domingo, 26 de enero de 2020

Temporal en el puerto

He venido con él detrás, rascándome la popa, y a la altura de las Columbretes creí que me trincaba, pero bien. Eran las tres de la madrugada y las nubes, o más bien el cielo negro como la tinta, se desgarraron un momento iluminando las piedras por el través de babor, con las luces del faro grande –destellos cada 22 segundos– diciéndome mantente lejos, chaval, ni se te ocurra acercarte con este viento y a estas horas; y la milla de mar que mediaba entre ellas y el velero era un hervidero de olas de color negro y plata, precioso para verlo en una película y en fotos pero inquietante con picos de 37 nudos de viento en el anemómetro, trinqueta y dos rizos en la mayor, el mistral aullando en la jarcia y un frío de cojones. 

No llegó a alcanzarme, o no del todo, y le gané por cuatro palmos la carrera de 250 millas, aunque por pasarme de listo con las isobaras a punto estuve de que me agarrara por el pescuezo. Y esta noche, que ya lo tengo encima por fin, me pilla abrigado, sonriente –primera sonrisa en dos días– y en puerto, leyendo en la camareta mientras lo oigo aullar en todo lo suyo, las drizas en los palos de los veleros cercanos campanillean enloquecidas, el barco escora como si todavía estuviese en el mar y las amarras chirrían y crujen como almas en pena. De vez en cuando levanto la vista y miro el anemómetro, que, aunque se trata de un puerto abrigado, llega a superar los 50 nudos, lo que significa temporal duro de fuerza 10. Y cada vez que lo hago siento una enorme congoja, una punzada solidaria de hermano de la costa, por quienes a estas horas, no por placer sino por oficio, se encuentran mar adentro, comiéndose sin pelar esta castaña. Bregando por sus barcos y por sus vidas. 

Y eso, me digo, que los tiempos han cambiado mucho. Que ahora hay tecnología formidable, ropa térmica, equipos de comunicación y salvamento y cosas así. Que hoy un marino navega, salvo los imprevistos naturales del asunto, con una seguridad impensable hace sólo medio siglo, por no decir la de mucho antes. Pero cuando la mar pega fuerte, cuando el viento –que es realmente el malo de la historia– la convierte en una trampa mortal donde no puedes decir paren esto que me bajo, navegar se convierte de nuevo en lo que siempre fue: una prueba continua de coraje, de tenacidad, de pericia marinera, de suerte. Reflexiono sobre eso recordando las viejas fotografías, los relatos de mi tío Antonio y los capitanes amigos de mi padre, las historias leídas sobre temporales y naufragios. Sobre aquellos hombres, marinos de antaño que subían a los palos entre el viento que intentaba arrancarlos de los andariveles y el infierno rugiendo a sus pies, que gritaban su miedo y su coraje aferrando velas con dedos entumecidos de frío, peleando hasta la extenuación. Esos barcos que llegaban a puerto, cuando podían llegar, maltrechos por los golpes de mar, rifadas las velas, cubiertos de sal, con tripulantes exhaustos y capitanes roncos de gritar órdenes y miedo. Esos pescadores que todavía hoy levantan las redes o los palangres mirando encima del hombro hacia el través, por si se aproxima la muerte. 

Una nueva racha, más fuerte que las otras. Hasta 52 nudos marca ahora el anemómetro. Y qué bien se está, pienso, en esta camareta cálida, leyendo mientras esa furia irracional y ciega golpea afuera aunque pasa de largo, sin encogerte el corazón ni obligarte a luchar para seguir vivo. Qué bien se está aquí, por Dios, con una taza de leche caliente y unas gotas de coñac, con un libro que he cogido de la pequeña biblioteca –desde hace 26 años sólo llevo a bordo libros sobre el mar– en busca de una cita concreta que conozco de memoria, pero que ahora necesito leer en las páginas ligeramente moteadas por manchas de humedad después de los muchos años que llevan aquí: El huracán que enloquece las olas, hace naufragar los barcos y arranca los árboles, que derriba murallas y arroja a los pájaros contra el suelo, había encontrado en su camino a este hombre taciturno, y su mayor violencia no había conseguido arrancarle más que unas pocas palabras. Y de ese modo, con un estremecimiento de respeto hacia los que fueron y son marinos de verdad, no como los ilusos que hoy pretendemos serlo, cierro Tifón y lo devuelvo a su estantería junto a los demás libros de Joseph Conrad. Situándolo en su hueco entre Melville, London, Paternain, Forester, Justin Scott, Alexander Kent, O’Brian y los otros. Los que dieron sentido a mi amor por el mar y por los hombres que lo navegan. 

26 de enero de 2020

domingo, 19 de enero de 2020

Mujeres con tacones rotos

Acabo de zamparme una rodaja de bacalao en casa Revuelta y estoy sentado en la terraza del bar Torre del Oro de la Plaza Mayor de Madrid, que es uno de mis apostaderos favoritos, tomándome un vermut con aceitunas mientras leo y contemplo el paisaje y al paisanaje. Es un día de invierno luminoso y frío, de ésos en que se está bien al sol: uno de los momentos mágicos de Madrid que me gustan mucho. A media mañana no hay todavía demasiada gente, y ni siquiera el Spiderman barrigón portugués o la cabra loca multicolor, habituales del sitio, están en su lugar acostumbrado intentando sacarle algo a los turistas. 

De vez en cuando, los camareros del bar, que son viejos amigos y me cuidan, traen una tapita de paella o de callos, invitación de la casa. Dos municipales pasan despacio a caballo, con resonar de cascos sobre el empedrado, viniendo de la calle Mayor en dirección a la plaza de la Provincia; y para verlos pasar levanto la vista del libro que tengo en las manos, Juego de espera, de Michael Powell. De pronto recuerdo que cuando me vaya debo ir a una esquina cercana para comprar un atado de palitos de regaliz a la señora que se sitúa allí por estas fechas, sentada con su bandeja en las rodillas, estampa que siempre me pareció entrañablemente galdosiana. Lo que demuestra, una vez más, que cuando hay referencias adecuadas en tu cabeza, libros y cosas así, lugares y personas cobran sentido y el mundo se ve diferente. 

Estoy en eso, hojeando un libro, mirando la ciudad y feliz de hacerlo, cuando pasan dos mujeres. Parecen extranjeras, pero no podría asegurarlo. Van vestidas adecuadamente para esta hora, ni muy peripuestas ni demasiado cómodas: correctas y como Dios manda. Tal como esperas que vistan dos señoras que caminan por el centro de una ciudad europea a las once de la mañana de un jueves de enero. Una lleva sombrero, y otra, gafas de sol. Esta última calza zapatos de tacón alto, aunque no excesivo. Deben de andar por los cuarenta largos. Caminan, se paran a contemplar la Casa de la Panadería y siguen adelante. Las miro distraído mientras bebo un sorbo de vermut y estoy a punto de volver a mi libro, cuando ocurre algo que justifica el vistazo. Un ligerísimo pero curioso incidente. 

La mujer de las gafas de sol ha metido el tacón de un zapato en una hendidura del empedrado. Y se le rompe. O tal vez ya iba flojo y eso lo remata. El caso es que la veo detenerse, apoyada en su amiga, y mirarse el zapato, contrariada. Comentan entre ellas algo que no alcanzo a escuchar, ríe la amiga, y entonces, en sólo cinco segundos, con una naturalidad asombrosa o que al menos a mí me asombra, sin aspavientos ni visajes, la de las gafas de sol retira el zapato roto, se quita también el otro, y con los dos en la mano sigue su camino, descalza. Y lo que me deja pendiente de ella es justo eso: la manera con que, tras encajar el percance, esa mujer desconocida es capaz de caminar sobre el empedrado de la plaza, que pese al sol invernal estará muy frío, sin perder la compostura. Con una perfecta calma. Y para acentuar mi sorpresa, lo hace moviéndose con una elegancia mayor que cuando caminaba sobre tacones: asentando los pies desnudos con una gracia y firmeza que hacen pensar en una bailarina de ballet cuando abandona el escenario entre los aplausos del público, después de unas maravillosas evoluciones. 

Y es que no es sólo ella, me digo fascinado mientras la veo alejarse. Hay virtudes que no se aprenden ni se enseñan; como mucho, se perfeccionan con educación y talento, cuando se tiene la suerte de poseerlas. Y ellas, en general, las poseen. Algunas, incluso, a pesar suyo. Nada tiene que ver eso con la cultura, el dinero y ni siquiera, en muchos casos, la ropa que visten. Del mismo modo que lo mejor del hombre varón, en su torpeza y grandeza que a veces vienen de la mano, suele aflorar en las circunstancias adecuadas, la mujer, o lo más admirablemente femenino que existe en ella, que nada tiene que ver con tópicos ni clichés idiotas –permítanme suponer que escribo para lectores inteligentes–, se pone de manifiesto de continuo, en las mil situaciones con las que la vida las confronta. En su manera de quitarse con naturalidad los zapatos que esa vida les rompe y caminar descalzas sobre cualquier suelo, por gélido que sea, con semejante aplomo innato; con el desafío tenaz del que sólo ellas son capaces. 

Así que, cuando al fin la pierdo de vista, le doy otro sorbo al vermut y vuelvo a mi libro con una sonrisa admirada en la boca. Hoy he visto caminar a una mujer descalza, pienso. Y lo hacía tranquila, segura de sí. Serena y valiente como una reina. 

19 de enero de 2020 

domingo, 12 de enero de 2020

El hombre junto al que pude morir

Está en casa Paco Custodio, tomando un café. Jubilado hace años, el veterano cámara de TVE sigue igual, aunque con canas en el pelo rizado y el bigote de mosquetero. Llevábamos tiempo sin vernos. Con Márquez, otro de mis compañeros habituales de entonces, a quien dediqué Territorio comanche, tengo más contacto; nos vemos o lo telefoneo a menudo para escuchar su voz de carraca vieja, que tantos recuerdos me suscita. A Paco Custodio, sin embargo, lo he visto menos: tres o cuatro veces desde que dejé la tele. Sin embargo, es parte importante de mi vida. Y casi lo fue de mi muerte. 

La última vez que trabajamos juntos fue durante una larga temporada en Sarajevo, hasta que Paco echó cuentas y dijo aquí palma un periodista cada equis días y ya nos toca, compañero. Así que quisiera cambiar de aires. Eso me dijo una noche a la luz de una vela –habían matado a nuestra amiga Jasmina un par de días antes– y se me quedó mirando. Me pareció bien. Había cumplido como los buenos; más allá del deber, como suele decirse, jugándosela cada día en la calle bajo las bombas para cubrir telediarios. Era un tipo valiente que, como nos pasa a todos tarde o temprano, rondaba el límite. Así que lo dejé irse como el amigo que era; su ayudante Miguel de la Fuente cogió la cámara y todo siguió su curso natural. Siempre agradecí a Paco aquella larga y dura campaña. Su lealtad profesional y su entereza. Y mi afecto por él se mantuvo intacto. 

El origen de ese afecto, sin embargo, era anterior a Sarajevo. Lo que nos unió para siempre, aunque nos hayamos visto poco en estos veintiséis años, ocurrió en Mozambique en 1990, haciendo un reportaje sobre la guerra civil que se emitió con el título de El expreso de Beira. Fue un viaje sucio y difícil, agotador, con largas marchas por la selva, mosquitos asesinos, el río Shire cruzado en piraguas entre cocodrilos y cosas así. Nos escoltaba media docena de guerrilleros jovencitos; y una noche, cerca de Gorongosa o más bien en mitad de la nada, descansando en la choza de un campamento donde había otros guerrilleros, oímos claramente –hablaban en portugués– al jefe local, un tipo abyecto que estaba borracho como un cerdo, planificar con el jefe de la escolta –lo llamábamos comandante Fernando– nuestro asesinato para quedarse con nuestros relojes, nuestras botas, nuestra cámara y nuestro dinero. Lo haremos por la mañana, decía, cuando abandonen el campamento. Y diremos que los mató el ejército en una emboscada. 

No fue una noche agradable, como pueden suponer. Imaginen la espera. El tercer miembro del equipo, un joven ayudante de sonido que estaba en su primer reportaje, enloqueció de terror, quería salir y suplicar que no nos mataran; así que tuvimos que taparle la boca, y le puse mi navaja en el cuello mientras le susurraba al oído que si gritaba alertándolos, quien le cortaba la garganta era yo. No fue mi noche más tierna ni amable, lo confieso. Paco, por su parte, se comportó con una calma y una resignación profesional extraordinarias. En voz baja discutimos planes para escapar, pero estábamos en una selva desconocida y nuestras posibilidades eran mínimas. Así que resolvimos jugárnosla por la mañana. Al menor indicio de peligro, acordamos, nos liamos a hostias, intentamos quitarles un Kalashnikov, corremos a la selva y que salga el sol por Antequera.

Salimos al amanecer. Antes, Paco y yo nos dimos un fuerte abrazo. Yo dije: «Siento haberos metido en esto» y él respondió muy sereno: «Haremos lo que podamos». Pusimos al ayudante en medio y emprendimos la marcha, tensos, pendientes de cada movimiento de nuestros escoltas. Pero caminábamos y nada ocurría. Se les veía muy relajados, a lo suyo. Entonces me acerqué al comandante Fernando. «¿Tudo bem, comandante?», le pregunté, cauto. Me miró con una amplia sonrisa y puso una mano en mi hombro, tranquilizador. «Tudo bem, amigo», respondió. Entonces comprendí que sólo le había estado siguiendo la corriente al jefe borracho del campamento. Y seguimos caminando. 

Así que ahora, en casa, contemplo el bigotazo de Paco, su cara honrada de buena persona, mientras me cuenta su vida de jubilata, los viajes que hace en caravana y esa clase de cosas. Y casi no lo escucho, porque en realidad estoy recordándolo a oscuras en aquella choza de Mozambique, sereno pese a la situación, abrazándose luego conmigo en la luz sucia del amanecer que nos hizo temblar, y no de frío. Así que, de pronto, lo interrumpo diciendo: «Tudo bem». Y él se detiene, me mira con una gran sonrisa, asiente con la cabeza y responde: «Tudo bem, amigo».

12 de enero de 2020 

domingo, 5 de enero de 2020

La trinchera de un amigo

Aunque lo parezca por el título, hoy no les hablo de guerras ni combates, sino de gabardinas. Todo arranca de un artículo que publiqué hace un año, donde comentaba haber intentado durante mucho tiempo, sin éxito, conseguir una buena gabardina como la que tuve en mi juventud, de ésas largas y protectoras que llegaban casi hasta los tobillos: una prenda clásica hecha para soportar el mal tiempo y no mojarse cuando llueve. Peregriné por tiendas diversas, incluidas las de marcas clásicas conocidas, pero no hubo manera. Todo eran modelitos de temporada tipo tres cuartos, un palmo por encima de las rodillas; y encima, de colores. Una gabardina corta, le dije exasperado a un vendedor, además de ser una mariconada es un oxímoron. Así que tal andaba yo, con mi frustración a cuestas, y escribí el artículo como tantos otros: no para cambiar la realidad, que es lo que es, sino para desahogarme. 

Hace un mes estaba firmando novelas en la librería Arenas de La Coruña (pongo La Coruña porque lo escribo en castellano, del mismo modo que cuando lo haga en gallego escribiré A Coruña), cuando entre la fila se adelantó un señor bastante mayor –luego supe que tenía 89 años– que caminaba con dificultad, apoyado en un bastón y en compañía de su hija. Traía una bolsa en una mano, y para mi sorpresa me la entregó. «Es una gabardina de las de antes –dijo él con extrema cortesía–. De las que usted buscaba. La tengo desde hace muchísimo tiempo, está casi nueva, y me gustaría que la aceptase». Aquello me dejó sin habla. Abrí la bolsa y en efecto: allí dentro, cuidadosamente doblada, había una Burberry’s clásica con cinturón y dos filas de botones, de las antaño llamadas trincheras. Una prenda soberbia de color caqui, larga hasta muy por debajo de las rodillas, de toda la vida. De las que ya ni se hacen ni se encuentran. Una gabardina de verdad. 

Conmovido, incapaz de decir nada a la altura de aquella enormidad, abracé al anciano caballero. «Es fiel lector suyo desde hace treinta años –me dijo la hija–. Y se ha empeñado en que su gabardina la tenga usted». El padre me miraba con mucha fijeza, intensamente, sin despegar ya los labios, y no supe hacer otra cosa que darle ese abrazo fuerte, intentando transmitirle mi emoción y agradecimiento. Entonces, tal vez porque esa gabardina le traía especiales recuerdos, o por cualquier otra cosa que nunca sabré, aquel viejo amigo al que acababa de conocer –he dicho muchas veces que todo lector es un amigo– pareció emocionarse a su vez. Al abrazarnos, noté que sus ojos cansados se humedecían. Y de ese modo, con los ojos enrojecidos, encorvado, apoyado en el bastón y en su hija, volvió la espalda con sencillez y se alejó despacio, en silencio, sin decir nada más. Ni su nombre me dijo. Se marchó, y eso fue todo. 

Volví con la gabardina en el equipaje y la colgué con orgullo en mi armario: clásica, impecable, perfecta. Una trinchera con todas las de la ley; palabra ésa, trinchera, que hoy se ha olvidado pero que los mayores recordarán, llamada así porque en la Primera Guerra Mundial era la única prenda civil que a los oficiales británicos se les permitía usar con el uniforme: la que se manchó de barro en Ypres, el Somme y el Marne, y fue popularizada más tarde por el cine negro norteamericano; por esos detectives encarnados por Robert Mitchum, Humphrey Bogart, Stirling Hayden y tantos otros actores que la vistieron bajo el frío y la lluvia. La misma que usaba mi padre con aquellos sombreros de gabardina que tampoco se fabrican ya. Una trinchera clásica, en efecto, de toda la vida. 

Hace unos días conseguí al fin, y no fue fácil, el nombre y el teléfono del anciano caballero. Se llama Manuel Souto Candal, y ayer llamé por teléfono para contarles a él y a su hija que usé por primera vez su gabardina hace unos días. Llovía a cántaros, y salí a dar un paseo por el campo con mis perros. Caía agua con saña bíblica, y la sentía golpear sobre mis hombros y resbalar a lo largo de los faldones, que me cubrían hasta casi los tobillos. No necesité paraguas. No penetró ni una gota. Lo juro. La prenda que semanas antes me regaló don Manuel me protegía perfectamente; y en su interior cálido, suave, confortable, me sentí bien abrigado del mal tiempo. Olía la tierra húmeda entre las retamas goteantes que mojaban los bajos de la gabardina, oía ladrar a Sherlock y Rumba –protestando, pues a los malditos cabroncetes no les gusta mojarse–, miraba el paisaje velado por la cortina gris de la lluvia y pensaba, con una sonrisa agradecida, que pocas cosas abrigan tanto como la amistad de los seres nobles. 

5 de enero de 2020