No, no digan nada. Ya sé que los meapilas del qué dirán y el no vayan a creer ustedes, o sea, toda esa panda de soplagaitas de la puntita nada más, aconseja escribir africanos de color, magrebíes, colectivo de raza romaní, y trabajadores inmigrantes, para no herir la sensibilidad de los capullos políticamente correctos. Pero resulta que no me sale de los higadillos; así que lo escribo como me da la gana. Y pongo negros, moros, gitanos y esclavos, porque hoy he recibido noticias de un amigo que me cuenta cosas. Y vengo a la tecla algo caliente.
Mi amigo vive allí donde la tierra seca que Dios maldijo -y ojalá haya Dios, para pedirle responsabilidades- anda en los últimos años cubierta de plásticos con tomateras, y frutas tempranas o como se llamen, y cosas así. Una tierra de cuarenta grados bajo un sol asesino, donde nadie que esté en su sano juicio se atreve a arrimar el hombro; de modo que los patronos tienen que buscar mano de obra entre los parias de la vida, porque el resto dice que para ellos verdes las han segado, y que vaya a la tomatera la madre que te alumbré. Pero desde el otro lado del Estrecho, o sea, desde el culo del mundo, miles de desgraciados miran hacia arriba y ven la tele y dicen, anda tú, allí atan los rottweiler con longaniza, y quiero tener un coche blanco, y una casa blanca, y un sueño blanco. Más que nada para comer caliente. Incluso para comer, aunque sea frío. Y los que no se ahogan por el camino les llegan a los mentados patronos como agua de mayo; así que los amontonan en barracones y les exprimen el tuétano. Bueno, bonito y, sobre todo, barato. Mano de obra extranjera, se llama el eufemismo. Y entonces a todos los que se benefician del asunto se les llena la boca con la solidaridad, y lo buenos chicos que son, y lo mucho que se les estima y se les quiere. Pero en cuando protestan, piden justicia, o sacan los pies del tiesto poniéndose en huelga para sacar dos duros más, entonces les sacuden hasta en el cielo de la boca. Se fumiga a los indóciles y se renuevan las existencias.
Mi amigo tiene una teoría, que comparto. No es un problema de racismo, sino de esclavitud. A casi nadie le importa que sean moros o negros, porque eso está asumido gracias —algo bueno habían de tener— a los telefilmes norteamericanos. La cuestión, como siempre, se basa en esa unidad monetaria todavía llamada peseta. Un español con DNI gana setecientas a la hora recolectando lechugas. Una mujer con el mismo DNI gana veinte duros menos. En cuanto a los gitanos, ellos sí son considerados una raza inferior; pero están censados y votan, y además les va el acople y se reproducen como conejos pariendo futuros votantes; así que el alcalde del pueblo los compensa regalándoles el agua y la luz, y en vísperas de las elecciones municipales les construye unas viviendas a unos, los decentes, y les hace la vista gorda a los otros, los que trapichean con polvillos blancos o marrones en determinadas chabolas y no quieren mudarse ni a La Moraleja. Así que esa gitana marchosa que se levanta a las siete de la mañana con su flor en el pelo para recoger tomates, que por la tarde va al almacén a arreglarlos, y que por la noche toca palmas y canta, y en el Seat 1430 le echa un alegre casquete a su gitano -que a menudo no curra, porque es un faraón y para algo está ella-, cobra quinientas pesetas.
Debajo de la pirámide están los ucranianos, y los sudacas. Y los moros. A veces ser rubio o hablar español significa veinte o cuarenta duros más que las doscientas pesetas que cobra el moro por echar una hora en la tomatera; que hasta en la miseria hay clases. Al moro, que es la chusma de esa galera, lo alojan usureros que cobran un huevo de la cara por barracones infectos, y lo dejan pudrirse en los descampados; y después, cuando ya están viejos y no rinden, o cuando protestan, siempre hay alguien que manda a su sobrino y unos amiguetes a romperles la crisma, o de pronto se acuerda de que son ilegales y convence a los picoletos de que los quiten de en medio. Y luego, cuando van a la panadería o al supermercado, se niegan a dejarlos entrar porque ofenden la sensibilidad de la señora del Range Rover o porque, dicen, son peligrosos y a veces venden hachís. Y a ver cómo puñeta no van a ser peligrosos, mis primos. Denles media hora y unos cócteles molotov, y podrán comprobar lo peligrosos que pueden llegar a ser ellos, cualquiera, usted, yo mismo, cuando te explotan miserablemente y te mantienen sujeto a la esclavitud y el desprecio.
24 de octubre de 1999
Mi amigo vive allí donde la tierra seca que Dios maldijo -y ojalá haya Dios, para pedirle responsabilidades- anda en los últimos años cubierta de plásticos con tomateras, y frutas tempranas o como se llamen, y cosas así. Una tierra de cuarenta grados bajo un sol asesino, donde nadie que esté en su sano juicio se atreve a arrimar el hombro; de modo que los patronos tienen que buscar mano de obra entre los parias de la vida, porque el resto dice que para ellos verdes las han segado, y que vaya a la tomatera la madre que te alumbré. Pero desde el otro lado del Estrecho, o sea, desde el culo del mundo, miles de desgraciados miran hacia arriba y ven la tele y dicen, anda tú, allí atan los rottweiler con longaniza, y quiero tener un coche blanco, y una casa blanca, y un sueño blanco. Más que nada para comer caliente. Incluso para comer, aunque sea frío. Y los que no se ahogan por el camino les llegan a los mentados patronos como agua de mayo; así que los amontonan en barracones y les exprimen el tuétano. Bueno, bonito y, sobre todo, barato. Mano de obra extranjera, se llama el eufemismo. Y entonces a todos los que se benefician del asunto se les llena la boca con la solidaridad, y lo buenos chicos que son, y lo mucho que se les estima y se les quiere. Pero en cuando protestan, piden justicia, o sacan los pies del tiesto poniéndose en huelga para sacar dos duros más, entonces les sacuden hasta en el cielo de la boca. Se fumiga a los indóciles y se renuevan las existencias.
Mi amigo tiene una teoría, que comparto. No es un problema de racismo, sino de esclavitud. A casi nadie le importa que sean moros o negros, porque eso está asumido gracias —algo bueno habían de tener— a los telefilmes norteamericanos. La cuestión, como siempre, se basa en esa unidad monetaria todavía llamada peseta. Un español con DNI gana setecientas a la hora recolectando lechugas. Una mujer con el mismo DNI gana veinte duros menos. En cuanto a los gitanos, ellos sí son considerados una raza inferior; pero están censados y votan, y además les va el acople y se reproducen como conejos pariendo futuros votantes; así que el alcalde del pueblo los compensa regalándoles el agua y la luz, y en vísperas de las elecciones municipales les construye unas viviendas a unos, los decentes, y les hace la vista gorda a los otros, los que trapichean con polvillos blancos o marrones en determinadas chabolas y no quieren mudarse ni a La Moraleja. Así que esa gitana marchosa que se levanta a las siete de la mañana con su flor en el pelo para recoger tomates, que por la tarde va al almacén a arreglarlos, y que por la noche toca palmas y canta, y en el Seat 1430 le echa un alegre casquete a su gitano -que a menudo no curra, porque es un faraón y para algo está ella-, cobra quinientas pesetas.
Debajo de la pirámide están los ucranianos, y los sudacas. Y los moros. A veces ser rubio o hablar español significa veinte o cuarenta duros más que las doscientas pesetas que cobra el moro por echar una hora en la tomatera; que hasta en la miseria hay clases. Al moro, que es la chusma de esa galera, lo alojan usureros que cobran un huevo de la cara por barracones infectos, y lo dejan pudrirse en los descampados; y después, cuando ya están viejos y no rinden, o cuando protestan, siempre hay alguien que manda a su sobrino y unos amiguetes a romperles la crisma, o de pronto se acuerda de que son ilegales y convence a los picoletos de que los quiten de en medio. Y luego, cuando van a la panadería o al supermercado, se niegan a dejarlos entrar porque ofenden la sensibilidad de la señora del Range Rover o porque, dicen, son peligrosos y a veces venden hachís. Y a ver cómo puñeta no van a ser peligrosos, mis primos. Denles media hora y unos cócteles molotov, y podrán comprobar lo peligrosos que pueden llegar a ser ellos, cualquiera, usted, yo mismo, cuando te explotan miserablemente y te mantienen sujeto a la esclavitud y el desprecio.
24 de octubre de 1999