Tengo una insignia de solapa con dos llaves doradas. Me la dio el otro día José Cándido Remujo, conserje del hotel Colón de Sevilla, que es allí mi hotel de toda la vida, o casi, desde que hace diez años pasé cierto tiempo pateándome la ciudad para una novela. José Cándido pertenece a esa clase especial que da categoría a los grandes establecimientos hoteleros. Quería agradecerme así, dijo, el homenaje que en El club Dumas dediqué a su oficio en el personaje del conserje Grüber. Y fíjense. Aunque nunca uso insignias -ni siquiera una con dos floretes de oro que me regaló un querido amigo-, agradecí el detalle. Desde hace treinta años, cuando empezaba a ganarme la vida, aspiré siempre a gozar de la benevolencia de esos individuos serios, vestidos de oscuro, imponentes con sus llaves cruzadas en las solapas, que entonces enarcaban una ceja cuando me veían entrar con los tejanos, la camisa descolorida y la mochila al hombro. Después, el trabajo y la vida me convirtieron en cliente habitual. Pasé mucho tiempo tratándolos, observando su forma de trabajar, su actitud al recibir propinas, su modo de dar las llaves o de solucionar un problema. Hice así mi composición de personajes, extraje conclusiones, aprendí a conocerlos. A conseguir su eficacia, su favor. A veces, su amistad.
Sólo quien vive mucho en hoteles sabe hasta qué punto recepcionistas, telefonistas, porteros, camareros y conserjes pueden hacer grata la vida, o fastidiarla. Pero eso no se improvisa. Hacer de la atención al cliente un trabajo honorable, aceptar su dinero y no perder la dignidad sino todo lo contrario, establecer la sutil distancia entre servilismo y profesionalidad, sólo está al alcance de unos pocos. De gente con casta y maneras. Y eso también se estudia, se aprende, se practica. También ahí existen viejos maestros de pelo blanco que se jubilan dejando como sucesores a jóvenes discípulos. Y, en el escalón más exclusivo de ese mundo especial, los conserjes de los grandes hoteles internacionales son raza aparte. La élite. Observar, entre otros, a José Castex en el Ritz de Madrid, a Maurizio en el Danieli de Venecia, a Philippe en el Crillón de París, a José Cándido en el Colón de Sevilla, verlos orientar a los clientes, resolver problemas, telefonear para una reserva de mesa, aceptar una propina espléndida o miserable con la misma amable indiferencia, es una lección de tacto, eficacia y maneras. Pero también eso termina, me comentaban la otra tarde en el mostrador del Colón, cuando lo de la insignia, José Cándido y un par de compañeros, recepcionistas veteranos. Hasta hay grandes hoteles de toda la vida, apuntaban escandalizados, que ahora quitan las llaves de las solapas a los conserjes, como si las llavecitas fuesen un hierro infamante en vez de un signo de tradición, de confianza y de clase. Y el personal de hostelería se improvisa ya de cualquier modo, y los profesionales de los sitios legendarios se jubilan y a veces los sustituye cualquier zascandil que -como algunos clientes- confunde la dignidad con la mala leche y la cortesía con el compadreo. Así, lo mismo valemos todos para un cocido que para un zurcido. Y los hoteles, incluso los mejores, dejan de ser lo que eran.
Me miraban los tres, dignos y serios. Melancólicos. A lo mejor, respondí mientras daba vueltas entre los dedos a la insignia, sí quedan algunas cosas. Satisfacciones reservadas para quienes conocen las reglas no escritas, clientes que todavía saben apreciar matices, guiños a los viejos tiempos. Recompensas especiales, si uno sabe advertirlas: la leve sonrisa cuando uno de ustedes dobla el billete de la propina y se lo mete en el bolsillo agradeciéndolo de veras, el gesto al entregar la llave o hacer éste o aquel servicio, el detalle no exigido por el reglamento, la mirada de inteligencia cómplice cuando a tu lado, en el mostrador, un animal de bellota, cuya única autoridad es tener dinero, ser famoso de papel couché o manejar tarjetas de crédito ajenas, exige esto o lo otro, grosero y prepotente. Y a veces, como privilegio especial, alguno de ustedes se quita la máscara impasible para regalarte una insignia, o una conversación amistosa, recogida y discreta: momentos, experiencias. Sus recuerdos. El día en que siendo mozo de equipajes llevó las maletas de Marlene Dietrich. La borrachera de Orson Welles. La bronca de Onassis y la Callas. Manolete vestido de luces. El champaña de Coco Chanel. Ava Gardner rumbo a su habitación, de madrugada, los pies descalzos sobre la moqueta....
Eso dije, más o menos. Y cuando llegué a lo de Ava Gardner, aquellos tres hombres graves, vestidos de oscuro, se miraban y sonreían. Ava Gardner, suspiró uno, el de más edad. Guapísima. Si yo le contara. Entonces nos acercamos un poquito más unos a otros, allí, en el rincón del mostrador. Y él nos empezó a contar.
24 de febrero de 2002
Sólo quien vive mucho en hoteles sabe hasta qué punto recepcionistas, telefonistas, porteros, camareros y conserjes pueden hacer grata la vida, o fastidiarla. Pero eso no se improvisa. Hacer de la atención al cliente un trabajo honorable, aceptar su dinero y no perder la dignidad sino todo lo contrario, establecer la sutil distancia entre servilismo y profesionalidad, sólo está al alcance de unos pocos. De gente con casta y maneras. Y eso también se estudia, se aprende, se practica. También ahí existen viejos maestros de pelo blanco que se jubilan dejando como sucesores a jóvenes discípulos. Y, en el escalón más exclusivo de ese mundo especial, los conserjes de los grandes hoteles internacionales son raza aparte. La élite. Observar, entre otros, a José Castex en el Ritz de Madrid, a Maurizio en el Danieli de Venecia, a Philippe en el Crillón de París, a José Cándido en el Colón de Sevilla, verlos orientar a los clientes, resolver problemas, telefonear para una reserva de mesa, aceptar una propina espléndida o miserable con la misma amable indiferencia, es una lección de tacto, eficacia y maneras. Pero también eso termina, me comentaban la otra tarde en el mostrador del Colón, cuando lo de la insignia, José Cándido y un par de compañeros, recepcionistas veteranos. Hasta hay grandes hoteles de toda la vida, apuntaban escandalizados, que ahora quitan las llaves de las solapas a los conserjes, como si las llavecitas fuesen un hierro infamante en vez de un signo de tradición, de confianza y de clase. Y el personal de hostelería se improvisa ya de cualquier modo, y los profesionales de los sitios legendarios se jubilan y a veces los sustituye cualquier zascandil que -como algunos clientes- confunde la dignidad con la mala leche y la cortesía con el compadreo. Así, lo mismo valemos todos para un cocido que para un zurcido. Y los hoteles, incluso los mejores, dejan de ser lo que eran.
Me miraban los tres, dignos y serios. Melancólicos. A lo mejor, respondí mientras daba vueltas entre los dedos a la insignia, sí quedan algunas cosas. Satisfacciones reservadas para quienes conocen las reglas no escritas, clientes que todavía saben apreciar matices, guiños a los viejos tiempos. Recompensas especiales, si uno sabe advertirlas: la leve sonrisa cuando uno de ustedes dobla el billete de la propina y se lo mete en el bolsillo agradeciéndolo de veras, el gesto al entregar la llave o hacer éste o aquel servicio, el detalle no exigido por el reglamento, la mirada de inteligencia cómplice cuando a tu lado, en el mostrador, un animal de bellota, cuya única autoridad es tener dinero, ser famoso de papel couché o manejar tarjetas de crédito ajenas, exige esto o lo otro, grosero y prepotente. Y a veces, como privilegio especial, alguno de ustedes se quita la máscara impasible para regalarte una insignia, o una conversación amistosa, recogida y discreta: momentos, experiencias. Sus recuerdos. El día en que siendo mozo de equipajes llevó las maletas de Marlene Dietrich. La borrachera de Orson Welles. La bronca de Onassis y la Callas. Manolete vestido de luces. El champaña de Coco Chanel. Ava Gardner rumbo a su habitación, de madrugada, los pies descalzos sobre la moqueta....
Eso dije, más o menos. Y cuando llegué a lo de Ava Gardner, aquellos tres hombres graves, vestidos de oscuro, se miraban y sonreían. Ava Gardner, suspiró uno, el de más edad. Guapísima. Si yo le contara. Entonces nos acercamos un poquito más unos a otros, allí, en el rincón del mostrador. Y él nos empezó a contar.
24 de febrero de 2002