Además de gallego, guapo y más buena gente que el pan bendito, Manuel Rivas es un fulano que domina el arte de juntar letras con una precisión y una belleza asombrosas. Estos días pasados, su libro de relatos "¿Qué me quieres, amor?" me acompañó durante un par de húmedas singladuras mediterráneas con su dureza, su soledad, su humor y su ternura infinitas (en esas páginas me refugiaba, como consuelo, cuando me quedaba ronco de jurar en arameo en la dirección aproximada del horizonte donde, según el compás de a bordo, debía encontrarse tierra firme, y en ella el servicio de predicción meteorológica de Telefónica, Teletiempo, que sigue funcionando con la precisión de una casa de putas). Y lo que son las coincidencias: apenas eché pie a tierra y abrí el primer periódico, encontré una columna de Manuel Rivas en un diario nacional. Bueno, nacional o como diablos se diga ahora. Un diario de aquí. O sea. Español, me atrevería a decir. Supongo.
Pero a lo que iba. En su columna, Rivas se choteaba del programa electoral del candidato a la presidencia gringa Bob Dole -«Dios, familia, honor, deber, patria»- y remataba la cosa con un par de reflexiones sobre el In God we trust que viene escrito en los dólares, y sobre el hecho de que aquel sea el único país del mundo que en su pasta, dinero o jurdós, invoca a Dios. Pero lo que me encantó del asunto fue el modo con que Rivas enriquecía el programa del amigo Dole, añadiéndole un ingrediente más a la macedonia: «Dios, familia, honor, deber, patria... ¡y una de calamares!».
Manuel Rivas es gallego, del finibusterre según se va al fondo a mano izquierda, y sabe mucho, por memoria y por genes, de nieblas, de sueños, y de que le den mucho a uno por el saco precisamente con el pretexto de Dios, de la familia, del honor, del deber y de la patria. El arriba firmante -o sea, yo- pasó veintiún años de su vida trabajando en sitios donde la gente solía llevar escopeta y, además, siempre tenían a Dios y el resto de la parafernalia en mitad de la boca. Una vez, de jovencito, entré en un sitio del que ya nadie se acuerda pero que entonces se llamaba Taal Zaatar, con unos prójimos que llevaban sagrados corazones y estampas de la Virgen pegadas en las culatas de los Kalashnikov, y me puse ciego a hacer afotos de mujeres muertas con sus niños en el suelo. Afotos con las que, por cierto, gané una pasta, y luego Paco Cercadillo, que era mi redactor-jefe, publicó en primera página del diario Pueblo. Después, docenas de veces, cambiaron las estampas de las culatas, y los matarifes junto a los que me gané el jornal llevaban cintas verdes del Islam, rosarios benditos por el archipámpano de Managua o de Buenos Aires, cruces ortodoxas del patriarca serbio, dispensas del Dalai Lama, bulas del Gran Mufti o de la madre que lo parió. A veces estuve con los verdugos y otras con los que corrían con el gasto; y a menudo los vi intercambiar papeles con las mismas letanías, alabado sea el Santísimo o Al-lah Ajbar, sin caérseles de la boca. Así que conozco bien la copla. Resulta asombrosa la cantidad de hijos de puta que dicen tener a Dios de su parte.
Pero eso no ocurre sólo en el terreno del pumba-pumba. También en sitios de menos chundarata los proceres ilustres y los salvadores de la patria, del honor, de la familia o de lo que sea, se bordan a Dios en la bandera, en la camiseta y donde haga falta, llenándose la boca con toda esa palabrería hueca, con toda esa mierda infame en la que ellos mismos transforman conceptos que, en otro tiempo, buenas y crédulas gentes dieron por buenos hasta el punto de trabajar, rezar, luchar y morir por ellos. Lo turbio del asunto no reside en esos conceptos, que siguen siendo válidos y necesarios; sino en el uso bastardo que de ellos se ha hecho siempre hasta convertirlos en moneda electoral, en trampa para atrapar a la gente de buena fe. Esa fe que, como si de un símbolo se tratara, por perder ha perdido hasta el acento en la e que le ponían nuestros mayores -cada vez que acentúo fé hay algún corrector que elimina la tilde- y que ahora, de tanto abusar de ella y andar en manos de academias y de gentuza -palabras que no siempre son sinónimos-, ha llegado a perder, como tantas otras, el sentido decoroso, legítimo, que quizá tuvo una vez. Por eso, cuando a estas alturas le vienen con la consabida murga, la generación de Manuel Rivas grita: ¡Y una de calamares! Y es que nos han jodido mayo, con tantas flores.
8 de septiembre de 1996
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Pero a lo que iba. En su columna, Rivas se choteaba del programa electoral del candidato a la presidencia gringa Bob Dole -«Dios, familia, honor, deber, patria»- y remataba la cosa con un par de reflexiones sobre el In God we trust que viene escrito en los dólares, y sobre el hecho de que aquel sea el único país del mundo que en su pasta, dinero o jurdós, invoca a Dios. Pero lo que me encantó del asunto fue el modo con que Rivas enriquecía el programa del amigo Dole, añadiéndole un ingrediente más a la macedonia: «Dios, familia, honor, deber, patria... ¡y una de calamares!».
Manuel Rivas es gallego, del finibusterre según se va al fondo a mano izquierda, y sabe mucho, por memoria y por genes, de nieblas, de sueños, y de que le den mucho a uno por el saco precisamente con el pretexto de Dios, de la familia, del honor, del deber y de la patria. El arriba firmante -o sea, yo- pasó veintiún años de su vida trabajando en sitios donde la gente solía llevar escopeta y, además, siempre tenían a Dios y el resto de la parafernalia en mitad de la boca. Una vez, de jovencito, entré en un sitio del que ya nadie se acuerda pero que entonces se llamaba Taal Zaatar, con unos prójimos que llevaban sagrados corazones y estampas de la Virgen pegadas en las culatas de los Kalashnikov, y me puse ciego a hacer afotos de mujeres muertas con sus niños en el suelo. Afotos con las que, por cierto, gané una pasta, y luego Paco Cercadillo, que era mi redactor-jefe, publicó en primera página del diario Pueblo. Después, docenas de veces, cambiaron las estampas de las culatas, y los matarifes junto a los que me gané el jornal llevaban cintas verdes del Islam, rosarios benditos por el archipámpano de Managua o de Buenos Aires, cruces ortodoxas del patriarca serbio, dispensas del Dalai Lama, bulas del Gran Mufti o de la madre que lo parió. A veces estuve con los verdugos y otras con los que corrían con el gasto; y a menudo los vi intercambiar papeles con las mismas letanías, alabado sea el Santísimo o Al-lah Ajbar, sin caérseles de la boca. Así que conozco bien la copla. Resulta asombrosa la cantidad de hijos de puta que dicen tener a Dios de su parte.
Pero eso no ocurre sólo en el terreno del pumba-pumba. También en sitios de menos chundarata los proceres ilustres y los salvadores de la patria, del honor, de la familia o de lo que sea, se bordan a Dios en la bandera, en la camiseta y donde haga falta, llenándose la boca con toda esa palabrería hueca, con toda esa mierda infame en la que ellos mismos transforman conceptos que, en otro tiempo, buenas y crédulas gentes dieron por buenos hasta el punto de trabajar, rezar, luchar y morir por ellos. Lo turbio del asunto no reside en esos conceptos, que siguen siendo válidos y necesarios; sino en el uso bastardo que de ellos se ha hecho siempre hasta convertirlos en moneda electoral, en trampa para atrapar a la gente de buena fe. Esa fe que, como si de un símbolo se tratara, por perder ha perdido hasta el acento en la e que le ponían nuestros mayores -cada vez que acentúo fé hay algún corrector que elimina la tilde- y que ahora, de tanto abusar de ella y andar en manos de academias y de gentuza -palabras que no siempre son sinónimos-, ha llegado a perder, como tantas otras, el sentido decoroso, legítimo, que quizá tuvo una vez. Por eso, cuando a estas alturas le vienen con la consabida murga, la generación de Manuel Rivas grita: ¡Y una de calamares! Y es que nos han jodido mayo, con tantas flores.
8 de septiembre de 1996
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