domingo, 29 de abril de 2018

Cantina Salón Madrid

En cierta ocasión dijo mi padre que lo malo de vivir demasiado tiempo es que hay muchas cosas amadas que acabas viendo desaparecer. En su momento me pareció una frase entre muchas, pero con los años he comprobado su exactitud. Cuando eres niño o jovencito todo parece inmutable, eterno. Crees firmemente –de no ser así, a esa edad la incertidumbre sería insoportable– que el mundo que conoces se mantendrá siempre con idéntico aspecto y poblado por las mismas personas. Que en el mapa de tu vida existirán siempre las mismas referencias. 

Sin embargo, el tiempo demuestra que no ocurre de ese modo, pues toda vida –esto ya no lo dijo mi padre, sino que lo escribió Scott Fitzgerald– es también un proceso de demolición. Los años implican lucidez y evolución hacia lugares interesantes, pero incluyen estragos y destrucciones en el paisaje y en uno mismo. Las inocencias se atenúan, numerosas palabras que antes eran decisivas empiezan a escribirse con letra minúscula, y personas que tuvieron peso extraordinario en tu vida se alejan, o cambian como también tú lo haces, o sencillamente mueren. 

Para los que hemos conocido una existencia más bien nómada, los lugares son importantes. Fijan las coordenadas que durante mucho tiempo nos dieron anclajes o ilusión de estabilidad. En la vida que llevé, y que en cierto modo todavía llevo, ciudades, hoteles, restaurantes, librerías, así como a menudo personas relacionadas con ellos, tuvieron siempre una importancia decisiva. Fueron, incluso, trasunto del hogar que en esos momentos no tenía, hasta el punto de convertirse ellos mismos en hogar confortable. Por eso son tan frecuentes, en mis novelas o artículos, referencias de esa clase: sitios y personajes, unas veces transformados en literatura y otras contados tal como fueron, o todavía son. 

Considerada desde ese punto de vista, la lista de bajas en una memoria de esa clase supone un ejercicio de melancolía. Ni siquiera el hábito de ver destruirse cosas de forma violenta, derrumbarse mundos enteros en guerras y catástrofes, que ayuda mucho, endurece lo suficiente. Vacuna, quizá, frente a la sorpresa y permite mirarlo con lucidez más o menos serena; pero el dolor de la pérdida, o las continuas pérdidas, sigue siendo intenso. Pasear por la rue Saint André des Arts de París y comprobar que todas las librerías de viejo donde entrabas con veinte años y avidez de cazador han desaparecido, puede ser tan doloroso como comprobar que ya no volverás nunca a comer o cenar en tu vieja Munich de Buenos Aires, o que la punta de la Aduana de Venecia, que de noche era el lugar más solitario y bello del mundo, sea un infierno japonés desde que abrieron un museo justo al lado. 

Es lo que hay, y no queda sino aceptarlo. Asumir sentirse a veces, o a menudo, como el príncipe Salina paseando por Palermo al final de El Gatopardo. Todos nosotros, lugares y personas, llegamos y nos vamos. Cedemos espacio a quienes empiezan un camino que ya no es el nuestro. 

Pensaba en eso no hace mucho en México capital –que ya tampoco se llama Deefe–, sentado por última vez en la Cantina Salón Madrid. Durante toda mi vida mexicana, larga de treinta años, ese modesto bar de la plaza de Santo Domingo fue allí mi lugar favorito: una cantina clásica, barata hasta lo cutre, con parroquianos bigotudos y peligrosos, asientos acuchillados a navajazos, una rockola donde escuchaba a José Alfredo, Vicente Fernández y los Tigres del Norte, y una extraña pareja, un matrimonio que servía tequila reposado y milanesa de carne cortada en trocitos. Pasé allí muchos días felices, incluida una mañana de brevísima y silenciosa amistad con un hombre solitario que sentado en otra mesa, la cabeza entre las manos y tequila tras tequila delante, coreaba las canciones que yo iba poniendo. «Cuando estaba en las cantinas –decía una de las letras– no sentía ningún dolor»

Siempre supe que llegaría este momento, y al fin llegó. En mi última visita, el viejo matrimonio ya no estaba allí, y la Cantina Salón Madrid se había transformado en un bar puesto al día, con nueva decoración y copas convencionales. De la rockola habían sido barridos sin piedad rancheras y narcocorridos: sonaba Shakira. 

Había camareros jóvenes y chicos alegres y vitales tomando cerveza en la mesa donde una vez, junto a mí, un hombre solitario había cantado al compás de su corazón destrozado. Me pregunté si habría encontrado otra cantina donde no sintiera ningún dolor. 

29 de abril de 2018 

domingo, 22 de abril de 2018

El teniente Albaladejo

Hacía cuarenta años que no veía su rostro, aunque lo recordaba bien. Mi amigo el grafitero y fotógrafo Jeosm, que está positivando miles de negativos de mi vida anterior a ésta, acaba de entregarme los del Sáhara de 1975, cuyas fotos nunca vi del todo porque enviaba los rollos por avión desde El Aaiún, y luego sólo veía las que se publicaban. Y en una de esas imágenes está él, de uniforme y de perfil, el pelo corto cano y rizado, los ojos de acero y la boca apretada como una línea de granito silenciosa y dura. 

Pepe Albaladejo, como el comandante Labajos, el capitán Gil Galindo, el cabo Belali y algunos otros, fue uno de mis amigos y también de mis héroes. De mis últimos héroes, matizo, pues con ellos quedaron atrás muchas inocencias. Yo tenía veintitrés años cuando me mandaron al Sáhara como enviado especial de Pueblo, a contar en crónicas diarias la crisis en la frontera, la Marcha Verde y demás. Todos eran de la Policía Territorial, que tenía mandos españoles y tropas nativas. Les caí bien y me acogieron en su cuartel y sus misiones. Viví con ellos nueve meses de patrullas, de camaradería, de bar de oficiales, de copas nocturnas en aquel Aaiún colonial donde era posible vivir todavía, antes de que desapareciese para siempre, un mundo canalla, áspero, peligroso, fascinante, que hoy sólo es posible conocer en las películas y las novelas. 

Llegaron a ser mis amigos, como dije. Muy amigos. Leales y acogedores, me permitieron acompañarlos a lugares y situaciones extraordinarias, y junto a ellos viví cosas que conté lo mejor que supe, y otras que callé y no contaré nunca, o no contaré del todo; no por vergonzosas, pues fueron todo lo contrario, sino porque a algunos les habría costado un consejo de guerra. Hay acciones que en el cine quedan estupendas en plan heroico y tal, cómo nos gusta Clint Eastwood y todo eso, pero que en la vida real, juzgadas por quienes ven los toros desde la barrera, hacen levantar las cejas y se convierten en escandalosos titulares de periódico. 

Pepe Albaladejo era teniente chusquero, como se decía de los que ascendían desde simples soldados. Africanista de toda la vida, ex legionario, debía de tener unos cuarenta y cinco años. Era uno de los más duros soldados que conocí en dos décadas largas de mochila y sobresaltos: sobrio, valiente, tranquilo, tenaz, profesional. Conociéndolo comprendías Tenochtitlán, Pavía, Rocroi, Baler o Belchite. Aparte de darle un aplomo extraordinario, la veteranía modelaba su cara curtida por el sol, tallada como a cincel de profundas arrugas. Era implacable en su trabajo, pero también poseía, y eso era lo que más me gustaba de él, una ternura ruda y espontánea. La forma de darte un cigarrillo, de ofrecerte una copa, de quedársete mirando, aprobador, cuando hacías algo de acuerdo con sus códigos. Me llamaba gollete, como sus compañeros: chaval, niño en hassanía. 

Las putas de Pepe el Bolígrafo, el dueño del cabaret de El Aaiún –humo de grifa, alcohol, música, periodistas, legionarios, tropas nómadas–, adoraban al teniente Albaladejo porque las respetaba como nadie, no bebía estando de servicio y nunca permitía que lo invitaran. Además de vivir con él aventuras en el desierto, viví muchas noches cabareteras que parecían sacadas de Marruecos o Beau Geste. Y ligado a él tengo un recuerdo preciso, inolvidable: el de una ocasión en la que una guapa chica del cabaret llamada Silvia bailó un apretado tango, o tal vez fueron dos, con un jovencísimo reportero que le caía simpático, y un técnico canario de Fosbucraa, que andaba encaprichado de la señora e iba pasado de copas, agarró un calentón, empalmó una churi de un palmo de hoja e intentó apuñalar al reportero, tirándole una serie de navajazos ante los que el joven se defendió como pudo. Hasta que el teniente Albaladejo se metió en medio, empezó a darle puñetazos al de la navaja y lo sacó así hasta la calle. Clávamela a mí, le decía. Si tienes huevos. 

Murió hace tiempo, sin que yo volviese a verlo nunca después del Sáhara. Su hermano, que vino a saludarme en una firma de libros, me dijo que acabó hace algunos años en una residencia de ancianos, duro e impasible como había vivido, mirando con mucha calma acercarse la muerte cara a cara. Y yo contemplo ahora su foto en blanco y negro, su perfil de granito, las barras de condecoraciones cosidas en la camisa junto a los emblemas de la Legión, el Sáhara y la Policía Territorial, y me viene a la boca una sonrisa tierna y agradecida.

22 de abril de 2018

domingo, 15 de abril de 2018

Airados cuando convenía serlo

«Si oviera escitores que sopieran ensalçar en escritura los fechos de los castellanos, como ovo romanos que supieron sublimar los de su nación romana…». 

Hace unas semanas comenté en esta página que estaba leyendo de nuevo Claros varones de Castilla. Desde entonces, varios lectores se han interesado por ese libro. Así que hoy, si me lo permiten, voy a hablarles de esa obra extraordinaria escrita en 1486 por Fernando –o Hernando– del Pulgar, cronista oficial de los Reyes Católicos, seis años antes de la toma de Granada y el descubrimiento de América. El libro, dedicado a Isabel de Castilla, es un repaso fascinante, escrito en una prosa tan limpia y clara como su título, a veintiocho personajes ilustres: un rey, diecinueve caballeros y ocho religiosos, que a juicio del autor y según los puntos de vista y valores de la época, que –detalle importantísimo– no eran los actuales, dieron lustre al reino castellano, en torno al que se iba fraguando en ese tiempo la unidad peninsular, primera en afirmarse de las nacionalidades europeas. 

«Se dio a algunos deleites que la mocedad suele demandar e la onestedad debe negar. Fizo hábito de ellos, porque ni la edad flaca los sabía refrenar ni la libertad que tenía los sofría castigar», escribe Pulgar sobre el rey Enrique IV, con reminiscencias de Suetonio, San Jerónimo y Valerio Máximo: –«Allí ay mudanças de prosperidad do ay corrubción de costumbres»–. Y en ésa, como en todas las otras sucintas biografías, combina de modo admirable los retratos morales con las descripciones físicas y los hechos notables, trazando así una asombrosa galería de personajes que, esto es lo más importante, permiten acercarse a la sociedad, la religión y la milicia del siglo XV y mirarla con los ojos de la época, liberándonos de los prejuicios que hoy nos ofuscan la ecuanimidad de la mirada. 

«Era deseoso, como todos los ombres, de aver bienes, e sópolos adquirir e acrecentar», dice sobre otro ilustre caballero, el conde de Haro, a quien describe en su muerte «Dando dotrina de honrado vevir e enxemplo de bien morir». Por supuesto, con arreglo a su tiempo, en el que ocho siglos de guerra entre moros y cristianos lo marcaban todo, las virtudes militares de los biografiados constituyen principal motivo de elogio; como cuando, refiriéndose al marqués de Santillana, escribe Pulgar: «Las gentes de su capitanía le amavan. E temiendo de le enojar, no salían de su orden en las batallas», para añadir: «Sin matar fijo ni fazer crueldad inhumana, más con la autoridad de su persona y no con el miedo de su cuchillo, gobernó sus gentes, amado de todos e no odioso a ninguno»;rematando con esta maravilla de elogio medieval: «El caballero que por ningún grave infortunio que le venga derrama lágrimas sino a los pies del confesor»

Los retratos y su penetración psicológica son extraordinarios, y leyéndolos se comprende mejor a los hombres que con sus virtudes y defectos, en la rara paz y en la guerra, sentaron las bases de aquella España moderna que alboreaba. «Tenía la agudeza tan viva que a pocas razones conoscía las condiciones e los fines de los ombres. E dando a cada uno esperança de sus deseos, alcançava muchas vezes lo que él deseaba», cuenta Pulgar del maestre de Santiago, cuyo perfil redondea así: «Tovo algunos amigos de los que la próspera fortuna suele traer. Tovo asimismo muchos contrarios de los que la envidia de los bienes suele criar», para concluir con esta otra joya: «No quiero negar que como ombre humano este caballero no toviese vicios como los otros ombres, pero puédese bien creer que, si la flaqueza de su humanidad no los podía resistir, la fuerça de su prudencia los sabía disimular»

Me falta espacio en esta página para todas las citas que recogería sobre los personajes de Pulgar: «Era hombre airado en los logares que convenía serlo»; «Si tovo fortuna para alcançar bienes, tovo asimismo prudencia para los conservar»; «Si los ombres alcanzan alguna felicidad después de muertos, según opinón de algunos, creemos sin dubda que este caballero la ovo»; «No suelen los fijosdalgos de Castilla quedar en la cámara yendo su señor a la guerra», y la que es tal vez mi favorita: «No es de pelear con cabeça española en tiempo de su ira» –ese española está escrito en 1486–. Y así, con todos ellos, en una prosa cuya metálica belleza todavía estremece, Fernando del Pulgar trazó para siempre, con pulso extraordinario, el retrato fascinante de una época y unos hombres de leyenda que «Ganando el amor de los suyos e seyendo terror a los estraños, gobernaron huestes, ordenaron batallas, vencieron a los enemigos, ganaron tierras agenas e defendieron las suyas»

15 de abril de 2018 

domingo, 8 de abril de 2018

Sobre perros y perras

Estos días anda por las librerías, con tinta fresca, una novela mía sobre perros. Su título, Los perros duros no bailan, es un guiño evidente a Norman Mailer; pero en realidad se trata de una historia negra, de intriga policíaca, que transcurre en el mundo de los perros y está narrada por un perro. Negro, el protagonista, es un antiguo luchador de peleas caninas, retirado, al que la búsqueda de dos amigos desaparecidos, Teo y Boris el Guapo, lleva a emprender un peligroso retorno al pasado: una pesquisa detectivesca, a ratos humorística y a veces trágica. 

Perros luchadores, perros policía, perros pijos, perros neonazis, perras feministas, perras narcotraficantes, perros héroes y villanos moviéndose por un mundo animal políticamente incorrecto, donde las cosas rara vez encajan en los esquemas que manejamos los seres humanos. Imaginen cuánto he disfrutado escribiendo eso, sobre todo porque la de Negro y sus camaradas es una de esas historias que llevas contigo durante años, yendo y viniendo en tu cabeza, dándole vueltas, hasta que un día te agarran por el pescuezo y dicen aquí estoy, chaval, ya va siendo hora de que te ocupes de mí. 

Y así ha sido. Esta aventura canina venía cociéndose desde la primera vez que leí El coloquio de los perros de Cervantes y, en boca del chucho Berganza hablando o ladrando con su compadre Cipión, unas palabras me quedaron grabadas: «Desde que tuve fuerzas para roer un hueso, tuve deseo de hablar para decir cosas que depositaba en la memoria». Pero no sólo eso, claro. O no sólo arranca de ahí. Una novela estupenda que nada tiene que ver con perros sino con conejos, La colina de Watership, también estimuló el asunto. Y puestos a remontarnos a las más lejanas fuentes del Nilo, imagino que todo empezó de verdad cuando, con unos nueve o diez años, y en la colección Cadete Juvenil, leí la formidable Jerry de las Islas, de Jack London. 

La historia del viejo luchador Negro –a los ocho años un perro casi es viejo–, sus amigos y sus enemigos, se interpuso definitivamente en mi vida el pasado verano, y a ella dediqué el mes de agosto. Estaba tan pensada, tan macerada, que fue una de esas raras novelas que se escriben de forma seguida, febril, en pocas semanas; cosa que en treinta años de contar historias me ocurrió muy pocas veces, sólo con Territorio comanche y alguna novela corta más. Y ahora que ya está ahí, editada y convertida en 168 páginas de papel y tinta, con una ilustración de portada en la que puedo reconocer a mi personaje, amigos y periodistas me preguntan si, aparte de una novela policíaca y de aventuras, puede considerarse también un grito de denuncia; un llamamiento contra el maltrato animal, el abandono, las peleas de perros y la impunidad con la que actúan los canallas que las organizan. Y, bueno. Todo eso está implícito en la novela, por supuesto. Salta a la cara en cada página. Pero a la pregunta general, la respuesta es no. No es un libro denuncia, ni un libro militante de la causa animalista. En realidad, mi propósito sólo era contar bien una buena historia. O intentarlo. Y divertirme mucho mientras lo hacía. 

Las sombras negras, desgraciadamente, están ahí. Mientras trabajaba, escribía y reflexionaba sobre todo eso, cuando el humor cedía páginas a la tragedia e imaginaba situaciones que se apoyan en la más amarga realidad, una y otra vez me oprimían el corazón el maltrato y abandono de perros, las peleas clandestinas, la crueldad de ciertos cazadores, la impotencia de la Guardia Civil y la indiferencia de autoridades, jueces y legisladores ante la tragedia de unos animales que, lo he escrito aquí muchas veces, suelen ser más nobles y leales que la mayor parte de los seres humanos; y cuando salen violentos o asesinos, a menudo son sus dueños quienes los hacen como son. Y sobre todo, la impunidad con que actúan los canallas en un país tan atrasado como el nuestro en materia de respeto hacia los animales, donde la pena máxima para quien abandona o tortura a un perro, lo utiliza para apostar en peleas o vuelca en sus ojos leales todas sus miserias, ruindades y vilezas, es un año de prisión que nunca cumplirá, y una multa que a menudo ni siquiera paga. Por eso, aunque la historia de Negro y los suyos no nació como aldabonazo ni denuncia de nada, me alegraré mucho si ayuda a que todos esos políticos y autoridades miserables dejen de mirar hacia otro lado en materia de maltrato animal y nos saquen del callejón oscuro donde su baja estofa moral, su cobarde indiferencia, nos mantienen todavía. 

8 de abril de 2018

domingo, 1 de abril de 2018

Luces en la noche

Hace casi treinta años que navego a bordo de un velero. Por lo general lo hago en cualquier época del año, y en el Mediterráneo. He dicho alguna vez, o lo he escrito, que navegar por ese viejo mar es hacerlo por la historia, la cultura y la memoria. Pocas sensaciones conozco tan placenteras como estar leyendo un buen libro mientras el sol enrojece el horizonte al atardecer –siempre pasa un barco a lo lejos en ese contraluz mágico–, fondeado en una cala a la que se asoman las ruinas de un templo griego o una antigua torre vigía, sabiendo que en ese lugar recalaban hace doscientos años los jabeques de piratas berberiscos, y que bajo tu quilla hay restos de ánforas arrojados desde naves romanas. 

Quizá porque crecí entre marinos, en un puerto de mar y viendo pasar barcos a lo lejos, me gusta navegar. Y a estas alturas, con seis décadas y media de vida y trabajo a la espalda, lo considero una necesidad casi terapéutica. Si hubiera tenido un velero a los dieciséis años, tal vez mi biografía tendría otro rumbo en escenarios distintos, seguramente acuáticos. Quizá nunca habría escrito nada, o puede que sí. Un barco y unos libros para leer, según como sea cada cual, colman buena parte de una vida. En lo que a mí se refiere, uno de los momentos de mayor felicidad que conocí, más que salir entero de ciertos lugares difíciles, más que todas mis novelas publicadas, más que el mundo pateado durante medio siglo, es cuando aprobé el duro examen de capitán de yate, título máximo de la náutica no profesional. La sonrisa me duró mucho tiempo. En realidad me dura todavía. 

En el mar, sobre todo cuando se hacen navegaciones largas, hay momentos buenos, momentos malos, y otros –relacionados con los malos y con los buenos– en los que el goce de estar allí es insuperable. Encarar un temporal cuando no hay más remedio, gobernar de forma adecuada y, una vez rizado lo que haya que rizar, comprobar que tu barco toma la mar como Dios manda, saber que todo irá bien a menos que se rompa algo, es una de las sensaciones más hermosas que conozco. Confirma tu competencia náutica y la de tu tripulación, y lo hace sin testigos ni alardes, en la más perfecta y adecuada soledad. Situando tu legítimo orgullo de marino, como diría Joseph Conrad, a doscientas millas de la tierra más cercana. 

Lo que más me gusta es navegar de noche. Cuando el sol desaparece tras el horizonte, y aunque haya previsión de buen tiempo, tomo siempre un rizo a la mayor –en el Mediterráneo, un rizo de más es un sobresalto de menos– y preparo el velero para las horas de oscuridad: luces de navegación, linternas a mano, chalecos salvavidas, balizas, equipo de abandono del barco, visor nocturno, ropa de abrigo. Hay algo de temor excitante, de expectación contenida, de desafío ineludible, en ese ritual. Se parece a disponerse a entrar en combate. Y luego, cuando al fin llega la oscuridad y no hay luna, mientras haces tu cuarto de guardia y el velero avanza entre tinieblas en el interior de una esfera negra como la muerte, permaneces atento a la pantalla del radar y al AIS, te llevas los prismáticos a la cara para escrutar el mar cada diez minutos, vigilas las luces que vislumbras en la distancia, roja, verde, blanca; los destellos de faros y balizas que te advierten: mantente lejos de tierra, amigo. Peligro. Peligro. 

Maniobrar a un mercante de noche no es cualquier cosa. Vas a vela y tienes prioridad, pero sabes que da igual. Son las cuatro menos cinco de la madrugada, hay viento y fuerte marejada, y sabes que en ese rojo y verde que viene hacia ti hay un fulano soñoliento a punto de salir de guardia, que no presta atención a tu luz de navegación, ni al pantallazo de tu linterna en la vela, ni al puntito que marcas en sus pantallas. Cambias el rumbo, oprimes el botón de la radio. «I am in your course. Watch me, please». Y sigue la noche, bajo una bóveda de estrellas como jamás verás en tierra. Luces distantes, reflejos de la luna que sale al fin, delfines relucientes de plata dándose un festín entre bancos de peces. Bajas a la camareta para situarte en la carta, y vuelta arriba para escrutar la noche. Frío, tensión y ojos fatigados. Una taza de café te calienta las manos, lejos de la vida terrestre, con nada en la mente que no sea avanzar seguro en la oscuridad. Y al alba, al cruzarte con otro velero que viene de vuelta encontrada, conmovido por la cercanía de alguien que pasó la misma noche que tú, le mandas tres destellos de linterna a modo de saludo; y al momento, bajo la vela hermana que se aleja en la primera claridad gris, te responden otros tres destellos. 

1 de abril de 2018