Hay que ver lo que son las lecturas y la vida. Quizá parezca raro que un volcán haga pensar en conquistadores españoles, la sala desierta de un museo, un buen desayuno, Pancho Villa y Zapata, la guerra, un pintor extraordinario y una de las mujeres más hermosas que has visto en fotografía. Y, sin embargo, eso ocurre en sólo unos instantes, a unos cinco mil metros de altura, o quizá son menos, cuando el avión de Iberia en el que viajo se encuentra a una hora de la ciudad de México. Son las seis de la tarde, hora local. Estoy leyendo –con mucho disfrute, pues no había vuelto a él en cuarenta años– el extraordinario Claros varones de Castilla, de Fernando del Pulgar. De pronto levanto la vista, miro por la ventanilla, y en la distancia, sobre el fondo de un cielo entre ámbar y rojo por el cercano crepúsculo, veo una alta, recta y gruesa columna de humo que asciende sobre el Popocatépetl.
Sonrío. Ésa es mi primera reacción. Sonrío de placer y de felicidad; no tanto por la belleza del espectáculo, que también, sino por cuanto esa escena me recuerda. Dejo el libro, apoyo la cabeza en el respaldo, y mirando el volcán lejano evoco libros leídos, lugares visitados, descubrimientos fascinantes. Pienso, lo primero, en Diego de Ordás, el soldado español que en 1519 subió al volcán en busca de azufre para su pólvora. Y también en Sanborn’s, el elegante local de azulejos de la capital mexicana, donde, el día que las tropas revolucionarias entraron en la ciudad, unos rudos zapatistas se hicieron una fotografía desayunando. Esa foto mítica me llevó hasta allí un día del año 96 o 97; y al terminar mi desayuno, como el Museo Nacional estaba cerca, decidí echarle un vistazo. Era temprano, y caminé por las salas desiertas hasta que un cuadro me quitó el aliento, dejándome petrificado como si una bomba hubiera estallado ante mi cara. Se titulaba Erupción del Paricutín: un lienzo espectacular, hecho de negros, rojos y grises, con violentos trazos que recordaban el fuego, la ceniza, las leyes implacables de la naturaleza que desgarran la tierra y sepultan a los hombres. Y así descubrí al Doctor Atl.
Se llamaba Gerardo Murillo, supe en cuanto pude informarme. Doctor Atl era su nombre artístico. Vulcanólogo, intelectual, aventurero, pintor extraordinario, no sólo pintó volcanes, sino también paisajes y retratos. Y a medida que me adentraba en el personaje, ávido de su obra y su vida, encontré un retrato de mujer cuyos ojos verdes me estremecieron. Eso me hizo buscar un libro con esa biografía, donde encontré fotos de una extrema sensualidad; de una belleza extraordinaria. Conocí así el rostro y la vida de Nahui Olin, que fue amante del Doctor Atl, influyó en sus sentimientos e inspiró parte de su obra hasta que ella lo abandonó, huyendo con un marino mercante llamado Eugenio Agacino. Del que, por una de esas carambolas de la vida, yo tenía en la biblioteca un viejo tratado de náutica escrito por él. Y es que, tarde o temprano, si una vida tiene tiempo, todos sus cabos sueltos se anudan.
El caso es que los ojos inquietantes de Nahui Olin y los volcanes del Doctor Atl me obsesionaron durante años. Vísceras de mineral, fuego y piedra, paisajes atormentados, respuestas a preguntas que me había hecho en otros lugares de catástrofe con los que, descubrí admirado, tenían parentesco directo. Y, como ocurre a quienes escribimos novelas, todo eso se combinó en mi cabeza con libros leídos, recuerdos propios e imaginación, cuajando despacio en El pintor de batallas, que acabaría escribiendo años más tarde. Un relato –la historia del fotógrafo de guerra que intenta plasmar en un cuadro la foto que nunca logró hacer– en el que ni Atl ni Olin están demasiado explícitos, pero en el que a menudo se proyectan sus sombras: «Ahora comprendo. Es cuestión de amoralidad geológica. Se trata de fotografiar la útil certeza de nuestra fragilidad. Estar al acecho de la ruleta cósmica el día exacto que, de nuevo, no funcione el ratón del ordenador».
Así, pensando en eso a bordo del avión que desciende en el crepúsculo hacia la ciudad de México, observo la columna de humo en la distancia –ahora el comandante llama a los pasajeros la atención sobre ella, y docenas de teléfonos móviles apuntan a las ventanillas– hasta que la pierdo de vista. Pero ese Pococatépetl en erupción no es sólo una imagen hermosa, concluyo. Es algo más y algo propio. Incluye mi existencia y las de quienes me rodean, aunque a menudo lo ignoremos. Y regreso a Claros varones de Castilla con la certeza, una vez más, de que nada tiene sentido sin las vidas y los libros que lo explican.
25 de febrero de 2018