domingo, 30 de marzo de 2014

Moros de la morería

Pues va a ser que no. Por mi parte, al menos. En los últimos tiempos, un abogado de origen marroquí residente en España, en perfecto ejercicio de su derecho a solicitar, se ha dirigido a la Real Academia con la petición formal de que la palabra moro se defina en el Diccionario como racista, discriminatoria y xenófoba. La cuestión no es menor en absoluto, entre otras cosas porque una definición de esa clase incluida en el DRAE, instrumento que los tribunales hispanohablantes -500 millones de personas a su alcance en España y América- utilizan como base para consultar el verdadero sentido de las palabras en cuanto asunto juzgan, supondría que, en el futuro, cualquier uso de la palabra moro podría verse incluido, por la cara, en dos o tres artículos del Código Penal. Hasta el momento, ateniéndose los jueces a lo que el Diccionario dice -Natural del África septentrional frontera a España. / Que profesa la fe islámica. / Que habitó en España desde el siglo VIII hasta el XV- ninguno de los procedimientos judiciales contra el uso de esta palabra ha prosperado; salvo, lógicamente, cuando ésta iba incluida en contextos realmente injuriosos. La intención expresa del abogado de origen marroquí -moro, según el DRAE- es que el solo uso de la palabra, aunque sea a secas -lo que yo acabo de hacer, por ejemplo- ya pueda constituir delito. «Por eso es innegable revisarla y definirla con contenido racista y xenófobo -dice en su petición- pues su permanencia con la definición actual provoca conflictos y atenta contra la paz social»

Por supuesto, no ha faltado el coro habitual de oportunistas y bobos que, desde la elemental simpleza de esos lugares comunes que tanto placen a ciertos políticos y tertulianos, se han puesto a jalear la idea. Crecido por el apoyo de semejante peña, el abogado solicitante habla incluso de llevar el asunto a los embajadores de países del Magreb, pidiéndoles apoyo diplomático. Mientras tanto, la Real Academia, como no podía ser de otro modo, ha respondido que verdes las han segado. Dicho de otra manera: el Diccionario no se puede construir a la medida de las personas, sino del uso real de una lengua, que es asunto muy complejo que se decanta a lo largo de los siglos, de las sociedades y de la Historia. Las lenguas se hacen por quienes las usan, son herramientas poderosas que sirven para definir y comunicarse, y no hay abogado en el mundo, ni juez, ni gobierno, ni academia, que puedan cambiar eso. Me parece de perlas que quien usa moro en un contexto insultante -no la palabra, que no lo es, sino las que la acompañen y envilezcan- sea castigado por ello; pero el uso malintencionado de una palabra nunca debe perjudicar a quienes la utilizan en su sentido recto y la necesitan para expresarse con eficacia. En español, cuando uno dice moro o mora todos saben perfectamente de qué habla: la palabra es tan definitoria como eslavo, asiático o hispanoamericano. Pretender que sea delito en España, con nuestra dilatada historia moruna a cuestas, es como prohibir que un rifeño llame a un español arume, o ponerle una denuncia a un nacionalista catalán o vasco porque -y eso ocurre con lamentable frecuencia- éste llame español a alguien con mala intención. O decir negro a quien es de raza negra, del mismo modo que a mí se pasaron media vida en África llamándome blanco: unas veces como insulto y otras como simple definición. 

Así que recomiendo al abogado en cuestión y a los aficionados a la demagogia barata que lean un poco; lo justo para saber que cuando alguien dice moro en lengua castellana todo el mundo comprende a qué se refiere: exactamente a la definición del Diccionario, pues para eso están las palabras; para saber de qué se habla cuando se habla. Lo de moro lo usamos en nuestra lengua escrita desde hace nueve siglos y medio; y en la hablada, ni te cuento. Pero es que antes ya estaba en el latín que aquí hablaban los romanos; y después, en nuestra lengua romance: Mauro invenire potueritis, escribía el abad Albelda nada menos que en el año 928. Y de ahí hasta hoy, pasando por los pactos firmados por Alfonso el Batallador cum illos bonos (que, ojo, significa buenos) moros de Tudela, y por el Poema del Cid -los moros yazen muertos, de bivos pocos veo / los moros e las moras vender non los podremos- y por los Claros varones de Castilla o las crónicas de Fernando del Pulgar sobre la guerra de Granada, y por el desembarco en Orán, el Barranco del Lobo, Annual, Monte Arruit, Alhucemas, don Ramón Menéndez Pidal, la guerra civil española, Ceuta, Melilla, Ifni, el Sáhara, las pateras y la pepitilla de doña Fátima. Así que, con Real Academia o sin ella -me alegra decir que, de momento, con ella-, seguiré escribiendo moro hasta que se me desgasten las teclas. 

30 de marzo de 2014 

lunes, 24 de marzo de 2014

Una historia de España (XXI)

Fue durante el siglo XVI, con Carlos I de España y V de Alemania, cuando se afirmó la lengua castellana, por ahí afuera llamada española, como lengua chachi del imperio. Y eso ocurrió de una forma que podríamos llamar natural, porque el concepto de lengua-nación, con sus ventajas y puñetas colaterales incluidas, no surgiría hasta siglos más tarde. Ya Antonio de Nebrija, al publicar su Gramática en 1492, había intuido la cosa recordando lo que ocurrió con el latín cuando el Imperio Romano; y así fue: tanto en España como el resto de la Europa que pintaba algo, las más potentes lenguas vernáculas se fueron introduciendo inevitablemente en la literatura, la religión, la administración y la justicia, llevándoselas al huerto no mediante una imposición forzosa -como insisten en afirmar ciertos manipuladores y/o cantamañanas-, sino como consecuencia natural del asunto. Por razones que sólo un idiota no entendería, una lengua de uso general, hablada en todos los territorios de cada país o imperio, facilitaba mucho la vida a los gobernantes y a los gobernados. Esa lengua pudo ser cualquiera de las varias que se hablaban en España, aparte el latín culto -catalán con sus variantes valenciana y balear, galaico-portugués, vascuence y árabe morisco-, pero acabó mojándoles la oreja a todas el castellano: nombre por otra parte injusto, pues margina el mayor derecho que a bautizar esa lengua tenían los muy antiguos reinos de León y Aragón. Sin embargo, este fenómeno, atención al dato, no fue sólo español. Ocurrió en todas partes. En el imperio central europeo, el alemán se calzó al checo. Otra lengua importante, como el neerlandés -culturalmente tan valiosa como el prestigioso y extendido catalán-, acabaría limitada a las futuras provincias independientes que formaron Holanda. Y en Francia e Inglaterra, el inglés y el francés arrinconaron el galés, el irlandés, el bretón, el vasco y el occitano. Todas esas lenguas, como las otras españolas, mantuvieron su uso doméstico, familiar y rural en sus respectivas zonas, mientras que la lengua de uso general, castellana en nuestro caso, se convertía en la de los negocios, el comercio, la administración, la cultura; la que quienes deseaban prosperar, hacer fortuna, instruirse, viajar e intercambiar utilidades, adoptaron poco a poco como propia. Y conviene señalar aquí, para aviso de mareantes y tontos del ciruelo, que esa elección fue por completo voluntaria, en un proceso de absoluta naturalidad histórica; por simples razones de mercado (como dice el historiador andaluz Antonio Miguel Bernal, y como dejó claro en 1572 el catalán Lluis Pons cuando, al publicar en castellano un libro dedicado a su ciudad natal, Tarragona, afirmó hacerlo por ser esta parla la más usada en todos los reinos). Y no está de más recordar que ni siquiera en el siglo XVII, con los intentos de unidad del ministro Olivares, hubo imposición del castellano, ni en Cataluña ni en ninguna otra parte. Curiosamente, fue la Iglesia católica la única institución que aquí, atenta a su negocio, en materia religiosa mantuvo siempre una actitud de intransigencia frente a las lenguas vernáculas -sin distinguir entre castellano, vasco, gallego o catalán-, ordenando quemar cualquier traducción de la Biblia porque le estropeaba el rentable papel de único intermediario, en plan sacerdote egipcio, entre los textos sagrados y el pueblo; que cuanto más analfabeto y acrítico, mejor. Y aquí seguimos. En realidad, la única prohibición de hablar una lengua vernácula española afectó a los moriscos; mientras que, ya en 1531, Inglaterra había prohibido el gaélico en la justicia y otros actos oficiales, y un decreto de 1539 hizo oficial el francés en Francia, marginando lo otro. En España, sin embargo, nada hubo de eso: el latín siguió siendo lengua culta y científica, mientras impresores, funcionarios, diplomáticos, escritores y cuantos querían buscarse la vida en los vastos territorios del imperio optaron por la útil lengua castellana. La Gramática de Nebrija, dando solidez y sistema a una de las lenguas hispanas -quizá el catalán sería hoy la principal, de haber tenido un Antoni Nebrijet que le madrugara al otro-, consiguió lo que en Alemania haría la Biblia traducida por Lutero al alemán, o en Italia el toscano usado por Dante en La Divina Comedia como base del italiano de ahora. Y la hegemonía militar y política que a esas alturas había alcanzado España no hizo sino reforzar el prestigio del castellano: Europa se llenó de libros impresos en español, los ejércitos usaron palabras nuestras como base de su lengua franca, y el salto de toda esa potencia cultural a los territorios recién conquistados en América convirtió al castellano, por simple justicia histórica, en lengua universal. Y las que no, pues oigan. Mala suerte. Pues no. 

[Continuará]. 

24 de marzo de 2014

domingo, 16 de marzo de 2014

¿Cómo se evita la masturbación?

No tiene desperdicio, así que lo recomiendo. Denle al buscador de Internet, y luego no vayan diciendo que soy un descreído materialista, ajeno a las cosas del espíritu. O del alma. Como ven, hago publicidad gratis, por la patilla, del asunto que nos ocupa. Todo sea por la salvación propia y ajena. Y por la higiene; que una cosa lleva a la otra, o viceversa. El asunto se llama Educar hoy: sexualidad, vida y salud, y está trajinado por un equipo de profesionales adscrito a una prestigiosa universidad cuya localización geográfica dejo a ustedes el cuidado de adivinar. Y lo bonito del asunto no es que los contenidos de ese lugar internetero manifiesten opiniones libres en un país libre, sino que, además, tales opiniones se ofrecen públicamente como servicio serio a centros escolares, guías didácticas y material educativo de profesores. Para enderezar, en fin, tiernos retoños antes de que los vicie el peso del pecado. Por eso hoy los cito, difundo y aplaudo. No siempre va a ser mi inmediato vecino de página quien se ocupe de asuntos del espíritu. 

La masturbación, asegura ese equipo de educadores profesionales, conlleva alivio físico, para qué nos vamos a engañar; pero nunca una satisfacción afectiva plena. No es verdadero aprendizaje del amor. Al contrario: es un abandono egocéntrico propio de inmaduros adolescentes; y aquellos que afirman que les apetece, relaja o divierte, y que no ven nada malo en ello, están equivocados: «Para estas personas es aconsejable la consulta con un profesional de confianza que les pueda ayudar a superar esa falta de control». Por ejemplo, un médico, un psicólogo, o, atención, «un asesor espiritual, a condición de que entienda el problema»

Pero bueno. Imaginen que ustedes, jóvenes o adultos, sienten unos deseos irreprimibles de abandonarse egocéntricamente, y que en ese momento no tienen cerca un confesor experto en masturbaciones. Tranquilos. Existen argumentos para combatir la cosa en solitario. Por ejemplo, éste: «Ayuda a fortalecer la decisión de no masturbarse el recordar que es necesario protegerse de la erotización del entorno actual». ¿Y cómo hacerlo? ¿Cómo fortalecer a los jóvenes, tan vulnerables a la masturbación y otras perversiones?, se preguntarán ustedes con ansia. Pues muy fácil. Instalando el ordenador en lugares visibles de casa como la sala de estar, haciendo uso moderado de las redes sociales y, sobre todo, de la tele: «Ciertas series pueden erotizar a los adolescentes aunque no tengan contenido sexual explícito». Otra manera de evitar la masturbación es ocupar el tiempo libre de modo constructivo; por ejemplo, buscando junto con sanas amistades «la respuesta a los problemas bioéticos que se plantean hoy en día, como el aborto, la clonación, la eutanasia o la responsabilidad que tenemos ante el hambre en el mundo»: sistemas infalibles, todos, para que a uno se le vayan las ganas. Pero esas respuestas, ojo, no deben buscarse en promiscuos centros comerciales: «Los que pasan tardes enteras en centros comerciales acaban buscando pareja para pasar el rato. Los rollos de una tarde no te preparan para el amor; más bien te predisponen para la masturbación». Como también predisponen «el tabaco, el alcohol y otras drogas, como la marihuana». Porque el mayor beneficio «es abstenerse de cualquier actividad sexual hasta la edad adulta: la situación ideal es haber alcanzado un compromiso estable y duradero en el matrimonio»

Hay más consejos útiles, decisivos, pero se me acaba la página. Son interesantes y educativas, también, las opiniones sobre homosexualidad y la forma de curar a los enfermos que la practican, habida cuenta de que «el estilo de vida homosexual, especialmente en varones homosexuales, conlleva riesgos graves para la salud». Ni es moco de pavo la consideración sobre invitar o no -por supuesto, no- a casa a un hijo o miembro de la familia si viene «con la novia con quien convive, es divorciado con nueva pareja o pareja homosexual». En tales casos, el consejo es reunirse con ellos «a cenar, tomar un café, en otro sitio que no sea nuestro hogar»

Les recomiendo la página: bello manual para habitar el templo sagrado de nuestro cuerpo. Como dije antes, la sigo mucho; y gracias a ella tengo una serenidad espiritual que te rilas, tía Camila. He dejado de visitar centros comerciales, no cato la marihuana ni me junto con divorciados, y estos días ando -asignatura pendiente- atento a que los educadores de la prestigiosa universidad me detallen los daños bioéticos resultantes de masturbar a otros. O a otras. 

16 de marzo de 2014 

domingo, 9 de marzo de 2014

Una historia de España (XX)

Y ahora, ante el episodio más espectacular de nuestra historia, imaginen los motivos. Usted, por ejemplo, es un labriego extremeño, vasco, castellano. De donde sea. Pongamos que se llama Pepe, y que riega con sudor una tierra dura e ingrata de la que saca para malvivir; y eso, además, se lo soplan los Montoros de la época, los nobles convertidos en sanguijuelas y la Iglesia con sus latifundios, diezmos y primicias. Y usted, como sus padres y abuelos, y también como sus hijos y nietos, sabe que no saldrá de eso en la puñetera vida, y que su destino eterno en esta España miserable será agachar la cabeza ante el recaudador, lamer las botas del noble o besar la mano del cura, que encima le dice a su señora, en el confesionario, cómo se te ocurre hacerle eso a tu marido, que te vas a condenar por pecadora. Y nuestro pobre hombre está en ello, cavilando si no será mejor reunir la mala leche propia de su maltratada raza, juntarla con el carácter sobrio, duro y violento que le dejaron ocho siglos de acuchillarse con moros, saquear el palacio del noble, quemar la iglesia con el cura dentro y colgar al recaudador de impuestos de una encina, y luego que salga el sol por Antequera. Y en eso está, afilando la hoz para segar algo más que trigo, dispuesto a llevárselo todo por delante, cuando llega su primo Manolo y dice: chaval, han descubierto un sitio que se llama las Indias, o América, o como te salga de los huevos porque está sin llamarlo todavía, y dicen que está lleno de oro, plata, tierras nuevas e indias que tragan. Sólo hay que ir allí, y jugársela: o revientas o vuelves millonetis. Y lo de reventar ya lo tienes seguro aquí, así que tú mismo. Vente a Alemania, Pepe. De manera que nuestro hombre dice: pues bueno, pues vale. De perdidos, a las Indias. Y allí desembarcan unos cuantos centenares de Manolos, Pacos, Pepes, Ignacios, Jorges, Santiagos y Vicentes dispuestos a eso: a hacerse ricos a sangre y fuego o a dejarse el pellejo en ello, haciendo lo que le canta el gentil mancebo a don Quijote: A la guerra me lleva / mi necesidad. / Si hubiera dineros / no iría, en verdad. Y esos magníficos animales, duros y crueles como la tierra que los parió, incapaces de tener con el mundo la piedad que éste no tuvo con ellos, desembarcan en playas desconocidas, caminan por selvas hostiles comidos de fiebre, vadean ríos llenos de caimanes, marchan bajo aguaceros, sequías y calores terribles con sus armas y corazas, con sus medallas de santos y escapularios al cuello, sus supersticiones, sus brutalidades, miedos y odios. Y así, pelean con indios, matan, violan, saquean, esclavizan, persiguen la quimera del oro de sus sueños, descubren ciudades, destruyen civilizaciones y pagan el precio que estaban dispuestos a pagar: mueren en pantanos y selvas, son devorados por tribus caníbales o sacrificados en altares de ídolos extraños, pelean solos o en grupo gritando su miedo, su desesperación y su coraje; y en los ratos libres, por no perder la costumbre, se matan unos a otros, navarros contra aragoneses, valencianos contra castellanos, andaluces contra gallegos, maricón el último, llevando a donde van las mismas viejas rencillas, los odios, la violencia, la marca de Caín que todo español lleva en su memoria genética. Y así, Hernán Cortés y su gente conquistan México, y Pizarro el Perú, y Núñez de Balboa llega al Pacífico, y otros muchos se pierden en la selva y en el olvido. Y unos pocos vuelven ricos a su pueblo, viejos y llenos de cicatrices; pero la mayor parte se queda allí, en el fondo de los ríos, en templos manchados de sangre, en tumbas olvidadas y cubiertas de maleza. Y los que no palman a manos de sus mismos compañeros, acaban ejecutados por sublevarse contra el virrey, por ir a su aire, por arrogancia, por ambición; o, tras conquistar imperios, terminan mendigando a la puerta de las iglesias, mientras a las tierras que descubrieron con su sangre y peligros llega ahora desde España una nube parásita de funcionarios reales, de recaudadores, de curas, de explotadores de minas y tierras, de buitres dispuestos a hacerse cargo del asunto. Pero aun así, sin pretenderlo, preñando a las indias y casándose con ellas -en lugar de exterminarlas, como en el norte harían los anglosajones-, bautizando a sus hijos y haciéndolos suyos, emparentando con guerreros valientes y fieles que, como los tlaxcaltecas, no los abandonaron en las noches tristes de matanza y derrota, toda esa panda de admirables hijos de puta crea un mundo nuevo por el que se extiende una lengua poderosa y magnífica llamada castellana, allí española, que hoy hablan 500 millones de personas y de la que el mejicano Carlos Fuentes dijo: «Se llevaron el oro, pero nos trajeron el oro». 

9 de marzo de 2014 

domingo, 2 de marzo de 2014

Unamuneando

Es que aquí no pasa el tiempo, oigan. O lo parece. Hace ya 120 años, en 1894, Miguel de Unamuno publicó un ensayo titulado Sobre el marasmo actual de España. Leerlo tiene su puntito aterrador, porque algunos de sus párrafos parecen haber sido escritos para la España de hoy. O más bien, nota trágica del asunto, para la España de siempre: la que no muere, y una y otra vez nos mata. Por eso me permito esta vez un elocuente experimento de corta y pega, utilizando para componer este artículo una sucesión de frases cortas, todas literales, extraídas del ensayo unamuniano sin añadir ni una palabra de mi propiedad. Decidan ustedes si el buen don Miguel estaba equivocado, si hablaba sólo de su triste tiempo, o si se limitó a describir, con buen pulso y mejor ojo, nuestro eterno día de la marmota: 

Atraviesa la sociedad española honda crisis. Nos gobiernan, ya la voluntariedad del arranque, ya el abandono fatalista. Perpetúase el férreo peso de la ley social de bien parecer y de las mentiras a que se doblegan, por mucho que se encabriten, los individuos que sin aquélla sienten falta de tierra en la que sentar el pie. A la sombra de individualismo egoísta y excluyente acompaña la falta de personalidad. En esta sociedad compuesta de camarillas que se aborrecen sin conocerse, es desconsolador el atomismo salvaje de que no se sabe salir si no es para organizarse con comités, comisiones, subcomisiones y otras zarandajas. Extiéndese y se dilata por toda nuestra sociedad una enorme monotonía que se resuelve en atonía, uniformidad mate, ingente ramplonería. Todo por empeñarse en disociar lo asociado y formular lo informulable. 

Es cada día mayor la ignorancia. Sobre esta miseria espiritual se extiende el pólipo político. En una politiquilla al menudeo suplanta la ingeniosidad al saber sólido. La pequeñez de la política extiende su virus por todas las demás expansiones del alma nacional. Los viejos partidos, amojamados en su ordenancismo de corteza, se arrastran desecados. Sudan los más populares por organizar almas hueras de ideas, hacer formas donde no hay substancia, cohesionar átomos incoherentes. Y nos recetan dieta. 

En España, el pueblo es masa electoral y contribuible. Todo aquí es cerrado y estrecho, de lo que nos ofrece típico ejemplo la prensa periódica. Es ésta una balsa de agua encharcada, vive de sí misma. En cada redacción se tiene presente, no al público, sino a las demás redacciones. Los periodistas escriben unos para otros, no conocen al público ni creen en él. Estúdiese la prensa con sus flaquezas todas, y se verá fiel trasunto de nuestra sociedad. 

Fue cumpliéndose la europeización de España, pero trabajosamente. Tuvimos nuestras contiendas civiles, llegó luego el esfuerzo del 68 y el 74, y pasado él hemos caído rendidos, en pleno colapso. En tanto, reaparece la Inquisición, nunca domada, a despecho de la libertad oficial. Es un espectáculo deprimente el estado mental y moral de nuestra sociedad. Es una pobre conciencia colectiva homogénea y rasa. Pesa sobre nosotros una atmósfera de bochorno; debajo de una costra de gravedad formal se extiende una ramplonería comprimida, una enorme trivialidad y vulgachería. No hay corrientes vivas internas en nuestra vida intelectual y moral; esto es un pantano de agua estancada, no corriente de manantial. Alguna que otra pedrada agita su superficie, y a lo sumo revuelve el légamo del fondo y enturbia con fango. Bajo una atmósfera soporífera se extiende un páramo espiritual de una aridez que espanta. Y no es nuestro mal tanto la pobreza cuanto el empeño de aparentar lo que no hay. ¡Y mucho cuidado con decir la verdad! Al que la declare sin ambages ni rodeos, acúsanle de pesimismo. Quieren mantener la ridícula comedia de un pueblo que finge engañarse respecto a su estado. 

He aquí la palabra terrible: no hay juventud. Habrá jóvenes, pero juventud falta. Y es que la tienen comprimida. ¿Es que se sabe distinguir el brote nuevo? Se ha ejercido con implacable saña la tarea de despachurrar a los retoños tiernos, sin discernir el tierno tallo de la broza, y no se han tocado los tumores y excrecencias de las viejas encinas ungidas e intangibles. ¡Cuántos jóvenes muertos en flor en esta sociedad que sólo ve lo hecho, ciega para lo que se está haciendo! ¡Muertos todos los que no se han alistado en alguna de las masonerías, la blanca, la negra, la gris, la roja, la azul!... Los jóvenes tardan en dejar el arrimo de las faldas maternas, en separarse de la placenta familiar. Para escapar a la eliminación ponen en juego sus facultades camaleónicas hasta tomar el color del fondo ambiente. Las fuerzas más frescas y juveniles se agotan en establecerse, en la lucha por el destino. Se ahoga a la juventud sin comprenderla.