La semana pasada, hablándoles de las mafias de la construcción, del trinque municipal y de la pasividad, cuando no complicidad, de la política con el desolador panorama de este patio de monipodio, se me quedó en las teclas del ordenata el asunto del dinero negro, ahora llamado eufemísticamente dinero B. Éste se diferencia del otro, como saben, en que ni se declara, ni paga impuestos, ni nada de nada. Y aunque no tenga ni pajolera idea de economía, cualquiera advierte que buena parte de la alegría mercantil en esta España que parece ir tan bien, como dicen quienes lo dicen, se explica porque hay una masa enorme de dinero negro moviéndose por debajo. Eso, claro, da mucho cuartelillo. También da de comer a la gente, hasta el punto de que al final nadie pregunta de dónde viene, y lo acepta como lo más natural del mundo. Al fulano que vende bemeuves, apartamentos o televisores en color, a sus empleados, a las familias de éstos y a la cajera del súper donde la señora o la suegra o el cuñado hacen la compra, les importa un nabo que el fajo de mortadelos que le ponen sobre el mostrador venga de la especulación urbanística, del atún rojo, de la venta de castañuelas flamencas o del narcotráfico.
Lo malo es cuando todo se vuelve tan natural y público que perdemos la vergüenza. Antes, quienes tenían la suerte de manejar ese tipo de dinero no declarado a Hacienda, abordaban la materia con mucho tacto y con infinitos circunloquios. Pero las cosas han cambiado, la filosofía del pelotazo caló muy hondo en la peña, y nadie se corta un pelo por decir en público que el chalet de cincuenta kilos lo ha comprado con tela B. Incluso se alardea de ello, para marcar distancias con los pobres capullos que van por la vida crucificados ante Hacienda con una perra nómina.
Corríjanme si tienen huevos: en España es casi imposible realizar una actividad económica sin toparse con dinero negro en algún momento de la peripecia. Con la presión fiscal convertida en expolio sistemático del ciudadano honrado, este Estado de mierda ha conseguido que la gente se lo monte a su aire, y al final quienes de verdad pagan el pato son los infelices que carecen de las complicidades oficiales adecuadas o viven de un sueldo controlado por Hacienda. En un país donde el dinero negro se mueve con naturalidad impúdica, desde la princesa altiva a la que pesca en ruin barca, desde el fontanero que pregunta si lo quieres con o sin factura hasta el que te vende el coche o la casa, ocho de cada diez fulanos apuntan una sugerencia más o menos explícita, una puerta abierta a la forma de pago, una facilidad a la hora de encajar la morterada, que te ponen los pelos como escarpias. Lo malo es cuando contestas que no, gracias, que lo tuyo es una nómina y no disfrutas de ese tipo de ingresos, o simplemente que no te interesan modalidades alternativas de pago y lo pagas todo por derecho y con factura. Entonces te toman por un tiñalpa o por un perfecto gilipollas. Es más: conozco a gente que no ha podido adquirir tal o cual cosa –o no ha querido– porque el vendedor exigía que la mayor parte del pago fuese en B. Y no hablo sólo de particulares que manejan bienes propios y hacen de su capa un sayo; a menudo quien plantea el asunto es un proveedor oficial de una gran marca, o el agente de una cadena multinacional. O un funcionario público.
Hay numerosos ejemplos con los que podría ilustrarse todo esto. Entre las bonitas anécdotas personales tengo una de hace años, cuando pretendía comprar una casa, y una propietaria, anciana respetable, collar de perlas y sonrisa encantadora, abuela de nietos que estudiaban carreras adecuadas, me planteó sin rodeos que los dos tercios del pago fuesen, dijo literalmente, «en dinero del otro»; y cuando respondí, cortés, que de eso nada, monada, me miró como si yo fuera un muerto de hambre. O el caso de un conocido que quiso venderme una plaza de garaje mitad y mitad, y cuando lo informé de que en materia de pagos sólo pronuncio la letra A, propuso: «Bueno, pues dámelo en talones pequeños al portador, que ya me arreglaré yo con Hacienda». Lo último fue hace una semana justa. Fui a una tienda famosa y potente a comprar unos electrodomésticos; y a la hora de sacar la tarjeta de crédito, el vendedor, hombre amabilísimo, bajó la voz para decirme en plan compadre: «Si paga con tarjeta tendré que ponérselo todo en la factura...» y luego se me quedó mirando, como sugiriendo tú dirás. Y eso fue lo que más me fastidió. El compadreo.
28 de septiembre de 2003