No había leído completas las memorias de Arthur Koestler. Sólo la primera parte, Flecha en el azul, así como el librito Un testamento español y sus novelas El cero y el infinito y Espartaco. Novelista y ensayista, como saben, Koestler fue miembro del partido comunista y espía de Moscú en la guerra de España. Y como en estos tiempos, gracias a mi amigo Lorenzo Falcó, ando zambullido en aquella época tan bárbara e interesante, decidí zanjar cuentas pendientes con Koestler rematando el relato de su vida. En ésas andaba hace días cuando, ya casi al final, encontré un párrafo que, relacionado con otro libro leído del mismo autor, motiva hoy esta reflexión. Algo que da en qué pensar, y mucho. O, por lo menos, a mí me da.
En Un testamento español, que leí hace años –ahora acaba de reeditarse bajo el título Diálogo con la muerte–, Koestler narra sus penalidades durante la Guerra Civil tras ser apresado por los nacionales. Estuvo a punto de ser fusilado, y esos días de espera lo convirtieron en testigo privilegiado de la vida carcelaria y las implacables ejecuciones de presos, sus compañeros, sacados de sus celdas para llevarlos al paredón. Es un relato de horror, en el que Koestler manifiesta la natural simpatía por sus compañeros de infortunio. Entre esas simpatías incluye la que siente por dos presos a los que llama Byron y El Tísico, éste último «político republicano muy conocido, Byron había sido su secretario. Desde hace tres meses esperan a ser fusilados», e incluso califica a uno de ellos como «hidalgo español». Luego añade: «Me era más difícil dejar a Byron y al tísico que a todos mis amigos y familiares». Y de esa forma logra transmitirnos la sensación de afecto y solidaridad con ellos, la injusticia de su situación y el horror de la suerte que les aguarda.
Pero oigan. Cosas de la vida. Ahora, al leer la última parte de las Memorias de Koestler, pues allí menciona nombres reales, he sabido al fin quiénes eran los infelices republicanos, el político y su secretario, sus amigos de cárcel condenados a muerte por los franquistas. Él mismo revela el nombre del Tísico: «Fue ejecutado tres días después de que me soltaran. Se llamaba García Atadell y había sido líder de un grupo de vigilantes de Madrid». El nombre, debo confesarlo, me saltó a la cara como un disparo. Para ser exacto, como los disparos en la nuca, torturas, robos y violaciones, que el Tísico amigo de Koestler, o sea, Agapito García Atadell, tristemente célebre en los anales de la Guerra Civil, y su secretario Byron –de nombre real Luis Ortuño–, ejecutados tres días después de la puesta en libertad del escritor, habían estado practicando con entusiasmo durante la época en la que García Atadell ejerció como -eufemismo delicioso- «líder de vigilantes en Madrid». Todo eso, claro, no lo cuenta Koestler porque lo ignoraba, pero está en los libros de Historia, que detallan cómo García Atadell creó una organización de terror al frente de la Brigada de Investigación Criminal, también llamada Brigada del Amanecer, que con beneplácito del Gobierno instaló una checa en el Paseo de la Castellana donde se torturó, violó y mató sin control ninguno, tanto a derechistas como a republicanos que no eran de su cuerda. Hizo una fortuna con lo robado a sus víctimas, y cuando con su ayudante Ortuño, en plena guerra pero con el bolsillo lleno, quiso huir al extranjero, fue capturado casi de casualidad por los franquistas. Que, ojo por ojo en este caso, le dieron las suyas y las del pulpo. Garrote vil.
El asunto contiene, a mi juicio, un aspecto educativo. Como escribí alguna vez, en la guerra y postguerra civil cayó gente buena de ambos bandos: españoles honrados que luchaban por sus ideas o se vieron atrapados, a su pesar, en aquel disparate sangriento. Pero cuidado. Allí no todos fueron héroes, ni gente digna. Los 200.000 hombres y mujeres asesinados en ambas retaguardias, no murieron solos. Alguien tuvo que asesinarlos. Y muchos nietos que hoy recuerdan con orgullo o dolor a sus abuelos como luchadores de una u otra causa, ignoran que no todos fueron héroes de trinchera o víctimas inocentes. También hubo carniceros emboscados, ladrones, gentuza miserable como García Atadell y sus infames secuaces. Y políticos que los dejaban actuar. Las leyendas son bonitas, y el afecto filial es comprensible. Pero la realidad tiene su propia lectura. Los españoles tuvimos abuelos admirables en ambos bandos, y también sucios oportunistas y abyectos criminales. Aunque el tiempo, la ignorancia y la simpleza de las redes sociales adornen hoy las cosas de otra manera, hay que tener cuidado con la siempre compleja memoria histórica. Así que ya saben. Mucho ojo con los abuelos.
29 de enero de 2017