domingo, 26 de diciembre de 1993

Manolo estuvo aquí


Lo vi escrito con rotulador grueso, hace unos días, en uno de los muros de El Escorial: Manolo y Miriam estuvieron aquí el 6-8-93. Ignoro quiénes son los tales Manolo y Miriam, y por qué el hecho de que estuvieran allí y no en otro lugar merecía ser inmortalizado ensuciando estúpidamente una fachada de piedras venerables. Sin embargo, basta echar un vistazo alrededor para comprobar que cantidad de personas armadas con rotulador, spray u objeto inciso-punzante, el hecho de estar en tal o cual sitio, o en un sitio cualquiera, les parece solemnidad suficiente como para que el resto de los mortales nos enteremos de su nombre o de sus opiniones.

Nada tengo contra la libertad de expresión, yo que además soy periodista. Ni tampoco contra la libertad de afirmación personal. Pero amo algunos edificios, algunas calles, algunas viejas piedras y algunos paisajes por conservarse tal como son y tal como fueron. Por eso me fastidia sobremanera, cuando voy a su encuentro, encontrarme sobreimpresos, a golpe de spray o rotulador, los nombres, los pensamientos o las chorradas de individuos, a menudo anónimos, que maldito lo que me importan.

Hay un ministro francés de la Francia que propuso en fecha reciente subvencionar una exposición sobre grafitis y pintadas callejeras, desde el metro hasta los monumentos históricos, argumentando que también eso es arte y es cultura. Y recuerdo haber oído en la radio glosar semejante gilipollez a un representante de cierto ayuntamiento español de la España, jaleando tímidamente la idea, prudente pero dispuesto a no parecer, por si menos moderno y dinámico que el franchute. Claro, sí. Reconozco que la contracultura también es una forma de cultura, farfullaba el fulano. Y ahí quedó la cosa.

Lo peor, se dice uno cuando escucha a semejantes sopladores de vidrio, no es la barbarie de los ignorantes o estúpidos, a quienes siempre es posible educar o inspirar sentido común. Lo malo en este tipo de cosas es la demagogia de whisky de medianoche -es rentable erigirse en apóstol de lo marginal desde la mesa de un bar caro y de moda- y el coro de cantamañanas que se apunta a un bombardeo con tal de salir en la foto, por si las moscas.

La cultura, creo, es un todo común que no se parcela en patrimonio de unos o de otros, y lo que atenta físicamente contra cualquiera de sus manifestaciones no se llama cultura, sino barbarie. No hay justificación alguna para el hecho de que unas piedras, un edificio, un cuadro, un lugar, hayan sobrevivido a los siglos y a los hombres, y de pronto llegue alguien con su spray y nos cuente con letras de dos palmos que a él Felipe González se la machaca, que Volkswagen está en lucha, que José Antonio presente, que si los curas y frailes supieran, que a Blackshit la sociedad le importa un carajo, o que el imbécil de Manolo y su prójima estuvieron aquí. Todas ésas son opiniones, pero no son cultura. Y que las pongan en mi conocimiento utilizando la fachada de la catedral de Burgos, un fresco románico, el Parque Güell o el pedestal de Felipe III, es algo que me repatea el hígado. En ese tipo de cosas, soy absolutamente conservador. Incluso reaccionario: suelo reaccionar con un profundo cabreo.

Lo que me deja atónito es la cantidad de gente que permite que ocurran esas cosas y no reacciona. Los respetables líderes del ejercicio intelectual, por ejemplo, que tan agudamente explican y justifican. Los jueces que consideran el asunto poco importante para sus togas. Los cagamandurrias que salen por la radio, o por donde sea, diciendo que sí, que claro, que hay muchos tipos de cultura. Y los cómplices pasivos: quienes vemos a Manolo manejar el rotulador o el spray, y no se lo quitamos de las manos con buenas razones o con una buena estiba de palos, por miedo a que nos llamen entrometidos, intransigentes o violentos. Éste es el país del miedo a que te llamen algo. Como si fuera lo mismo confundir la velocidad con el tocino.

No se trata de que le pidan a uno el carnet de identidad cuando va a comprar un bote de pintura, ni de que la Benemérita aplique la ley de fugas a los virtuosos de la rotulación callejera y clandestina. Pero sí me encantaría, por ejemplo, tropezarme un día a Manolo con lejía y estropajo de alambre, dale que te pego a la fachada de El Escorial. Sentenciado a un mes de trabajos forzados en una imaginaria -y deseable- brigada de limpieza por haber sido sorprendido, in fraganti, en el acto de comunicar al mundo que acababa de honrar el lugar con su presencia.

26 de diciembre de 1993

domingo, 19 de diciembre de 1993

Kalashnikov


Como tantas otras cosas, al Kalashnikov se lo cargó la perestroika. Ustedes saben que el Kalashnikov es un fusil de asalto comúnmente conocido en sus modalidades AK-47 o AKM, que sirve para disparar muchos tiros aunque llueva, haga calor, hiele o el arma esté llena de barro. El Kalashnikov es una especie de todo terreno de los artilugios bélicos, barato, simple y resistente, cuya imagen -recuerden su conocido y característico cargador curvo- se ha asociado, durante décadas, a los movimientos revolucionarios y de liberación, a las guerrillas de más de medio mundo.

La primera vez que lo vi en persona, al natural, fue en 1974. Lo empuñaba un guerrillero palestino y le hice una foto. Reconozco que contado así, en frío, suena fatal. Pero he de matizar en mi descargo que, por aquel entonces, un Kalashnikov era para un joven reportero lo que para un músico un Stradivarius. Añadiré, para los meapilas, que gustan de justificaciones morales y cosas así, que esa arma, por aquel entonces, era prácticamente el símbolo de los muchos pueblos que aún creían poder ganar su libertad a tiro limpio. Ignorantes, dicho sea de paso, de que las libertades se ganan a tiro limpio y se pierden después del último tiro, cuando los revolucionarios toman el palacio presidencial y llegan los truhanes, los mangantes y los mercachifles emboscados, Pasa jubilar a los de la escopeta y hacerse cargo ellos de la situación.

El caso es que, cuando todavía eran soviéticos, los rusos se forraron a base de inundar de Kalashnikov los mercados de armas internacionales. Salían en cajas rotuladas, por ejemplo, como maquinaria industrial, con destino oficial a Burundi, y luego aparecían en manos del Vietcong, los Tupamaros, la guerrilla angoleña o el Polisario. El Kalashnikov le puso fondo sonoro a la historia de medio siglo XX. Sostuvo utopías y perpetró atrocidades. Tradujo a su lenguaje brutal, inapelable, lo mejor y lo peor, el heroísmo y la barbarie del hombre, del ser humano a cuyas manos y pensamiento servía. Durante muchos años vi a innumerables hombres y mujeres dormir abrazados a su Kalashnikov como abrazados a un sueño: palestinos, sandinistas, farabundos, eritreos, mozambiqueños, muyahidines, bosnios. En la última imagen que se conserva de Salvador Allende, momentos antes de su muerte en el palacio de la Moneda, aquel presidente gordito, consecuente y valeroso lleva un casco de acero en la cabeza y empuña un Kalashnikov AK-47. A mi amigo Belali Uld Maharabi, saharaui, que había sido cabo del ejército español hasta que España le escupió a la cara, lo mataron en Uad Ashram en 1976 con un Kalashnikov en la mano. Y en algunas fotos que hice por ahí, por esos mundos, hay guerrilleros desharrapados y valientes que levantan el Kalashnikov en alto, como una bandera.

Y ahora abro un periódico y resulta que la factoría de Tula, una de las dos que fabricaban ese fusil en la antigua Unión Soviética, está en plena reconversión porque, en los últimos años, las ventas han caído en picado, de 200.000 a 40.000 unidades anuales. El fin de la guerra fría, la desmilitarización de la antigua URSS y su liquidación como gran potencia internacional les han dado la puntilla a las exportaciones masivas de antaño. No porque no haya guerras que absorban la producción, sino porque la fragmentación actual de los escenarios bélicos se nutre de otros arsenales más localizados: armas de antiguos ejércitos reconvertidos en milicias, intercambios entre vecinos, etcétera. O sea: yo te doy los fusiles de la antigua policía ucraniana y a cambio tú me das el monopolio del tráfico de heroína, y cosas así.

En cuanto al resto del mundo, casi todas las viejas revoluciones ya triunfaron; luego sería una estupidez hacerlas otra vez. Cierto es que en la mayor parte de los sitios muy pocas cosas han cambiado, y por algún curioso fenómeno físico sigue detentando el poder una cantidad increíble de hijos de puta. Pero la revolución, lo que se dice la revolución, ya está hecha y a menudo enterrada. Basta darse una vuelta y ver los monumentos al héroe desconocido, al soldado del pueblo, a la independencia. Ver, por ejemplo, a Pinochet ejerciendo de abuelito venerable; a los ejecutores de Ceausescu vendiéndonos una moto pintada de verde, como si no los hubiéramos visto a todos ellos jaleando al conductor igual que si fueran palmeros finos.

Me van a perdonar ustedes, pero siento nostalgia del viejo Kalashnikov. De aquellos tiempos en que se levantaba como una bandera de libertad y todos creíamos saber contra quién dispararlo.

19 de diciembre de 1993

domingo, 12 de diciembre de 1993

Cuento de Navidad


Erase una ciudad grande, como las de ahora, y la policía les había precintado el piso, y ya no tenían para pagar una pensión. Exactamente igual que en los cuentos de Navidad que tienen como protagonistas a desgraciados como ellos. Hacía un frío del carajo, dijo él mientras buscaban un portal en condiciones. Había un abeto iluminado al final del bulevar, donde El Corte Inglés y sus luces se confundían con los semáforos, con el destello frío y trágico de una ambulancia que pasaba en la distancia, demasiado lejos para que pudiera oírse la sirena. Una ambulancia muda, con destellos de tragedia urbana. Las ambulancias y los coches de policía y los de pompas fúnebres, se dijo él viendo desaparecer el destello, son igual que pájaros de mal agüero. Vehículos con mala leche.

Lo mismo aquella noche la ambulancia iban a necesitarla ellos. Porque, como ustedes ya habrán adivinado, la mujer, la joven, estaba fuera de cuentas, o casi. Caminaba con dificultad, entreabierto el abrigo sobre la barriga, llevando en una mano la Adidas llena de ropa para el que venía en camino, y en la otra una maleta de esas que, a fuerza de haber ido a tantos sitios, ya no tenía aspecto de ir a ninguna parte.

-Me cago en todo -dijo él. Y ella sonrió, dulce, mirándole el perfil duro y desesperado, el mentón sin afeitar. Sonrió dulce porque lo quería y porque estaba allí, con ella, en vez de haber dicho adiós muy buenas y buscarse la vida en otra parte, con otra chica de las que no se equivocan al anotar con lápiz rojo días en el calendario.

De vez en cuando se cruzaban con transeúntes apresurados, de esos que siempre aprietan el paso en Navidad porque tienen prisa en llegar a casa. Una mujer de edad se apartó de él, mirando con desconfianza su aire sombrío, la mugrienta mochila que cargaba a la espalda, los bultos atados con cuerdas, uno en cada mano. Después un yonqui flaco y tembloroso les pidió cinco duros y, sin obtener respuesta, los siguió un trecho por la acera, caminando detrás, con aire alelado y sin rumbo fijo. Un coche de la policía pasó despacio, silencioso. Desde la ventanilla, los agentes les echaron un desapasionado vistazo a ellos y al yonqui antes de alejarse calle abajo.

-Me duele otra vez -dijo ella.

Como era previsible desde que empecé a contarles esta historia, buscaron un portal para descansar. Había uno con cartones en el suelo y un mendigo, hombre o mujer, que dormía envuelto en una manta, bulto oscuro en un rincón que apenas se movió con su llegada. Entonces a ella le dolió otra vez. Y otra. Y él miró a su alrededor con la angustia pintada en la cara, y sólo vio al yonqui flaco que los miraba de pie en la entrada del portal. Entonces buscó en el bolsillo y le arrojó su última moneda de veinte duros.

-Busca a alguien que nos ayude -le dijo-. Porque ésta quiere parir.

Entonces ella empezó a llorar y gritar y él tuvo que cogerle la mano y ahuecarle un nido entre las piernas con su propio chaquetón y volver a mirar en torno con resignación desesperada. Y sólo vio la entrada del portal vacía y un semáforo con la luz roja fundida, alternando ámbar y verde, ámbar y verde. Y al mendigo que se levantaba debajo de la manta donde había estado durmiendo con un perrillo, un chucho pequeño y mestizo entre los brazos, y se acercaba a mirarlos con curiosidad, mientras el perro lamía con suaves lengüetazos una de las manos de la chica. Y él, sosteniendo la otra entre las suyas, blasfemó despacio y a conciencia, en voz baja, hasta que sintió sobre los labios la mano libre, los dedos de ella.

-No digas esas cosas -le susurró, crispada la voz por el dolor-. O nos castigará Dios.

Él soltó una carcajada seca y amarga. Entonces llegó el yonqui con un policía, uno de los que antes habían pasado en el coche. Y ella sintió, de pronto, una presencia nueva, cálida, un llanto pequeño y débil entre las piernas. Y exhausta, en un instante de lucidez y paz, se dijo que quizá a partir de ese momento el mundo sería mejor, distinto. Como en los cuentos de Navidad que leía cuando niña.

Él sacó un arrugado paquete de cigarrillos y fumaron los cuatro hombres, mirándola, mientras a lo lejos se escuchaba la sirena de una ambulancia aproximándose. Entonces ella se durmió dulcemente, agotada y feliz, sintiendo latir entre los muslos ensangrentados aquella nueva vida aún húmeda y tibia. Y alrededor, protegiéndolos del frío, les daban calor el perrillo, el mendigo, el yonqui y el policía.

12 de diciembre de 1993

domingo, 5 de diciembre de 1993

El pianista del Sheraton


Se llamaba Emilio Attilli, era bajito, educado y pulcro, y parecía recién salido del viejo celuloide: cincuentón, bigote fino y recortado, pelo teñido peinado hacia atrás con esmero, chaqueta blanca con pajarita y zapatos de dos colores. Tocaba el piano en el bar del Sheraton de Buenos Aires en unos tiempos agitados en que por allí circulaban individuos de variopinto y siniestro pelaje: torturadores profesionales, traficantes diversos, periodistas, montoneros supervivientes, chivatos de la policía, prostitutas de lujo y turistas gringos. Ajeno a todo ello, cruzando entre las mesas como si su impoluta chaqueta blanca lo preservara del ambiente, Emilio Attilli llegaba cada noche ante su piano, y durante cuatro o cinco horas interpretaba melodías lentas y tiernas, de esas que sirven para acompañar el tercer Martini de la noche porque hablan de amores perdidos, tristezas infinitas y nostalgias.

En realidad tocaba sobre su propia vida. A esa hora en que los camareros barren el suelo y colocan las sillas sobre las mesas, Emilio Attilli se soltaba la pajarita del cuello y sonreía, melancólico, recordando su juventud en la orquesta de Xavier Cugat, Hollywood, Las Vegas, los casinos de La Habana precastrista. Sus recuerdos eran dilatados y brillantes: había conocido a las estrellas del cine, a los astros de la canción. Había amado -aquí la sonrisa se acentuaba, a un tiempo vanidosa y discreta- a una conocida y bellísima actriz cuyo nombre, Rita, sólo pronunciaba en voz baja cuando al filo de la madrugada, el alcohol, el humo de cigarrillos y la compañía le arrancaban jirones agridulces de la memoria.

Las chicas, las prostitutas de lujo que andaban a la caza en el bar del hotel, lo adoraban. Las trataba con exquisita cortesía, igual que a las otras, las presuntamente respetables. Durante las horas de espera, sentadas a una mesa al acecho de un hombre de negocios o de un traficante de misiles Exocet que les arreglara la noche en dólares, las mujeres, algunas de ellas maduras bellezas, bebían sus refrescos escuchando El tiempo pasará, o Fascinación con la mirada fija en la inmaculada espalda blanca o el perfil latino del viejo pianista. Creo que las hacía soñar, que les devolvía parte de su propia estimación. En ocasiones, cuando una de ellas bajaba tras un intercambio comercial satisfactorio, le mostraba su simpatía en forma de copa de champaña que un camarero depositaba junto al teclado y que Emilio Attilli, sin dejar de tocar, agradecía con una leve inclinación de cabeza y una levísima, casi imperceptible sonrisa que le torcía un poquito aquel bigote suyo que, según afirmaba, le había copiado descaradamente, décadas atrás, su amigo Clark Gable. Tocaba por cuatro pesos y vivía en una oscura pensión de la calle Corrientes. Era tímido y pacífico, pero una vez lo vi negarse a interpretar el himno patriótico que le exigía un comandante de paisano ostentoso y borracho, e invariablemente rechazaba las copas ofrecidas por los clientes que no le caían bien, incluidos millonarios y policías. Durante los tres meses que lo traté, jamás escuché de sus labios una opinión a favor o en contra de nada, hacia los demás o hacia sí mismo. Tan sólo, tras cerrar la tapa del piano, entornaba los ojos, encendía un cigarrillo americano, y recordaba. «La dignidad de cada uno -dijo en una ocasión- son sus recuerdos». Y bebía en silencio, sosteniendo entre los dedos el tallo de su copa de champaña o Martini, mientras los camareros barrían el suelo entre bostezos y alguna furcia solitaria lo observaba desde la última mesa, diciéndose quizá que, en otro tiempo y en otro lugar, tal vez en otra vida, aquel pianista cincuentón, menudo y amable la hubiera hecho feliz.

Volví, años después, al bar del Sheraton, para encontrar un nuevo pianista. Nadie pudo decirme qué había sido del otro, y nunca supe el nombre de la pensión de la calle Corrientes donde tal vez quedara noticia de su paradero. Como tantas cosas, la imagen de Emilio Attilli está ahora suspendida en mi pasado, uno más de esos fantasmas que llevas contigo y que a veces acuden de forma imprevista a su cita con la ternura y la memoria.

No sé si mi amigo el pianista del Sheraton tenía importancia suficiente para justificar este artículo. Tal vez -sospeché siempre- su Hollywood fue imaginario y su nombre sólo apareció impreso en pequeños programas de cabarets y hoteles a tanto la hora. Pero si, como él decía, la dignidad son los recuerdos, sus recuerdos eran hermosos y bien merecen estas líneas. Eso es más de lo que puede decirse de muchos hombres y mujeres que conozco.

5 de diciembre de 1993

domingo, 28 de noviembre de 1993

Don Juan y Borja Enrique


Agoniza noviembre, y con él esa hoja de calendario que, en otro tiempo, siempre se abría, a víspera de Difuntos, con la representación teatral de don Juan Tenorio. Supongo que recuerdan, escenarios aparte, aquellos Estudio 1 de la tele, donde el burlador sevillano malvado y satánico se encarnaba, año tras año, en las facciones de sucesivos galanes -Paco Rabal, Fernando Guillén, Juan Luis Galiardo, Pepe Martín-, y donde la virginal inocencia de doña Inés iba desde la jovencísima ternura de María José Goyanes a la sospechosa ingenuidad de los ojos claros de Emma Cohén, pasando por la densa femineidad, apenas disimulada por el hábito, de las espléndidas Elisa Ramírez o Fiorella Faltoyano.

Quizá lo de malvado y satánico sea una exageración. En realidad don Juan Tenorio era un niño de papá malcriado y perdonavidas, que hoy podría llamarse, por ejemplo, Borja Enrique, y al que veríamos ponerse hasta arriba de coca en los discobares de moda, con el aparcacoches vigilándole el Toyota Célica en la puerta. El mismo Zorrilla, autor del drama, calificó a su personaje de bravucón inocente y desvergonzado, y esto sitúa mejor el personaje, un joven bala perdida, que las artimañas escénicas de viejos zorros con la sien plateada; esos Donjuanes maduros que la escena tradicional consagró como arquetipos, aunque el personaje original de Zorrilla, según todos los indicios, no tuviese más allá de veinte o veintipocos años, edad en la que, hacia el siglo XVII, un joven español de buena familia perpretaba calaveradas antes de sentar cabeza y casarse -como el pobre don Luis Mejías- merced a un buen braguetazo.

Espectador fascinado y fiel de la obra de Zorrilla, caí en la cuenta de la auténtica personalidad de don Juan gracias, precisamente, a uno de esos dramas televisados y a un actor, Juan Diego. Era habitual que, al desenmascarar a don Diego Tenorio en la Hostería del Laurel, los maduros galanes que encarnaban al don Juan tradicional exclamasen, espantados: ¡Válgame Cristo, mi padre! Juan Diego, entonces joven actor, innovó el asunto diciendo lo mismo, pero no con el tradicional horror del hijo ante las canas venerables, sino con el desdén y el descreído fastidio del joven que desprecia al aguafiestas que viene a echarle un sermón. Aquel Mi padre, sin signos de exclamación, de Juan Diego equivalía perfectamente a un la jorobamos con aquí, el pelmazo de mi viejo, y reconciliaba al personaje del burlador con el tiempo presente, devolviéndole una frescura y una actualidad de ahora mismo.

Quizás, lamenta uno, el Tenorio se cayó de las carteleras de los teatros y de las programaciones de televisión, reducido como mucho a parodias infames y a montajes experimentales de dudoso gusto y eficacia, porque al personaje lo mataron los maduros galanes que lo interpretaban a la antigua. No por culpa de ellos, a los que sigue siendo un placer escuchar en las viejas grabaciones de antaño, sino porque ese don Juan galán y sacrílego, a caballo entre la seducción y la virtud inocente y las puertas del infierno, ya no se lo cree nadie. Entre otras cosas porque hoy hasta la más mojigata de las novicias estallaría en carcajadas ante las tácticas del don Juan de toda la vida, y porque hay, sin duda, más perversidad en la inocencia de una doncella que en la vanidad arrogante de un estúpido varón -llámese don Juan o llámese Borja Enrique-, que se cree el rey del mambo.

Puede que aquél Válgame Cristo, mi padre de Juan Diego marcase, en su momento, una oportunidad des-aprovechada de renovar tan entrañable personaje, trasnochado pero todavía apasionante, devolviéndonoslo con la intención original del propio autor. Sería hermoso recobrar ese drama irregular, lleno de ripios y recursos del oficio, pero con un ritmo maravilloso y unos diálogos que restallan como latigazos en el escenario y subyugan, sin remedio, al que sea capaz de escuchar los versos con atención. Tal vez aquella otra visión del don Juan, la del joven de buena familia del XVII, encanallado, presuntuoso y no tan lejano, en espíritu, al superficial engominado de discobar de moda que nos tropezamos hoy en día, permitiese recuperar esa joya de la escena española que se nos murió entre bostezo y bostezo. El Tenorio no se actualiza vistiéndolo en Adolfo Domínguez, sino haciendo ver, bajo los modos y maneras versificados de aquel golfo sevillano de hace tres siglos, el mismo encanallamiento, el vacío y la irresponsabilidad que hoy sobrevive, con mucha más vulgaridad y en prosa, en el imbécil de Borja Enrique.

28 de noviembre de 1993

domingo, 21 de noviembre de 1993

El síndrome Viracocha


Una vez, en Nicaragua, me quisieron pegar un tiro hablándome todo el rato de usted. Eso me gustó -no lo del tiro, sino el tratamiento-. Se trataba de un oficial, un teniente de los rangers somocistas en operación de búsqueda y destrucción de guerrilleros del FSLN. Yo estaba donde no debía estar: un lugar llamado el Paso de la Yegua, donde era difícil distinguir a los sandinistas de los campesinos, porque una vez muertos y alineados en el suelo todos se parecían una barbaridad. También, para irritación del milite al mando del asunto, hice un par de fotos que no debía hacer. Así que se vino para mí, desenfundó la Colt 45 y dijo aquello de:

-Disculpe, señor. Si no me entrega el carrete, ahorita mismo lo ultimo.

Dijo eso o algo por el estilo -han pasado quince años-, pero recuerdo perfectamente el señor y el tono respetuoso, no forzado sino espontáneo, natural, con que aquel hijoputa puso en mi conocimiento su resolución de levantarme la tapa de los sesos. Y es curioso. Cada vez que he viajado a Hispanoamérica, desde la Tierra del Fuego hasta el Río Bravo, he reencontrado siempre, para bien o para mal, el mismo tono de cortesía en los mejores y los peores hombres y mujeres con quienes me crucé: víctimas, verdugos, prostitutas, taxistas, amas de casa, funcionarios, paramilitares, campesinos. Independientemente de su buena o mala voluntad, de su brutalidad, crueldad o ternura, detecté siempre idéntico formalismo verbal: por favor, si es usted tan amable, tendría la bondad, señor, muchas gracias. Ahora acabo de dar una vuelta por México, una especie de peregrinación al pasado de nuestra Historia y nuestra sangre, y una vez más me sorprendieron, por contraste, ese tipo de cosas. Hasta cierto bigotudo patrullero con cara de azteca que exigía, sombrío, un soborno -su mordida para olvidar cierta presunta infracción de tráfico, mantuvo en todo momento un tono que, en lo formal, era amenazador pero impecablemente correcto:

-Esto tenemos que arreglarlo, señor. De alguna manera. Usted estacionó mal y delinquió.

Y la verdad es que resulta curioso. Allí, en las viejas colonias, a pesar de todos los recelos y los viejos prejuicios nunca olvidados, España continúa siendo una referencia válida en la que se admira, sobre todo, lo formal. Sorprende la lealtad a esa idea de la madre patria cortés y caballerosa, a ciertos modales que en otro tiempo los indiecitos admiraron en los orgullosos conquistadores que los esclavizaban, reencarnación de Viracocha a quienes, con el tiempo, se esforzaron en imitar cuando llegaron a la madurez y la independencia, haciéndolos suyos, mandando a sus hijos a estudiar a España cuando podían, adoptando la lengua, los usos, las actitudes atribuidas a quienes fueron sus colonizadores, sus dueños, a veces sus padres y a menudo sus enemigos.

A través de los siglos, la referencia siguió siendo válida y se mantuvo el estereotipo: orgulloso como un español orgulloso, educado como un español educado, culto como un español culto. La idea se mantiene hoy de modo instintivo en todas las capas sociales, aunque a estas alturas sea completamente falsa. Fiel a un fantasma muerto mucho tiempo atrás, Hispanoamérica rinde culto a ciertos modos y maneras que sigue creyendo propios de los españoles, ignorando -por suerte para ella- que esos modos y maneras hace mucho que dejaron de practicarse aquí. De ahí la pena que causan, a veces, esos hispanoamericanos que viajan a España en busca de la tierra y las gentes de que les hablaron sus abuelos. Matrimonios ancianos que te cruzas en la plaza del Callao de Madrid, recién robado el bolso ella, maltratados por un camarero, engañados por un taxista o despreciados por un policía. Aturdidos de descubrir que a este lado del Atlántico cualquier mala bestia se atribuye alegremente, para sí o para otros, el título de señora o caballero. Que bocazas analfabetos elevados al rango de alcalde, director general o diputado imparten lecciones de cultura y modales. Y que el usted y el hágame el favor fueron desterrados, hace tiempo, en beneficio de la grosería más elemental y el compadreo más infame, como si todos hubiésemos guardado, juntos, cerdos en la misma porqueriza. Con todo el respeto que nos merecen los cerdos.

Y es que a veces uno prefiere que lo balaceen, como dicen allí en Hispanoamérica, hablándole de usted, a que le tiren el café por encima, tuteándolo, como hacemos aquí. En la madre patria.

21 de noviembre de 1993

domingo, 14 de noviembre de 1993

Viriato y el tambor del Bruch

Engañado he vivido hasta hoy, amigo Sancho. Resulta que Sagunto no fue una heroica resistencia de los iberos contra Cartago, sino el primer hito de la autonomía valenciana. Resulta que Viriato no fue, cual rezan los antiguos textos de Historia de España, un pastor lusitano que combatió contra Roma, sino un adalid de la independencia de la ribera del Tajo. Resulta que Lope de Aguirre, ese espléndido animal que sembró de sangre y quimeras la ruta de El Dorado, no era un mitómano vascongado con toda la crueldad y la grandeza del alma hispana, sino un nativo de Iparralde Sur con grupo sanguíneo específico que inventó la puñalada en la nuca. Resulta que Jaume I el Conqueridor -como su propio nombre indica- no fue rey de Aragón sino de Cataluña, y que los almogávares vengaron a Roger de Flor saqueando Atenas y Neopatria bajo la bandera de la monarquía catalana, bandera que los aragoneses se han apropiado por la cara. Resulta que Rodrigo de Triana no era un sufrido y duro marinero de la española Andalucía, sino que el ceceo con que gritó ¡Tierra a la vizta! se lo debía a su auténtica nacionalidad que era la bereber-andalusí. Resulta que, a pesar de las apariencias, Agustina de Aragón, Daoiz y el tambor del Bruch no combatieron en la misma guerra, sino en tres guerras distintas que no deben confundirse, a saber: la que los aragoneses hicieron contra Francia por su cuenta y sin consultar a nadie, la del centralismo madrileño contra el centralismo napoleónico, y la de Cataluña de tú a tú contra otra potencia europea.

Los viejos y venerables textos ya no sirven de nada. Basta darse una vuelta por ahí, visitar cualquier museo o monumento histórico y pedir un folleto y escuchar al guía local, para comprobar hasta qué punto de aquí a poco tiempo no nos vamos a reconocer ni nosotros mismos. Nunca se ha manipulado tanto y tan impunemente como ahora, bajo el pretexto de borrar anteriores manipulaciones. Así, entre tanto neohistoriador local y tanto soplador de vidrio están dejando la Historia de España, la que -a pesar de sus errores y lagunas- aprendimos en los libros y con tanto orgullo nos explicaban nuestros padres y nuestros abuelos, hecha un bebedero de patos.

Las bibliotecas siguen ahí, pero los libros se destruyen, se esconden y se reescriben según las necesidades del momento. Las huellas físicas se restauran a capricho, se borran las inscripciones inconvenientes y se sustituyen por otras más acordes a la nueva realidad histórica. Y cuando no existen, mejor. Así se pueden crear, sin problemas, símbolos centenarios encargados a artistas del diseño de moda que, si el presupuesto da para ello, pueden, incluso, recubrirlos con la pátina formal correspondiente para que den la impresión de haber estado ahí desde siempre.

La táctica no es nueva. Los apóstoles de la intolerancia, los grandes manipuladores de los pueblos y las banderas suelen recurrir a este eficaz sistema: el nazismo con la cultura europea, o el nacionalismo serbio en los Balcanes, sin ir más lejos. La Historia, la que se escribe con mayúscula, ha sido siempre el principal objetivo, porque es el más molesto y lúcido testigo. Frente a los intereses locales, de tiempo y de situación, lo que une a los pueblos es la historia vivida en común: los asedios, las batallas, las gestas, las victorias, las derrotas, las esperanzas, las desilusiones, los héroes, los mártires, las iglesias, los castillos, las catedrales, los cementerios. Ésa es la espina dorsal, hecha de sufrimientos y de alegrías, de lucha y trabajo, de años y de siglos, sobre la que se encarnan el respeto, la convivencia, la solidaridad.

Sin Historia somos juguetes en manos de los bastardos que cifran su fortuna en llevarnos al huerto. Rotos el pasado y la memoria, asfixiado el orgullo común, ¿qué diablos queda?... Sólo el escozor de las ofensas, que también las hubo. Sólo la desconfianza y miedo, resentimiento, y esa bilis amarga que nutre el alma negra de las contiendas civiles.

Sí, Sancho amigo. Manipular la Historia es aún más bajo y miserable que utilizar las armas de la etnia, o de la lengua, porque si éstas apuntan al presente y al futuro, lo otro va royendo todo aquello que hizo posible que ni lenguas ni etnias fuesen obstáculo para que diversos pueblos y naciones vivieran en paz y trabajasen juntos. Por eso me inspiran tanto recelo y tanto desprecio esos aprendices de brujo, esos historiadores subvencionados y mercenarios que se venden, por treinta monedas de plata, a los caciques locales que les llenan el pesebre.

14 de noviembre de 1993

domingo, 7 de noviembre de 1993

El cartero ya no llama dos veces


En otro tiempo fueron mis héroes. Los imaginaba como en las películas en blanco y negro, caminando inclinados contra el viento por llanuras cubiertas de nieve, cargados con su zurrón de cuero, dispuestos a entregar la carta aun a costa de su salud y de su vida. Traían las buenas noticias y también las malas, y a menudo compartían la alegría y la pena de los destinatarios. Diálogos del tipo: «Lo siento, Manuel, estoy seguro de que el chico murió como un hombre», o: «A ver, traiga, que se la leo. Querida hermana. Espero que al recibo de la presente... ».

Uno los veía o imaginaba así, haciendo cuestión de honor la entrega de la carta encomendada, aunque en el sobre sólo figurase un nombre confuso y una calle, o un pueblo. Y recuerdo por Navidad, cuando había ruido de zambombas y villancicos, al cartero demorándose unos minutos en el vestíbulo, el zurrón repleto de cartas a los pies, mientras mi abuelo le daba el aguinaldo y una copa de anís, o coñac. En aquel entonces pertenecían al grupo de adultos que un niño respetaba: médicos, maestros, militares, curas, guardias y carteros.

Estaban los carteros rurales, que caminaban por la nieve, el barro, y bajo la lluvia. Estaban los carteros urbanos, que subían con denuedo escaleras y escaleras, doblados bajo el peso de su carga. Estaban los carteros de oficina, que distribuían los sobres que echábamos al buzón en cajetines para su envío a lugares lejanos, con nombres sonoros como Shanghai, Moscú, Beirut, La Habana, y aún había otra categoría, la más solemne: los carteros reales, que trabajaban en diciembre con los Reyes Magos.

Ésa era la palabra: magia. Antaño, los carteros aparecían revestidos con los signos que los dioses les otorgaban para reconocerlos como mensajeros de la palabra y el sentimiento, el amor, la solidaridad, la comunicación entre seres separados por la distancia y la vida. Había algo mágico en su presencia y sus atributos: gorra, insignias, zurrón. En cualquier caso, su llegada significaba siempre un estremecimiento de expectación, de incógnita a punto de resolverse. Entonces una carta era siempre incertidumbre y promesa. Por eso amábamos y temíamos a un tiempo a quien nos la entregaba con el respeto debido al objeto que en sus manos portaba. Durante muchos años ésa fue mi imagen del cartero, el hombre que siempre llamaba al timbre dos veces y convertía en cuestión de honor el simple hecho de entregar un sobre.

Una vez conocí a uno de ellos, un viejo cartero jubilado, que me aseguró precisamente eso: en treinta y ocho años de vida profesional nunca dejó sin entregar una carta. Quizá hubiese algo de bravata en la afirmación, mas comprendí lo esencial: ninguna carta le fue nunca indiferente.

Hizo siempre lo que pudo por cumplir en su trabajo, y ése era su orgullo.

Pero los tiempos cambian, y los héroes están cansados. De pronto te enteras de la existencia de un par de carteros que, por exceso de trabajo, dejaron sin repartir miles y miles de cartas. O de aquel otro que las tiraba directamente a la basura o las quemaba, sin más, porque no daba abasto. Ahora que el correo trae más publicidad y extractos bancarios que noticias de la gente a la que quieres, resulta que entre las deficiencias de ese monstruo inhumano que es la Administración y la incuria de algunos elementos que la sirven, uno echa un sobre a cualquier buzón y el gesto se parece mucho a lanzar una botella al mar. Esperemos, te dices cruzando los dedos, que caiga en buenas manos.

Hay honestas excepciones, por supuesto: carteros o empleados de Correos que todavía hacen de su trabajo cuestión de pundonor profesional. Pero abunda más el funcionario que maneja cartas -sueños, esperanzas, vidas- como podría cortar chuletas de cordero. El individuo que las deja en tu buzón igual que podría echarlas a la basura o tirártelas a la cara, y que en ocasiones realmente lo hace. En esta España nuestra donde hemos olvidado la alpargata del viejo cartero rural y todos somos tan dinámicos y tan europeos y tan guapos de logotipo y diseño, hay demasiadas cartas que se pierden, cartas que nunca llegan, cartas que permanecen, para siempre, amarilleando a la deriva en ese limbo estúpido, en ese purgatorio vago e impreciso que es el mar de los sargazos de los Correos españoles. Y cuando uno tiene algo importante o urgente que echar al buzón recurre, qué remedio, a una agencia de mensajeros. Que, naturalmente, se están forrando.

La verdad es que añoro a mi viejo cartero de uniforme azul. Aquel que siempre llamaba dos veces y era mi amigo.

7 de noviembre de 1993

domingo, 31 de octubre de 1993

El soldado Vladimiro

Una vez conocí a un héroe. No era alto ni apuesto, ni le pusieron medallas, ni salió en primera página de los periódicos, ni en el telediario. Nadie aplaudió su hazaña, y ni los políticos ni los generales ni los mangantes que explotan en su provecho las virtudes ajenas hicieron discurso al respecto. Se llamaba -espero que se llame todavía- soldado Vladimiro. Tenía veinte años y se ocupaba de la ametralladora de 12,70 de un blindado de los cascos azules españoles en Bosnia central. De soldado tenía lo justo: no le gustaba la guerra, ni la vida militar. Se había alistado por si se presentaba la ocasión de ver mundo. Después pensaba regresar a la vida civil y estudiar idiomas. Eso, precisamente, lo convertía en un elemento valioso para sus jefes y compañeros legionarios: hablaba un poco de ruso, que es al bosnio lo que el castellano al portugués. Por eso estaba asignado al BMR del coronel Morales, el jefe de la agrupación Canarias. 
 
Vladimiro era uno de esos soldados vivos y listos que se buscan la vida como nadie, que se esfuman de pronto y, cuando todos creen que han desertado, reaparecen con dos gallinas y una hogaza de pan para sus compañeros. Allí, en el valle del Neretva, Vladimiro llevaba niños en brazos, repartía tabaco a los ancianos, daba sus raciones de campaña a las mujeres que lloraban junto a los escombros de sus hogares. Y yo vi de noche, cuando se hallaba de centinela, acercársele la gente agradecida para traerle un trozo de pan, una taza de té, incluso una desvencijada hamaca para que pudiera hacer sentado su turno de guardia. 
 
Una noche el soldado Vladimiro fue un héroe, aunque posiblemente ni siquiera él mismo lo sepa. Intenten imaginar el cuadro: oscuridad, disparos de francotiradores, trazadoras que pasan recortando esqueletos negros de edificios. Hay tensión en el ambiente, y por uno de esos azares de la guerra, aquellos a quienes los legionarios vinieron a socorrer se convierten, de pronto, en adversarios. El coronel Morales, que manda la columna, decide ir, solo, al puesto de mando bosnio para solucionar la crisis. Eso es meter la cabeza en la boca del lobo; en medio de enorme confusión, entre musulmanes armados y muy nerviosos, el coronel ordena por radio a su segundo, un comandante, tomar el mando si no regresa. Vladimiro se ofrece a acompañarlo, pero Morales le ordena permanecer a cubierto en el BMR. Después se aleja en la oscuridad, rodeado de amenazadores milicianos. 
 
Y es entonces cuando el soldado Vladimiro se remueve inquieto, y en la penumbra interior del blindado nos mira a los que estamos dentro. Sus ojos reflejan un pensamiento: no se trata de que el coronel le caiga bien o mal. Simplemente es su coronel, y le avergüenza verlo irse solo. 
 
De pronto, lo vemos mover la cabeza como si acabara de tomar una decisión. Precipitadamente, con nerviosismo, se mete dos granadas en los bolsillos. Requiere un Cetme y comprueba el cargador. 
 
-No, si ya verás -murmura como para sus adentros, mientras amartilla el arma-, ¡Esta noche nos van a inflar a hostias! 
 
Le tiemblan las manos y la voz. Pero aun así, con esas manos que le tiemblan, abre el portillo del blindado, se cala el casco, aprieta los dientes para morderse el miedo y echa a correr en la oscuridad detrás de su coronel. Cuando una hora más tarde Morales sale del puesto de mando de la Armija, lo encuentra sentado en las sombras de la escalera, con el Cetme en la mano, esperándolo. Entonces el coronel, que es un legionario bajito, duro y con mala leche, le echa una bronca tremenda por incumplir sus órdenes. Después se encamina hacia la columna de vehículos, siempre escoltado por su tirador, que le sigue cabizbajo. 
 
-¡La próxima vez que desobedezcas una orden te voy a meter un paquete que te vas a cagar, Vladimiro! -le dice. Después, el coronel se detiene y, aún con gesto hosco, saca un paquete de cigarrillos y le ofrece uno. Y mientras lo hace disimula una sonrisa en un extremo de la boca. 
 
Ocurrió exactamente así. No sé qué otras cosas buenas o malas hará Vladimiro el resto de su vida. Pero aquella noche, en Bosnia central, su coronel le ofreció un cigarrillo y yo me prometí dedicarle este artículo. Hoy, supongo, habrá regresado ya a España. Y tal vez, cuando entre en la discoteca de su pueblo -es flaco y con granos en la cara- las chicas, que prefieren a los guaperas apuestos, a los bailones que marcan paquete, ni siquiera se fijen en él. 
 
¡Qué sabrán ellas!... ¿Verdad, Vladimiro? 
 
31 de octubre de 1993 
 

domingo, 24 de octubre de 1993

Mortimer y los dinosaurios


Nadie obliga al ratón a buscar el queso en la ratonera, pero a fin de cuentas en el asunto del ratón juegan su instinto y su astucia, en un duelo que a veces se resuelve con un ¡chas! y ratoncitos al cielo, y a veces no. Cualquier ratón tiene su oportunidad, y hay roedores de tacto fino, con mucha mili a cuestas, que mordisquean el queso y se largan sin que llegue a funcionar el resorte. Pero entre los humanos es distinto. Con toda nuestra vitola de seres racionales, hasta cuando no hay queso metemos el hocico en la ratonera. En realidad somos tan previsibles en nuestra estupidez, que apenas tiene mérito llevarnos al huerto.

Verbigracia. Imaginemos que hay un fulano llamado Mortimer, al que no conoce ni su padre, y un productor decide promocionarle como cantante de fados. En una primera fase de la promoción, y a cuenta de los primeros beneficios, se invita a varios selectos periodistas, empresarios, famosos e individuos clave a una velada a base de fados en un lugar de muchas estrellas, y se pone en su conocimiento que el fado es la música del futuro, la que el público viene pidiendo desde hace décadas. Que el fado es un fenómeno de masas. Que el fado es la leche.

Debidamente engrasado el invento, no les quepa duda de que, durante varias semanas, y por reacción en cadena, prensa, radio y televisión entraremos al trapo, titulando a toda plana: Vuelve el fado, La saudade está de moda, Llega la fadomanía, y cosas por el estilo. El tema será portada de suplementos -incluido éste-, el público se abalanzará sobre los compactos y casetes hábilmente dispuestos en los grandes almacenes, las discotecas y discobares -Broker's, Borja's, Cretin's, etc-machacarán fados entre copa y copa, y los domingueros invadirán la Lisboa antigua y señorial, dispuestos a llorar a lágrima viva en las tascas del Barrio Alto.

Conseguido esto, se pasa a la segunda fase: el anuncio de que el genial cantante de fados va a hacer una gira por España. Da lo mismo que Mortimer haya sido hasta unos días antes representante de cosméticos en Nueva Gales del Sur, porque si las vallas publicitarias, los anuncios a toda página en los diarios y las entrevistas en televisión dicen que Mortimer es un cruce de Amalia Rodríguez, Mike Jagger y Julio Iglesias, les aseguro a ustedes que Mortimer arrasa y podrá correr por el Retiro con gafas del sol y guardaespaldas alejándole admiradores y fotógrafos a puñetazos, mientras colas de público pernoctan en el Vicente Calderón para conseguir entradas del concierto. Por supuesto aparecerán imitadores de Mortimer hasta en la sopa, y terminaremos odiándolos a él, a los imitadores, al fado y a la madre que los parió. Pero, entre tanto, alguien se habrá hecho multimillonario.

Nuestro amigo Mortimer es un caso de ficción -de momento-, pero los ejemplos prácticos abundan, sobre todo en lo que se refiere a cantantes italianos -"Chica, ven, libérate de tus padres, a cien, a cien por horaaaa..."- y a los estrenos cinematográficos. Hagan memoria y recuerden Una proposición indecente, con Robert Redford ofreciéndole una pasta a la mujer de aquel calzonazos por compartir espasmos durante un rato. La película era infame y no hay quien se acuerde de ella, pero allí estábamos todos haciendo cola. Por no hablar de los instintos básicos de Sharon Stone, que pulverizaron taquillas y elevaron a la categoría de semidiosa erótica a una moza que, por muchas vueltas que se le dé, circunscribe su talento a interpretar personajes de lo que el vulgo llama una -con perdón- chocholoco cualificada.

Y ahora le toca el turno a los dinosaurios, esos simpáticos, enormes y desgraciados bichos prehistóricos que ya ocupaban la imaginación de tantos niños antes de todo este desmadre y toda esta intoxicación. Esos enanos sabihondos -como mi sobrino Fernando, que tiene diez años, y a los ocho era capaz de identificar un huevo de pterodáctilo- encuentran ahora que todo cristo entra a saco y manipula sus aficiones y sus sueños. Poco importa que sólo sea una moda, y que pronto algún avispado productor invente un nuevo Mortimer que haga olvidar éste. Para los auténticos aficionados -mi sobrino y su cofradía de jóvenes colegas veteranos, de pioneros iniciados que antes de toda esta tontería ya intercambiaban cuentos, cromos, vídeos y libros raros como misterios de una sociedad secreta- los triceratops y los Tiranosaurios Rex ya nunca serán lo que fueron, tras pasar por las sucias manos de los proxenetas que los han puesto, con bolso y ligas de colores, en mitad de la calle a hacer la carrera.

24 de octubre de 1993

domingo, 17 de octubre de 1993

Oxford y la guerrilla


Abro el diccionario Oxford de la lengua inglesa y una palabra sonora, hermosa, afilada como una navaja española me salta a la cara: guerrilla. Y es curioso: veinte años de asistir a carnicerías de variopinto pelaje deberían tenerlo curado a uno, o casi, de estremecimientos patrioteros. Quiero decir que, a estas alturas, la razón suele imponerse al instinto de la tribu, y resulta difícil ver, bajo cada discurso, bandera o fanfarria del tipo nosotros y ellos, ya me entienden, otra cosa que un hijo de perra con galones o corbata que diseña monumentos al soldado desconocido o compone himnos dispuesto a forrarse, emboscado en un despacho de retaguardia, a costa de la sangre y del dolor de los demás. Claro que a lo mejor uno ha pasado demasiado tiempo en los bosques donde crecen las cruces de madera y resulta un descreído recalcitrante, y tras todas esas arengas y discursos tan nacionalistas y tan sublimes, incluso tras los camelos geopolíticos, las gilipolleces étnicas y las tergiversaciones de la Historia urdidas como estrategia, puede ser tan resabiado que no vea legítimas aspiraciones, nobles sentimientos patrióticos que de ese modo se manifiestan. Digo yo que a lo mejor. Es un suponer. O sea.

Pero me desvío de la cuestión. Lo que pretendía decirles es que si alguien no vibra precisamente con la cosa patriotera de lágrimas y churundata es el que suscribe; y eso quiero dejarlo claro antes de ir al grano. Y el asunto es que la nueva edición del diccionario Oxford recoge entre sus 97.600 vocablos, 851 palabras españolas e hispanoamericanas de uso corriente en inglés. Y que entre amigo, gazpacho y otros castizos términos por el estilo, guerrilla reluce con luz propia.

Total. Que uno medita un poco y se dice que hay que fastidiarse, que también podíamos los españoles haber dado al mundo en general y al diccionario ése en particular otra palabra menos bárbara, algo que no oliese tanto a sangre y a degollina. Ternura, por ejemplo. O morriña. O monchetas. Pero no. Resulta que mientras los norteamericanos aportan cocacola, o software, y los franchutes foie-gras, los españoles contribuimos con guerrilla (aunque, bien mirado, peor lo tienen los italianos, cuya palabra más internacional es mafia).

En fin, que uno se lo plantea y dice, a luz de la razón y de todo eso, que no es para sentirse orgulloso el hecho de que guerrilla sea el vocablo español con más solera internacional. Uno se lo dice y se lo repite a sí mismo. Y por eso me avergüenza tanto la sonrisilla involuntaria -guasona, atravesada, y con mala leche, o sea, muy española- que se me puso en la boca cuando le eché el ojo al vocablo, instalado como un tajo de cuchillo entre tanto sereno término anglosajón: Guerrilla. El jodío palabro suena tan español que hace daño. A fin de cuentas, nuestros tatarabuelos, o sea, ustedes y yo, lo acuñamos echándonos al monte con la manta, el trabuco y la cachicuerna, interrumpiendo momentáneamente la tarea secular de ponernos zancadillas unos a otros y acuchillarnos a conciencia para unir esfuerzos degollando franceses: Esos gabachos que nos están tocando mucho las narices con tanta liberté, tanta egalité, y tanta fraternité, paseándose arriba y abajo como Pedro por su casa, dictando leyes, piropeando a las mujeres sin ofrecer tabaco a los hombres, y raptándonos al futuro Fernando VII, que aunque fuese un perfecto hijo de puta, era nuestro hijo de puta.

La palabra guerrilla la regamos bien con sangre para que echara raíces, llevando a ella lo peor y lo mejor de nuestro instinto y nuestra casta, lo más brutal y lo más sublime, desde los goyescos descamisados que escupían a los fusiles que los ejecutaban por rebelión -a veces en ajuste de cuentas entre los propios españoles-, hasta los lobos carniceros que, en los riscos de Despeñaperros, acosaban a los correos franchutes que picaban espuelas por los desfiladeros, agachada la cabeza y rogándole a Dios que los guerrilleros no los capturasen vivos. Guerrilla. Me fascina y me estremece, al mismo tiempo, esa palabra terrible que dejamos como patrimonio a las lenguas que se cruzaron en nuestro camino. Y me estremece por lo mismo que me fascina. Porque reconozco en ella, muy a mi pesar, el peligroso impulso de independencia y crueldad, de heroísmo brutal e inútil, de navaja fácil, de anarquía, emboscada y golpe de mano que sigue latiendo en la sangre de mis paisanos, que es la mía. A pesar del siglo XXI que está en puertas. A pesar de Oxford, de Europa, y de la madre que los parió.

17 de octubre de 1993

domingo, 10 de octubre de 1993

Las postales de Mostar


Ocurrió en Mostar, una de esas mañanas tranquilas en que hasta los más canallas se cansan de darle al gatillo y entonces, como un milagro, durante unas horas dejan de caer bombas. Cada vez que eso ocurre, el silencio se extiende como algo extraño, inusual, y entre las ruinas que bordean la calle principal de la ciudad emergen sucios y pálidos fantasmas que se mueven sin rumbo fijo junto a los escombros de las que fueron sus casas. Desde hace meses viven en los sótanos sin comida ni luz, bebiendo agua contaminada que, en los momentos de calma, recogen del Neretva. Cuando los bombardeos cesan durante un rato, se les ve asomar entre las derruidas escaleras que vienen del subsuelo, igual que topos parpadeando ante la luz exterior de la que desconfían y bajo la que dudan en aventurarse. Por fin uno de ellos, una mujer desesperada cuyos hijos se hacinan en el miserable refugio, reúne valor suficiente y sale a la calle, en busca de algo de comida que llevarles, con un patético recipiente de plástico que espera llenar con agua sucia del río. Poco a poco, la calle principal de Mostar se llena de otros espectros como ella, escuálidos y exhaustos.

Era una mañana de ésas en Mostar, con el sol tibio recortando los esqueletos ennegrecidos de los edificios y aquel olor peculiar de las ciudades en guerra, a piedra y madera quemadas, cenizas y materia orgánica -basura, animales, seres humanos-pudriéndose bajo los escombros. Ese olor que no encuentras en ninguna otra parte y que te acompaña durante días pegado a tu nariz y a tus ropas, incluso cuando te has duchado veinte veces y hace mucho tiempo que te has ido. Era una de esas mañanas sin muerte inmediata, y durante unas horas la expresión de la gente que se movía por la calle no era de temor, sino sólo de cansancio, con esa mirada vacía y distante que se les queda a quienes viven, día tras día, en la antesala del infierno.

Era uno de esos días en que la guadaña, embotada, descansa mientras la afilan de nuevo, y tú estabas sentado en los escombros de un portal, aprovechando la tregua, con ese consuelo egoísta que proporciona el hecho de ser testigo y no protagonista, y llevar en el bolsillo un billete de avión que, tarde o temprano, te permitirá decir basta y largarte de allí. Era un día de ésos, y tú pensabas escribir este artículo sabiendo de antemano que podrías teclear durante horas, días y meses seguidos, sin parar, y nunca lograrías transmitir, a quien te leyera, el inmenso desconsuelo y la soledad que sentiste momentos antes, visitando las ruinas de una casa abandonada, destrozada por las bombas, en cuyo salón de muebles astillados, cortinas sucias hechas jirones, un cuadro en la pared atravesado por impactos de metralla, estaban por el suelo, pisoteadas entre cenizas y deformadas por el sol y la lluvia, docenas de fotos de un álbum familiar. Una pareja joven que se abraza sonriendo a la cámara. Un anciano con tres niños sobre las rodillas. Una mujer aún joven y guapa, de ojos fatigados, con una sonrisa lejana y triste como un presentimiento. Niños en una playa, con salvavidas y una caña de pescar. Y un grupo en torno a un árbol de Navidad donde reconoces a los niños, al anciano y a la mujer de los ojos tristes mientras te preguntas dónde están todos ellos y cuántos sueños, cuánto amor y cuántas ilusiones deshechas, asesinadas, yacen ahora en esas fotos ajadas y sucias, entre las cenizas que manchan tus botas al caminar sobre ellas evitando pisarlas como quien evita pisar la losa de un sepulcro.

Era -es- un día de ésos. Y tú estás sentado entre los escombros del portal pensando en las fotos. Y entonces llega un hombre en camiseta y zapatillas, un anciano que camina despacio, con dificultad, y se sienta a tu lado a descansar un momento. Tiene el pelo gris y va sin afeitar, con barba de cuatro o cinco días. En las manos sostiene un pequeño mazo de tarjetas postales, y al principio crees que pretende cambiártelas por un cigarrillo o una lata de conservas, pero pronto descubres que no es así. Habla un poco italiano, y al cabo de un instante desgrana su historia, que tampoco es una historia original: un hijo desaparecido, una mujer inválida en un sótano, la casa en el otro sector de la ciudad, perdida para siempre. Te caen bien su gesto resignado y la dignidad con que relata sus desdichas. Después te enseña las postales, una a una. Postales manoseadas de tanto repasarlas una y otra vez. Mira, amigo, así era Mostar, antes. Mira qué hermosa ciudad. El puente medieval, las calles en cuesta. Las dos torres antiguas. Ya no están las torres, finito. Terminado. Tampoco este edificio existe ya. Kaputt, ¿comprendes? Mira, aquí estaba mi casa. Bonita plaza, ¿verdad...? El anciano señala al otro lado del río. Estaba allí, en esa parte. Vieja de cinco siglos, mírala en la postal. Ya no existe, no queda nada.

Por fin suspira, se levanta y, antes de alejarse, reordena cuidadosamente, con extraordinaria ternura, ese mazo de postales que es cuanto le queda de su ciudad y de su memoria.

-¡Barbari! -murmura-. ¡Nema historia! Y aún reúne valor suficiente para esbozar una sonrisa.

10 de octubre de 1993

domingo, 3 de octubre de 1993

Los últimos artistas


Son los dinosaurios de una era en extinción. Algo así como los últimos de Filipinas en versión nacional y castiza. Se los puede uno encontrar hacia el mediodía, a la hora del aperitivo, en cualquier bar de esos baratos que hay cerca de las plazas de toros, las estaciones de ferrocarril y los muelles de los puertos de mar, con restos de gambas y servilletas de papel arrugadas al pie de la barra de zinc, entre fulanos que venden lotería, bidones de cerveza a presión, tapas del día anterior y moscas de toda la vida. A menudo van vestidos con excesiva corrección para los tiempos que corren, incluso con cierta elegancia entre hortera y tierna. Se les reconoce, con frecuencia, por su forma de beberse el vino o el botellín mientras echan un tranquilo vistazo alrededor, con la discreta y atenta mirada del cazador profesional al acecho, como ellos dicen, de un julai al que darle la castaña, o de un policía -un madero- de cuya trayectoria hay que apartarse discreta y rápidamente, como quien no quiere la cosa.

Sus fotos y huellas dactilares están en los archivos de todas las comisarías: piqueros, trileros, timadores, expertos en colocar el anillo de oro chungo que esconden en un pañuelo. Tipos capaces de darle todavía, a estas alturas, el tocomocho al patán sin escrúpulos o a la jubilada ambiciosa. Son la aristocracia de la vieja España cutre, ahora circunscrita a las películas en blanco y negro de Pepe Isbert y Tony Leblanc. Tramposos que ejercieron, con virtuosismo y cierta peculiar ética, un oficio que ahora se extingue esa forma de buscarse la vida cuyo secreto se basaba en vocación, dotes naturales, habilidades, experiencia y cara dura. Algunos de ellos, los mejores, llegaron a ser clásicos en la vida entre sus pares, como Luisa, alias Celia -era clavadita a Celia Gámez-, que inventó el beso del sueño hace cuarenta años, cuando narcotizaba a sus conquistas para aligerarles la cartera en las pensiones de las Ramblas. O Pepe el de la Venta, especialista en hacerse pasar por apoderado de toreros famosos, que dejaba pufos de miles de duros en los hoteles baratos. O el legendario Paco El Muelas, hoy jubilado en Burgos, que además de inventar el timo del telémetro fue autor de la más espectacular y limpia obra de arte que recogen los archivos policiales: la venta de un tranvía municipal, el 1001, a un paleto forrado de pasta que quería invertir en Madrid.

Eran otros tiempos. Hoy, los paletos conducen Mercedes y Audis y Bemeuves, son diputados o concejales de Cultura, y son ellos los que tienen peligro y te dan el tocomocho a poco que te descuides. En cuanto a los timadores de antaño, su edad media se establece ya, como en las reservas apaches, sobre los cincuenta años. Las generaciones jóvenes carecen de paciencia para aprender cómo utilizar el pico -dedos índice y medio- para hacerse con la cartera, o cómo abordar a un matrimonio portorriqueño en la plaza del Callao o las Ramblas de Barcelona y convencerlos para que se jueguen cinco mil duros a los triles o los inviertan en estampitas. Ahora, se lamentan los artistas finos, cualquier yonki hecho polvo, cualquier inmigrante ilegal en paro, puede dar un tirón o una siria en una esquina y hacérselo mejor que un timador o un carterista honrados de toda la vida en una tarde de trabajar la feria de Sevilla o la cola de un cine de Valencia. Asco de tiempo en que la violencia es más rentable que la habilidad, el pundonor profesional y la vergüenza torera, y donde la chuli, el fusko y la recorta son herramientas de trabajo más rápidas y eficaces que los dedos hábiles y el talento.

Muy lejos están, se lamentan los clásicos cuando los invitas a una caña, aquellos filigranas capaces de quitarle las herraduras a un caballo al galope. Esos años heroicos en que Amalia La Verderona cobraba cinco duros por matricularse en su pintoresca academia de Chamberi, donde impartía clases a niños para hacerse los subnormales en el tocomocho, o practicar de piqueros con un maniquí lleno de cascabeles que sonaba al primer error. Ahora no hay lugar para eso, y resulta más cómodo un navajazo entre dosis y sobredosis, en un cajero automático. Y es que, como dice Paco el de la Venta, que fue watermanista -ladrón de estilográficas-, timador con relojes chungos y trilero, «ya no se respeta ni lo más sagrao».

A veces uno paga unas cañas y los escucha en silencio mientras desgranan el rosario de sus recuerdos y sus nostalgias, viejos triunfos que rememoran con sonrisa contenida y chulesca, orgullo legítimo por lo que fueron y ya no son. Están acabados y lo saben, porque nada tiene que ver este mundo con aquel otro que conocieron. Sin embargo ahí siguen, manteniendo el tipo acodados en la barra, fumando rubio al acecho de un incauto que todavía entre a por uvas y les devuelva fugazmente su talento y su autoestima. En esas tascas de barrio convertidas en trincheras donde libran su última batalla contra el tiempo, condenados a extinguirse, fieles a sus retorcidos códigos de honor y de conducta, incapaces de adaptarse y sobrevivir. Sin seguridad social a la que nunca cotizaron, con hijos enganchados a la droga y las mujeres que los desprecian en su fracaso. Lamentando haberse equivocado en la vida porque el timo, la estafa chachi que pudo jubilarlos para toda la vida, no se ejecuta dando el careto en la calle con talento y sangre fría, sino en los despachos de los bancos y transfugándose en las listas electorales, con corbata y una estilográfica. Pero esa lección la aprendieron demasiado tarde.

3 de octubre de 1993

domingo, 26 de septiembre de 1993

Le mató (al académico)


Si hay algo que no le perdona uno a la Real Academia Española es que a menudo se comporte, respecto al uso del castellano, como Europa en la crisis yugoslava: sin autoridad para defender sus principios y limitándose a consagrar políticas de hechos consumados. En lugar de limpiar, fijar y dar esplendor, como mandan los cánones, las decisiones académicas se caracterizan a veces por una vergonzosa serie de claudicaciones conformistas ante las corrupciones del lenguaje. Del mismo modo que, es un suponer, los ministros de exteriores europeos encuentran más fácil solucionar la papeleta bosnia dándole palmaditas en la espalda a los generales serbios y convenciendo a los musulmanes de que se rindan porque están listos de papeles, nuestros académicos prefieren hacer de tripas corazón y consagrar las aberraciones lingüísticas en lugar de luchar contra ellas con el denuedo que exige la responsabilidad que ostentan.

Verbigracia: que numeroso personal se empeñe, por ejemplo, en decir le mató, le violó, le refanfinfló, en vez del correspondiente y clásico lo, o elimine cargándose una p la bella etimología griega psique del término sicología, no justifica que los ilustres santifiquen tan infame leísmo o tan bastarda omisión, so pretexto de su uso generalizado. Precisamente el uso generalizado, como la estupidez generalizada o la barbarie generalizada, se producen cuando quienes tienen por misión denunciar y combatir esas perversiones se camuflan en las cómodas trincheras del conformismo, se limitan a trincar a fin de mes y no dan la cara cuando corresponde. Actitud que en las academias de la lengua y en la Europa de 1993, entre otros muchos sitios, se viene dando con irritante frecuencia. Y es que se empieza tolerando leísmos y se termina aceptando sarajevos. Porque una cosa es asumir de modo razonable el tiempo y el uso, y otra muy distinta envainársela por sistema. Me refiero a la espada.

Pensar de que, por ejemplo. Últimamente demasiada gente piensa de que u opina de que, así que me temo que los ilustres lo van a consagrar de un momento a otro. Lo harán a bote pronto siempre y cuando no los traiga al pairo, que es lo que ahora dice todo el mundo aunque no tenga la menor idea de torneos medievales ni de náutica. Los generales ya no mandan ejércitos; eso era en los versos de Calderón cuando los tercios de Flandes. Ahora, sobre todo desde la guerra del Golfo, comandan, que es mismamente más moderno y suena así, como de la OTAN, más altamente operativo y además viene hace un montón de tiempo en los diccionarios. En cuanto a decir que un deportista realiza un entrenamiento, eso es una ordinariez.

Lo que hace un deportista es un entreno, como todo el mundo sabe, a veces en Torino o en Milano. En cuanto a esos coches que circulan por ahí, no se llaman Orión, que es como se llamó siempre la constelación que les da nombre, sino Orion, igual que en la tele, con acento en la primera o, que suena a mucho más coche y además tiene la ventaja de que siempre te van a entender en New York cuando les compres a tus hijos uno de esos pins o pines, la Real aún no se ha pronunciado al respecto— que antes, cuando España era mucho más paleta, teníamos la vulgaridad de llamar insignias.

Por supuesto, la Real Academia no es responsable de que poseamos el mayor índice de políticos analfabetos por metro cuadrado, como tampoco de que el lenguaje de la calle lo establezcan a medias ciertos comentaristas deportivos y los dobladores de películas norteamericanas. Pero también es cierto que hay silencios y claudicaciones cobardes que cantan desde muy lejos.

Porque ya me contarán. Tiene muy poca gracia que algunos desgraciados hayamos pasado la tierna infancia y parte de la juventud acosados por padres y maestros —ahora se dice educadores, creo, retengan la gilipollez— empeñados en inculcarnos una prosa medianamente legible; el respeto a una cierta disciplina que, sin ser férrea, permitiese al menos, a la hora de juntar letras y palabras, hacerlo de modo razonable. Convendrán conmigo en que no tiene ni puñetera gracia que haya sido así y que ahora, cuando uno va y pega unos teclazos para publicar algo por ahí, llegue un corrector de pruebas de esos que a veces acechan emboscados en las editoriales y sustituya, por ejemplo, un lo maté original por un le maté — ¿el alma? ¿la esperanza?—. Después, cuando el que suscribe acude en su busca cegado por santa ira, el canalla sonríe sin remordimiento alguno y, requiriendo el Diccionario de la Real, invoca en su auxilio la doctrina de los santos padres. Eso, si no termina motejándote de fascista por aquello de la intransigencia lingüística. La lengua es algo vivo y democrático, a ver si se entera usted de una vez. Aunque lo normal es que te tutee. Fascista. Que eso es lo que eres con tanta regla y tanta norma. Un chulo y un fascista.

Y hay que dar gracias. Porque, a las malas, igual se pone flamenco y te aplica el libro de estilo de la editorial o el periódico en cuestión. Y te encuentras al héroe de tu historia dándole su carné al policía que comanda la investigación mientras, en el chalé, ella se bebe un güisqui antes del entreno. Sicológicamente traumada tras matarle (al académico). Después de usar el bidé.

26 de septiembre de 1993

domingo, 8 de agosto de 1993

Carniceros de manos limpias


A veces en cualquiera de esas guerras donde hay bombas, tiros, muertos y cosas así, uno se encuentra reflexionando, sin querer, sobre la extraordinaria capacidad de hacer daño a base de perforar, desgarrar y romper que tienen unos pequeños y simples fragmentos de metal. Una guerra es el intento de varios seres humanos por matar o mutilar a otros seres humanos con artilugios que van desde la contundente sencillez de una bala hasta el alarde tecnológico de una bomba guiada por láser. En general, podría definirse un campo de batalla como un lugar donde se utilizan una serie de instrumentos que, a su vez, hacen volar por el aire innumerables fragmentos de metal de diverso tamaño, con resultados más o menos desagradables.

Sorprende lo ingenioso que puede llegar a ser el comportamiento de alguno de esos trocitos de metal. Desde la mina saltarina, que en vez de estallar en el suelo cuando se pisa -efecto cónico, efectividad letal del 60 por ciento- lo hace en el aire -efecto paraguas, efectividad del 85 por ciento-, hasta las granadas de carga hueca o la munición de calibre 5,56. Eso de la 5,56 tiene su chispa, porque pesa menos y posee, además, una ventaja: al dispararse, viaja en el límite de su equilibrio, de forma que, al encontrar un obstáculo, por ejemplo la carne humana, altera la trayectoria y en lugar de salir en línea recta, tuerce, zigzaguea, sale por otro sitio y, de camino, provoca la fractura de los huesos y el estallido de los órganos. La muy picarona.

También es cierto que mata menos, por ejemplo que un calibre 7,62; pero todo está estudiado, porque en esto de las guerras muy pocas cosas resultan casuales hoy en día. Los muertos enemigos están muertos y ya está. Lo verdaderamente eficaz en la doctrina bélica al uso es que el enemigo tenga, más que muertos, muchos heridos graves, mutilados, y cosas así. Eso hace necesario dedicarles esfuerzos de evacuación, cura y hospitalización, entorpece la logística del adversario y le causa graves complicaciones organizativas y de moral. Matar al enemigo ya no se lleva. Ahora lo moderno es hacerle muchos cojos y mancos y tetrapléjicos, y dejar que se las arregle como pueda.

A esa conclusión, imagino, han llegado los estados mayores después de leer el informe -las estadísticas de Vietnam cruzadas con las campañas napoleónicas, o vaya usted a saber- que algún calificado especialista redactó en su ordenador tras analizar vectores, factores, tendencias y parámetros. Pueden imaginarse al susodicho en mangas de camisa, llamándose Mortimer, o Manolo, con la secretaria trayéndole café, gracias, cómo van las cosas, bien, muy bien, siete mil muertos por aquí, diez mil por allá y me llevo cinco, diablos, este café está ardiendo, oye, preciosa, si eres tan amable tráeme los porcentajes de quemaduras de napalm. No, éstas son las quemaduras en población civil, me refiero a las de soldados de infantería. Gracias, Jenifer, o Maripili. ¿Tomas una copa a la salida del trabajo? No fastidies con eso de que estás casada. Yo también estoy casado.

Les parecerá insólito, pero que el artillero serbio dispare la granada de mortero PPK-S1A en lugar de la PPK-S1B contra la cola del agua en Sarajevo puede su poner la diferencia entre que Mirjan, o Jasmina, vivan, mueran, reciban heridas leves o queden mutilados para toda la vida. Y la existencia o disponibilidad de la PPK-S1A o la PPK-S1B dependen menos de las ganas del artillero serbio que de los cálculos estadísticos realizados por nuestros amigos Mortimer o Manolo mientras, entre café y café, intentan llevarse al huerto a la secretaria.

La bala retozona del 5,56 -esa misma que hace zigzag y en vez de salir por aquí, como Dios y la balística mandan, sale por allá o hace estallar el hígado- se comporta así porque, en algún climatizado estudio de proyectos, un brillante ingeniero, hombre pacífico donde los haya, católico practicante, aficionado a la música clásica y a la jardinería, pasó muchas horas diseñando el asunto. Quizá hasta le dio nombre -Bala Louise, o Pequeña Eusebia- porque el día que se le ocurrió el invento era el cumpleaños de su mujer o de su hija.

Después, una vez terminados los planos, con la conciencia tranquila y la satisfacción del deber cumplido, nuestro amigo ingeniero apagó la luz de la mesa de diseño y se fue a Disneylandia con la familia.

Lo terrible del asunto es que si alguien le dijera a Mortimer, o a Manolo, al marido de Louise o al papá de la pequeña Eusebia que son responsables de los crímenes de guerra del artillero Nico Pavlovic allá arriba, junto a su cañón del monte Ingman, o de la barbarie del francotirador Zoltan Monfilovic, emboscado con su 5,56 en un ático de Sarajevo, lo negarían en el acto con sincera indignación. Ellos son técnicos, profesionales de manos limpias. Conciencias tranquilas y transparentes. A ver por qué iban a ser más responsables, o culpables, que un honesto fabricante de coches -de esos que diseñan ataúdes de dieciséis válvulas y los promocionan en la tele bajo el lema: Sé libre, llévalo a tope- pueda serlo de los hierros retorcidos y los muertos estúpidamente tirados, cada fin de semana, en la cuneta de las carreteras.

8 de agosto de 1993

domingo, 1 de agosto de 1993

Tierno verano de perros y ancianitos


Un ingenuo diría, a simple vista, que los perros y los abuelitos abandonados no tienen gran cosa que ver unos con otros. Pero se equivoca. En estas fechas, cuando buena parte de los españoles busca tres o cuatro semanas de felicidad que ha descubierto en los anuncios de la tele, amontonándose en una playa tras combinar, elegante pero informal, el Audi o el Mercedes 190 con las bermudas estampadas, las chanclas de goma y la riñonera, resulta que los perros y los abuelitos son también, a su manera, protagonistas involuntarios de la faceta oscura de esa tragicomedia que se representa cada verano. Una peripecia que sólo en apariencia es inocente.

Basta echar un vistazo a los asilos —también llamados residencias en estos tiempos de no llamar a nada por su nombre— o a las cunetas de las carreteras, para confirmar que estamos en temporada alta de archivar ancianitos y perros para irnos de vacaciones. Supongo —supongamos— que en el fondo no es maldad, sino algún sucedáneo más epidérmico: estupidez, inconsciencia, ignorancia, egoísmo. El impulso no es ejecutar sentencias inapelables, sino mantenerlas en suspenso, de modo temporal, volviendo la espalda por unos días a los hechos y a las responsabilidades. Eso, por supuesto, no atenúa el carácter de la infamia, pero sí permite anestesiar algunos de sus efectos en la conciencia. «Yo no pretendía llegar a tanto», se dice con frecuencia. «Era una solución temporal», puede añadirse a veces. O aquello tan socorrido de «yo nunca pensé que», lo cual tampoco suele quedar mal del todo a la hora de justificar las cosas. Nosotros nunca pensamos que. Hasta que. Concedamos atenuantes: es mala época. Respecto al perro, las residencias caninas son caras, y algunos ni siquiera saben que existen. En cuanto a las sociedades protectoras de animales, igual piden explicaciones o exigen responsabilidades si uno se deja caer por allí con el chucho. La solución es más sencilla: un descampado, la puerta abierta, baja, Tobi, échate una carrera por ahí. Busca, Tobi. Busca. Después, en caso de que esa última carrera desesperada, con el animal quedándose atrás en el retrovisor, haya causado mucha impresión, el remordimiento se pasa rápido. Un poco de mala conciencia, unos llantos de los niños, como mucho.

En cuanto al abuelo, la cosa es más compleja. En primer lugar suele ser más inteligente que el perro y puede oler la tostada, resistiéndose como gato panza arriba. Además, los ancianos suelen tener ahorros, recursos a veces miserables pero nunca del todo desdeñables que conviene, de un modo u otro, asegurar. Así que se trata de proceder con diplomacia y cautela, previa planificación meticulosa con el consorte, la complicidad de los cuñados y, si es posible, de los niños. Vamos a llevarlo a usted a una residencia de verano estupenda, papá, donde lo van a tener en la gloria. Si, ya verás qué bien, abuelito. Esa es la versión suave del asunto, aunque existe la de quédese un momento sentado, papá, con esta monjita tan comprensiva y simpática, que yo voy por tabaco y ahora vuelvo. La implicación de los niños tiene, por otra parte, una ventaja. Así van entrenándose para cuando sean adultos con responsabilidades familiares y les llegue a ellos el turno, doloroso pero inevitable — la vida es difícil y todo eso—, de planificar la encerrona.

Además, qué diablos. No siempre elige uno tener perro ni abuelo para toda la vida. En lo del perro, normalmente son los niños quienes insisten y claro, al final, por no darles un disgusto, terminamos aceptando el cachorrillo, que después crece y no puede dejársele agonizar encerrado en casa como al periquito, la tortuga, los gusanos de seda o el hámster. En cuanto al abuelo, los padres y los suegros, no se eligen, sino que son ellos quienes te engendran a ti o te caen en suerte por matrimonio. Encima, con el tiempo los viejos terminan no siendo lo que eran. Se ensucian, gruñen y dan mucho la barrila. Por otra parte, nadie dice de mandarlos a la cámara de gas, ni a los ancianos ni a los perros. Tampoco hay que sacar las cosas de quicio. En caso del abuelo se trata sólo de un mes, aunque quizá no estaría de más, ya metido en la residencia, prolongar un poco la estancia, porque la verdad es que es un sitio estupendo y está muy bien tratado, con gente de la misma edad para hablar de sus cosas. En cuanto al perro, pues bueno. Tampoco le pegas un tiro, que eso es de nazis. Se le deja suelto en el campo, ya saben, la llamada de la selva. Para que pueda conocer a una perra y rehacer su vida.

Después sólo hay que olvidar miradas. Esos ojos al soltarle la correa y decirle: «Venga, Tobi, búscate la vida.» Su último gesto de fidelidad al ir a buscar, lejos, el palo que hemos arrojado para que nos dé tiempo a cerrar la puerta del coche y escapar. O esos ojos tristes y lúcidos que nos devuelven un reproche silencioso mientras decimos «ahora vuelvo, papá», y que sentimos clavados en nuestra espalda cuando nos alejamos hacia el coche donde espera la familia. Miradas. A fin de cuentas, se trata de un precio ridículo: miradas a cambio de felicidad. Nada que las delicias de Benidorm o Banús, la paella de Villajoyosa, las tetas bronceadas de Salou, Bertín Osborne o Entre amigos vistos en bañador, con un cubata y la ventana del apartamento abierta al mar, no borren en pocos días.

1 de agosto de 1993

domingo, 25 de julio de 1993

Si Cervantes fuera francés


Hay cosas que no termina uno de tragarle a los franceses. Los camiones de fruta quemados en las carreteras, por ejemplo. Los Cien Mil Hijos de San Luis, la fuga de Villeneuve en Trafalgar, la política proserbia en Yugoslavia o esa forma que tienen de enarcar los labios, así, para pronunciar las oes con acento circunflejo. Sin embargo, París lo reconcilia a uno con todo eso. Basta darse una vuelta por los buquinistas de la orilla izquierda, sentarse a tomar algo en Les Deux Magots, leer a Stendhal, calentar un cuchillo y cortarse una rebanada de foie gras regado con Cháteau Margaux, para que todos los prejuicios se diluyan en el aire e incluso ese retrato de Francisco I que hay en el Louvre, de perfil, le caiga a uno simpático. Que ya es caer.

Uno está en ello y se pasea por la plaza de los Vosgos mirando los escaparates de los anticuarios, cuando de pronto va y descubre una bandera francesa que ondea en un edificio, al fondo. Se acerca con la cautela de quien conoce la desmedida afición de los franchutes a ponerle una tricolor a todo lo que no se mueve, y descubre que se trata de la casa donde, según reza la correspondiente placa conmemorativa, vivió Víctor Hugo, patriarca de las letras galas y autor, entre otras cosas, de Los miserables y de Nuestra Señora de París. La visita se vuelve obligada -los niños no pagan- y el visitante deambula con absoluta libertad por estancias llenas de recuerdos, grabados, muebles y fotografías que guardan la memoria del gran hombre. Todo conservado con devoción perfecta, con respeto minucioso que incluye hasta unas flores secas cogidas por Hugo en el campo de batalla de Waterloo, durante la visita que realizó a Bélgica para escribir los dos capítulos sobre esa batalla en Los miserables. Después, en la calle, uno se apoya en cualquier pared, junto a cualquiera de las 85.000 lápidas conmemorativas de franceses que lucharon por la liberación de la Patria existentes en la ciudad -no comprendo cómo tardaron tanto en irse los alemanes, con toda Francia en la Resistencia-, enciende un cigarrillo si es que fuma, y mueve la cabeza reflexionando. Son muy suyos desde luego. Chauvinistas y todo lo que ustedes quieran, con el corazón en la izquierda y la cartera a la derecha. Pero convierten la casa donde vivió Víctor Hugo en monumento nacional con bandera incluida. Y el taller de Delacroix, por ejemplo. O la tumba de Chateaubriand en su isla, frente a Saint-Malo. Y llevan a los niños de los colegios para que lo vean. Y les enseñan, desde pequeñitos y con la letra de La marsellesa, que eso también es Francia. Su orgullo y su memoria.

La segunda parte de la reflexión es descorazonadora porque uno se pregunta, acto seguido, dónde estarían la casa y los recuerdos de Víctor Hugo si en vez de ser hijo de un general de Napoleón hubiera nacido en España. Un país el nuestro donde el que suscribe, por ejemplo, ignora en qué lugares vivieron Lope de Vega, Calderón, Bécquer o Pío Baroja, y aunque lo supiese iba a dar lo mismo. Un país donde creo recordar vagamente que un tal Quevedo estuvo preso escribiendo sonetos en lo que hoy es un hotel de lujo, de acceso restringido a los que pueden pagarlo. Un país donde aquel viejo y buen soldado Miguel de Cervantes, Saavedra por parte de madre, está enterrado detrás de una siniestra y anónima pared de ladrillo en un convento olvidado de Madrid, con una placa de mala muerte apenas visible en un callejón oscuro. Donde la casa donde se imprimió el Quijote no es más que eso, una casa donde algunos pocos saben que se imprimió el Quijote. Donde lo que encuentran los que viajan por La Mancha son, molinos aparte, tascas de carretera anunciando vinos y quesos bautizados como personajes de Cervantes, y -sutil concesión poética- durante mucho tiempo, en forma de enorme cartel a la entrada de Las Pedroñeras, los siguientes versos inmortales:

En un lugar de la Mancha
don Quijote una mea echó
y salieron unos ajos gordos.
Por eso, andes arriba o abajo
de Pedroñeras son los ajos.

Es mejor no imaginar siquiera qué habrían hecho los franceses, chauvinistas y patrioteros como son, si en vez de nacer en España Cervantes hubiera aterrizado al norte de los Pirineos. A estas alturas tendríamos Cervantes hasta en la sopa, aborrecido de tanto restregárnoslo nuestros vecinos por las narices: casa natal, casa mortuoria, cárceles diversas, imprenta y posadas varias serían, sin la menor duda, santuarios inviolables y de peregrinación obligatoria, con muchas mayúsculas en cualquier guía Hachette o Michelin. Con el dineral que cuesta mantener todo eso, tanta bandera y tanta lápida. Además, ¿imaginan a los turistas japoneses con la efigie del Divino Manco en sus camisetas, visitando Pigalle...? Sudores fríos dan, Sólo de pensarlo.

Claro que, a lo mejor, por mucha casa y mucho museo que le consagrasen, un Cervantes francés tampoco habría escrito el Quijote, cuyo protagonista tan acertadamente refleja la esencia del alma española -Jesús Gil, Ruiz Mateos, Hormaechea, Rappel-Igual hubiera escrito A la recherche du temps perdu. Que como todo el mundo sabe, es una perfecta mariconada.

25 de julio de 1993

domingo, 18 de julio de 1993

Sin moneda para Caronte


Me sorprendió la cara de estupor de mi amigo: desencajada, incrédula. Como si le estuvieran gastando una broma pesada.

-¿Muerto...? ¿Que P. ha muerto? ¡Eso es imposible!

Insistí en el asunto. No sólo es posible que la gente se muera, sino que ocurre con lamentable frecuencia y puntual seguridad a más o menos largo plazo. El común amigo acababa de fallecer de un infarto. Algo muy penoso, en efecto. Triste e inesperado. Pero en cuanto al hecho, al suceso concreto, resultaba real e inapelable.

- También un día te tocará a tí -añadí-. O a mí.

-¡No digas barbaridades!

No digas barbaridades. Me quedé dándole vueltas al comentario y, como ven, todavía sigo haciéndolo. Mi amigo, el del comentario, es un hombre culto, con sentido común. Con esa cierta madurez que dan los años y la vida. Y, sin embargo, la posibilidad de palmar de un infarto se le antoja una barbaridad. Mi amigo tiene una casa, un BMW y una carrera, un par de cuentas bancarias en condiciones, una mujer muy guapa y dos hijos adolescentes con toda la vida por delante. Todos irreprochablemente sanos y felices, dichosos por vivir sumidos en un mundo confortable y en colores suaves. Dolor, muerte, son palabras lejanas, distantes, escritas en otro idioma. Sólo pueden -deben- pronunciarse respecto a otros.

Es curioso. Estamos en un tiempo y unos hábitos en que nos comportamos, vivimos y conversamos entre nosotros igual que si nunca fuese a cogernos el toro. Atrincherados en una barricada de eufemismos, miramos reflejados en el espejo nuestros cuerpos Danone como si éstos tuviesen la perennidad del bronce. Términos como fragilidad, provisionalidad, sufrimiento están desterrados del vocabulario oficial. Vamos por el mundo y por la vida sin moneda para el barquero Caronte en el bolsillo, como si nunca tuviésemos que acercarnos a la orilla de ese río de aguas negras que todos hemos de franquear tarde o temprano. El dolor, la vejez, la muerte, no tienen que ver con nosotros. Parecen exclusivo patrimonio de tipos distantes, más o menos exóticos, de esos que salen en el telediario: los chinos, los maricones con sida, los negros de Somalia, los moros que se ahogan en pateras cruzando el Estrecho. Esos desgraciados bosnios de los Balcanes. Nosotros no. Nosotros somos guapos, fuertes, sanos. Inmortales.

Uno lo piensa a veces, cuando ve a un descerebrado adelantando en zigzag a bordo de un frágil cochecito al que cualquier fabricante canalla y sin escrúpulos le ha instalado un motor de dieciséis válvulas. Cuando observa a Borja Luis engominado, con elegante atuendo y carísima cartera de piel, enarcar una ceja en su asiento de primera clase mientras, cosmopolita, le pide champaña a la azafata del vuelo Madrid-Londres. Cuando ve a Rosamari con ese cuerpazo de veinte años que Dios le ha dado pasar por la calle haciendo temblar los vidrios de los escaparates, convencida de que va a seguir así toda la vida. O al ministro, al director gerente, al fulano o fulana de moda, posando ante los fotógrafos como si Dios acabara de darle una palmadita en el hombro.

Voy a confiarles algo: la vida es un cartón de bingo en el que siempre nos cantan línea antes de tiempo. Felipe González va a morirse un año de éstos. Y Carlos Solchaga. Y Marta Chávarri. Y Mario Conde, Isabel Preysler y el que suscribe. Ninguno de los citados estará vivo, seguramente, para el 2043, que se encuentra, prácticamente, a la vuelta de la esquina. Tampoco -no crean que van a escaparse- ustedes mismos, porque ésa es una rifa en la que todos llevamos papeletas. Pero eso, que parece tan obvio, vivimos sin asumirlo, sin reconocerlo. Desterramos lejos a los ancianos, a los que sufren, a los enfermos y a los muertos. Vivimos en un mundo analgésico, tranquilos, seguros. Somos guapos e inmortales, drogados con lo mucho que nos queremos a nosotros mismos. Somos la biblia en verso, a cámara lenta y con música de anuncio de ron Bacardí. Du-duá. Du-duá.

Grave error. En realidad, nuestro certificado de garantía es tan frágil que no duramos nada. Deténganse un momento a leer la letra pequeña: basta saltarse un semáforo, bajar al cajero automático y tropezarse con un navajero de pulso alterado por el mono. Basta que al mecánico de vuelo se le olvide apretar una tuerca, que un virus nos roce la piel, que un cortocircuito incendie de noche la cortina o que un tipo al que acaban de despedir de su empresa entre en la pizzería donde estamos con los niños, empuñando una escopeta del doce cargada con posta lobera. Uno puede bajar de la acera y no ver un coche, resbalar bajo la ducha, tener un trombo juguetón haciendo turismo por el corazón o por el cerebro, y entonces va y se muere. O sea, fallece. Palma. Desaparece. Pasa a mejor vida o no pasa a ninguna en absoluto. Y entonces va un amigo y le dice a otro: «¿Sabes que Fulano se ha muerto?». Y el otro, que acaba de tomarse una copa con el extinto, o que ayer, sin ir más lejos, lo vio con un aspecto estupendo, va y responde: «¿Fulano? ¡Imposible!». Eso es lo que dice, el muy cretino. Absolutamente seguro de que esa vulgaridad no puede ocurrirle a él.

18 de julio de 1993