domingo, 31 de marzo de 2002

Un país de currantes


Pues eso. Que lo dice el fulano del telediario de no sé qué cadena, y se queda tan a gusto. Te mira a los ojos sin parpadear, de tú a tú, y asegura que según el último sondeo internacional de no sé quién, los españoles somos los más trabajadores de Europa y del mundo, sólo superados por los norteamericanos y no me acuerdo quién. Los japoneses, o los brasileños, o alguien así. O los chinos. Lo dice con una sonrisita, como si fuera mérito suyo, y a lo mejor es que está viendo la cara de alucine que pongo en el tresillo -me he quedado con el mando a distancia en alto y la boca abierta-. Al cabo de un momento añade que es por las horas. Somos, dice, los ciudadanos que más horas pasamos en nuestro puesto de trabajo. Como lo oyen. Horas laborales. Con dos cojones.

Y ahora imaginen el sondeo. La cosa científica y el rigor mortis. Esa empresa multinacional -Sondeos y Prospecciones Acme - dándose una vuelta por aquí a ver cómo va el asunto, con los investigadores anotándolo todo. Fíjese, mister Doscientos empleados. Mil quinientos funcionarios fultaim. Ficha de entrada a las nueve de la mañana, ficha de salida a las seis de la tarde. Una horita para comer. ¿Cómo lo ve?... That is incredible, comenta el guiri, acojonado, mirando alrededor. Pero dígame, plis ¿Dónde están todos? ¿Where? ¿Ubi sunt? De asamblea, mister, responde impasible el de relaciones públicas, mirando el reloj porque estos cabrones del sondeo le acaban de joder la hora del cafelito. Estudiando maneras de aumentar la producción. ¿Quesque vu dit, señor Rodríguez? ¿Qué me dice? Lo que oye, colega. ¿Y aquellos otros? Esos, explica Rodríguez, son los representantes y representantas sindicales, y esas ojeritas morás que les ve usted son de no dormir pensando en la lucha final, siempre al pie de la barricada en la máquina del café, dejándose la salud por los camaradas. No me joda, dice el sondeador. Como se lo cuento, míster. Pues oiga, apunta el sondeador: en mi opinión, el camarada Stajanov era un absentista laboral comparado con ustedes los españoles. Hombre, comenta Rodríguez, halagado. ¿Stajanov, el futbolista? Pues me alegro de que se dé cuenta con sus propios ojos, mister. Apúntelo en la ficha del sondeo, hágame el favor, para que luego digan de los japoneses y de su puta madre.

Bien mirado, la verdad es que eso puede hasta tener su gracia. Como cuando uno ve a un indígena mareando la borrega de los triles o a punto de darle el tocomocho a un guiri cabrón que va de listo, y piensa: no puede ser, imposible que ese pringao no adivine que lo tangan. Lo que ya no es tan gracioso es que, encima de tirarse el folio en Europa con eso de que España va de cojón de pato, los que encargan y difunden ese tipo de sondeos tengan el morro de calzárnoslos en los telediarios a palo seco, sin anestesia, a los que somos de la casa, en plan los españoles vamos de currantes que te mueres, etcétera; como si aquí fuéramos todos gilipollas y no conociésemos a nuestros clásicos por el ripio y al pájaro por la cagada, y no tuviéramos clara la diferencia entre horas de presunto trabajo y horas de verdad trabajadas. Como si a estas alturas no supiera todo cristo lo que es una ficha laboral en plan oye, Lola, hija, pícamela tú que tengo que llevar a los niños al colegio, o ir al ginecólogo. O el caso de Paco, o de Mariano, que fichan a las nueve, se van a hacer unas gestiones y ya no regresan hasta la una. A ver quién ignora que la jornada laboral de un español medio se articula en torno a los momentos cruciales del día, que son, a saber: café a las diez, bocata a las doce, aperitivo a la una y media, café a las cinco; y todo eso con visitas intercaladas al Corte Inglés, al taller del coche, al estanco y al puesto de periódicos de la esquina. España debe de ser el país donde más adulterios se descubren, porque el marido o la legítima siempre aparecen por casa en mitad de la jornada laboral, cuando menos te lo esperas. A ver quién conoce a un español que diga me encanta hacer bien mi trabajo, o lo hago lo mejor que puedo porque para eso me pagan. No. Todos echamos pestes y somos los reyes del escaqueo. Qué casualidad, cada vez que telefoneas a un despacho oficial o a una empresa, la persona con quien deseas hablar está ocupadísima haciendo algo en otro sitio que no es el suyo, y te sale un contestador automático. Por no hablar del tiempo que se necesita para elaborar esos emails tan currados que circulan por Internet de empresa a empresa y de ministerio a ministerio con los chistes del día, el culo de Mel Gibson o el último artículo del perro inglés.

Lo comentaba ayer con un taxista, rodando por Madrid. No sé a dónde van todos esos, decía el hombre. A estas horas. Pues aquí donde nos ve, apunté, resulta que somos los más trabajadores del mundo, y que le echamos más horas que Gepeto a Pinocho. Ya lo creo, respondió muy serio. Ahí nos tiene -señalaba alrededor, la calle atascada de coches, los semáforos llenos, los bares a rebosar- las doce de la mañana, y rompiéndonos los cuernos en el curro.

31 de marzo de 2002

domingo, 24 de marzo de 2002

La aventura literaria de Ramón J. Sender


Gracias a él comprendí mejor la atroz realidad de ser español. A través de sus páginas me sublevé contra mi rey camino de El Dorado, peleé junto a los Almogávares en Bizancio, viví la guerra cantonal o sufrí bajo el sol despiadado de Marruecos. Le debo muchos ratos de feliz lectura a ese oscense que tuvo la desgracia de nacer aquí, de ser exiliado de izquierdas para unos e ir demasiado a su aire para otros, díscolo y aragonés, malquerido al fin y ninguneado por casi todos. Primero anarquista, después comunista y al final fugitivo de sí mismo, perdió una guerra civil, una mujer fusilada, unos hijos abandonados, una patria y casi todas las ilusiones, salvo la de escribir -a veces demasiado- contando historias hasta el final de sus días. Historias que lo explicaban a él y a la atormentada piel de toro española, turbia y homicida, cuna de Caín, que tan a fondo conoció. El año 2001, el de su centenario, pasó ya sin pena ni gloria, salvo muy pocas y honrosas excepciones, perdida la ocasión para reivindicar seriamente su obra. Y Ramón J. Sender, uno de los poquísimos grandes novelistas españoles del siglo XX, vuelve a sumirse en esa zona gris, intermedia, difusa, del desdén y del olvido. No tuvo suerte Sender. La generación del 27 se la traía bastante floja, y el estilo, que por cierto poseía, no era para él más que un instrumento, una herramienta eficaz al servicio del acto principal, narrativo: contar bien una buena historia y aproximarnos al corazón del hombre, a nuestro corazón, a través de ella. Por eso, en este país de soplapollas donde los cortadores del bacalao cultural jugaron durante décadas, y ahí siguen algunos, a despreciar todo lo que no fuese experimentalismo y estilo floripondioso, aunque no hubiese nada debajo, Ramón J. Sender, pese a que la segunda edición de su primera novela, Imán, alcanzó en 1933 una tirada de 30.000 ejemplares -un best-seller para la época-, fue considerado desde la guerra civil escritor de segunda fila, especie de reliquia extraña de otros tiempos que vivía en el extranjero y se empeñaba en el acto decimonónico, obsoleto, de contar. Olvidando esos mandarines de la culta latiniparla que, en literatura, lo poético puede surgir tanto del estilo como del fondo contextual y que muchas veces lo primero sólo es artificio -cítenme ahora mismo de memoria, si pueden, los títulos de cuatro novelas de Fulano, Mengano o Zutano que en su momento fueron saludadas por la crítica oficial como obras maestras imprescindibles-, mientras que lo segundo es de más denso calado, y permanece. Y explica.

Ahí está, desde mi punto de vista, la clave del Sender novelista. Que nadie en la literatura del siglo XX nos explica España tan bien como él. Ni siquiera Baroja o Blasco Ibáñez en su amplia obra novelesca, ni el Pascual Duarte de Cela, ni Valle-Inclán en su Ruedo Ibérico, ni el Galdós de los últimos Episodios nacionales. Nadie consigue transmitirnos, como Sender en sus muchísimas páginas a veces irregulares, a veces mediocres, a menudo extraordinarias, la desoladora certeza de que el del español fue siempre un largo y doloroso camino hacia ninguna parte, jalonado de ruindad y de infamia. De que la grandeza, el fulgor de nuestra historia, resulta compatible con nuestra miserable condición humana; y que, paradójicamente, una es complemento o consecuencia de la otra, y viceversa. La aventura equinoccial de Lope de Aguirre, por ejemplo, ayuda a comprender y a comprendernos. Ese conquistador visionario y duro, que no deja la coraza y las armas para dormir porque no se fía ni de los hombres a los que arrastra en su locura, con esa carta que escribe al rey de España de igual a igual, liberándose del vasallaje, adiós, Felipe, no eres mejor que yo porque estés más alto, tú matas por personas interpuestas y yo mato con mis propias manos, y asumo el resultado con la arrogancia que dan mis peligros y mi espada. O esos mercenarios catalanes y aragoneses de Bizancio, rodeados de enemigos en el extremo oriental del Mediterráneo, rapaces, crueles y lentos, que entran en combate bajo su propia bandera cuatribarrada, voceando Aragón y San Jorge, y que en ratos libres de la tarea de degollar turcos o vengarse de bizantinos y de varegos se acuchillan con saña entre ellos gracias al virus de la guerra civil que todo español por nacimiento y lleva consigo allí a donde va, por muy lejos que vaya.

Hay novelas de Ramón J. Sender que me gustan más que otras. Sí tuviera que recomendar algunas, aparte de La aventura equinoccial de Lope de Aguirre y Bizancio, que son mis favoritas, añadiría Imán, Mister Witt en el Cantón, Réquiem por un campesino español y la monumental Crónica del Alba. De modo que, si esta página les abre hoy el apetito senderiano me alegro. Vayan, entonces, y léanse alguna. En esas páginas hay literatura como tiene que ser. Como fue y seguirá siendo siempre, pese a los imbéciles a los falsificadores y a los mangantes.

24 de marzo de 2002

domingo, 17 de marzo de 2002

Salón Tropicana


Como dice mi amigo el escritor mejicano Xavier Velasco, todo puede convertirse en literatura. Todo vale. O más bien, apunto yo en el segundo tequila, hay un momento en la vida de quien le pega a la tecla en que la literatura se convierte en una especie de puerta, en un filtro por el que entra sólo aquello que te interesa, y el resto se queda fuera. Pasas. Y del mismo modo en que un lector de pata negra es quien descubre un día que todos los libros del mundo hablan de él, y se reconoce en ellos, un escritor va por el mundo consciente de que es posible proyectar sus recuerdos, sus sueños, sus lecturas, su imaginación y, en resumen, el conjunto de su vida, en casi todo cuanto se va tropezando por el camino, apropiándoselo como un cazador ávido que echa las cosas al zurrón, seguro de que, tarde o temprano, tomará forma en la pantalla de un ordenador o en el negro sobre blanco de una hoja a medio escribir.

Un taxi de confianza, patrón. Los porteros del Bombay, un antro de ficheras que linda con la plaza Garibaldi del DF y el barrio duro de Tepito, los mismos que nos han cacheado en busca de armas a la entrada, aconsejan que no vayamos a pie, y que confiemos nuestro pellejo y nuestras carteras a un taxista bigotudo, con aspecto de poderle confiar, como mucho, la salud de nuestro peor enemigo. Así que no, gracias, propina al canto y preferimos seguir a pie. De esa forma, me digo, al menos tienes oportunidad de correr. Xavier es un buen guía del Méjico nocturno en su vertiente golfa. No en vano nos hicimos amigos precisamente después de que yo leyera su libro Luna llena en las rocas, donde le da un repaso a los garitos más infames y peligrosos del centro de la capital mejicana. Y esta noche peregrinamos juntos como por sus páginas. El estreno ha sido en el Tenampa, un lugar clásico de mariachis, bastante tranquilo y decente, bajo las efigies legendarias y protectoras de Cornelio Reyna, Vicente Fernández y José Alfredo, con los mariachis cantándonos Mujeres divinas, que a estas alturas de la vida más que una canción es un estado de ánimo. Luego hemos salido del ámbito más o menos protector de la plaza Garibaldi para internarnos por las callejas que llevan a Tepito, allí donde a los gringos tontainas que buscan tipismo y folklore suelen ponerles la 45 entre los ojos y los aligeran de dólares y tarjeta Visa. Y después de abrevar aguarrás en el Bombay nos vamos calle abajo en busca del Catorce, un antro gay con espectáculo en vivo.

Pero el Catorce está cerrado -orden judicial, dice alguien- y lo sustituye el local contiguo, que se llama literalmente Ahora Es El Quince. Entramos con cuidado. Más cacheos. Ni cristo dentro. Cuatro gays que se lo montan a su aire con la música en una esquina, media docena de soldados de paisano y con el pelo al rape, luz violeta, el espectáculo que se retrasa y no empieza nunca porque, nos cuenta el camarero, no llega el presentador. Nos vamos. Taxi de confianza, patrón. No, gracias. Otro día. Seguimos a pie, mirando por encima del hombro. Llegamos otra vez a Garibaldi. La cartera todavía en el bolsillo. Vivos.

De perdidos, al río. Salón Tropicana. Orquesta, lleno hasta arriba, baile. Lo mismo güilas elegantes con pinta de buscar lo que buscan, que honestas familias de clase media y gente de toda la vida. Boleros. Salsa. Danzón. Una doceañera con calcetines blancos baila con su papi, celebrando, comunica la orquesta, el cumpleaños. En la pista abarrotada, haciéndose notar mucho, un galán flaco y alto, con cara de indio guapo, baila que te mueres con una dama bastante ordinaria pero de buen ver, que se mueve de forma perfecta en sus brazos. El galán sabe que existen espejos. Sabe manejar el perfil. Tiene maneras. Lo suyo es auténtica coreografía. Quién bailara así, comenta Xavier. Todas las señoras que están a nuestro alrededor miran al bailarín, que hace como que no. Un espectáculo. Y entonces yo le pego otro sorbo al tequila, me inclino hacia mi amigo y digo míralo, compadre. Ése no ha leído a Proust ni a Stendhal ni falta que le hace, ya lo mejor en vez de leer deletrea, el hijo de la chingada. Pero ahí lo tienes. A ése le hablas de literatura y se parte de risa, pero me juego un capítulo de mi próxima novela a que se arrima a cualquier torda de este salón, chasquea los dedos y la saca a la pista con el chichi hecho agua de limón. Órale, responde Xavier. Ésa es la neta. Te pasas la vida recitando sonetos y hablando de la brevedad de la existencia y de la profundidad del espíritu, intentando explicar La montaña mágica para trajinarte a una chava, y en ésas llega aquí, el bailarín, le echa una sonrisa y dos pasos de baile, y sin abrir la boca te friega bien fregado. No me digas que no es injusto, compa. Eso es lo que me dice Xavier, y miramos un rato evolucionar al guaperas, y después nos miramos de nuevo el uno al otro, agarramos el tequila y sonreímos, cómplices y resignados. Sin embargo, digo. También eso es literatura.

17 de marzo de 2002

domingo, 10 de marzo de 2002

Día "D" en la Línea


Ohú. Imagínense ustedes el cuadro, que a lo mejor hasta vieron parte en aquel vídeo de un aficionado que puso la tele. Yo mismo habría dado cualquier cosa por estar allí, mirando, mientras me tomaba una cerveza en un chiringuito con mi vecino el perro inglés. Ese domingo de Carnaval. Esa playa de La Línea de la Concepción, pegada a la verja de Gibraltar pero por el lado de aquí. Esa lancha británica arbolando pabellón de su Majestad la Queen. Esos feroces soldados de los Royal Marines haciendo maniobras con sus caras tiznadas en plan Rambo y sus escopetas y sus morteros. Ese Peñón al fondo. Ese ejercicio de desembarco a media mañana, Inglaterra espera que cada uno cumpla con su deber y toda la parafernalia. Esa fiel infantería de marina británica dispuesta a mostrar una vez más su letal eficacia en las cosas de la guerra crué. Ese sargento chusquero Thomas Smith, o como se llamara, con un tatuaje de las Malvinas en un brazo y otro de su puta madre en el otro, que patronea la lancha de desembarco. Y que se equivoca de playa. Y que mete al teniente Mortimer ya sus veinte máquinas de matá en la playa española en vez de en la gibraltareña, o sea, por el lado de acá de la verja. Y ese desembarco impecablemente táctico, con muchas posturitas y mucho arrastrarse por la playa y mucho adelante, muchachos, a por ellos, cúbreme, Tommy. Bragueta Seis a Zulú Cuatro, afirmativo, cambio, etcétera.

Ahora imagínense las caras de los de este lado. Los padres paseando a sus niños en los cochecitos. La gente de La Línea que andaba por allí con sus cañas de pescar. Los varillas aparcacoches, dame algo, colega. Y la guasa. Domingo de Carnaval, insisto. La playa asín de gente y los Royal Marines haciendo el gilipollas, a gatas por la orilla. Los pescadores en sus pateras, con las redes a medio sacar, gritándoles os habéis equivocao, hihoslagranputa, que esto no es Hibraltá sino España, Spain. This is Spain and yu mistaken, pishas. Y esos dos policías municipales de La Línea moviendo las manos, que no, tíos, que la verja está allí atrás y os habéis pasao unas yardas y varios pueblos. Y esos llanitos del otro lado, británicos y todo lo que quieran, pero que les va la coña marinera como al que más, que para eso son de allí y se apellidan Sánchez y Cohen y Parodi, agarrados a la verja y llorando de risa con los ingleses, no te lo pierdas, Johnny, la Navy no sólo navega sino que patina. Rule Britannia. Y en ésas, el teniente Mortimer que se da cuenta del planchazo y se le caen los cojones al suelo y dice por la radio aquí Zulú Cuatro, retirada, retirada, Black Hawk down o lo que sea, y todos los Rambos nasíos pa matá otra vez a gatas para la lancha a toda mecha, apuntando para aquí y para allá, antes de que al cabo primero Romerales, del puesto de la Guardia Civil, que lleva cuatro coñás esa mañana, se le crucen los cables y saque el nueve parabellum y se vaya derecho a la playa, cagüentós los muertos de los ingleses, y la líe. Y al día siguiente, ese ministerio español de Exteriores diciendo nada, hombre, chiquilladas bélicas sin importancia; y el portavoz del Ministerio de Defensa inglés haciendo chistes, je, je, un fallo lo tiene cualquiera, pero somos aliados y pelillos a la mar, así que tranquis y a joderse, que para eso están ustedes en la OTAN.

Ahora imagínense que hubiera ocurrido lo contrario. Que en el curso de unas maniobras militares españolas, el teniente Arensibía y la sargenta caballera legionaria Vanesa, con cabra incluida, hubieran desembarcado por error en una playa de Gibraltar, no ya con escopetas, sino con el bocata de mortadela de media mañana. Si hace algún tiempo, cuando una lancha del Servicio de Vigilancia Aduanera español se despistó, metiéndose tras una planeadora contrabandista en el Peñón, ya montaron los llanitos y los ingleses la de Dios es Cristo, calculen la que hubiera caído con esto, y más si encima alguien lo filma en vídeo: violación de aguas y territorio británico, agresión a la colonia, afrenta irreparable a la bandera de Su Majestad. Esos llanitos poniendo el grito en el cielo. Ese Foreign Office mandando notas de protesta. Esos editoriales del Times y del Guardian dando caña. Esos hooligans ingleses rompiendo bares de Benidorm como represalia. Los tertulianos de las arradios españolas pidiendo que rueden cabezas, y acto seguido ese ministerio de Defensa destituyendo por si acaso a toda la cadena de mando, sargenta y cabra incluidas, y mandando al general jefe de la región militar destinado forzoso a Chafarinas, a enseñarle instrucción, un, dos, ep, aro, a la foca Peluso. Y ese ministerio nuestro de Asuntos Exteriores, pues ya saben. Arrastrándose, como suele, en busca de alguien a quien hacerle una mamada urgente -especialidad de la casa- para relajar la cosa. Y dando gracias al Cielo por que el teniente Arensibía y la cabra se hubieran equivocado desembarcando en Gibraltar, y no al otro lado de la verja de Melilla.

10 de marzo de 2002

domingo, 3 de marzo de 2002

Cortaúñas y otras armas letales


Me parece hasta cierto punto lógico, oigan, que los gringos de Bush después de su heroica hazaña de Afganistán y las que vienen de camino, anden acojonados con la seguridad y el terrorismo y toda la parafernalia en los aeropuertos. Y que, por precaución, cuando son vuelos suyos requisen todos los objetos inciso-cortantes que sirvan para decirle a la azafata: Salam Aleikum, mi nombre es Med, Moha-Med, y cuéntale al piloto que vamos a aterrizar en la alfombra del Despacho Oval. Si yo anduviera por el mundo como van ellos, de chulitos de barrio y otra vez haciendo amigos como en los tiempos del entrañable Kissinger, premio Nobel de la Paz -el hijoputa-, también me subiría a los aviones con cierta congestión en la garganta. Así que resulta natural que cuando pasas con un sable de caballería bajo el brazo, el aparato haga tirurí, tirurí, y el rambo que masca chicle te confisque el sable. Están en su país y en sus compañías aéreas, de manera que con su pan se lo coman, y son muy dueños de intervenir todo objeto metálico, incluido el Diu de las barbies de las pequeñas Nancys que vuelan con sus papis a Disneylandia, que ahí me las den todas. Cada uno se lo monta como puede.

Lo que ya no me hace puñetera gracia es que contagien su histeria a todo el mundo. Si me subo en la Air Camerún, por ejemplo, o como se llame la Iberia de allí, es poco probable que un terrorista desalmado utilice un clip de sujetar papeles para degollar al piloto y estrellarse contra la estatua de la Libertad. Le pilla un rato lejos. Y es más: si de veras hace eso con un clip, olé sus cojones y la próxima copita se la pago yo, incluso aunque me pille a bordo, que ya sería mala suerte. Y lo que digo de Air Camerún lo digo de cualquier otra compañía. Una cosa es que confisquen cuchillos, navajas, bisturís y cosas así, y otra muy distinta que ya ni te dejen llevar encima los objetos cotidianos, domésticos, que no sólo es dudoso que un terrorista comme il faut utilice para sus homicidios y tal, sino que además necesitas tenerlos a mano. Factúrenlo, te dicen. Pero es que a lo mejor el objeto en cuestión te hace falta precisamente durante el viaje. Un cortaúñas, por ejemplo. A ver cómo te arreglas una uña en un vuelo trasatlántico de Iberia después de partírtela mientras intentas arreglar la luz de lectura del techo que no funciona. Además, ya me contarán ustedes, si sólo viajas con una bolsa de mano, cómo carajo vas a facturar un cortaúñas. Dónde le cuelgas la etiqueta.

La verdad es que ya hacemos el ridículo con tanta confiscación y tanta leche. No hay forma de comer con esos cuchillos de plástico que te dan ahora, que se parten o se doblan y con los que siempre terminas tirándole encima una patata hervida al vecino. En Nueva York me dejaron sin cortaúñas -imagínense un ataque suicida de tres integristas islámicos armados con cortaúñas-, en París sin cuchilla de afeitar, y en Madrid un amable guardia civil me informó de que ya no puedo llevar encima, cuando vuelo, la navaja suiza multiuso que me estuvo acompañando, en las duras y las maduras, durante los últimos treinta años de mi vida. La gota rebosó el vaso el otro día en el aeropuerto de Méjico, cuando la torda de seguridad me confiscó un mechero Bic de la bolsa de mano, después de haberle retirado a una señora que iba delante las pinzas de depilarse las cejas. Lo pintoresco es que además del mechero yo llevaba una caja de cerillas en la bolsa, y ésa no la detectó el aparato; de manera que, pese a tanta seguridad y tanta murga, de haber pretendido inmolarme al grito de Dios es grande, pegándole fuego a la moqueta del avión sobre el cielo de Cuernavaca, yo no habría tenido el menor problema. Manda huevos.

Y es que eso es lo chusco del invento. Lo mucho que toda esta paranoia de inspiración gringa incurre en la gilipollez. Puestos a quitarte unas cosas y dejarte otras -porque es imposible eliminarlas todas salvo que al final nos hagan viajar en pelotas-, ya me dirán ustedes qué diferencia va de unas pinzas de depilar al frasco de vidrio de la colonia que te dan con el neceser en los vuelos largos, un bolígrafo metálico, un tenedor, unos cristales de gafas de sol rotos de la forma adecuada. Recuerdo que, en mis jóvenes tiempos de vida heterodoxa y poco ejemplar, un viejo amigo me enseñó a convertir vulgares objetos cotidianos en armas bastante cabroncetas y letales -nacked kiff, creo que lo llamaba, o algo así-, y eso incluía un cordón de zapatos, un diario enrollado, una tarjeta de crédito, una chapa de cerveza o unas llaves. Así que, ya metidos a confiscar, calculen la lista. Porque siempre puede uno, metido en faena, estrangular a la azafata con el cinturón de Ubrique, degollar al del Sepla con el peine, o secuestrar el Boeing amenazando con la última canción veraniega de Georgie Dan. Con cualquier novela de Alejandro Gandara o Baltasar Parcel o con la lectura en voz alta -metafísica, oye, que te vas de vareta-, de la página de Paulo Coelho.

3 de marzo de 2002