domingo, 30 de julio de 2000

El hombre de la esquina


La verdad es que no sé cómo se llama. Es tipo menudo, con cara ratonil, bigotito ralo y ojos claros. Tiene en los pies un defecto de nacimiento que le impide caminar bien. Ahora debe de andar por los sesenta y pocos. Durante más de veinte años lo estuve saludando con un buenos días o un buenas tardes cada vez que me lo cruzaba en la cafetería Fuyma, en la plaza del Callao de Madrid. No era camarero, sino una especie de hombre para todo; pero alguna vez sustituyó a los camaretas de verdad cuando se iban de vacaciones. Vendió décimos, hizo de limpia, y la mayor parte del tiempo metía y sacaba cajas, barría el suelo, echaba serrín los días de lluvia, traía tabaco y cosas así. También —y es lo que más me gustaba de él— era amable y respetuoso con la lumis maduras, decrépitas bellezas gloriosas del cercano Pasapoga, que ya en plan de francas marujonas resignadas a los estragos de la vida, aposentaban los restos de su palmito en la cafetería por las tardes, haciendo punto mientras esperaban a improbables clientes. En cuanto al tipo del que les hablo, algunas noches, cuando yo era casi un crío y regresaba del diario Pueblo, o después, al salir tarde de los cines de la Gran Vía y entrar en Fuyma para el último café, me lo encontraba allí recogiendo las sillas o echando las persianas metálicas. Siempre me pareció buena gente, aunque en este perro mundo nunca se sabe. Fuyma lo cerraron hace no sé cuántos años: seis o siete, tal vez más. Una tarde estuve en la barra, trasegando algo antes de meterme en un cine; y al día siguiente había un cartel diciendo que iba a abrirse allí la sucursal de un puto banco, como siempre. Cajanosequé. Ahora —paradojas de la vida— justo al lado del banco, donde antes no había ni cafetería, ni bares ni nada, hay abiertos dos o tres de esos de diseño, de la Compañía de las Indias Tibetanas o algo así, muy agradables y siempre llenos de bote en bote, pero que nada tienen que ver con el ritmo tranquilo del viejo Fuyma, el sol entrando por los ventanales, la clientela antigua, gente pureta que parecía anclada en Celia Gómez y el bayón, y los camareros clásicos: esos fulanos serios, eficientes y con modales, capaces de hacer del suyo un digno oficio. Y entre ellos, siempre trajinando discretamente de aquí para allá, aquel curioso tipo con bigotito y cara de ratón.

Les cuento todo esto porque me lo encontré hace unos meses, en una esquina de la calle de Alcalá, pidiendo limosna. Estaba sentado en un banco que hay allí, con una caja de cartón y unas monedas a los pies. Me quedé tan estupefacto que no pude menos que preguntarle: «Pero hombre, ¿qué hace usted aquí?». Mi cara de sorpresa era tal, y el tono tan crispado, que debió de sonarle a reproche, porque pareció avergonzarse, y levantó las palmas de las manos corno si se excusara porque lo viese de aquella manera. Ya sabe, dijo. Lo de siempre. Le pregunté qué era lo de siempre, y me contó a retazos, en efecto, lo de siempre: una historia confusa de amarguras y mala suerte que nada tenía de original tratándose del país miserable en que vivimos. Una maniobra de un banco, un cierre y la jodía calle. Por suerte, contó, el dueño tuvo el detalle de arriarle alguna viruta, y ponerlo en el paro. Pero el sonante y el paro se habían acabado, y tenía hijos, creo, y una legítima; y a los sesenta años ya me contarán quién le va a dar trabajo a un inválido devuelto al corral. Así que aquí estoy, buscándome la vida en el mismo barrio. Recordando mejores tiempos. De cualquier manera —se reía con mala leche bajo su bigotillo de ratón derrotado— dicen que España va bien. Le di lo más que pude de lo que llevaba encima, y estreché la mano que me ofrecía antes de irme. Más avergonzado yo mismo que él. Desde entonces lo vuelvo a ver siempre que paso por esa esquina, y cada vez me saluda, me detengo, cambiamos unas palabras, le estrecho la mano y deslizo en ella un talego. Pero es una situación incómoda; y me deja tanta desazón dentro, que a veces procuro evitar esa esquina y doy un rodeo para no encontrármelo. Y bien sabe Dios, o quien sepa de esta mierda, que no es por ahorrarme un Hernán Cortés, sino por otra cosa que resulta difícil explicar aquí. Yo sé lo que me digo. Sin embargo, a veces, cuando eludo esa esquina varias veces seguidas, me siento peor aún. Entonces vuelvo a pasar, y a detenerme, y a estrechar su mano. Y mientras charlamos unos segundos, igual que si se tratara de un gesto casual de los viejos tiempos, vuelvo a ponerle en ella un billete. Lo hago casi furtivamente, entre nosotros, igual que hace años le dejaba en los dedos cinco duros al traerme la vuelta del paquete de tabaco. La verdad es que no me atrevo a dejarlo al pasar, en la caja de cartón que hay en el suelo, junto a sus extraños zapatos de cuero deforme. Hacerlo de ese modo sería darle limosna. Y yo a ese hombre no le he dado limosna nunca.

30 de julio de 2000

domingo, 23 de julio de 2000

Las preguntas de Octavio


Ocurrió allá por marzo y en Galicia, así que a muchos de ustedes se les habrá olvidado. A los que seguro que se les ha olvidado de verdad es a los golfos y las golfas, quiero decir a los políticos, que se dejaron caer por el entierro con cara de circunstancias para decirle a los periodistas que la terapia era correcta. Hagan memoria. El hijo era esquizofrénico, el padre era taxista y la madre estaba al límite de los límites. Habían removido cielo y tierra para conseguir un poco de ayuda que les permitiera seguir vivos con dignidad y con decencia. Con la mínima. Sumaban ya años de palabras vacías, de palmaditas en la espalda, de mucha sonrisa y mucha larga cambiada. El diagnóstico era trastorno mental grave, con accesos de violencia. Para el chico, cuanto se movía delante era enemigo. Para hacerle frente al problema, todo lo que la administración de mierda de este país de mierda proporcionaba a esa familia —sin recursos para irse a un sanatorio de Miami—, eran drogas para dormir a un toro de lidia y buenas palabras, y cejas comprensivamente enarcadas de 9,00 a 16,00. El resto del tiempo, amén de las noches, que con un majara en casa se hacen más bien largas, aterriza como puedas. Segunda y última puntada: después de años así, un día la madre se levanta de la cama después de pasar la noche en blanco y pensándolo. Luego le corta el cuello al hijo, escribe una nota para su marido, coge el mismo camino por el que cada día llevaba a su zagal hasta el centro terapéutico o como carajo se llame, va a la playa, se mete en el agua y nada hacia adentro sin preocuparse de volver. Luego, cuando la sacan tiesa, el taxista los entierra a ella y al hijo, y todavía tiene que oír en el funeral cómo la conselleira, o la subsecretaria, o la Bernarda y su chichi, o quien carajo fuera la que estuvo largando allí, le da capotazos a la prensa y se lava las manos en una jofaina del tamaño de una plaza de toros: que si el entorno familiar no era el adecuado —evidentemente no lo era—, que si la terapia —a cualquier cosa la llaman terapia— resultaba indicada en esos casos, etcétera. Y para apuntillar, la tele se descuelga con reportajes presentados por compungidos presentadores, diciendo hay que ver, pero claro, la cosa estaba mal, el chico tenía poca solución. Incluso la madre, insinúa un médico, también necesitaba asistencia psiquiátrica. Nos ha jodido. Y cualquiera. Al final, casi resulta que la culpa fue del taxista. Al hilo de todo este asunto, mi amigo Octavio, el celta irreductible, con quien estuve el otro día tomando copas en Santiago de Compostela, me hacía a la tercera ginebra unas preguntas ingenuas. ¿Es lícito —inquiría, en esencia— que con este panorama, los señores diputados se suban el sueldo cada quince días, para pagarse con la Visa Oro putas que les metan un pepino en la recámara?... ¿Es lícito —seguía preguntando mi amigo, siempre en esencia— que no haya asistencia eficaz para la familia del taxista, y no se construyan centros adecuados porque el dinero hace falta, por ejemplo, para pagar los viajes de Fraga a Cuba?... Octavio es joven, claro. Roza la palabra desesperación, como todo ser humano lúcido; pero aún no llega a asumirla del todo. Algunos, yo mismo, habríamos podido añadirle unos cuantos es lícito más. ¿Es lícito —verbigracia— que después del entierro el taxista coja el hacha de cortar leña o la escopeta de caza y se dé una vuelta por algunas entidades y despachos oficiales para agradecer los servicios prestados?...

Hoy me va quedando ya poca página, así que dejaremos que las respuestas las decida cada quisque. En cualquier caso, déjenme meter la mano al azar en el correo y sacar una carta, una cualquiera de esos cientos que no contesto nunca, y anticiparles una nueva función para que la conselleira, o el subsecretario, o quien carajo sea el bocazas de turno, pueda salir en un próximo telediario. Ella, cincuenta años, Alzheimer grave, encamada, que vive sola con su marido. Él, más o menos de su edad, lleva meses sin dormir más de cinco minutos seguidos, porque ella no para de noche ni de día entre gritos, terrores que le van y le vienen, días que come y días que no. A ella no la quieren en una residencia privada —que además habría que pagar a tocateja—, y no puede ir a una pública porque es demasiado joven. A él, cada vez que peregrina en busca de una solución, lo único que le dan son sonrisas comprensivas para su tragedia. Resignación, ya sabe. La vida es dura. Nosotros tenemos normas, bla, bla. Ojalá pudiéramos ayudarle. Etcétera. Todo tan clásico y previsible que da náuseas por anticipado. Y luego, ya saben: después del entierro, o de la foto del furgón policial, ustedes, yo, todos nosotros, tendremos quince segundos de telediario para horrorizarnos como es debido, antes de zapear de nuevo entre la liga de campeones y el Gran Hermano y la puta que nos parió.

23 de julio de 2000

domingo, 16 de julio de 2000

Una de moda y glamour


Les juro a ustedes por mis muertos más frescos que este año no quería. Por una vez, ya en plena temporada, había hecho firme propósito de enmienda, dispuesto a no tocar, ni siquiera de refilón, el tema tradicional en esta página de la indumentaria veraniega. Estaba dispuesto a escribir sobre cualquier otra cosa: a darle un puntazo al clero integrista y ultramontano, por ejemplo, para amargarle las vacaciones a mi santa madre, so pretexto de los obispos brasileños y el preservativo; o a pedir formalmente el exterminio sistemático de los hinchas de fútbol ingleses, los hooligans o como se llamen, mediante la puesta en el mercado oportuno de hectólitros de cerveza fermentada en ácido prúsico. Incluso tenía previsto, por aquello del rifirrafe del otro día entre mi vecino el rey de Redonda y el beligerante académico euskaldún que lo acusaba de ser nostálgico del duque de Alba, coger las Décadas de la guerra de Flandes del padre jesuita Famiano y dedicar un rato a contar los innumerables apellidos vascos que figuran entre los capitanes y soldados españoles que con el de Alba participaron en esa guerra, como en todas las demás, en un tiempo en que la mili —aunque lo mismo ahora resulta que los libros de texto de esa comunidad autónoma afirman lo contrario—, era cualquier cosa menos obligatoria.

Estaba dispuesto a abordar uno de esos temas, repito, eludiendo piadosamente la serpiente multicolor veraniega. Pero hete aquí que acabo de darme de boca con uno de los miles de apasionantes reportajes que publican los suplementos dominicales —ahora que caigo, puede que fuera éste— dando consejos especializados sobre el indumento que deben adoptar quienes deseen ser tenidos por sofisticados y glamurosos a la hora de pasear por el mercadillo de la playa o tomarse copas en el lugar idóneo. Y, claro, me ha saltado el automático, incluyendo abundante goteo del colmillo. Si usted quiere estar a la moda estos meses de calor y no ser un tiñalpa de mierda, aconseja el texto glosado, póngase un smoking fucsia de Vagina Schmeisser si es hembra, y estará genial. Y hágalo en el acto, porque una mujer con smoking —se afirma literalmente— sigue siendo lo más ultrafemenino y sexy. En cuanto a los hombres, que no se les ocurra bajo ningún concepto ponerse tejanos de Izaskun Sánchez que no lleven la vuelta doblada tres palmos; ni, si viste formal, otros zapatos que no sean los de color caramelo que valen treinta mil pesetas, siempre y cuando, naturalmente, se acompañen con un chino claro y calcetines de colores. Salvo, oído al parche, que usted utilice un traje oscuro de Chochino y Vicentini, en cuyo caso usará, so pena de que lo miren mal en Puerto Banús, mocasines de vivos colores, ora rojos, ora verdes, o de piel de serpiente o cebra por los que habrá abonado otras treinta mil. Mucho ojito ahí con ponerse calcetines, que no se llevan. Y en caso de que se decida por el traje claro, entérese de una puta vez de que los mocasines no valen, ni la camisa tampoco. Imprescindible usar una camiseta de Armancio Sopla Poglia, azul celeste por más señas, y sandalias que podrá adquirir en No Te Jode's Shoes por veinte billetes de a mil. Y es que tiene cojones, oigan. Si uno, o una, acepta la dictadura del diseño y el fashion, o corno se diga —hasta hay canales de tv por cable que sólo pasan a tíos y tías desfilando, y ahora los diarios incluyen la moda en las páginas de cultura—, y quiere quedar bien y que los gorilas de la puerta lo dejen entrar en los bares de copas, está condenado a vestir como un perfecto tonto del culo, y encima gastarse una pasta. La otra presunta alternativa, la de la liberté, la egalité y la fraternité, que tampoco la regalan, no deja otra opción que la camiseta de colorines, el calzón-bañador multiuso y las chanclas, adobado con los michelines tatuados, el ombligo en rodajas a la vista, y el arito de oro haciendo piercing en una teta. En cuanto a la vía normal, la del vestido corriente, y la blusa o la honesta camisa, y el pantalón y las zapatillas de tenis o los zapatos con calcetines, acompañados de noche con una chaqueta, una rebeca o un suéter, eso queda para los abuelos puretas y los antiguos, y según los cánones al uso —nuevo barroco, se llama la moda esta temporada, con permiso de Quevedo y Velázquez y Valdés Leal y Alonso Cano— vestido así no hay quien se coma una rosca ni se gane el respeto de los camareros ni de los Charlies que te venden abalorios en los tenderetes. De ese modo vivimos, un verano más, entre el glamour de la gilipollez galopante y el museo de los horrores peludos; y así van los abuelos como van, despendolados por Benidorm, con camisetas de Pokémon y enseñando las varices. Y es que —como decía no recuerdo si un ministro de Cultura o un presidente de club de fútbol, que es lo mismo— en este país siempre terminan poniéndote entre la espalda y la pared.

16 de julio de 2000

domingo, 9 de julio de 2000

Sostiene Marías


No te disminuyas, vecino. No dejes que las academias vascongadas, catalaúnicas o galaicas, las ligas antitabaco, los hinchas del Athletic o las erizas en pie de guerra te desmoralicen con sus cartas, iras y fobias, ni que los cretinos que confunden la parte con el todo, lo particular con lo general, la memoria con la reacción, te alteren el pulso, ni piensen que porque eres un chico educado, casi británico, puedan venir a tocarte las narices, criticando que opines con libertad lo que te salga de los huevos. Porque no sé cómo te las arreglas, colega, pero cuando te pones justiciero te metes en unos jardines de testículo de pato, y esto parece Aterriza como puedas, con el personal haciendo cola en el pasillo para darte de hostias. Y es que no se puede ser bueno, hermano. No se puede ir por la vida de correcto y pase usted primero, porque no sólo pasan primero, sino que encima se beben el jerez y te soban a la señora. Cuando uno desenvaina la toledana o abre la cachicuerna -algunos miserables merecen navajazos y no francas estocadas- uno debe hacerlo para matar, ris ras, a fondo y del todo. Sin cuartel. De lo contrario, si pinchas con la puntita nada más, el adversario se revuelve en un palmo de terreno y siempre le queda resuello para escribirle cartas al director, y luego siempre hay un redactor jefe o un subdirector como Fernando Rayón, que te odia porque las redactoras te sonríen más que a él -leen Todas las almas y Corazón tan blanco, y no quieren saber, pero han sabido-, dispuesto a destacar las cartas en recuadro para darte por saco y vengarse, el hijoputa.

En cuanto a ti y a mí, compadre, no conozco a dos fulanos más diferentes en gustos, en talante y hasta en manera de juntar letras. Pero somos vecinos y hermanos de armas, hemos servido en el mismo Cuerpo, y practicamos una serie de rituales de lealtad que se basan en un par de películas, algún personaje y algunos libros que amamos. Además, tuviste el detalle de hacerme fencing master de tu isla de Redonda, y eso me pone a tu disposición cuando peleas, con razón o sin ella, aunque la causa me importe un carajo o yo piense exactamente lo contrario. Lo que esta vez, por cierto, no es el caso. Por eso, cuando alguien se declara preocupado por tu talante preconstitucional y te acusa de falta de tolerancia porque escribes, por ejemplo, Guetaria con «u», en vez de Getaria, que en castellano -español lo llaman dignamente por ahí afuera- sonaría Jetaria, yo no puedo menos que animarte, solidario, a que escribas Guetaria y La Coruña como te salga de los cojones. Que es exactamente lo que, por mi parte, procuro hacer yo. Porque si los cagamandurrias de los reales académicos de la Lengua Agonizante y los autores del libro de estilo de los diarios postmodernos, y los ministros de Kultura, o como se escriba eso ahora, tragan todo lo que les echen, ni a ti ni a mí nos llena nadie el pesebre ni nos pagan por dedicar sonrisas a los mangantes y a los capullos en flor que hacen de animadores en esta España grotesca, virtual, convertida en el país europeo con mayor índice de gilipollas por metro cuadrado. Y respecto a lo del otro día en la Feria del Libro, colega, lamento que te hayas comido mis marrones y tenido que dar explicaciones sobre mi ausencia, mis ediciones, mis artículos de El Semanal e incluso sobre mis excesos lingüísticos y personales. Pero no te lo pienso agradecer ni harto de jumilla, porque para eso están los compañeros de tercio, digo de páginas; que eso une más que la amistad, y a fin de cuentas tú y yo nos hemos encontrado personalmente seis o siete veces en nuestra vida. Tu obligación es atender a mis lectores y darles minuciosas y casi familiares explicaciones, del mismo modo que a mí me caen encima los tuyos. A ver si crees que yo me voy de rositas, chaval. Con esta murga de la vecindad y el inglés y el fencing master, la gente piensa que somos responsables el uno del otro, es cierto, pero eso va en las dos direcciones. Y tendrías que ver cómo me entran a mí en el café Gijón, o por la calle, o en cualquier sitio, preguntándome por qué te dejas fotografiar con un pitillo en la mano, o por qué te gusta más Shakespeare que Cervantes, o por tu traducción del Tristam Shandy, o si tienes muchas novias o si tienes pocas, o me piden que te convenza para que escribas más novelas y que mañana en la batalla vuelvas a pensar en mí, o en ella, etcétera. Además tengo que soportar que me digan que usas menos palabrotas que yo y que eres más simpático y más educado y más caballeroso y más correcto en la indumentaria, y que no sales en la foto con unos tejanos hechos polvo y las botas de Sarajevo. Y en cuanto a las lectoras, para qué contarte. El otro día, en Bogotá, una señora espectacular, tremenda, no paraba de preguntarme cuándo ibas. Y acuérdate del famoso anuncio del escote. En esos momentos, perro inglés, te juro que te odio.

9 de julio de 2000

domingo, 2 de julio de 2000

La historia de Barbie


Juan Carlos Botero, escritor, amigo, hijo del pintor y escultor colombiano, se detiene en el umbral del hotel Casa Medina de Bogotá y retrocede, instintivo, al ver pasar a dos sujetos con mala catadura. «Joder —murmura—. Creí que eran sicarios». Y es que hay barrios de esta ciudad que de noche recuerdan ciudades en guerra, con las calles desiertas, alguna sombra que se mueve furtiva, los coches que circulan con los seguros de las puertas puestos, y los bares cerrados por la ley Zanahoria. El objetivo de esa ley es evitar que la gente, con alcohol y coches y artillería, beba y se mate entre sí a partir de la una de la madrugada. Ahora bebe y se mata antes de la una.

Hemos estado bebiendo ginebra azul mientras hablábamos de barcos perdidos, de piezas de a ocho, de cazadores de tesoros y de libros. Y también hemos estado hablando de Barbie Quintero. Barbie tiene veintiocho años, y se parece a lo más sombrío de esta Colombia descompuesta por el narcotráfico, la corrupción, la guerrilla y la miseria. Barbie es guapísima, pese a su escasa estatura, y resulta fácil imaginar la muñeca que era a los trece, cuando aún se llamaba Adriana Alzate y su madre la metió a puta en los bares de Medellín. Su madre había tenido diecisiete hijos, uno por año, casi todos con hombres diferentes, y desde los siete le daba a fumar bazuco. El padre era de cuchillo fácil, y todavía andará por ahí, alcoholizado y soplando droga, si es que no lo han matado ya. Salió de extra en la película La vendedora de rosas, y quiso violar a Barbie cuando ésta tenía once años. En la vida real lo llamaban El Rata.

Eran los tiempos en que Pablo Escobar pagaba dos millones de pesos por cada policía muerto. Barbie se acostumbró a los tipos duros: le gustaban. Hacía striptease para Los Calvos, Los Nachos, Los Priscos. Fumó marihuana, metió pepas y tuvo abortos, antes de tener documento nacional de identidad. Con su aire de muñequita rubia, los prójimos se la rifaban. Se espabiló rápido: cuando una banda visitaba el club donde ella abría las piernas, siempre elegía al más bravo y peligroso de todos; de esa forma sólo se la cepillaba uno y se ahorraba a todos los demás haciendo cola. Oyó decir muchas veces: «Tumben a ese hijueputa faltón», y luego, bang, bang. Allí los palmados se celebraban con tragos, droga, mujeres y canciones. Como los goles del Nacional, dice. Igualito que los goles del Nacional.

Un día, jugando a la ruleta rusa con uno de sus novios, al fulano se le fue un tiro de refilón que le dejó a Barbie una cicatriz en la sien izquierda. A los de Los Nachos los acompañaba en los asaltos y robos, recargándoles los fierros en las balaceras. Dice que ella nunca mató a nadie, sólo chuzó una vez a un taxista; aunque, eso sí, a veces pedía a sus amigos gatilleros que bajaran a algún faltón que se pasaba varios pueblos con ella. En esas anduvo cuando una noche llegaron doce de otra banda —los Calvos, precisa desapasionadamente— y les dieron plomazos y matarile a todos los hombres de la suya, abrasándolos de rey a sota. «A mi hombre le tocó perder. A mí me llevaron a un solar y me violaron. Los doce».

De allí, Barbie pasó a hacerse novia de los tombos, que es como aquí llaman a los policías, sin dejar de ser al mismo tiempo soplona de las bandas; y de esa forma, infiltrada, ayudó a hacerles emboscadas a unos y otros. «Les picaba arrastre —cuenta— y los llevaba hasta donde los bajaban a tiros». Luego se hizo mujer de El Ñatas, un sicario de medio pelo y pistola fácil, pero la estrella de éste se fue apagando y liaron el petate de Medellín; y cuando —El Ñatas tuvo el segundo hijo con su propia hermana, Barbie lo dejó y se puso a putear de nuevo en las zonas rojas de Muzo y Puerto Boyacá. Luego anduvo de cárceles por historias confusas que cuenta muy por encima, una de un robo de un millón de pesos y otra por el robo de un fusil y una granada a un policía. Terminó en el parche de la carrera 18, con una hijita a su cargo, otra con su madrina, y dos más grandes que le quitó el Bienestar Familiar para que los adoptara Dios sabe quién. La plata se la gastaba en ropa, maquillaje y drogas. La vida de Barbie cambió cuando conoció a Nohra Cruz, la presidenta de la fundación colombiana Nueva Vida, que intenta rehabilitar a chicas perdidas. «Para qué vender el cuerpo cuando hay talento, me dijo. Y yo lo tenía». Barbie dejó la calle por un trabajo en la fundación. También ha dejado la droga y a los hombres: ”Conocí a Dios y me alegro, porque no creía en él”. También entendió, dice, que es bueno perdonar a la gente. Que no siempre es necesario matarla por lo que te hace. Y cuando le preguntas por qué cuenta todo esto en público, sin miedo a que se lo cobren, te clava muy fijos los ojos azules y dice: «Porque todos los sicarios que eran amigos míos están muertos».

2 de julio de 2000