Fue todo un espectáculo. Estaba sentado en una terraza de bar portuario, al sol, mirando los barcos amarrados. Hacía buen día y todas las mesas estaban ocupadas a tope, mamás con sus niños, parejas, matrimonios mayores y demás. Los camareros no daban abasto. Y en ésas aparece una negra. Una mujer africana de color, para que me entiendan. Los que estábamos sentados éramos todos blancos, o casi, y la mujer que apareció era negra. Tanto, que parecía de color azul marino. Grandota, desgreñada, vestida con descuido, una cesta colgada del brazo. Y en ésas, la prójima, como digo, llega, se para delante de la terraza, da unos pasos entre las mesas, pide limosna. Casi nadie le da. O nadie. De pronto se pone a pegar gritos. Me tenéis hasta el coño, aúlla en perfecto castellano. Harta me tenéis. Idiotas. Imbéciles. Subnormales. Racistas. Ésa no ha venido en patera, me digo. El acento es de Valladolid, o cerca. Habla mejor que yo y que la mayor parte de quienes están aquí. Mi prima lleva en España un rato largo, o toda la vida. Conoce a los clásicos.
Lo más interesante, palabra, es la actitud de la gente. Los que estamos lejos miramos y escuchamos con la boca abierta, completamente patedefuás; pero los ocupantes de las mesas cercanas no se atreven a mirarla, por si la emprende con ellos. Hacen como que no se dan cuenta de nada, los ojos fijos en el horizonte. Y la negra, dale que te pego. Sois un hatajo de imbéciles, remacha. Hijos de la gran puta. Harta me tenéis. Miserables. Cabrones. O viene muy caliente, pienso, o está como unas maracas. Las de Machín, por supuesto. Majareta perdida. Al fin, un chico joven que está con su novia mira a la negra y dice: tranquila, tía. Entonces la otra vocea que tranquila de qué, que ella está tranquilísima, que los que no están tranquilos son el montón de hijos de puta que en ese momento hay sentados en la terraza. Blancos racistas de mierda. En ese punto me digo que, si quien monta semejante pajarraca fuera blanco y varón, incluso blanca y hembra, ya se habría llevado su poquito de leña, o sea. Hostias hasta en el cielo de la boca. Pero ésta es hembra y negra. Tela. A ver quién es el chulito que le dice ojos oscuros tienes.
Al fin, como la individua no afloja, un camarero se ve en la obligación. Hágame el favor, señora. ¿El favor?, pregunta la otra a grito pelado. ¿El favor de qué, imbécil? Anda y vete por ahí. El camarero mira alrededor, mira a su interlocutora, nos mira a todos. Luego se pone rojo como un tomate y desparece de nuestra vista. La pava sigue a lo suyo. En vosotros y todos vuestros muertos, dice. Etcétera. Al rato, el camarero aparece con un vigilante de seguridad: uno de esos guardas jurados vestidos de Rambo, con porra, boquitoqui y demás. Noventa kilos de guardia y una pinta de agropecuario que corta la leche de los cafés. A esas alturas, aparte de los parroquianos de la terraza, hay un huevo de gente de la calle que se ha parado a mirar. Parece una verbena.
Circule, señora, por favor, dice el guarda muy educado. Está usted molestando. La negra se lo queda mirando, los brazos en jarras. ¿Y si no me sale del coño?, pregunta. ¿Me vas a pegar con la porra? ¿Es que me vas a pegar con la porra, hijoputa racista? El guardia nos mira a todos como antes nos había mirado el camarero. Los pensamientos casi pueden oírsele al infeliz, porque hace poco viento: menudo marrón me voy a comer. Señora, por última vez, dice. La otra lo manda a tomar por ahí, tal cual. Vete a tomar por culo, dice. Rambo traga saliva. Toca la porra que lleva al cinto. Mira otra vez al respetable. Traga más saliva. Lo que pasa por su cabeza está más claro que si lo dijera cantando, como en los musicales del cine. Vaya ruina. Menudo marrón me voy a comer, du-duá. Si en España un guarda de seguridad le toca un pelo a una negra, delante de doscientos testigos y tal como está el patio, por lo menos sale en el telediario. Así que el pobre hombre hace lo único que puede hacer: se aparta de la mujer y se va lejos, hablando por el boquitoqui, aquí cero cuatro, cambio, muy serio y profesional, como si pidiera refuerzos. Y allí se queda, lejos, quince minutos haciendo el paripé, hasta que la negra se aburre y se va paseando por el muelle, escupiéndoles a los barcos. Y yo pienso, bueno. Esto se va al carajo, en efecto. Sin duda iba siendo hora. Pero mientras se va o no se va, la cosa tiene su puntito. Sí. Algunos vamos a reírnos una jartá.
30 de enero de 2005