Ya saben ustedes que, más que nada por fastidiar a ciertos soplapollas, me gusta recordar aquí, de vez en cuando, fechas de batallas, aniversarios históricos y cosas así. Cada uno tiene sus querencias, y ese ejercicio reaccionario y fascista de saber de dónde vienes y lo que hicieron tus abuelos Cebolleta, y evitar, sabiéndolo, que el aprovechado de turno te lleve otra vez al huerto, me consuela mucho. Y entretiene. Como dicen en Mursia: pasemos muy buenos ratos echando pan a los patos; y cuanto más pan echemos, mejores ratos pasemos. Y resulta que, hojeando libros, acabo de darme cuenta de que el próximo fin de semana hay otro aniversario a mano: ciento noventa y seis años desde la batalla de La Coruña. Allí lo saben de sobra, porque se conmemora con uniformes de época, conferencias, exposiciones y parada militar, gracias al ayuntamiento local –Francisco Vázquez es un alcalde sin complejos–, a la Asociación Napoleónica Española, a los Royal Green Jackets ingleses y a varias instituciones francesas y británicas, que luego, a principios de verano, cuando mejora el tiempo, reconstruyen la batalla con uniformes, cargas de caballería, cañonazos y olor a pólvora.
Y es que la Historia sólo está muerta para los imbéciles, o para los que gallean de nación pero no comparten la palabra: mierdecillas aldeanos que, por defender la memoria propia, niegan y ofenden la de otros. O, peor aún, la memoria que ellos mismos tienen en común con otros; que, además, suele ser casi toda. Por eso me alegra que los coruñeses recuerden aquellos duros días invernales de 1809, cuando el cuerpo expedicionario británico, intentando embarcar ayudado por las tropas españolas y por la población civil, se retiraba ante los ejércitos imperiales mandados por el mariscal Soult, y en pleno combate el general inglés Moore palmó alcanzado por un disparo de artillería. Y allí sigue enterrado el hombre. Una retirada, por cierto, la británica, que como todos los historiadores subrayan –desde los clásicos Toreno y Arteche hasta el contemporáneo Navas con su estupendo análisis de la guerra napoleónica en Galicia–, se hizo a la manera tradicional de esos hijos de puta: con la arrogancia y crueldad anglosajonas habituales, saqueando, quemando y violando, sin importarles un carajo que la pobre gente víctima de su desorden fuese española, gallega y aliada.
Pero, ingleses aparte, lo que se conmemora el próximo fin de semana no es sólo un episodio militar aislado. Rara vez una batalla se limita a eso. La de La Coruña, también llamada de Elviña, marcó para Galicia el comienzo de algo mucho más importante. Los habitantes de aquellos pueblos devastados por unos y otros, la gente harta de que ejércitos extranjeros se pasearan por allí ahorcando, arcabuceando, quemando pueblos y robándolo todo, empezó a cabrearse. A echarse al monte. Y así, las tropas francesas que habían expulsado a los ingleses se vieron pronto acosadas por partidas de guerrilleros que poco a poco incrementaron sus acciones y se hicieron numerosos. Imagínense el cuadro: campesinos, estudiantes, curas con sotana remangada, trabuco y toda la parafernalia, en plan hola caporaliño Dupont, te suena la miña cara, ris, ras. A tomar por o saco. Sólo en una noche, el 2 de febrero, doscientos gabachos fueron degollados por campesinos entre La Coruña y Betanzos. Y así fue a más la cosa, cada uno por su cuenta al principio, hasta formarse un auténtico ejército regular, como ocurrió en el resto de la Península, en una guerra que cuando todavía era estudiada en los colegios la llamábamos guerra de la Independencia –de la independencia de España– y en la que participaron juntos y revueltos, aunque a mucho cantamañanas no le guste recordarlo, gallegos, vascos, catalanes, asturianos, andaluces, aragoneses y demás. O sea: todo cristo.
En cuanto a La Coruña, pues eso. Seis meses después de aquella batalla, los mariscales Soult y Ney, con todos sus anfansdelapatrí, abandonaron una Galicia que los ejércitos franchutes nunca lograrían pacificar. Verdes las había segado el Petit Cabrón. Que luego eso fuera bueno o malo –el infame Fernando VII, etcétera–, ya es harina de otro costal. Lo que importa es que el domingo próximo habrá conmemoración allá arriba. También lo recordarán, supongo, cuantos gallegos tienen memoria y aman su tierra, y lo recordaremos el resto de españoles que amamos a los gallegos. Y a quien no le guste, que le vayan dando.
9 de enero 2005
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