No suelo comentar las cartas de los lectores. Creo haber dicho alguna vez que, si uno se reserva el derecho de disparar contra cuanto se le tercia, también el prójimo debe ejercer la facultad de mentarle a uno sus muertos más frescos. Son las reglas del juego, y de nada valdría apuntar que éste o aquel lector no han entendido lo que pretendía decir, entre otras cosas porque, salvo en casos de auténtico encefalograma plano, lo que el arriba firmante teclea cada domingo lo puede entender todo cristo. Otra cosa es que estemos o no de acuerdo; pero si el suprascrito -o sea, yo- pretendiera estar de acuerdo con todos ustedes, o conseguir ese acuerdo convenciéndolos de algo, me dedicaría a sonreirles todo el rato con la cara que pone, por ejemplo, mi admirado Javier Solana. Que por cierto ahí sigue, emboscado y sin hacer olas, de secretario general de la OTAN, con un par de huevos. Pero yo no tengo la cara de Javier Solana, y ese tipo de sonrisa se me da fatal. Me salen patas de gallo.
Toda esta introducción, o proemio, viene al hilo de unas cartas. Una, que sólo cito de pasada, merece el acuse de recibo porque, escrita en gallego -con faltas de ortografía, rapaz, lo siento-, rubrica en letras mayúsculas, en lugar de firma, que nosotros los fascistas somos los terroristas. Revelación y plural que me han hecho caer del caballo y ver la luz, hasta el punto de que, de no ser porque El Semanal suprimió hace unos meses los títulos de sus secciones de opinión, en vez de A sangre fría rebautizaría ésta A fascio frío. De cualquier modo tomo nota, y la próxima vez que viaje a las colonias a ejercer la represión centralista dando una conferencia o presentando un libro, lo haré con mucho más remordimiento de conciencia.
En cuanto a las otras cartas, en las dos últimas semanas he recibido varios kilos lamentando el escaso aprecio que hago de la vida humana, que es sagrada, inalienable, intocable y respetable. Y, bueno. Consignado lo dejo, para que conste. Pero, ¿saben?, durante mucho tiempo anduve por sitios donde la vida humana, con todo su golpe de sagrada, necesaria y trascendente, importaba literalmente un carajo. Y no sé; cuando se ha ido, por ejemplo, cada día durante meses a la morgue de Sarajevo durante los bombardeos serbios, a fin de darles a ustedes la oportunidad de hacer zapping entre Lo Que Necesitas Es Saber Dónde y el Telediario, pues en fin. Eso de que somos tal, y somos cual, y somos tan importantes y trascendentes no se ve tan claro como a este lado de la barrera. Una vez -5 de abril de 1977-, estuve en una colina de un lugar llamado Tessenei donde había, así, a ojo, doscientos o trescientos muertos en diversas posturas y estados; y hasta horas antes algunos de ellos habían sido amigos míos. No sé si todos ustedes han visto doscientos o trescientos muertos juntos; pero les aseguro que, bueno. Después llegas a Madrid y ves a un fulano sacando pecho con el Bemeuve, y la rubia que pisa fuerte, y el del teléfono móvil ordenándole a su agente de San Francisco comprar acciones de la Gil Company, o a mi amiga Catalina que vive en las montañas diciendo que toda vida es sagrada, y claro. Te descojonas de risa.
Ignoro el número de Hitlercitos en potencia de quienes la Humanidad se salva gracias al índice anual de abortos en el mundo. No sé cómo se aplica el porcentaje de hijos de puta y de personas decentes a los índices de natalidad; si vamos al cincuenta y el cincuenta por ciento, el diez y el noventa, o lo que diablos sea. Lo único que sé, fijo, es que el azar tiene muy mala leche y muchas ganas de broma, que la existencia del género humano tiene de sagrado lo que yo de vocación budista, y que ayer un amigo mío mató a su perro. Que después de trece años juntos, hecho polvo e inválido de las patas traseras, le cogió la cabeza entre las manos, y el viejo labrador estuvo moviendo el rabo y mirándolo a los ojos hasta el final, llevándose su cara, su sonrisa y sus cinco litros de lágrimas como última imagen de esta vida. ¿y saben lo que les digo?... Podría desaparecer la Humanidad entera. Podrían diezmarnos las catástrofes y las guerras y caer chuzos de punta e irnos todos a tomar por saco, y el planeta Tierra no perdería gran cosa. Al contrario: ganaría en armonía natural y en alivio. Pero cada vez que desaparece un animal silencioso, bueno y leal como era el perro de mi amigo, este mundo de mierda resulta menos generoso, menos habitable y menos noble.
29 de septiembre de 1996
Toda esta introducción, o proemio, viene al hilo de unas cartas. Una, que sólo cito de pasada, merece el acuse de recibo porque, escrita en gallego -con faltas de ortografía, rapaz, lo siento-, rubrica en letras mayúsculas, en lugar de firma, que nosotros los fascistas somos los terroristas. Revelación y plural que me han hecho caer del caballo y ver la luz, hasta el punto de que, de no ser porque El Semanal suprimió hace unos meses los títulos de sus secciones de opinión, en vez de A sangre fría rebautizaría ésta A fascio frío. De cualquier modo tomo nota, y la próxima vez que viaje a las colonias a ejercer la represión centralista dando una conferencia o presentando un libro, lo haré con mucho más remordimiento de conciencia.
En cuanto a las otras cartas, en las dos últimas semanas he recibido varios kilos lamentando el escaso aprecio que hago de la vida humana, que es sagrada, inalienable, intocable y respetable. Y, bueno. Consignado lo dejo, para que conste. Pero, ¿saben?, durante mucho tiempo anduve por sitios donde la vida humana, con todo su golpe de sagrada, necesaria y trascendente, importaba literalmente un carajo. Y no sé; cuando se ha ido, por ejemplo, cada día durante meses a la morgue de Sarajevo durante los bombardeos serbios, a fin de darles a ustedes la oportunidad de hacer zapping entre Lo Que Necesitas Es Saber Dónde y el Telediario, pues en fin. Eso de que somos tal, y somos cual, y somos tan importantes y trascendentes no se ve tan claro como a este lado de la barrera. Una vez -5 de abril de 1977-, estuve en una colina de un lugar llamado Tessenei donde había, así, a ojo, doscientos o trescientos muertos en diversas posturas y estados; y hasta horas antes algunos de ellos habían sido amigos míos. No sé si todos ustedes han visto doscientos o trescientos muertos juntos; pero les aseguro que, bueno. Después llegas a Madrid y ves a un fulano sacando pecho con el Bemeuve, y la rubia que pisa fuerte, y el del teléfono móvil ordenándole a su agente de San Francisco comprar acciones de la Gil Company, o a mi amiga Catalina que vive en las montañas diciendo que toda vida es sagrada, y claro. Te descojonas de risa.
Ignoro el número de Hitlercitos en potencia de quienes la Humanidad se salva gracias al índice anual de abortos en el mundo. No sé cómo se aplica el porcentaje de hijos de puta y de personas decentes a los índices de natalidad; si vamos al cincuenta y el cincuenta por ciento, el diez y el noventa, o lo que diablos sea. Lo único que sé, fijo, es que el azar tiene muy mala leche y muchas ganas de broma, que la existencia del género humano tiene de sagrado lo que yo de vocación budista, y que ayer un amigo mío mató a su perro. Que después de trece años juntos, hecho polvo e inválido de las patas traseras, le cogió la cabeza entre las manos, y el viejo labrador estuvo moviendo el rabo y mirándolo a los ojos hasta el final, llevándose su cara, su sonrisa y sus cinco litros de lágrimas como última imagen de esta vida. ¿y saben lo que les digo?... Podría desaparecer la Humanidad entera. Podrían diezmarnos las catástrofes y las guerras y caer chuzos de punta e irnos todos a tomar por saco, y el planeta Tierra no perdería gran cosa. Al contrario: ganaría en armonía natural y en alivio. Pero cada vez que desaparece un animal silencioso, bueno y leal como era el perro de mi amigo, este mundo de mierda resulta menos generoso, menos habitable y menos noble.
29 de septiembre de 1996