La verdad es que no sé cómo se llama. Es tipo menudo, con cara ratonil, bigotito ralo y ojos claros. Tiene en los pies un defecto de nacimiento que le impide caminar bien. Ahora debe de andar por los sesenta y pocos. Durante más de veinte años lo estuve saludando con un buenos días o un buenas tardes cada vez que me lo cruzaba en la cafetería Fuyma, en la plaza del Callao de Madrid. No era camarero, sino una especie de hombre para todo; pero alguna vez sustituyó a los camaretas de verdad cuando se iban de vacaciones. Vendió décimos, hizo de limpia, y la mayor parte del tiempo metía y sacaba cajas, barría el suelo, echaba serrín los días de lluvia, traía tabaco y cosas así. También —y es lo que más me gustaba de él— era amable y respetuoso con la lumis maduras, decrépitas bellezas gloriosas del cercano Pasapoga, que ya en plan de francas marujonas resignadas a los estragos de la vida, aposentaban los restos de su palmito en la cafetería por las tardes, haciendo punto mientras esperaban a improbables clientes. En cuanto al tipo del que les hablo, algunas noches, cuando yo era casi un crío y regresaba del diario Pueblo, o después, al salir tarde de los cines de la Gran Vía y entrar en Fuyma para el último café, me lo encontraba allí recogiendo las sillas o echando las persianas metálicas. Siempre me pareció buena gente, aunque en este perro mundo nunca se sabe. Fuyma lo cerraron hace no sé cuántos años: seis o siete, tal vez más. Una tarde estuve en la barra, trasegando algo antes de meterme en un cine; y al día siguiente había un cartel diciendo que iba a abrirse allí la sucursal de un puto banco, como siempre. Cajanosequé. Ahora —paradojas de la vida— justo al lado del banco, donde antes no había ni cafetería, ni bares ni nada, hay abiertos dos o tres de esos de diseño, de la Compañía de las Indias Tibetanas o algo así, muy agradables y siempre llenos de bote en bote, pero que nada tienen que ver con el ritmo tranquilo del viejo Fuyma, el sol entrando por los ventanales, la clientela antigua, gente pureta que parecía anclada en Celia Gómez y el bayón, y los camareros clásicos: esos fulanos serios, eficientes y con modales, capaces de hacer del suyo un digno oficio. Y entre ellos, siempre trajinando discretamente de aquí para allá, aquel curioso tipo con bigotito y cara de ratón.
Les cuento todo esto porque me lo encontré hace unos meses, en una esquina de la calle de Alcalá, pidiendo limosna. Estaba sentado en un banco que hay allí, con una caja de cartón y unas monedas a los pies. Me quedé tan estupefacto que no pude menos que preguntarle: «Pero hombre, ¿qué hace usted aquí?». Mi cara de sorpresa era tal, y el tono tan crispado, que debió de sonarle a reproche, porque pareció avergonzarse, y levantó las palmas de las manos corno si se excusara porque lo viese de aquella manera. Ya sabe, dijo. Lo de siempre. Le pregunté qué era lo de siempre, y me contó a retazos, en efecto, lo de siempre: una historia confusa de amarguras y mala suerte que nada tenía de original tratándose del país miserable en que vivimos. Una maniobra de un banco, un cierre y la jodía calle. Por suerte, contó, el dueño tuvo el detalle de arriarle alguna viruta, y ponerlo en el paro. Pero el sonante y el paro se habían acabado, y tenía hijos, creo, y una legítima; y a los sesenta años ya me contarán quién le va a dar trabajo a un inválido devuelto al corral. Así que aquí estoy, buscándome la vida en el mismo barrio. Recordando mejores tiempos. De cualquier manera —se reía con mala leche bajo su bigotillo de ratón derrotado— dicen que España va bien. Le di lo más que pude de lo que llevaba encima, y estreché la mano que me ofrecía antes de irme. Más avergonzado yo mismo que él. Desde entonces lo vuelvo a ver siempre que paso por esa esquina, y cada vez me saluda, me detengo, cambiamos unas palabras, le estrecho la mano y deslizo en ella un talego. Pero es una situación incómoda; y me deja tanta desazón dentro, que a veces procuro evitar esa esquina y doy un rodeo para no encontrármelo. Y bien sabe Dios, o quien sepa de esta mierda, que no es por ahorrarme un Hernán Cortés, sino por otra cosa que resulta difícil explicar aquí. Yo sé lo que me digo. Sin embargo, a veces, cuando eludo esa esquina varias veces seguidas, me siento peor aún. Entonces vuelvo a pasar, y a detenerme, y a estrechar su mano. Y mientras charlamos unos segundos, igual que si se tratara de un gesto casual de los viejos tiempos, vuelvo a ponerle en ella un billete. Lo hago casi furtivamente, entre nosotros, igual que hace años le dejaba en los dedos cinco duros al traerme la vuelta del paquete de tabaco. La verdad es que no me atrevo a dejarlo al pasar, en la caja de cartón que hay en el suelo, junto a sus extraños zapatos de cuero deforme. Hacerlo de ese modo sería darle limosna. Y yo a ese hombre no le he dado limosna nunca.
30 de julio de 2000
Les cuento todo esto porque me lo encontré hace unos meses, en una esquina de la calle de Alcalá, pidiendo limosna. Estaba sentado en un banco que hay allí, con una caja de cartón y unas monedas a los pies. Me quedé tan estupefacto que no pude menos que preguntarle: «Pero hombre, ¿qué hace usted aquí?». Mi cara de sorpresa era tal, y el tono tan crispado, que debió de sonarle a reproche, porque pareció avergonzarse, y levantó las palmas de las manos corno si se excusara porque lo viese de aquella manera. Ya sabe, dijo. Lo de siempre. Le pregunté qué era lo de siempre, y me contó a retazos, en efecto, lo de siempre: una historia confusa de amarguras y mala suerte que nada tenía de original tratándose del país miserable en que vivimos. Una maniobra de un banco, un cierre y la jodía calle. Por suerte, contó, el dueño tuvo el detalle de arriarle alguna viruta, y ponerlo en el paro. Pero el sonante y el paro se habían acabado, y tenía hijos, creo, y una legítima; y a los sesenta años ya me contarán quién le va a dar trabajo a un inválido devuelto al corral. Así que aquí estoy, buscándome la vida en el mismo barrio. Recordando mejores tiempos. De cualquier manera —se reía con mala leche bajo su bigotillo de ratón derrotado— dicen que España va bien. Le di lo más que pude de lo que llevaba encima, y estreché la mano que me ofrecía antes de irme. Más avergonzado yo mismo que él. Desde entonces lo vuelvo a ver siempre que paso por esa esquina, y cada vez me saluda, me detengo, cambiamos unas palabras, le estrecho la mano y deslizo en ella un talego. Pero es una situación incómoda; y me deja tanta desazón dentro, que a veces procuro evitar esa esquina y doy un rodeo para no encontrármelo. Y bien sabe Dios, o quien sepa de esta mierda, que no es por ahorrarme un Hernán Cortés, sino por otra cosa que resulta difícil explicar aquí. Yo sé lo que me digo. Sin embargo, a veces, cuando eludo esa esquina varias veces seguidas, me siento peor aún. Entonces vuelvo a pasar, y a detenerme, y a estrechar su mano. Y mientras charlamos unos segundos, igual que si se tratara de un gesto casual de los viejos tiempos, vuelvo a ponerle en ella un billete. Lo hago casi furtivamente, entre nosotros, igual que hace años le dejaba en los dedos cinco duros al traerme la vuelta del paquete de tabaco. La verdad es que no me atrevo a dejarlo al pasar, en la caja de cartón que hay en el suelo, junto a sus extraños zapatos de cuero deforme. Hacerlo de ese modo sería darle limosna. Y yo a ese hombre no le he dado limosna nunca.
30 de julio de 2000