Tuve la suerte de criarme en una casa con biblioteca. Incluyendo abuelos y abuelas, en casas con biblioteca. Y en cierto modo se repartían los géneros: la de mis abuelos paternos abundaba en libros de Historia, grandes novelistas del XIX y principios del XX, novelas de folletín tipo Dumas, Hugo, Sue, Féval y Zevaco -heredadas de una bisabuela y leídas por tres generaciones- y volúmenes de revistas ilustradas como La Esfera, La Ilustración y Buen Humor. No recuerdo haber visto nunca allí un libro publicado después de 1936; todos eran libros «de antes de la guerra», como decían entonces las personas mayores.
La biblioteca de mi abuela materna era más actual. Allí leí a Hemingway, a John Dos Passos, a los Mann, a Stephan Zweig y a Scott Fitzgerald, entre otros. Y como esa abuela, que se llamaba María Cristina, vivía con una hermana solterona -la tía Pura- que tenía gustos literarios propios, la biblioteca contaba con una importante sección dedicada a novela policíaca -Hammet, Chandler, George Harmon Coxe, Agatha Christie, Eric Ambler: recuerdo como el paraíso cierto armario ropero repleto de ellos- y otra a los grandes bestseller de entonces, lo que incluía desde Vicky Baum, Frank Slaugther o Frank Yerby hasta Blasco Ibáñez, Graham Greene o Somerset Maugham. Algunos de estos libros traían en la contratapa fotografías de los autores. Y esas fotos marcaban la idea que yo tenía entonces de un escritor de éxito: alguien que, en la terraza de una villa o un hotel de lujo con vistas al Caribe o al Mediterráneo, al Paseo de los Ingleses, a las villas de la Costa Azul, Capri o Corfú, escribía su novela con una estilográfica Montblanc o Parker Duofold sobre una mesa de la que aún no habían retirado el desayuno.
Siempre afirmo -y no siempre me creen- que nunca tuve intención de ser novelista. Lo mío es accidental. Aquella imagen del autor de El filo de la navaja en albornoz, escribiendo con el fondo de las palmeras de Matisse, estaba lejos de mis aspiraciones. Los hoteles que yo quería eran de otra clase: se llamaban Continental de Saigón, Aletti de Argel, Commodore de Beirut, tenían muros picados de metralla y ventanas rotas, aparecían en Paris Match y en los telediarios, y eran frecuentados por reporteros -Jean Lartéguy, Oriana Fallaci, Pierre Schoendoerfer- cuyas vidas yo deseaba compartir. Hasta que al fin lo hice; y también, mochila al hombro, fui habitual de esos hoteles desde principios de los años 70. Sus terrazas no eran las del Negresco, el Danieli o el Vittoria; pero desde ellas vi a críos de quince años recibir con lanzagranadas a los Merkava israelíes en la carretera de Tiro; vi el cielo de Kuwait negro de humo de petróleo en llamas; bailé un bolero con una cantante chadiana a cincuenta pasos de la orilla de un río llena de cadáveres recién ejecutados; y, cómodamente sentado después de una buena cena, vi arder Dubrovnik con el rojo de los incendios reflejándose en los cubitos de hielo que tintineaban en mi copa.
Ahora, con todo eso en la memoria, escribo novelas. O más bien las escribo con la mirada que aquella vida me dejó, interpretada a la luz de los libros que leí. Y sí. Con el tiempo, la buena suerte que siempre me acompañó en las bibliotecas y en la vida hizo posible lo que nunca busqué: que yo también me viese, al cabo, corrigiendo manuscritos en terrazas de hoteles lujosos, con palmeras de Matisse al fondo, o lo que equivalga a eso. Las mismas, quizás, que salían en las fotos de Somerset Maugham o Graham Greene que ilustraban los libros de mi tía Pura. Sin embargo, después de treinta años escribiendo novelas, sé que aquellas imágenes no mostraban la vida real de un escritor. Eran anécdotas comerciales, trofeos gráficos de algo más complejo, duro y gris: el trabajo metódico, agotador, de días y meses y años. La suma de voluntad y tenacidad que supone escribir una novela en la que intentas que todo esté como Dios manda. Las incertidumbres y esfuerzos solitarios sin cámaras ni desayunos con glamour, a solas contigo y con tu historia; sumando folio tras folio, tachando, corrigiendo, llevando sobre el papel, para que otros puedan hacerla suya, la historia por contar que tienes en la cabeza. Con café, aspirinas, cigarrillos para quien los fuma. Con mucho trabajo. Uno o dos años de tu vida y tu salud, para una aventura que no sabes qué suerte correrá cuando otros la lean. Es así como se escriben las novelas: oscura y duramente. «Hacerlo fatiga, mata más que las bombas», me dijo Oriana Fallaci en una de las viejas guerras del Golfo, cuando ya estaba enferma de cáncer. Y es cierto. Allí donde un novelista trabaja no hay terrazas con palmeras de Matisse.
29 de junio de 2014