Es que ya no respetan ni los bolígrafos. El otro día se acabó la tinta del último rotulador: marca La Pava, modelo Equis Cuatro, azul de punta gruesa. En ciertas cosas soy de piñón fijo, y si algo me gusta o le tomo cariño me paso usándolo el resto de mi vida, si me dejan.
Y ahí surge el problema. Que no me dejan. El Equis Cuatro sirve de muestra. Todas mis agendas y mis cuadernos de notas de los últimos tiempos están anotados con el mismo tipo de rotulador. Antes usaba el Equis Uno, pero en los aviones, con los cambios de presión se salía la tinta y siempre terminaba blasfemando en arameo, los dedos y las camisas hechos una lástima y pidiendo auxilio a las azafatas. Mi compadre y colega Juan Eslava Galán me regaló un Equis Cuatro, que no se sale a nueve mil pies, y me quedó la costumbre. Hasta que el otro día, como digo, cuando fui a la tienda, la dependienta me quiso colocar un modelo diferente. Ni lo sueñes, dije. Quiero Equis Cuatro, como siempre. No hay, dijo la torda; pero éste es mejor. Me importa un huevo de pato que sea mejor, respondí. Quiero mi Equis Cuatro azul de punta gruesa. Pues ya no lo fabrican, respondió con un toquecito borde, como diciendo a ver de qué va el best seller de los huevos. Se ha pasado de moda, y ahora hacen el Superequis Fashion Rotuling, con carcasa anatómico forense y capuchón holográfico fosforito que cambia de color según el ángulo en que lo mires. Que es lo último y mola un mazo. Pero si el otro era estupendo, protesté. Era la hostia en verso. Ya, contestó. Pero la gente se cansa. Quiere innovación. Novedades.
Me batí en retirada, hecho polvo. Porca miseria. Otra crucecita más en la lista de bajas. Mi padre, pensaba, palmó usando siempre la misma marca de loción de afeitar, idénticos zapatos, las mismas corbatas. Mi abuelo estuvo comprando el mismo tipo de sombrero panamá durante toda su vida. Y resulta que yo no puedo escribir seis meses seguidos con el mismo boli.
Ni tampoco usar los mismos pantalones ni las mismas camisas. Basta, por ejemplo, que me acostumbre a las de cuadritos azules, para que a alguien se le ocurra que lo que se llevará el año que viene serán los cuadros rosa de a palmo. Entonces vas a la tienda, y absolutamente todas las putas camisas son de color rosa con cuadros de a palmo; y encima, cuando el dependiente oye que te ciscas, por orden alfabético en toda la promoción del lago de Tiberíades, piensa que eres un reaccionario y un carcamal. Antiguo, te dice. Que es usted un poquito antiguo, señor Reverte. Y así con todo: los zapatos, los calcetines, las corbatas. Porque no vean lo de las corbatas, yo que las usaba -por suerte conservo alguna- oscuras, de punto, lisas. O lo de los calzoncillos; porque según en qué tiendas, encontrar unos de algodón blanco normales, sin corazoncitos ni rayas fucsia ni pintas malva, se ha convertido en Misión Imposible IV. En cuanto hay algo que usas de toda la vida o algo nuevo con lo que te sientes cómodo, de pronto un diseñador imaginativo y la madre que lo parió deciden cambiar la línea del asunto, y te dan por saco, pero bien. Todo, por supuesto, independiente de la calidad o la utilidad del objeto. La gente se cansa, dicen. O más bien la hacen cansarse porque lo conocido ya no es tan rentable y lo nuevo sí; y otra vez vuelta a empezar, y cada temporada una línea diferente, un producto o un envase distinto, pata ancha, pata estrecha, caja baja, caja alta, colores tal o cual. Y entonces tropecientos millones de soplapollas y soplapollos arrinconan alegremente lo que han estado usando hasta ahora con enloquecido entusiasmo, y se instalan con el mismo entusiasmo en la nueva onda. Gastándose, por cierto, una tela. Lo malo es que también me obligan a gastarla a mí; porque ahora, cuando veo algo parecido a lo que siempre usé, me abalanzo, aparto a los otros clientes echando espumarajos por la boca, y arrebato cuantas existencias puedo, alejándome con mis paquetes entre lunáticas carcajadas. Juá, juá. Resistiré, mascullo mientras calculo cuánto aguantará mi reserva logística. Resistiré y no podréis conmigo, hijos de la gran puta. Entre todos esos manipuladores de la moda y el diseño me han vuelto un paranoico, o un psicópata, o como carajo se diga; y en mi armario, como en la bodega de Ciudadano Kane, se amontonan camisas idénticas todavía dobladas y sin usar -quince azul claro y dieciocho de cuadritos-, calcetines azul marino, tejanos de los de toda la vida, frascos de jabón líquido Multidermol, colonia Nenuco, cepillos de dientes Phb super-ocho azules, tres pares de zapatos de reserva, siete Fluocariles en tubo pequeño, catorce cajas de Actrón, ochocientas treinta y cinco maquinillas de afeitar Wilkinson... El armario parece una sucursal de Pryca -o como se llame eso ahora-, y yo allí como un idiota, contando y volviendo a contar con aire tacaño, angustiado por el futuro. Rediós. Parezco el tío Gilito por culpa de todos esos cabrones.
17 de febrero de 2002
Y ahí surge el problema. Que no me dejan. El Equis Cuatro sirve de muestra. Todas mis agendas y mis cuadernos de notas de los últimos tiempos están anotados con el mismo tipo de rotulador. Antes usaba el Equis Uno, pero en los aviones, con los cambios de presión se salía la tinta y siempre terminaba blasfemando en arameo, los dedos y las camisas hechos una lástima y pidiendo auxilio a las azafatas. Mi compadre y colega Juan Eslava Galán me regaló un Equis Cuatro, que no se sale a nueve mil pies, y me quedó la costumbre. Hasta que el otro día, como digo, cuando fui a la tienda, la dependienta me quiso colocar un modelo diferente. Ni lo sueñes, dije. Quiero Equis Cuatro, como siempre. No hay, dijo la torda; pero éste es mejor. Me importa un huevo de pato que sea mejor, respondí. Quiero mi Equis Cuatro azul de punta gruesa. Pues ya no lo fabrican, respondió con un toquecito borde, como diciendo a ver de qué va el best seller de los huevos. Se ha pasado de moda, y ahora hacen el Superequis Fashion Rotuling, con carcasa anatómico forense y capuchón holográfico fosforito que cambia de color según el ángulo en que lo mires. Que es lo último y mola un mazo. Pero si el otro era estupendo, protesté. Era la hostia en verso. Ya, contestó. Pero la gente se cansa. Quiere innovación. Novedades.
Me batí en retirada, hecho polvo. Porca miseria. Otra crucecita más en la lista de bajas. Mi padre, pensaba, palmó usando siempre la misma marca de loción de afeitar, idénticos zapatos, las mismas corbatas. Mi abuelo estuvo comprando el mismo tipo de sombrero panamá durante toda su vida. Y resulta que yo no puedo escribir seis meses seguidos con el mismo boli.
Ni tampoco usar los mismos pantalones ni las mismas camisas. Basta, por ejemplo, que me acostumbre a las de cuadritos azules, para que a alguien se le ocurra que lo que se llevará el año que viene serán los cuadros rosa de a palmo. Entonces vas a la tienda, y absolutamente todas las putas camisas son de color rosa con cuadros de a palmo; y encima, cuando el dependiente oye que te ciscas, por orden alfabético en toda la promoción del lago de Tiberíades, piensa que eres un reaccionario y un carcamal. Antiguo, te dice. Que es usted un poquito antiguo, señor Reverte. Y así con todo: los zapatos, los calcetines, las corbatas. Porque no vean lo de las corbatas, yo que las usaba -por suerte conservo alguna- oscuras, de punto, lisas. O lo de los calzoncillos; porque según en qué tiendas, encontrar unos de algodón blanco normales, sin corazoncitos ni rayas fucsia ni pintas malva, se ha convertido en Misión Imposible IV. En cuanto hay algo que usas de toda la vida o algo nuevo con lo que te sientes cómodo, de pronto un diseñador imaginativo y la madre que lo parió deciden cambiar la línea del asunto, y te dan por saco, pero bien. Todo, por supuesto, independiente de la calidad o la utilidad del objeto. La gente se cansa, dicen. O más bien la hacen cansarse porque lo conocido ya no es tan rentable y lo nuevo sí; y otra vez vuelta a empezar, y cada temporada una línea diferente, un producto o un envase distinto, pata ancha, pata estrecha, caja baja, caja alta, colores tal o cual. Y entonces tropecientos millones de soplapollas y soplapollos arrinconan alegremente lo que han estado usando hasta ahora con enloquecido entusiasmo, y se instalan con el mismo entusiasmo en la nueva onda. Gastándose, por cierto, una tela. Lo malo es que también me obligan a gastarla a mí; porque ahora, cuando veo algo parecido a lo que siempre usé, me abalanzo, aparto a los otros clientes echando espumarajos por la boca, y arrebato cuantas existencias puedo, alejándome con mis paquetes entre lunáticas carcajadas. Juá, juá. Resistiré, mascullo mientras calculo cuánto aguantará mi reserva logística. Resistiré y no podréis conmigo, hijos de la gran puta. Entre todos esos manipuladores de la moda y el diseño me han vuelto un paranoico, o un psicópata, o como carajo se diga; y en mi armario, como en la bodega de Ciudadano Kane, se amontonan camisas idénticas todavía dobladas y sin usar -quince azul claro y dieciocho de cuadritos-, calcetines azul marino, tejanos de los de toda la vida, frascos de jabón líquido Multidermol, colonia Nenuco, cepillos de dientes Phb super-ocho azules, tres pares de zapatos de reserva, siete Fluocariles en tubo pequeño, catorce cajas de Actrón, ochocientas treinta y cinco maquinillas de afeitar Wilkinson... El armario parece una sucursal de Pryca -o como se llame eso ahora-, y yo allí como un idiota, contando y volviendo a contar con aire tacaño, angustiado por el futuro. Rediós. Parezco el tío Gilito por culpa de todos esos cabrones.
17 de febrero de 2002
1 comentario:
Buenos Dias:
He leido su articulo sobre las verdades molestas y creo seria importante comenzar con la recogida de firmas que propone.
Mi cuenta de correo es manuel.m.caballero@gmail.com. Si no tiene inconveniente en contactarme, yo ya estoy dispuesto.
Gracias.
Manuel Moreno Caballero
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