He venido con él detrás, rascándome la popa, y a la altura de las Columbretes creí que me trincaba, pero bien. Eran las tres de la madrugada y las nubes, o más bien el cielo negro como la tinta, se desgarraron un momento iluminando las piedras por el través de babor, con las luces del faro grande –destellos cada 22 segundos– diciéndome mantente lejos, chaval, ni se te ocurra acercarte con este viento y a estas horas; y la milla de mar que mediaba entre ellas y el velero era un hervidero de olas de color negro y plata, precioso para verlo en una película y en fotos pero inquietante con picos de 37 nudos de viento en el anemómetro, trinqueta y dos rizos en la mayor, el mistral aullando en la jarcia y un frío de cojones.
No llegó a alcanzarme, o no del todo, y le gané por cuatro palmos la carrera de 250 millas, aunque por pasarme de listo con las isobaras a punto estuve de que me agarrara por el pescuezo. Y esta noche, que ya lo tengo encima por fin, me pilla abrigado, sonriente –primera sonrisa en dos días– y en puerto, leyendo en la camareta mientras lo oigo aullar en todo lo suyo, las drizas en los palos de los veleros cercanos campanillean enloquecidas, el barco escora como si todavía estuviese en el mar y las amarras chirrían y crujen como almas en pena. De vez en cuando levanto la vista y miro el anemómetro, que, aunque se trata de un puerto abrigado, llega a superar los 50 nudos, lo que significa temporal duro de fuerza 10. Y cada vez que lo hago siento una enorme congoja, una punzada solidaria de hermano de la costa, por quienes a estas horas, no por placer sino por oficio, se encuentran mar adentro, comiéndose sin pelar esta castaña. Bregando por sus barcos y por sus vidas.
Y eso, me digo, que los tiempos han cambiado mucho. Que ahora hay tecnología formidable, ropa térmica, equipos de comunicación y salvamento y cosas así. Que hoy un marino navega, salvo los imprevistos naturales del asunto, con una seguridad impensable hace sólo medio siglo, por no decir la de mucho antes. Pero cuando la mar pega fuerte, cuando el viento –que es realmente el malo de la historia– la convierte en una trampa mortal donde no puedes decir paren esto que me bajo, navegar se convierte de nuevo en lo que siempre fue: una prueba continua de coraje, de tenacidad, de pericia marinera, de suerte. Reflexiono sobre eso recordando las viejas fotografías, los relatos de mi tío Antonio y los capitanes amigos de mi padre, las historias leídas sobre temporales y naufragios. Sobre aquellos hombres, marinos de antaño que subían a los palos entre el viento que intentaba arrancarlos de los andariveles y el infierno rugiendo a sus pies, que gritaban su miedo y su coraje aferrando velas con dedos entumecidos de frío, peleando hasta la extenuación. Esos barcos que llegaban a puerto, cuando podían llegar, maltrechos por los golpes de mar, rifadas las velas, cubiertos de sal, con tripulantes exhaustos y capitanes roncos de gritar órdenes y miedo. Esos pescadores que todavía hoy levantan las redes o los palangres mirando encima del hombro hacia el través, por si se aproxima la muerte.
Una nueva racha, más fuerte que las otras. Hasta 52 nudos marca ahora el anemómetro. Y qué bien se está, pienso, en esta camareta cálida, leyendo mientras esa furia irracional y ciega golpea afuera aunque pasa de largo, sin encogerte el corazón ni obligarte a luchar para seguir vivo. Qué bien se está aquí, por Dios, con una taza de leche caliente y unas gotas de coñac, con un libro que he cogido de la pequeña biblioteca –desde hace 26 años sólo llevo a bordo libros sobre el mar– en busca de una cita concreta que conozco de memoria, pero que ahora necesito leer en las páginas ligeramente moteadas por manchas de humedad después de los muchos años que llevan aquí: El huracán que enloquece las olas, hace naufragar los barcos y arranca los árboles, que derriba murallas y arroja a los pájaros contra el suelo, había encontrado en su camino a este hombre taciturno, y su mayor violencia no había conseguido arrancarle más que unas pocas palabras. Y de ese modo, con un estremecimiento de respeto hacia los que fueron y son marinos de verdad, no como los ilusos que hoy pretendemos serlo, cierro Tifón y lo devuelvo a su estantería junto a los demás libros de Joseph Conrad. Situándolo en su hueco entre Melville, London, Paternain, Forester, Justin Scott, Alexander Kent, O’Brian y los otros. Los que dieron sentido a mi amor por el mar y por los hombres que lo navegan.
26 de enero de 2020