domingo, 28 de abril de 2019

Degollando a Milady

No recuerdo quién dijo que el siglo XXI va a ser el siglo de los imbéciles. A lo mejor fui quien lo dijo, o lo escribió. No me acuerdo. Pero lo dijera quien lo dijese, asombra la cantidad de gente empeñada en confirmarlo personalmente. Tecleas imbécil en Google, pulsas la tecla intro y sale su foto. Sonriendo, encima. Felices de haberse conocido. Es como una carrera desaforada hacia el disparate; una búsqueda constante del más difícil todavía donde hemos perdido cualquier freno de sentido común. Pero es lo que corresponde, oigan. Por activa o pasiva, por no complicarnos la vida y que nos llamen fascista o nos pinten el portal, atrincherados en silencios cobardes, contribuimos de un modo u otro a que así sea. Idiotas y oportunistas aparte, el mérito es nuestro. Somos cómplices necesarios. De manera que ahora lo que toca es disfrutarlo. Otra más, y seguimos para bingo. 

La última imbecilidad –la penúltima, supongo, a estas alturas– es la de esos colegios, cada vez más, en los que se retiran cuentos infantiles de las bibliotecas: Caperucita Roja, La Cenicienta, Blancanieves, Los tres cerditos –imaginen, aun peor, que se llamara Las tres cerditas–, El soldadito de plomo –no es bueno que los niños mitifiquen a un soldado– y otros títulos conocidos. Pues resulta, según análisis de quienes viven de eso, que tres de cada diez son tóxicos y transmisores de patrones sexistas, y sólo uno entre diez está escrito con perspectiva de género. Incluso, yendo aún más al nudo del problema, en algunos colegios de Cataluña se intenta cambiar el relato de San Jorge, patrón de allí, por el de Santa Georgina; para hacer justicia, al fin, a las numerosas mujeres que, como es bien sabido, en la Edad Media cabalgaban como caballeras andantas, guerreando y tal. Por supuesto, en esa nueva y más realista versión el dragón es un bicho bueno y entrañable. El dragoncito Tonet, o algo así. Como para llevárselo a casa de mascota. 

Y claro. De ahí a los otros, a los libros para adultos, sólo hay un paso. La nueva Inquisición se propone achicharrar cuanto no encaja en sus nuevas reglas narrativas e incluso imaginativas. Calculen el extenso campo de que disponen. La cantidad de material para la guillotina del porcentaje. Tres mil años de literatura a los que aplicar la perspectiva de género: desde las mujeres reducidas a la condición de diosas, esposas y esclavas en La Ilíada hasta la inexplicable ausencia de señoras junto a Cervantes en la batalla de Lepanto, la misoginia de don Francisco de Quevedo –hay profesores que ya no se atreven a mencionarlo–, el desafecto de Sherlock Holmes hacia las mujeres, la escasa paridad entre los legionarios de Beau Geste o la pederastia explícita en la Lolita de Nabokov, entre otros muchos títulos. Los rastreadores de agravios se van a poner las botas. 

Dirán ustedes que por qué me meto en este jardín. Qué necesidad tengo de que luego alguna talibán de género y génera y quienes intentan congraciarse con ella me llamen machista y fascista. Y la respuesta es sencilla: lo hago en defensa propia. Desde hace treinta años escribo novelas que se leen en algunos lugares del mundo, y no me apetece que un coro de cantamañanas demagogos me diga cómo debo hacer mi trabajo. Y supongo que a mis lectores no les apetece tampoco. 

Por cierto. Ya que hablo de novelas, dejen que les cuente algo. Cuando era muy jovencito leí Los tres mosqueteros: peleas, amistad masculina y otros etcéteras. Y para completar el cuadro, explícita violencia de género: a Milady de Winter, de soltera Ana de Breuil, la ahorca Athos siendo su marido; ella sobrevive, se vuelve malísima, liquida al duque de Buckhingam, D’Artagnan se la lleva al catre con engaños, y luego él y sus colegas la asesinan por la cara. Ahí tienen ustedes, en cuatrocientas páginas, todos los ingredientes para que, según el nuevo canon inquisitorial, esa novela formidable sea desterrada de las aulas, librerías y bibliotecas. Y sin embargo, les doy mi palabra de que su lectura, y en especial el personaje de Milady, me hicieron intuir muy temprano el mundo de las mujeres, su dura lucha, su soledad, su valor, su tragedia, su desesperación, su lógica crueldad cuando llega el momento de la venganza. Me lo señalaron mejor que ninguna de las muchas idioteces con que hoy se nos bombardea cada día. De Milady, o de lo que ella dejó en aquel lector de ocho o nueve años, saldrían con el tiempo personajes como Adela de Otero, Tánger Soto, Teresa Mendoza, Macarena Bruner, Lolita Palma, Angélica de Alquézar, Mecha Inzunza y todas las otras. A Los tres mosqueteros debo lo que luego completé con mi experiencia y mi escritura. Si alguien me hubiera prohibido ese libro, mis novelas y mi vida serían hoy diferentes. Y les aseguro que no para mejor. 

28 de abril de 2019

domingo, 21 de abril de 2019

La aventura es la aventura

Siempre sostuve, y no porque se me ocurriese a mí, que hay una especie de determinismo literario. Que los primeros años como lector, los primeros libros leídos, definen con bastante exactitud el territorio vital de cada uno: ese lugar donde el tiempo y la experiencia, con los libros que se leen después, acabarán por encajarlo todo. Una especie de plantilla sobre la que se sitúa cuanto de lecturas y vida viene más tarde. Quiero decir con esto que, al menos quienes leemos desde muy temprana edad, somos lo que somos porque leímos lo que leímos. Porque los primeros pasos realmente lúcidos, la primera mirada intensa que dirigimos a lo real del mundo, la hicimos a través de las páginas de los libros. 

Ahora los tiempos han cambiado, por supuesto. Para muchos ya no es así. Hay otras puertas interesantes por las que asomarse a la vida, y allá cada cual con las que elige para él o sus hijos. Pero tengo la certeza de que los libros siguen siendo, pese a todo, herramientas insustituibles para establecer ese punto de partida al que antes aludía. Los cuentos, los tebeos y los libros. Creo que un joven que crezca sin ese territorio básico caminará siempre desorientado, con una especie de orfandad intelectual que tarde o temprano, de una u otra forma, acabará pasándole factura. Y más, en los tiempos que corren. Dejándolo a merced de fuerzas que no podrá identificar ni combatir. Haciéndolo menos sólido y más vulnerable. 

Pienso en eso estos días, pues tengo en mis manos El diamante de Moonfleet, primer título de la serie de novelas de aventuras que Zenda (esa cooperativa digital creada con un grupo de amigos escritores hace tres años y que, con más de un millón de lectores, se ha convertido en el más influyente medio literario de lengua española en las redes sociales) ha empezado a publicar en formato clásico de libro, a modo de homenaje a la aventura literaria y a los maestros del género. Y es que la novela de John Meade Falkner es precisamente una de esas novelas que establecen territorios y orientan vidas: elogiada por Joseph Conrad, reconocida por Hergé como referencia de sus personajes Tintín y el capitán Haddock, basta una frase de Robert Louis Stevenson para situarla donde corresponde: «El diamante de Moonfleet es la novela que siempre quise escribir, pero lo único que pude hacer fue La isla del tesoro». 

Alguna vez conté en esta página que fui un chico afortunado, pues crecí en una casa con biblioteca grande: con muchas puertas por donde asomarme a la vida antes de empezar a vivirla. Y también hubo quienes me ayudaron a abrir esas puertas o me las pusieron delante; como cuando, con motivo de mi primera comunión, mi madre pidió a familiares y amigos que sólo me regalasen libros. Así fue como a los ocho o nueve años me encontré con una pequeña biblioteca propia: tres docenas de títulos de Mateu, Bruguera, Molino y otras editoriales, en su mayor parte adaptaciones ilustradas para niños y jóvenes, que leídas una y otra vez con más libros de la biblioteca familiar, con tebeos e historietas diversas y sin olvidar el cine visto entonces, acotaron el territorio por el que, más de medio siglo después, sigo moviéndome. Porque cuanto viví, cuanto escribo y tal vez cuanto pienso, quedó marcado de origen por aquellos años lectores y aquellos primeros libros. 

Por eso El diamante de Moonfleet me conmueve especialmente. Augusto Ferrer-Dalmau, el pintor de batallas, ha ilustrado de un modo espléndido la portada, y en ella resume varias cosas para mí importantes: el viejo truhán llamado Elzevir, el joven John Trenchard y el mar como fondo; el viento silbando en la jarcia para llevar al lector a través de peripecias contrabandistas, de secretos ocultos en cuevas, de amores adolescentes, de fantasmas que ocultan riquezas en sus arcanos. Por haber leído esa clase de libros a la edad en que leer ciertas cosas es muy importante, yo mismo anduve luego tras ellos y sus personajes, y así viajé a la cueva de los contrabandistas, a la isla de los piratas, a las tabernas donde beben silenciosos hombres con viejas cicatrices en el cuerpo y en la memoria. Por libros como ése fui en busca de mi propio libro para confirmar si el mundo real se parecía al que intuía en aquellas otras páginas, y lo hice en demanda de amigos leales, de jóvenes hermosas de las que enamorarme, de sabios de los que aprender, de enemigos con quienes pelear. Y cuando al fin los tuve delante, pude reconocerlos gracias a esas historias que me adiestraron para la aventura de la vida. 

21 de abril de 2019 

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domingo, 14 de abril de 2019

La foto que no me hice

Esta página es hoy una excusa, o una petición de disculpas. Un asunto más personal que otra cosa. Escribirla desde hace 25 años me otorga, supongo, ciertos privilegios. Y en ello estoy. Todo viene de una foto que no me hice. Ocurrió en Tánger. Y si me lo permiten ustedes, se lo voy a contar. 

Vaya por delante que desde hace años, y les aseguro que no siempre es cómodo, me hago fotos con todo el mundo. Con todo el que me lo solicita, quiero decir. No es ninguna molestia, sino un placer. Y también una obligación personal y profesional. Soy un escritor que se gana la vida gracias a sus lectores, y nunca olvido la deuda que tengo con ellos. Procuro corresponder contestando sus cartas o acusando recibo cuando me es posible, e interactuando en las redes sociales cuando tengo un rato libre. También he posado para miles de fotos sin un mal gesto ni una mala palabra, nunca, sonriendo siempre. Lo hacía antes, cuando eran cámaras fotográficas, y lo hago ahora que cada cual lleva su teléfono móvil y no te deja escapatoria. Son gajes de mi oficio. 

Quiero decir con todo eso que, parafraseando al maestro de esgrima Jaime Astarloa, no creo haber sido grosero nunca, ni con los más inoportunos. Ni siquiera con pelmazos, que también los hay. Quienes de ustedes me han abordado por la calle, en restaurantes, en cines, en aeropuertos –incluso estrechándome la mano en urinarios públicos, que tiene huevos– pueden dar fe de ello. En las firmas de libros lo hago siempre de pie, igual que quienes esperan en la cola, pues no soy un funcionario de la literatura. Converso, me fotografío y lo que se tercie. Y procuro, siempre que me dejan, no retirarme hasta haber firmado el libro de la última persona que espera. Hasta quienes no tienen ni remota idea de quién soy y sólo les suena mi cara son recibidos con cortesía. He firmado sin rechistar autógrafos con el nombre de Fernando Aramburu, Javier Marías y Eduardo Mendoza. Me he fotografiado con personas que me llamaban Javier, o Alfredo. 

Que yo recuerde, solo seis o siete veces en mi vida me negué a fotografiarme con lectores. Y tal vez fueron menos. Una, en un paso de peatones con el semáforo a punto de cambiar a rojo. Otra fue con una señora que me abordó al grito de «Tú eres un famoso, ¿verdad?». Otra, en un restaurante donde alguien se acercó con cierta impertinencia cuando me estaba llevando el tenedor a la boca. Y otra, la que motiva este artículo, en Tánger hace unas semanas. Paseaba por el Zoco Chico cuando un señor de un grupo de españoles con el que me crucé me pidió una foto. Sólo dijo eso: «¿Podemos hacer una foto?». Respondí que prefería no hacerlo, explicando brevemente el motivo: acababa de llegar a la ciudad por asuntos profesionales y quería evitar que amigos y otras personas supieran que ya estaba allí, pues era fácilmente localizable en mi hotel habitual y me vería enfrentado a compromisos incómodos. No añadí, pues me pareció obvio, que esas fotos suelen colgarse en las redes sociales y que ya me había ocurrido muchas veces. 

Y ahora vamos al remordimiento. Al motivo de mi petición de disculpas. Porque he recibido carta de una lectora –Cristina, se llama–. Me refiero a una lectora de verdad, de las antiguas y fieles, que ha leído todos mis libros y lo demuestra en pocas líneas. Y esa lectora me cuenta que viajó a Tánger con unos amigos precisamente porque había leído mi novela Eva, y que estaban recorriendo los escenarios de esa historia cuando el azar los hizo cruzarse conmigo. Y que ella iba en el grupo, y que quien me abordó pidiendo una foto era su marido. «La excusa que puso no es digna de un escritor como usted –me dice–. ¿Sabe cuántos querrían que les pasara eso? Debería ser más agradecido»

Y, bueno. Eso es lo que me escribe Cristina, y como no hay remite en la carta no puedo responder en privado, así que lo hago en público para decirle que tiene razón. Que ese día en Tánger metí la pata hasta el corvejón. Que la cosa fue de tierra, trágame. Que el mundo es un lugar complejo, y de haber sabido lo que ahora me cuenta no sólo me habría hecho la foto sino que habría dado efusivamente las gracias, como hago casi siempre. Que mi única excusa es cuanto acabo de exponer más arriba. Que soy, como todos, alguien sometido a errores, momentos y estados de ánimo. Y que, aunque hago cuanto puedo por estar a la altura de mis lectores y amigos, pues sé que la libertad de la que gozo se la debo a ellos, no siempre soy capaz de acertar, aunque lo intente. Que aliquando dormitat Homerus. Y que veré de hacerlo mejor la próxima vez, si nos cruzamos de nuevo. En Tánger o en donde sea. 

14 de abril de 2019

domingo, 7 de abril de 2019

Su mejor enemigo

Aunque en invierno hace dentro un frío de mil diablos, el museo naval de Venecia es un lugar agradable. Está situado al final de la Riva degli Schiavoni, cerca de la entrada del Arsenal, y su colección de maquetas y objetos navales es magnífica. No llega a la espléndida categoría del museo naval de Madrid –uno de los mejores de Europa–, pero merece una visita detenida. Suelo dejarme caer por allí cuando estoy en esa ciudad, y siempre me detengo ante la pieza de su colección que más admiro: un SLC Maiale o siluro a lenta corsa: ese torpedo tripulado por dos hombres, que habrán visto en alguna película, con el que los buceadores de combate italianos atacaban a los navíos ingleses durante la Segunda Guerra Mundial. Un aparato cuya contemplación, imaginando lo que era cabalgarlo en condiciones reales de noche y mar, basta para desmentir que los italianos, como sostiene algún indocumentado, sean poco valerosos. Al contrario: lo son cuando tienen motivos para serlo. Aunque ésa, la de los motivos, ya sea otra historia. 

Estuve hace poco allí otra vez, tocando con los dedos el metal frío del maiale. Y como siempre, pensé en su inventor, Teseo Tesei, que murió en combate atacando el puerto de Malta; y en Lucio Visintini, Giovanni Magro y los que murieron tras cruzar de noche la bahía de Algeciras para atacar los buques fondeados en Gibraltar; y en mi personaje favorito entre todos los oficiales y tropa de la Décima Flotilla MAS, el teniente de navío Luigi de la Penne, que al atacar la base británica de Alejandría se encontró solo y de noche junto al casco del acorazado Valiant; y como había perdido en la oscuridad del mar a su compañero Emilio Bianchi y el maiale estaba averiado y clavado en el fondo a 14 metros de profundidad, lejos del buque, soltó la pesada cabeza explosiva y la fue arrastrando palmo a palmo durante cuarenta minutos, a ciegas, envuelto en una nube de fango, orientándose por el rumor de las máquinas del acorazado, hasta situarla debajo de la proa y activar el mecanismo de explosión retardada para las 06,05 horas. 



Lo que vino a continuación situó a Luigi de la Penne en el cuadro de honor de las leyendas del mar y los marinos. Al emerger agotado, quitarse el equipo respirador e intentar llegar nadando a la costa, fue descubierto y apresado por los ingleses. Conducido a bordo del mismo buque que había minado, comprobó que también su compañero Bianchi estaba prisionero. Interrogado De la Penne por el capitán de navío Charles Morgan, comandante del acorazado, se limitó a dar su nombre y graduación, negándose a confesar nada sobre su misión. El inglés ordenó que lo encerraran en un pañol, y la casualidad lo situó a proa del buque, en un calabozo situado exactamente sobre la carga que había activado un rato antes. 

Diez minutos antes de la explosión, De la Penne pidió hablar con el comandante y le dijo que iba a estallar una carga y que pusiera a la tripulación del Valiant a salvo. Como se negó a añadir nada más, el capitán Morgan ordenó que lo encerraran en el mismo calabozo de antes. Después llamó con urgencia a todos los hombres a cubierta. Cuando estalló la potente carga explosiva, el prisionero italiano era el único que quedaba dentro del casco; pero tuvo suerte: los daños reventaron la puerta del calabozo y pudo escapar mientras el acorazado se hundía. Salió a cubierta entre el humo y la confusión, y una vez allí tuvo la satisfacción de ver cómo un segundo acorazado, el Queen Elizabeth, y el petrolero Sagona, minados por otros dos equipos de buceadores, también saltaban por los aires. Aquella noche, seis italianos con tres maiales hundieron 80.000 toneladas de buques enemigos.

Pero la hazaña de Luigi de la Penne y sus compañeros aún tendría un epílogo. Acabada la guerra, los hombres que atacaron Alejandría fueron llamados a la base naval de Tarento para recibir la medalla de oro al valor militar, sin importar –grandezas de Italia– que su hecho de armas hubiera tenido lugar bajo el fascismo. Y cuando el príncipe Umberto II, presidente del acto, se disponía a condecorar a Luigi de la Penne, del público se adelantó espontáneamente un inglés uniformado: el almirante sir Charles Morgan, antiguo comandante del Valiant, ahora jefe de la base naval de Tarento. Y hay una foto del momento en que éste pide a Umberto II el privilegio de imponerle él mismo la medalla a De la Penne «por el valeroso ataque que hizo contra mi barco hace tres años y tres meses». Esas fueron sus palabras, y así ocurrió: el príncipe se hizo a un lado y fue el almirante Morgan quien colgó la medalla en el pecho de su antiguo enemigo. De su mejor enemigo. El almirante Morgan pidiendo al príncipe Umberto que le permita condecorar él a Luigi de la Penne. El almirante Morgan pidiendo al príncipe Umberto que le permita condecorar él a Luigi de la Penne. 

7 de abril de 2019