domingo, 16 de julio de 2000

Una de moda y glamour


Les juro a ustedes por mis muertos más frescos que este año no quería. Por una vez, ya en plena temporada, había hecho firme propósito de enmienda, dispuesto a no tocar, ni siquiera de refilón, el tema tradicional en esta página de la indumentaria veraniega. Estaba dispuesto a escribir sobre cualquier otra cosa: a darle un puntazo al clero integrista y ultramontano, por ejemplo, para amargarle las vacaciones a mi santa madre, so pretexto de los obispos brasileños y el preservativo; o a pedir formalmente el exterminio sistemático de los hinchas de fútbol ingleses, los hooligans o como se llamen, mediante la puesta en el mercado oportuno de hectólitros de cerveza fermentada en ácido prúsico. Incluso tenía previsto, por aquello del rifirrafe del otro día entre mi vecino el rey de Redonda y el beligerante académico euskaldún que lo acusaba de ser nostálgico del duque de Alba, coger las Décadas de la guerra de Flandes del padre jesuita Famiano y dedicar un rato a contar los innumerables apellidos vascos que figuran entre los capitanes y soldados españoles que con el de Alba participaron en esa guerra, como en todas las demás, en un tiempo en que la mili —aunque lo mismo ahora resulta que los libros de texto de esa comunidad autónoma afirman lo contrario—, era cualquier cosa menos obligatoria.

Estaba dispuesto a abordar uno de esos temas, repito, eludiendo piadosamente la serpiente multicolor veraniega. Pero hete aquí que acabo de darme de boca con uno de los miles de apasionantes reportajes que publican los suplementos dominicales —ahora que caigo, puede que fuera éste— dando consejos especializados sobre el indumento que deben adoptar quienes deseen ser tenidos por sofisticados y glamurosos a la hora de pasear por el mercadillo de la playa o tomarse copas en el lugar idóneo. Y, claro, me ha saltado el automático, incluyendo abundante goteo del colmillo. Si usted quiere estar a la moda estos meses de calor y no ser un tiñalpa de mierda, aconseja el texto glosado, póngase un smoking fucsia de Vagina Schmeisser si es hembra, y estará genial. Y hágalo en el acto, porque una mujer con smoking —se afirma literalmente— sigue siendo lo más ultrafemenino y sexy. En cuanto a los hombres, que no se les ocurra bajo ningún concepto ponerse tejanos de Izaskun Sánchez que no lleven la vuelta doblada tres palmos; ni, si viste formal, otros zapatos que no sean los de color caramelo que valen treinta mil pesetas, siempre y cuando, naturalmente, se acompañen con un chino claro y calcetines de colores. Salvo, oído al parche, que usted utilice un traje oscuro de Chochino y Vicentini, en cuyo caso usará, so pena de que lo miren mal en Puerto Banús, mocasines de vivos colores, ora rojos, ora verdes, o de piel de serpiente o cebra por los que habrá abonado otras treinta mil. Mucho ojito ahí con ponerse calcetines, que no se llevan. Y en caso de que se decida por el traje claro, entérese de una puta vez de que los mocasines no valen, ni la camisa tampoco. Imprescindible usar una camiseta de Armancio Sopla Poglia, azul celeste por más señas, y sandalias que podrá adquirir en No Te Jode's Shoes por veinte billetes de a mil. Y es que tiene cojones, oigan. Si uno, o una, acepta la dictadura del diseño y el fashion, o corno se diga —hasta hay canales de tv por cable que sólo pasan a tíos y tías desfilando, y ahora los diarios incluyen la moda en las páginas de cultura—, y quiere quedar bien y que los gorilas de la puerta lo dejen entrar en los bares de copas, está condenado a vestir como un perfecto tonto del culo, y encima gastarse una pasta. La otra presunta alternativa, la de la liberté, la egalité y la fraternité, que tampoco la regalan, no deja otra opción que la camiseta de colorines, el calzón-bañador multiuso y las chanclas, adobado con los michelines tatuados, el ombligo en rodajas a la vista, y el arito de oro haciendo piercing en una teta. En cuanto a la vía normal, la del vestido corriente, y la blusa o la honesta camisa, y el pantalón y las zapatillas de tenis o los zapatos con calcetines, acompañados de noche con una chaqueta, una rebeca o un suéter, eso queda para los abuelos puretas y los antiguos, y según los cánones al uso —nuevo barroco, se llama la moda esta temporada, con permiso de Quevedo y Velázquez y Valdés Leal y Alonso Cano— vestido así no hay quien se coma una rosca ni se gane el respeto de los camareros ni de los Charlies que te venden abalorios en los tenderetes. De ese modo vivimos, un verano más, entre el glamour de la gilipollez galopante y el museo de los horrores peludos; y así van los abuelos como van, despendolados por Benidorm, con camisetas de Pokémon y enseñando las varices. Y es que —como decía no recuerdo si un ministro de Cultura o un presidente de club de fútbol, que es lo mismo— en este país siempre terminan poniéndote entre la espalda y la pared.

16 de julio de 2000

1 comentario:

Abelardo Martínez dijo...

Yo una vez, quizás embriagado por las lecturas del suplemento dominical, más preocupadas de la publicidad que de las letras, me compré un traje de Amancio Sopla Pinto, me pidió el fulano de la tienda cuatrocientos euros, los cuales pagué religiosamente a cuenta del dinero de la hipoteca. Estaba harto de ver al mafioso del banco, vestido a la última moda en todos los premios de Fórmula One; vestido a mi costa, por lo que quise hacerlo al contrario, vestirme de marca a su costa; no tenía otro remedio que dejar de pagarla la letra mensual. Ese Domingo, volví a verlo en la tele con un traje parecido al mío, esos que se paga a mi salud y sudor; yo degusté una sabrosa cerveza, vestido con mi traje de marca. Así lo hice varios domingos, hasta que al quinto me desahuciaron la casa; de repente me vi en la calle, eso sí, viendo las carreras en un bar del barrio, vestido con mi preciado traje, maldiciendo en cada vuelta a ese fulano calvito que se escondía en los boxes, el muy hijoputa.