martes, 28 de septiembre de 2004

Por qué me gustaría ser francés

Hay días en que apetece ser cualquier cosa menos español. Hasta italiano, fíjense, a pesar de Berlusconi, el Vaticano y toda la parafernalia. Por lo menos allí las cosas están claras: un Gobierno que nada tiene que ver con la vida real, una vida real que nada tiene que ver con el Gobierno, y la gente a lo suyo. Más o menos como aquí, con una notable diferencia: los italianos saben perfectamente de dónde vienen. Son escépticos y sabios. Comen pasta, respetan a sus madres, saben sobrevivir en la derrota y en el caos, tienen sentido del humor, practican con riguroso pragmatismo el arte del vive y deja vivir, y aunque tienen, como nosotros, un alto porcentaje de mangantes, demagogos y soplapollas por metro cuadrado, allí la mangancia se practica abiertamente –fíjense en el presidente que gastan mis primos– y uno sabe siempre a qué atenerse. En cuanto a la demagogia y la soplapollez, los políticos, los intelectuales, las feministas de piñón fijo y otras especies socialmente correctas recurren a ellas tanto como aquí, claro. La diferencia es que allí todo el mundo escucha muy serio, luego se guiña un ojo y sigue a lo suyo, sin que de verdad se lo crea nadie. 

Pero si he de serles franco –observen el astuto juego de palabras–, preferiría ser gabacho. Lo que más me gusta de los vecinos es que, cuando la revolución aquella de hace un par de siglos, a base de mucha Enciclopedia, mucho aristócrata y mucho cura guillotinados, y mucha leña al mono hasta que –nunca mejor dicho– habló francés, decidieron que una república es una cosa seria, colectiva y solidaria, y que la verdadera nación es la historia en común y el equilibrio de los derechos y obligaciones de todos y cada uno de los individuos que la componen. Que tonterías, las justas. Que el ejercicio de la autoridad legítima es perfectamente compatible con la democracia. Que la cultura de verdad –no la cateta de cabra de campanario– significa ciudadanía responsable y libertad, y que al imbécil o al malvado que no desea ser culto y libre, o no deja que otros lo sean, hay que hacerlo culto y libre, primero con persuasión y luego, si no traga, dándole hostias hasta en el cielo de la boca. Así lo hicieron los vecinos en su momento, y todo quedó muy claro. Eso es lo que ahora permite, por ejemplo, que en la fachada de cada colegio gabacho ondee con toda naturalidad una bandera francesa. Y mucho ojo. Esa bandera como tal me importa una mierda. Estoy hablando de lo que supone como símbolo y como compromiso. Las verdaderas democracias no tienen complejos. 

Por eso me hubiera gustado ser francés hace unas semanas, el día que entró en vigor la ley prohibiendo el uso del velo en los colegios públicos de allí. En un ejercicio admirable de civismo republicano, los dirigentes musulmanes franceses dijeron a sus correligionarios que, incluso pareciéndoles mal la ley, aquello era Francia, que las leyes estaban para cumplirlas, y que quien se beneficia de una sociedad libre y democrática debe acatar las reglas que permiten a esa sociedad seguir siendo libre y democrática. Así, todo transcurrió con normalidad. Al llegar al cole las chicas se quitaban el velo, o no entraban. Y oigan. No hubo un incidente, ni una declaración pública adversa. Políticos, imanes, alumnos. Ese día, todos de acuerdo: Francia. Y ahora imaginen lo que habría ocurrido aquí en el caso –si hubiese habido cojones para aprobar esa ley, que lo dudo– de prohibirse el velo en las escuelas públicas españolas. Cada autonomía, cada municipio y cada colegio aplicando la norma a su aire, unos sí, otros no, gobierno y oposición mentándose los muertos, policías ante los colegios, demagogia, mala fe, insultos a las niñas con velo, insultos a las niñas sin velo, manifestaciones de padres, de alumnos, de sindicatos y de oenegés lo mismo a favor que en contra, el Pepé clamando Santiago y cierra España, el Pesoe con ochenta y seis posturas distintas según el sitio y la hora del día, los obispos preguntando qué hay de lo mío, ministros, consejeros y presidentes autonómicos compitiendo en decir imbecilidades, Llamazares largando simplezas sobre el federalismo intrínseco del Islam, Maragall afirmando la existencia de un Mahoma catalán soberanista, Ibarretxe diferenciando entre musulmanes a secas y musulmanes y musulmanas vascos y vascas, y los programas rosa de la tele, por supuesto, analizando intelectualmente el asunto. 

Lo dicho, oigan. Francés. 

27 de septiembre de 2004 

martes, 21 de septiembre de 2004

Sexualidad polimorfa y otros pecados

Vaya por Dios. Resulta que al Vaticano no le gusta que actrices y señoras estupendas como Cindy Crawford y Demi Moore, por ejemplo, posen o hayan posado para portadas de revistas mostrando la desnudez de sus espléndidos embarazos. Mónica Bellucci, la última de la lista, lo ha hecho, según confesión propia, para protestar contra la ley italiana que, gracias al veto de la mayoría parlamentaria católica, impide que las solteras puedan acceder a la inseminación artificial. L’Osservatore romano acaba de calificar el asunto como «exhibición morbosa que priva de voz y voto al ser humano que nacerá», y lamenta comprobar que «la maternidad se ha convertido en una exhibición desacralizada». Y la verdad. Tengo delante la foto en cuestión, y debo discrepar de los pastores de mi alma inmortal. No sólo la señora Bellucci y su magnífica preñez me parecen algo digno de reconciliar al más misántropo con la vida, sino que le agradezco infinito que proclame, una vez más, lo bellísima que está cualquier mujer con una barriga llena de vida y de esperanza. No sé qué clase de morbo experimentarán los del Osservatore, mirándola. A mí lo que me entra es gana de darle a la señora Bellucci bocados en el pescuezo, por madre y por guapa. O, para ser más exactos, por lo guapa que está –insisto: que toda mujer está– cuando se convierte en madre. Aparte que no sé qué tiene que ver la palabra desacralizar con esto. La maternidad es hermosa, plena, misteriosa y fascinante. Lo de sagrada no lo columbro. Lo sagrado no apetece comértelo con patatas. 

Mas no para todo ahí. Porque, en la misma onda, la Congregación para la Doctrina de la Fe, antes llamada Santo Oficio –Inquisición para los amigos–, también acaba de proclamarse escandalizada ante lo que se ha visto este pasado verano en esas playas. Y por boca del cardenal Ratzinger invita a las mujeres, entre otras cosas, a mantenerse fieles a su «carácter conyugal», a quedarse en casa «cuidando al otro para el que han sido creadas», a «luchar contra la sexualidad polimorfa» y a «no desear con concupiscencia». Resumiendo: a taparse los ojos, además de las tetas y la barriga. Y en fin. Uno comprende que el cardenal y los obispos, que tienen voto de castidad y toda la parafernalia, desaprueben que las mujeres practiquen con ellos la sexualidad polimorfa y los deseen con concupiscencia, o con lo que sea. Los entiendo y hasta los apruebo, oigan. Meterse a cura es como ser soldado voluntario y que te manden a Afganistán: nadie obliga. Hay reglas y cosas así, uno dice a la orden, y punto. Cumple. Pero alto ahí. Vade retro. Noli me tangere. Que un tío se haga vegetariano no le da derecho a criticar que me guste la ternera. 

Lo de la concupiscencia, por ejemplo. Si nos atenemos al diccionario de la Docta Casa a la que acudo los jueves, la palabra significa, matizada por la moral católica, deseo de bienes terrenos y apetito desordenado de placeres deshonestos. Pero ahí, las cosas como son, el tocho de la RAE se queda un poquito corto. En latín antiguo, no eclesiástico, los tiros van más por apetito en general. Creo. Concupisco significa desear ardientemente, anhelar. O sea, tener muchas ganas de algo. De un señor, por ejemplo, en el caso de una señora. O viceversa. Y, la verdad, no sé por qué tiene que ponerle pegas la Santa Madre Iglesia a que las señoras lo deseen ardientemente a uno. Con lo difícil que es, a veces, despertarles la concupiscencia a las que no arrancan en frío. Así que el cardenal y los obispos protestones me parecen unos pelmazos y unos aguafiestas. No fastidien, eminencia e ilustrísimas. Háganme el favor. Al césar lo que es del césar. Los gustos son libres, y no todos preferimos Santa María Goretti a Salomé, ni Ruth a Putifar. Si una noche me corta el pescuezo una Judith, que por lo menos sea después de habérmelo cobrado en carne. Así que si mis primas quieren ser concupiscentes, con su pan se coman lo que se tengan que comer. A mí, ya ven, me encantaría ser objeto del deseo concupiscente y la sexualidad polimorfa –incluso del carácter extraconyugal, si se tercia– de todas las señoras que toman el sol con las tetas al aire en una playa, estén embarazadas como la señora Bellucci, o no. A mí y a cualquier varón normalmente constituido. Para qué les digo que no, si sí. Además, mejor eso que ir por ahí viéndose obligado a empapelar a obispos y a párrocos por esto y aquello, y a cerrar seminarios por lo de más allá. Así que no me tiren de la lengua. Dejen que esas zorras y yo nos condenemos en paz. Plis. 

20 de septiembre de 2004 

martes, 14 de septiembre de 2004

Párrocos, escobas y batallas

Tenemos por delante una larga temporada de polémica histórica, a base de aniversarios, bicentenarios y cosas así. Que es justo lo que le faltaba a esta nueva España megaplural y ultramoderna que nos están actualizando entre varios compadres. La verdad es que el tricentenario de la ocupación inglesa de Gibraltar habría pasado inadvertido de no ser por la murga que organizaron los guiris, pues aquí nadie pareció acordarse de nada. Pero vienen tiempos difíciles para la amnesia. En 2005 hará doscientos años de lo de Trafalgar. Y entre 2008 y 2014, una docena de ciudades y pueblos españoles tendrá ocasión de conmemorar fechas de batallas decisivas hace dos siglos, como Bailén, La Coruña, Zaragoza, Gerona, Talavera, La Albuera, Cádiz, etcétera. Me refiero a ese período que antes, en los libros del cole, se llamaba guerra de la Independencia, y ahora no sé cómo cojones se llama, si es que aún se llama algo. 

En otros países, conmemorar esas cosas está chupado: acuden los historiadores, los niños de los colegios, las asociaciones, se recorre el campo de batalla, se homenajea a las víctimas de uno y otro bando, y se mantiene viva la memoria de los hombres, sus hazañas y sus miserias. Lo hemos visto en Waterloo, en Gettysburg, en Normandía. Todos lo hacen, como recordatorio de lo grande y lo terrible que hay en el corazón humano. En España no, claro. Somos el único país donde conmemorar batallas no sólo está mal visto, sino que permite, a la panda de mercachifles y payasos de que tan sobrados andamos, sacar fuera la mala leche, el oportunismo, la insolidaridad y la incultura que, precisamente, crearon campos de batalla. Acostumbrados a confundir Historia con reacción, memoria con derechas, pacifismo con izquierda, guerras con militarismo, soldados con fascistas, cualquier iniciativa para rescatar la memoria, el coraje y la dignidad de quienes lucharon y murieron por una idea, por una fe o simplemente arrastrados por el torbellino de la Historia, tropieza siempre con un muro de estupidez y demagogia. 

El último caso tuvo lugar hace poco en Bailén, cuando, en los actos conmemorativos, un párroco local –ignorando que conmemorar no significa celebrar– alzó una escoba mientras leía un texto de San Francisco en defensa de la paz, mostrando así su disconformidad con que la ciudad recuerde que allí, hace ciento noventa y seis años, un ejército de campesinos y patriotas alzados contra la ocupación de su tierra por un ejército extranjero infligió a Napoleón su primera derrota. Y así la demagogia del párroco desplazó, en los titulares de diarios, la que hubiera sido reflexión adecuada: que Vietnam o Iraq, por ejemplo, tuvieron en la batalla de Bailén –en España– un precedente digno de consideración. Que es justo de lo que se trata. La Historia como luz para iluminar el presente.

Conmemorar el aniversario de una batalla no es un acto belicista, ni de derechas, ni de izquierdas. Es un acto de afirmación histórica, de identidad y de memoria. Es homenajear a los abuelos, honrando la tierra que mojaron con la sangre que corre por nuestras venas. Es recordar el sufrimiento, el valor de quienes fueron capaces de levantarse y subir ladera arriba, entre la metralla, porque ese día, en aquel lugar, fueran cuales fuesen la bandera o las ideas que los empujaban, creyeron su deber hacerlo; así que apretaron los dientes y pelearon, en vez de quedarse en un agujero agazapados como ratas, leyendo a san Francisco mientras sus amigos y sus vecinos morían por ellos. Porque a veces, la vida, la Historia, las cosas, son muy perras, y te obligan a luchar y a morir, te guste o no te guste. Por pacífico que seas. Y todo hombre o mujer que cumple esa regla, en cualquier bando, merece recuerdo y respeto, igual que una bandera –aunque en tu fuero interno las desprecies todas– debe ser honrada, no a causa de los políticos de mierda que se aprovechan de ella, sino a causa de quienes murieron por defenderla. He dicho alguna vez en esta página que la Historia no es buena ni mala. Es objetiva. Sólo es Historia. Ocurrió y punto. A las nuevas generaciones corresponde sacar lecciones de ella, en vez de barrerla con una escoba como pretenden el párroco de Bailén y tantos imbéciles más. Escoba que, por cierto, los soldados franceses que en 1808 ocupaban su tierra a los acordes de La Marsellesa, poco amigos de sotanas, no habrían dudado en meterle al señor párroco por el ojete. 

13 de septiembre de 2004 

martes, 7 de septiembre de 2004

Sin perdón

El otro día, oyendo la radio, me estuve riendo un rato largo. Y no porque el asunto fuese cómico. Todo lo contrario. Era la mía una risa atravesada, siniestra. Una risa con muy mala leche. Muy de aquí. La de cualquier español medianamente lúcido que ve enfrentadas la España virtual, oficial, y la España real, en cuanto se asoma un rato a observar la demagogia y la tontería que gastamos en este país de gilipollas. 

La cosa, como digo, no era de risa. Un periodista entrevistaba por teléfono al padre de una joven asesinada. Tardé un rato en enterarme de que la chica asesinada era gitana, porque el entrevistador no mencionó su etnia. Esto, que en el terreno de lo socialmente correcto resulta, supongo, muy loable, informativamente hablando es una imbecilidad notoria; porque, se pongan como se pongan los tontos del haba y los cantamañanas, el hecho de que alguien sea gitano o no lo sea aclara situaciones que en otros casos tendrían difícil explicación. Decir que dos familias se tirotean, por ejemplo, sin matizar que son familias gitanas y hay de por medio un ajuste de cuentas, es escamotear claves necesarias del asunto; tanto como decir que a una joven la mató su hermano por deshonrar a la familia al llegar a casa faldicorta y maquillada, si no se especifica que hermana y hermano eran de origen marroquí, y este último integrista musulmán. Quiero decir lo obvio: no son los mismos mundos, ni las mismas reglas. No siempre. Olvidar esto acarrea la imposibilidad de comprender y solucionar el problema. Cuando hay solución, claro. Que ésa es otra. Porque sólo los cretinos y los que se dedican a la política –una cosa no excluye la otra– son capaces de afirmar que existen soluciones para todo. 

Pero a lo que iba. Cuando al fin me enteré, o deduje, que era un asunto de rapto gitano y asesinato, advertí la parte surrealista del episodio radiofónico: una flagrante confrontación entre la España virtual, encarnada por el entrevistador y su panoplia de clichés de lo supercorrecto y lo megaincorrecto, y la España real, representada por un padre gitano –insisto en el dato étnico– cabreadísimo por la muerte de su hija. Ha pasado el tiempo, decía el entrevistador, y las heridas estarán cicatrizando, ¿verdad?... Cómo van a cicatrisá las jeridas de mi hiha, respondía el otro con mucha lógica forense, si está muerta y remuerta. Me refiero a las heridas morales, a las suyas, apuntaba el fulano de la radio. Quiero decir que el dolor ya no será el mismo, porque el tiempo serena las cosas y tal. ¿No? Pues no, respondía el padre. A mí, fíhese usté, no me serena ná de ná. Me duele iguá ahora que cuando me la mató ese hihodeputa. Su lenguaje de padre afectado –matizaba rápido el entrevistador– es comprensible por la pérdida que tuvo. Pero quizá haya llegado el tiempo del perdón. ¿Del perdón? – saltaba el otro–. ¿Del perdón de qué? Voy a desirle a usté una cosa: desde que ese perro entró en el estaripé, lo tengo controlao. Sé lo que hase, con quién se hunta. Conosco hente dentro, y ahí lo espero. Me pagará lo que me tiene que pagá. 

Llegados a ese punto, el entrevistador vio que la cosa se le iba de las manos. Debe usted confiar en la Justicia, insistió. Todos debemos hacerlo, en un estado de derecho. Ahí el padre se calló un momento. ¿Confiá en la Hustisia?, dijo luego. Mire usté. Lo que yo sé de la Hustisia es que a los quinse año un guardia sivil me dio una palisa de muerte porque moyó cagarme en San Apapusio. ¿Estamo o no estamo? Así que confiá, lo que dise confiá, a lo mehó confío. No le digo que no. Pero la Hustisia y el estao de deresho que de verdá no fallan son los de uno. Y le juro que ése no sale del estaripé. Y si por casualidá sale, ahí lo espero. Por éstas. Y que dé grasias su familia que la mía se conforma con eso. En tal punto del diálogo, el entrevistador, claramente descompuesto, buscaba ya el modo de cortar la conexión de forma airosa. Ésa no es forma, farfullaba. Por Dios. El perdón, ejem, la sociedad civilizada, la democracia, los jueces, la Constitución, ya sabe. Glups. Todo eso. Déheme de cuentos shinos, le cortó el padre. A ver por qué tengo yo que perdoná al que mató a mi hiha. Y si no, espere, que se pone mi muhé. La madre. Dígale a ella que confíe en la Hustisia, o que perdone. Que parese usté que no se entera. Oiga. 

6 de septiembre de 2004