada cual a su estúpida e inquisitorial manera– pretenden hoy devolvernos por otros e indirectos caminos. Si un cretino dice a los amigos «Ayer le hice a Concha el salto del tigre» pueden ocurrir tres cosas: que los oyentes ignoren de qué puñetas les habla, que es lo más probable; que lo miren como si fuera –y en este caso efectivamente es– completamente gilipollas, o que se lo tomen a coña marinera. «¿Y no se te engancharon los huevos en la lámpara del techo?», pueden preguntarle con mucha y natural guasa. Y pensando en todo eso, con una sonrisa interior, sigo suponiendo tatuajes ocultos en la voluminosa y guapa camarera del Blind Tiger mientras le pido otra cerveza y el Actrón empieza a hacer su benéfico efecto. 

29 de diciembre de 2019 

domingo, 22 de diciembre de 2019

Imperioapología y otros disparates

«Con la Ilustración, el extranjerismo y las malsanas doctrinas se infiltraron en nuestra patria»… Esa frase, leída en 1958 en mi libro escolar de Historia de España, figura con palabras casi idénticas en Fracasología, de María Elvira Roca Barea, que acabo de leer con más estupor que indignación. En su anterior libro Imperiofobia y leyenda negra, donde reivindicaba lo mejor de nuestra historia a costa de ocultar estragos y sombras, Roca Barea dedicó una mención poco simpática a las novelas del capitán Alatriste: criticar a la Inquisición le parecía antipatriótico. En su momento no le di importancia, pues novelistas como Pérez Galdós, Baroja y Blasco Ibáñez, de más talla que la mía, hacen innecesario rebatir esa estupidez. Pero en su nuevo libro, furibundo ataque contra la Enciclopedia y la Ilustración española del XVIII, Roca Barea vuelve a darme un pellizquito de monja, esta vez con Hombres buenos: precisamente una novela que escribí sobre el difícil empeño de los ilustrados en España, con el resultado de un siglo XIX infame y un XX trágico. 

Así que, en vista de su insistencia y confiando en que me dé nuevos motivos, voy a ocuparme de Roca Barea; cuyo argumento en ambos libros, aplaudidos por lectores respetables –cada cual es muy dueño, y ahí no me meto– pero sobre todo por una derecha política necesitada de vitaminas para su anemia intelectual, es que nuestros males no provienen de gobernantes ni súbditos, sino de la conjura de otros imperios –judeomasónica, falta decir– que nos tenían envidia cochina. Montesquieu, Voltaire son culpables, y la España de los Austrias fue más moderna que la Francia ilustrada. En su doble, caprichosa y desordenada obra, donde mezcla hechos irrefutables con turbios escamoteos y desvergonzados autoelogios, Roca Barea llama «catetos» a los afrancesados, se chotea de Jovellanos, se pasa por la bisectriz o ignora el pesimismo de Galdós, la trágica dualidad de Goya («Dibuja lo que nunca ha visto»), la triste suerte de Moratín, la mirada de Larra, los juicios a fray Luis de Granada y fray Luis de León, el vitriolo de Quevedo, la melancolía de Cervantes, el Índice de libros prohibidos, el drama de los liberales perseguidos, el proceso Olavide, las universidades que, mientras la Ilustración cambiaba Europa, discutían si el purgatorio era sólido, líquido o gaseoso y forzaban a Jorge Juan, que trajo el cálculo infinitesimal de Newton, a escribir en sus libros: «Esto, que parece probado científicamente, no debe creerse por contrario a la doctrina de la Iglesia»

Y así, todo. Cuando afirma «la resistencia que el desarrollo científico encontró en España fue la misma que en todas partes», Roca Barea niega la tenaza de oligarcas y obispos que nos mantuvo analfabetos y atrasados durante siglos. Y al criticar el «cientifismo» con torpes argumentos («Cristina de Suecia era ilustrada pero insoportable») prescinde de lo escrito por historiadores serios, culpa de la independencia de América a las reformas ilustradas, menosprecia a Las Casas, olvida las revueltas indias aplastadas, sostiene que expulsar a los judíos no fue para tanto, atribuye la decadencia a conspiraciones francesas, inglesas y protestantes, descalifica a los intelectuales españoles, perdona la vida a Ganivet, Unamuno y Ortega, afirma que el problema de España son los autores que no la aplauden, y, lo que ya es el colmo, acusa a Menéndez Pelayo de dar munición al enemigo con su Historia de los heterodoxos españoles. Para rematar con algo inaudito: «España no ha sabido aceptar su posición subsidiaria en el imperio hegemónico que es EE.UU.». 

Si Imperiofobia y Fracasología no fuesen monumento sincero al antieuropeísmo y la vanidad sin complejos de la autora («¿Alguien ha leído despacio a Max Weber?»), podrían atribuirse a mala fe. Para quien conoce las fuentes documentales que utiliza o esconde, su lectura produce vergüenza ajena: ninguna culpa tienen el gobernante corrupto ni el vulgo analfabeto. Los suyos son libros exculpatorios, no para mejorar lo que podríamos ser, sino para justificar lo que somos. Detalle clave es que pase de puntillas por algo fundamental: el Estado español nunca fue capaz de oponer un relato alternativo al de sus enemigos, pero no por causa de éstos, sino por incompetencia y dejación propias. Eso hizo que nuestra imagen exterior la modelasen quienes la autora llama «cotarro intelectual protestante». Y qué triste casualidad: ya no existen Isabel de Inglaterra ni Luis XIV, pero lo mismo ocurre hoy con la imagen de España que el separatismo catalán impone en Europa. Y si lo que podemos oponer a tal desafío es el relato reaccionario, ajeno a la ética y a la historia real, que Roca Barea propone, culpando de nuestro mal no a los españoles sino a Lutero, a Voltaire o a una conspiración de marcianos venidos en platillos volantes, que el Dios imperial y católico que tanto le gusta nos coja confesados. 

22 de diciembre de 2019 

domingo, 15 de diciembre de 2019

El guardián del paraíso

Era un hombre sabio, honrado y bueno. Y además era todo un caballero. Uno de esos seres humanos, raros pero no infrecuentes, que al desaparecer del mundo hacen éste peor, más triste y oscuro. Se llamaba Luis Bardón Mesa, tenía 86 años y era librero anticuario, quizá el más conocido de España y notable entre los mejores y famosos. Además, era mi amigo. Murió hace un par de semanas, yo estaba entre viaje y viaje, y no pude asistir ni a su entierro ni a su funeral. Así que le adeudo esta página. Sobre todo, porque a él debo muchos momentos de felicidad y un enorme reconocimiento. En mi biblioteca hay –mientras tecleo estas líneas lo tengo a la vista– abundantes pruebas de ello. 

Conocí a Luis a finales de 1990, cuando, entre viaje y viaje profesional –todavía era yo entonces un reportero de la tele–, andaba huroneando entre París, Lisboa y Madrid tras libreros y bibliófilos para escribir El Club Dumas, que se publicaría dos años después. Fui a verlo a su hermosa librería de la plaza de las Descalzas Reales de Madrid, en busca de información, y con generosidad y paciencia me ayudó a profundizar, desde un punto de vista profesional, en el mundo fascinante por el que se acabarían moviendo Lucas Corso, Boris Balkan, Liana Taillefer y los demás personajes de la novela. Y si aquel texto pasó con éxito los filtros críticos de bibliófilos y especialistas en medio centenar de países, buena parte de ello se debió a sus conocimientos, anécdotas y consejos. Desde entonces, junto a nombres de libreros anticuarios como Guillermo Blázquez, Porrúa y Berrocal, Luis Bardón formó parte de mi personal mitología bibliófila. Y para mí fue príncipe entre todos ellos, pues en los años siguientes y hasta su muerte nuestra relación se afianzó más allá de la relación librero-cliente, en lazos estrechos de amistad y respeto. 

He dicho más arriba que Luis era un caballero, y no se trata de simple elogio a un amigo muerto. Lo era de verdad. Hijo del fundador de la librería, crecido entre ediciones raras e incunables, tenía la tranquila autoridad, el aplomo elegante de quien conoce su oficio y a sus clientes. Es el único librero anticuario del mundo con el que he discutido –a veces con amistosa dureza–, porque se empeñaba en hacerme, en algunos libros, rebajas que yo consideraba excesivas. «El librero soy yo, y tú el amigo. Así que les pongo el precio que quiero», decía. Y cuando me negaba y me iba, él me los mandaba a casa. Algunos de mis más queridos Cervantes, Quevedos, tratados de náutica, se los debo a él, que siempre me atendió con deferencia y tacto exquisitos. Me ofrecía los mejores ejemplares disponibles y siempre encontraba lo que yo andaba buscando, que me mostraba con orgullo de viejo cazador. El momento culminante de nuestra relación ocurrió en 2004: apasionado de Cervantes, compuso tres maravillosos catálogos de las obras de don Miguel que pasaron por sus manos; y el primero de ellos –con 155 ediciones distintas de El Quijote– lo editó con un prólogo mío. Pero aún me hizo otro honor mayor: «Acabo de conseguir un manuscrito original de Alejandro Dumas –me dijo un día–. Y te lo voy a dar al mismo precio que pagué por él, porque quien debe tenerlo eres tú». Y así lo hizo. 

En los últimos tiempos lo vi con menos frecuencia. Demasiados viajes por mi parte; mientras que él, gastado por la edad y los achaques, seguía yendo cuanto podía, aunque ya de forma intermitente, a la librería, cuya responsabilidad principal había pasado a sus hijas Alicia y Belén –otra hija, Susana, se independizó hace mucho, también como librera anticuaria–. La penúltima vez que entré en su paraíso para bibliófilos de la plaza de las Descalzas lo encontré sentado en el despacho del interior de la tienda, tenaz guardián del sagrario más íntimo de aquel formidable laberinto libresco; consecuente hasta el fin con su vocación, su trabajo, su vida y su leyenda; fiel a sus clientes y a sus amigos, que a menudo fueron, o fuimos, una y otra cosa a la vez: los que aún seguimos vivos y los que lo precedieron en la despedida. Murió, me cuentan sus hijas, con mi última novela a medio leer en su mesita de noche. Supo extinguirse despacio, sereno, como el señor que siempre fue; con la certeza lúcida y melancólica de que también cierta clase de mundo desaparecía con él: un mundo que huele a piel con lomos dorados, a noble papel de hilo resistente al tiempo, a pecios de mil naufragios rescatados y puestos de nuevo a flote por hombres y mujeres como él. Sin Luis Bardón, sin todos ellos, el mundo que viene tendrá lo que sin duda desea y merece: libros de plástico, aún durante cierto tiempo, para acabar en un tiempo sin libros. Y después, que el diablo nos lleve a todos. 

15 de diciembre de 2019 

domingo, 8 de diciembre de 2019

Un selfi en Venecia

Desde hace mucho tiempo, en la cruceta de babor del velero en el que navego llevo la bandera de Venecia. No ondea ahí porque sea bonita, que lo es, sino porque durante dos décadas, por razones familiares, pasé la última semana de cada fin de año en esa ciudad. La conozco bien y algunas veces he hablado de ella en esta página; incluso aparece en mis novelas El pintor de batallas y El puente de los asesinos. Mi relación con Venecia, sin embargo, no es de amor ciego, pues hay muchas cosas de ella que no me gustan. Pero el tiempo, la costumbre y otras razones acabaron convirtiéndola en parte de mi biografía personal y sentimental: recuerdos, sensaciones, imágenes. Ya saben. Momentos de una vida. 

Todo eso me da cierta idea de la ciudad y sus problemas. La visité por primera vez a finales de los años 70 y estuve por última vez hace unos meses, así que conozco las diversas etapas de la degradación sufrida en medio siglo. Y creo que la culpa de su destrucción lenta e inevitable no la tienen sólo las inundaciones, ni la invasión de los millones de turistas que a ella viajamos, ni la corrupción italiana que chupa y dispersa recursos necesarios. Todo eso me parece grave; pero lo peor es que en realidad Venecia ya no pertenece a Italia ni a los venecianos, sino a las corporaciones internacionales, cadenas hoteleras, grandes empresas y fondos de inversión que lo han comprado todo, se llevan los beneficios y practican allí una devastadora política de cuanto más mejor, dándoles igual que el pan que hoy come la ciudad sea hambre para mañana: exprimir la ubre lo más fuerte y rápido posible, y luego, cuando todo sea una simple carcasa vacía, que se vaya a hacer puñetas. 

Por supuesto, nada de eso sería posible sin nuestra complicidad. Sin nuestra estólida facilidad para comprar estupidez y gato por liebre. Desembarcamos por millares de los cruceros que destruyen los pilotes sobre los que se asienta la ciudad, saturamos sin el menor criterio personal sus calles y monumentos, pasamos por sus canales sin mirarlos más que a través de la pantallita del teléfono móvil. Y lo que es peor, sin enterarnos apenas de lo que pisamos y vemos. Sin preocuparnos por su historia y la de quienes la protagonizaron. Las tiendas de recuerdos y de chorradas están llenas, pero a menudo los museos se ven a media bandera y las librerías –las pocas que sobreviven–, desoladoramente vacías. Sólo hay una que siempre está a tope, Acqua Alta, pero porque figura en las guías turísticas como lugar pintoresco. Y cuando vas y te fijas, compruebas que quienes entran no suelen hacerlo para comprar libros, sino para hacerse una foto. 

En los últimos años he adquirido la certeza de que lo que está acabando con la cultura en Europa no es la inmigración ilegal, ni las crisis económicas, sino las fotos: los putos selfis. Las imágenes de las inundaciones de hace unas semanas en Venecia han vuelto a convencerme de ello. Mientras la laguna lo anegaba todo y el barro destruía ese palimpsesto cultural de quince siglos, centenares de gilipollas saturaban las redes sociales con fotos haciendo el gamba, chapoteando felices en los estragos, guiñando un ojo, poniendo morritos y caras para Twitter e Instagram, adoptando posturas divertidas para mandar las imágenes a sus amigos de Tokio, Los Ángeles, Londres o Madrid, metidos hasta media pierna en el agua que arrasaba la ciudad, su cultura y su historia. Pero no sólo eso. Porque tecleando esos días en Internet encontré el colmo de los colmos: una de las páginas más visitadas fue, lo juro por la gorra de Corto Maltés, una guía que aconseja lugares –no los explica, sólo los recomienda– para hacerse selfis. Con acqua alta la ciudad se inunda y su belleza se duplica, dice. Y lo mejor: No dejes de agacharte y colocar la cámara casi sobre el agua. Los reflejos serán todavía más bonitos

Así que, en vista del éxito, y como también yo conozco Venecia y escribo cosas, estoy pensando hacer mi propia guía para que los turistas se hagan fotos con acqua alta, a ver si por fin triunfo. En realidad ya la tengo medio planeada, y el primer párrafo sería éste: 

El mejor selfi lo puedes hacer si metes la cabeza dentro del agua en la plaza de San Marcos y la mantienes allí diez o quince minutos mientras tus amigos te la sujetan, para divertiros mucho todos. O subirte al Campanile y andar hacia atrás sonriéndole a la cámara, a ser posible abrazada a tu novio, y ya verás qué risa mientras caéis. O hacerte un selfi colgado con una mano del puente de Rialto, con las piernas abiertas mientras los ferros de las góndolas que pasan te van dando en los cojones… Grandísimo imbécil. 

8 de diciembre de 2019 

domingo, 1 de diciembre de 2019

Déjennos escribir, idiotas

Vuelven siempre, instalados en su estupidez. Alentados por un coro de oportunistas de ambos sexos que, incapaces de ser ellos mismos, buscan contemporizar para sobrevivir. Vuelven sin irse jamás porque, carentes de brillantez o talento creador, necesitan hacerse visibles con titulares que los justifiquen. Son parásitos que no viven de su trabajo sino de juzgar el de otros. De erigirse en verdugos de textos y costumbres: inquisidores, perdonavidas puritanos, esbirros que toda dictadura de la clase que sea —hay muchas para elegir—, encuentra siempre para hacer, con entusiasmo de conversos, el trabajo sucio. 

Acabo de escuchar a una autodenominada escritora española asegurar que un novelista debe comprometerse con los valores éticos y no escribir lo que pueda interpretarse —ojo al pueda interpretarse— como apología de la violencia, machismo y otros perversos mecanismos. «Hay que exigir responsabilidad a los creadores», afirma, citando como autoridad a una crítica literaria que hace un año metió la gamba hasta el corvejón afirmando que Lolita de Nabokov es una apología de la violación pedófila, y que los escritores deben tener cuidado con lo que escriben. Pero como ya la pusieron en su sitio algunos escritores españoles, llamándola de todo menos inteligente, no voy a detenerme en ella ni en la otra. Lo que importa es subrayar que sigue la murga, y que va a más la cacería de quienes no crean, pintan, componen o escriben cosas al dictado de los nuevos tiempos. 

Porque vamos a ver, mojigatos de pastel. Hablando de contar historias, que es mi oficio y el de otros, hay autores que asumen compromisos éticos, políticos o de lo que sea, y los sostienen con dignidad y consecuencia; como José Saramago, por ejemplo, que fue mi amigo y siempre mantuvo, dentro y fuera de sus novelas, un compromiso moral. Pero ésa no es obligación, sino elección libre. Un novelista puede elegir la postura opuesta, o ninguna: enfocar cada trama y personaje como le dé la gana. ¿Por qué no un protagonista violador o asesino? ¿Por qué renunciar a caracteres inmorales, perversos, viciosos? ¿Acaso somos tan imbéciles como para creer que lo que piensa o hace un personaje de ficción es trasunto del autor? 

Otros inquisidores van más allá. No exigen relatos, sino propaganda de sus ideas. Y si no, que se retiren los libros. Que los quemen y desaparezcan. En unos casos, porque juzgan inconveniente el contenido. En otros, fuera de la obra —que ni siquiera conocen—, porque consideran al autor antipático, inmoral o malvado, y creen que eso invalida una obra. Hace poco, una concejal de Avilés pidió prohibir los libros de Vargas Llosa y los míos porque nos considera «machistas y misóginos» (lo que demuestra que esa criatura no ha leído una novela de Mario ni mía en su puta vida). Pero lo peor no es la gentuza ignorante, sino quienes amedrentados por ella se pliegan a su dictadura. Hace poco, tras un asesinato cometido en Rusia por el historiador Oleg Sokolov —lo conozco y está como una cabra, pero su obra es interesante— hubo libreros que anunciaron públicamente que retiraban sus títulos de los estantes. Hay que ser gilipollas. 

Un autor sólo tiene una responsabilidad: contar bien sus historias para que luego el público apruebe o condene su resultado, no al autor. Imaginen, de ser así, qué sobreviviría en literatura. Curiosamente, basura moral como Sartre, el Neruda admirador de Stalin o gente con la sucia vida privada de Carlos Marx —iconos de la izquierda— escapan siempre de la quema; pero ¿qué pasaría con la Biblia, con ese Yahvé vengativo y hasta criminal? ¿O con Rousseau, pésimo padre y misógino sin complejos? ¿Y con Cèline, D’Annunzio, el Barón Corvo, Curzio Malaparte, Casanova, Ian Fleming, Bukowsky, el Bram Stoker de Drácula o la Emily Bronte de Cumbres borracosas? ¿O con el espantadizo y poco comprometido Stefan Zweig? 

Salvando la distancia con todos esos autores, puedo afirmar que desde hace treinta años escribo novelas, no para mejorar el mundo ni redimir a la Humanidad, sino porque me gusta imaginar historias y contarlas. Lo mismo me manejo con un torturador y asesino que con una buena persona o un perfecto caballero. Lo que busco es limpieza y eficacia narrativas; y según las necesidades de la trama, me reservo el derecho a representar el bien y el mal como crea conveniente. Y a quien no le guste, que lea a Paulo Coelho. Escribo con la libertad que me dan mis lectores. Y no serán una pedorra analfabeta ni un sectario cantamañanas quienes me controlen la tecla. Les aseguro que no. 

1 de diciembre de 2019