No recuerdo quién dijo que el siglo XXI va a ser el siglo de los imbéciles. A lo mejor fui quien lo dijo, o lo escribió. No me acuerdo. Pero lo dijera quien lo dijese, asombra la cantidad de gente empeñada en confirmarlo personalmente. Tecleas imbécil en Google, pulsas la tecla intro y sale su foto. Sonriendo, encima. Felices de haberse conocido. Es como una carrera desaforada hacia el disparate; una búsqueda constante del más difícil todavía donde hemos perdido cualquier freno de sentido común. Pero es lo que corresponde, oigan. Por activa o pasiva, por no complicarnos la vida y que nos llamen fascista o nos pinten el portal, atrincherados en silencios cobardes, contribuimos de un modo u otro a que así sea. Idiotas y oportunistas aparte, el mérito es nuestro. Somos cómplices necesarios. De manera que ahora lo que toca es disfrutarlo. Otra más, y seguimos para bingo.
La última imbecilidad –la penúltima, supongo, a estas alturas– es la de esos colegios, cada vez más, en los que se retiran cuentos infantiles de las bibliotecas: Caperucita Roja, La Cenicienta, Blancanieves, Los tres cerditos –imaginen, aun peor, que se llamara Las tres cerditas–, El soldadito de plomo –no es bueno que los niños mitifiquen a un soldado– y otros títulos conocidos. Pues resulta, según análisis de quienes viven de eso, que tres de cada diez son tóxicos y transmisores de patrones sexistas, y sólo uno entre diez está escrito con perspectiva de género. Incluso, yendo aún más al nudo del problema, en algunos colegios de Cataluña se intenta cambiar el relato de San Jorge, patrón de allí, por el de Santa Georgina; para hacer justicia, al fin, a las numerosas mujeres que, como es bien sabido, en la Edad Media cabalgaban como caballeras andantas, guerreando y tal. Por supuesto, en esa nueva y más realista versión el dragón es un bicho bueno y entrañable. El dragoncito Tonet, o algo así. Como para llevárselo a casa de mascota.
Y claro. De ahí a los otros, a los libros para adultos, sólo hay un paso. La nueva Inquisición se propone achicharrar cuanto no encaja en sus nuevas reglas narrativas e incluso imaginativas. Calculen el extenso campo de que disponen. La cantidad de material para la guillotina del porcentaje. Tres mil años de literatura a los que aplicar la perspectiva de género: desde las mujeres reducidas a la condición de diosas, esposas y esclavas en La Ilíada hasta la inexplicable ausencia de señoras junto a Cervantes en la batalla de Lepanto, la misoginia de don Francisco de Quevedo –hay profesores que ya no se atreven a mencionarlo–, el desafecto de Sherlock Holmes hacia las mujeres, la escasa paridad entre los legionarios de Beau Geste o la pederastia explícita en la Lolita de Nabokov, entre otros muchos títulos. Los rastreadores de agravios se van a poner las botas.
Dirán ustedes que por qué me meto en este jardín. Qué necesidad tengo de que luego alguna talibán de género y génera y quienes intentan congraciarse con ella me llamen machista y fascista. Y la respuesta es sencilla: lo hago en defensa propia. Desde hace treinta años escribo novelas que se leen en algunos lugares del mundo, y no me apetece que un coro de cantamañanas demagogos me diga cómo debo hacer mi trabajo. Y supongo que a mis lectores no les apetece tampoco.
Por cierto. Ya que hablo de novelas, dejen que les cuente algo. Cuando era muy jovencito leí Los tres mosqueteros: peleas, amistad masculina y otros etcéteras. Y para completar el cuadro, explícita violencia de género: a Milady de Winter, de soltera Ana de Breuil, la ahorca Athos siendo su marido; ella sobrevive, se vuelve malísima, liquida al duque de Buckhingam, D’Artagnan se la lleva al catre con engaños, y luego él y sus colegas la asesinan por la cara. Ahí tienen ustedes, en cuatrocientas páginas, todos los ingredientes para que, según el nuevo canon inquisitorial, esa novela formidable sea desterrada de las aulas, librerías y bibliotecas. Y sin embargo, les doy mi palabra de que su lectura, y en especial el personaje de Milady, me hicieron intuir muy temprano el mundo de las mujeres, su dura lucha, su soledad, su valor, su tragedia, su desesperación, su lógica crueldad cuando llega el momento de la venganza. Me lo señalaron mejor que ninguna de las muchas idioteces con que hoy se nos bombardea cada día. De Milady, o de lo que ella dejó en aquel lector de ocho o nueve años, saldrían con el tiempo personajes como Adela de Otero, Tánger Soto, Teresa Mendoza, Macarena Bruner, Lolita Palma, Angélica de Alquézar, Mecha Inzunza y todas las otras. A Los tres mosqueteros debo lo que luego completé con mi experiencia y mi escritura. Si alguien me hubiera prohibido ese libro, mis novelas y mi vida serían hoy diferentes. Y les aseguro que no para mejor.
28 de abril de 2019